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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Robots e imperio (36 page)

BOOK: Robots e imperio
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–Ah, en este caso, Vasilia, puede haber un impulso psíquico personal que es inútil tratar de analizar. Yo lo olvidaría..., algo más?

–Una cosa más, y la más desconcertante de todas. Entre un indicio y otro, recogí la impresión, Kelden, de que los solarianos se proponen abandonar su planeta.

–¿Por qué?

–No lo sé. Sus habitantes, por escasos que sean, van disminuyendo. Quizá quieran empezar de nuevo en alguna otra parte antes de desaparecer del todo.

–¿Qué clase de "empezar de nuevo"? ¿Adonde podrían ir?

Vasilia sacudió la cabeza.

–Le he dicho todo lo que sé.

–Está bien –dijo Amadiro lentamente–, lo tendré en cuenta. Cuatro cosas: intensificador nuclear, robots humanoides, robots telepáticos y abandono del planeta. Francamente, no creo en ninguna de las cuatro, pero persuadiré al Consejo para que autorice unas preguntas al regente de Solaria. Y, ahora, Vasilia, creo que necesitas un descanso,así que ¿por qué no te tomas unas semanas libres y te acostumbras de nuevo al sol de Aurora y al buen tiempo, antes de volver al trabajo?

–Es muy amable por su parte, Kelden, pero quedan aún dos cosas que me gustaría tratar –declaró Vasilia sin levantarse.

Los ojos de Amadiro buscaron involuntariamente la cinta horaria:

–No te llevará mucho tiempo, ¿verdad, Vasilia?

–Me llevará todo el tiempo que sea necesario, Kelden.

–¿Qué es lo que quieres?

–Para empezar, ¿quién es ese joven sabelotodo que parece creer que dirige el Instituto, ése, cómo-se-llama, Mandamus?

–Ya se conocen, ¿verdad? –dijo Amadiro con una sonrisa que disimulaba cierta inquietud–. Como puedes ver, las cosas cambian en Aurora.

–Pero esta vez no para mejorar –repuso Vasilia, sombría–. ¿Quién es?

–Es exactamente lo que tú has descrito: un sabelotodo. Es un joven brillante, muy entendido en robótica, igualmente entendido en física general, química, planetología...

–¿Y qué edad tiene este monstruo de erudición?

–Algo menos de cinco décadas.

–¿Y qué será este jovencito cuando se haga mayor?

–Un hombre tan sabio como brillante, quizá.

–No simule no entender lo que pregunto, Kelden. ¿Está usted pensando en prepararle para ser el siguiente jefe del Instituto?

–Me propongo vivir aún varias décadas.

–Esto no es una respuesta.

–Es la única respuesta que tengo.

Vasilia se volvió inquieta en su asiento y su robot, de pie tras ella, dirigió sus ojos de un lado a otro como preparándose para esquivar un ataque... empujado a este comportamiento, quizá, por la inquietud de Vasilia. De pronto, declaró:

–Kelden, yo voy a ser la próxima directora. Está decidido. Así me lo prometió.

–Es cierto pero, en realidad, una vez que yo muera, Vasilia, la junta presidencial hará su elección. Incluso si dejara tras de mí un documento indicando quién debe ser el nuevo director, la Junta puede corregirme. Así está estipulado en el reglamento de fundación del Instituto.

–Redacte usted su documento, que de la Junta me encargaré yo.

Y Amadiro, con la frente mucho más fruncida, declaró:

–Esto es algo que no voy a seguir discutiendo de momento. ¿Cuál es la otra cosa que querías decirme? Por favor, sé breve.

Se quedó mirándolo, airada, por un instante, luego, como si mordiera las palabras, dijo:

–¡Giskard!

–¿El robot?

–Naturalmente. ¿Conoce usted a cualquier otro Giskard del que yo pueda hablarle?

–Bien, ¿de qué se trata?

–Es mío.

Amadiro pareció sorprendido.

–Es..., o era,.., propiedad legal de Fastolfe.

–Giskard era mío cuando yo era pequeña.

–Fastolfe te lo prestó y eventualmente te lo retiró. No hubo transferencia formal de propiedad, ¿verdad?

–Era mío, moralmente. Pero, en todo caso, ya no pertenece a Fastolfe. Ha muerto.

–Pero hizo testamento. Y si recuerdo correctamente, por dicho testamento, dos robots, Giskard y Daneel, son ahora propiedad de la mujer solaria.

–Pero yo lo quiero. Yo soy la hija de Fastolfe...

–¿Eh?

–Tengo derecho a Giskard –insistió Vasilia, sofocada–. ¿Por qué una desconocida, una extranjera, va a tenerlo?

–En primer lugar, porque Fastolfe lo testó así. Y ella es ciudadana aurorana,

–¿Quién lo dice? Para todos los auroranos es "la mujer solariana".

Amadiro dio un puñetazo en el brazo de su butaca en un súbito acceso de cólera.

–Vasilia, ¿qué es lo que quieres de mí? La mujer solariana no me gusta. En realidad, me disgusta profundamente y si hubiera un medio de –miró a los robots, como deseoso de no inquietarles– sacarla del planeta, lo haría. Pero no puedo cambiar el testamento. Incluso si hubiera forma legal de hacerlo, que no la hay, no sería prudente. Fastolfe está muerto.

–Precisamente ésta es la razón por la que Giskard debería ser mío ahora.

Amadiro la ignoró.

–Y el partido que presidía está deshaciéndose. En las últimas décadas sólo lo mantenía unido su carisma personal. Ahora, lo que me gustaría es recoger los fragmentos de esa coalición y añadirlos a la mía. Así, podré reunir un grupo que sea lo suficientemente fuerte para dominar al Consejo y ganar el control de las próximas elecciones.

–¿Y ser usted el próximo presidente?

–¿Por qué no? Aurora podría elegir peor, porque me daría la oportunidad de revocar nuestra vieja política desastrosa antes de que sea demasiado tarde. Lo malo es que no tengo la popularidad de Fastolfe. No poseo su don de aparentar santidad como disfraz de estupidez. En consecuencia, si pareciera triunfar de un modo sórdido e injusto sobre un muerto, no quedaría bien. Nadie debe decir que, derrotado por Fastolfe mientras éste vivía, revoqué su testamento por despecho, una vez que hubo muerto. No quiero que algo tan ridículo como esto se interponga en el camino de las grandes decisiones de vida o muerte que debe tomar Aurora. ¿Lo comprendes? ¡Tendrás que renunciar a Giskard!

Vasilia se levantó, tiesa, con los ojos semicerrados.

–Ya lo veremos.

–Ya lo hemos visto. Esta reunión ha terminado y si ambicionas ser el director del Instituto, no quiero volver a oírte amenazarme por nada. Así que si te propones atacarme ahora, del modo que sea, te aconsejo que lo pienses bien.

–No lo amenazo –dijo Vasilia, con toda su expresión corporal contradiciendo sus palabras. Se marchó en un revuelo, después de indicar, innecesariamente, a su robot que la siguiera.

50

La emergencia o, mejor dicho, la serie de emergencias, empezó unos meses después, cuando Maloon Cicis entró en el despacho de Amadiro para la habitual conferencia matutina. Ordinariamente, Amadiro le esperaba con satisfacción; Cicis era siempre un tranquilizante en el transcurso de un día ocupado. Era el único miembro del Instituto que no tenía ambiciones y que no calculaba sobre el día de la muerte o jubilación de Amadiro. Cicis era, de hecho, el subordinado perfecto. Era feliz siendo servicial y le encantaba contar con la confianza de Amadiro.

Por esta razón, Amadiro estaba entristecido, en el transcurso del último año, al notar un cierto deterioro, una ligera concavidad en el pecho, un toque de rigidez en los movimientos de su perfecto subordinado. ¿Acaso Cicis estaba envejeciendo? Solamente era unas pocas décadas mayor que Amadiro.

Amadiro sintió, con desagrado, que quizá junto con la degeneración gradual de tantas facetas de la vida espacial, la longevidad también fallaba. Se propuso mirar las estadísticas, pero siempre se olvidaba de hacerlo, o sentía un miedo inconsciente de hacerlo.

No obstante, en esta ocasión, el aspecto de vejez de Cicis se cubría de una violenta emoción. Su rostro estaba rojo (poniendo de relieve las canas de su cabello color bronce) y parecía estar virtualmente a punto de reventar de asombro.

Amadiro no tuvo siquiera que preguntar lo que ocurría. Cicis lo soltó como si se tratara de algo que no podía contener.

Cuando terminó de soltarlo, Amadiro dijo, estupefacto:

–¿Que todas las emisiones de radio han cesado? ¿Todas?

–Todas, jefe. Deben de haber muerto todos, o se han ido. Ningún mundo habitado podría evitar emitir alguna radiación electromagnética en nuestro nivel de...

Amadiro le mandó callar. Uno de los puntos de Vasilia, el cuarto, según recordó, había sido que los solarianos se estaban preparando para abandonar su mundo. Había parecido una sugerencia sin sentido; las cuatro habían parecido más o menos insensatas. Le dijo que lo tendría en cuenta y, naturalmente, no lo había hecho. Ahora, por lo visto, eso resultaba ser un error. ¿Por qué lo había considerado insensato cuando Vasilia había planteado el caso y seguía pareciéndole insensato? Se lo preguntaba ahora, como lo había preguntado entonces, aunque no esperaba ninguna respuesta. (¿Qué respuesta podía haber?)

–¿A qué parte del espacio pueden haber ido, Maloon?

–No hay respuesta para eso. jefe.

– Bien, pues, ¿cuándo se fueron?

–Tampoco la hay para eso. Hemos sabido la noticia esta mañana. Lo malo es que la intensidad radiacional es muy baja en Solaria. Hay muy pocos habitantes y los robots están bien protegidos. La intensidad es bastante más baja que la de cualquier otro mundo espacial; dos veces más baja que la nuestra.

–Así que un buen día alguien se dio cuenta de que era muy baja y de hecho había bajado a cero, pero en realidad nadie la captó mientras iba bajando. ¿Quién se dio cuenta?

–Una nave de Nexonia,jefe.

–¿Cómo?

–La nave se vio forzada a orbitar cerca del sol de Solaria a fin de llevar a cabo unas reparaciones urgentes. Pidieron permiso por hiperhonda y no obtuvieron respuesta. No tenían otra opción que ignorarlo, continuar en órbita y llevar a cabo las reparaciones. En todo el tiempo no hubo la menor interferencia. Hasta mucho más tarde, cuando se hubieron alejado, comprobando sus datos, no descubrieron que no sólo no habían obtenido respuesta, sino que tampoco habían captado radiaciones de ningún tipo. No hay modo de averiguar exactamente cuándo cesó la radiación. El único comprobante recibido de cualquier mensaje desde Solaria, fue hace más de dos meses.

–¿Qué hay de los otros tres puntos? –masculló Amadiro.

–¿Cómo dice, jefe?

–Nada, nada –dijo Amadiro, pero permaneció ceñudo y profundamente abstraído.

Cuarta parte AURORA

XIII. EL ROBOT TELEPÁTICO
51

Mandamus no se enteró de lo ocurrido en Solaria hasta que regresó, unos meses más tarde, de un tercer y largo viaje a la Tierra. En su primer viaje, seis años atrás, Amadiro había conseguido con cierta dificultad enviarle como emisario acreditado de Aurora para discutir unos asuntos sobre una incursión de una nave mercantil en territorio espacial. Había tenido que soportar la ceremonia y aburrimiento burocráticos y quedó rápidamente patente que como tal emisario su actividad era muy limitada. Claro que, realmente, no importaba porque se había enterado de lo que deseaba saber. Regresó con la noticia.

–Dudo, doctor Amadiro, de que tengamos el menor problema. No hay forma, no hay forma posible de que los funcionarios de la Tierra puedan controlar salidas o entradas. Cada año millones de colonos visitan la Tierra procedentes de cualquiera de las docenas de mundos y cada año un igual número de millones de visitantes regresan a sus hogares. Cada colonizador parece sentir que la vida no es completa a menos que él o ella respire periódicamente el aire del planeta y pise sus abarrotados espacios subterráneos. Me imagino que buscan sus raíces. No parecen experimentar la absoluta pesadilla que es la existencia en la Tierra.

–Lo sé, Mandamus –dijo Amadiro fatigado.

–Sólo intelectualmente, señor. No puede comprenderse del todo hasta haberlo experimentado. Una vez logrado, encontrará que ninguno de sus "conocimientos" le preparará en lo más mínimo para la realidad. No entiendo que alguien quiera regresar, una vez que haya sido...

–Nuestros antepasados no quisieron volver, después de haber abandonado el planeta.

–No –asintió Mandamus–, pero los vuelos interestelares no eran entonces tan avanzados como ahora. Solían llevar meses y el. "salto" interespacial era peligroso. Ahora se tardan días y los "saltos" son rutinarios y nunca salen mal. Si hubiera sido tan fácil regresar a la Tierra en tiempo de nuestros antepasados como lo es ahora, me pregunto si nos hubiéramos desprendido como lo hicimos.

–No filosofe, Mandamus. Vayamos al grano.

–Por supuesto. Además de las idas y venidas de las interminables riadas de colonizadores, millones de gente de la Tierra salen cada año como emigrantes a uno u otro de los mundos colonizados. Algunos regresan casi inmediatamente, porque no han podido adaptarse. Otros crean nuevos hogares, pero vuelven con cierta frecuencia como visitantes. Es imposible controlar las salidas y entradas, y la Tierra ni siquiera lo intenta. Tratar de montar métodos sistemáticos para identificar y seguir la pista de los visitantes, podría entorpecer la abundancia de llegadas y la Tierra se da cuenta de que cada visitante trae dinero. El negocio turístico, si queremos llamarlo así, es, actualmente, su industria más provechosa.

–Creo entender que lo que me está diciendo es que podemos llevar los robots humanoides a la Tierra sin problemas.

–Sin el menor problema. Respecto de eso no me cabe la menor duda. Ahora que los tenemos debidamente programados, podemos mandarlos a la Tierra, en grupos de seis, con documentos falsificados. No podemos evitar su respeto robótico y su temor por los seres humanos, pero no creo que esto les descubra. Será interpretado como el temor y respeto habitual del colono hacia su planeta ancestral... Pero también creo que no debemos, de ningún modo, hacerles llegar a uno de los aeropuertos metropolitanos. Los grandes espacios entre ciudades están virtualmente desiertos excepto por primitivos robots obreros y las naves que lleguen allí pasarán inadvertidas... o por lo menos desatendidas.

–Me parece muy arriesgado –observó Amadiro.

51-a

Dos grupos de robots humanoides fueron enviados a la Tierra y se mezclaron con los habitantes de la ciudad antes de dirigirse a las áreas deshabitadas y de comunicarse con Aurora por medio de hiperrayo resguardado.

Mandamus, después de pensarlo mucho y dudarlo largo tiempo propuso:

–Tendré que volver, señor. No puedo tener la seguridad de que hayan encontrado el punto preciso.

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