Macmillan era realmente demasiado viejo para su trabajo, y servía a su comandante con las maneras con que lo habría hecho un criado que llevara muchos años en la misma y respetable familia. No se dio cuenta en absoluto de la tensión que había en su ronca voz cuando ella respondió:
—Será un honor.
Tampoco vio la desesperación pintada en el rostro del teniente mientras la observaba salir hacia la parte exterior del camarote, donde su doncella pasaba la mayor parte del día.
Ella se detuvo para decir:
—El teniente ya se siente más fuerte. Se las arreglará para tomar su cena. —Se giró para desaparecer definitivamente y sus palabras sonaron apagadas—. Él solo.
Apoyando el codo en la mano de Bulkley, Bolitho se aventuró a subir hasta el alcázar y abarcó con la mirada toda la eslora del barco sin apartar los ojos de tierra.
Hacía mucho calor, y el abrasador sol de mediodía le hizo darse cuenta de lo débil que estaba todavía. Mientras observaba a algunos marineros con el torso descubierto atareados en el combés, y a otros que estaban a horcajadas en las vergas acortando vela para la maniobra final de aproximación, se sintió perdido, aislado de todo como nunca antes se había sentido.
Bulkley dijo:
—Ya he estado antes en San Cristóbal. —Señaló el promontorio más cercano con su turbulenta línea de espuma blanca—. Punta Bluff. Más allá está Basseterre y el fondeadero principal. Habrá muchos barcos del rey, estoy seguro. Y algún almirante ansioso por decirle a nuestro comandante lo que debe hacer.
Junto a ellos pasaron algunos infantes de marina jadeantes, embutidos en sus casacas rojas y cargando con su pesado equipo.
Bolitho se agarró a las redes y observó la tierra. Era una isla pequeña, pero constituía un importante eslabón en la cadena de mando británica. En otros momentos se hubiera sentido emocionado de visitarla por primera vez. Pero ahora, mientras miraba las inclinadas palmeras, el atisbo ocasional de algún bote nativo, sólo era capaz de ver lo que representaba. Allí se separarían. Cualquiera que fuera su propio destino, allí era donde todo acabaría entre ellos dos. Sabía, por la forma en que Rhodes y los demás evitaban el tema, que ellos probablemente pensaban que debía sentirse afortunado. Sobrevivir a un ataque tan brutal y luego ser atendido por una mujer tan bella hubiera sido más que suficiente para cualquier hombre. Pero no era así en su caso.
Dumaresq subió a cubierta y miró brevemente la aguja magnética y la orientación de las velas.
Gulliver saludó y dijo:
—Nornordeste, señor. Así derecho.
—Bien. Prepare una salva de saludo, señor Palliser. Tenemos que estar en Fort Londonderry en una hora.
Vio a Bolitho y le saludó con la mano.
—Quédese aquí si lo desea. —Cruzó la cubierta para reunirse con él, buscando con la mirada los ojos de Bolitho, apagados por el dolor, su horrible cicatriz al descubierto, a la vista de todos. Le dijo—: Conservará la vida. Debería sentirse afortunado. —Llamó al guardiamarina de guardia—. Suba a la arboladura, señor Lovelace, y eche un vistazo a la flota del fondeadero. Cuente los barcos e infórmeme en cuanto considere que ha visto suficiente. —Se quedó observando cómo el joven trepaba por los flechastes y añadió—: Como el resto de nuestros jóvenes caballeros, ha madurado en este viaje. —Miró a Bolitho—. Y eso se aplica a usted más que a ningún otro.
Bolitho dijo:
—Me siento como si tuviera cien años, señor.
—No esperaba menos. —Dumaresq rió entre dientes—. Cuando esté al mando de su propio barco, recordará los peligros, espero, pero me pregunto si sentirá tanta compasión como yo por sus tenientes jóvenes.
El comandante se giró hacia popa, y Bolitho vio cómo sus ojos se iluminaron de interés. Sin mirar para comprobarlo supo que ella había subido a cubierta para ver la isla. ¿Cómo la vería ella? ¿Cómo un refugio temporal o como una prisión?
Egmont no parecía cambiado tras su penosa experiencia. Caminó hasta el costado y comentó:
—Este lugar ha cambiado muy poco.
Dumaresq conservó el tono flemático de su voz:
—¿Está seguro de que encontraremos a Garrick aquí?
—Completamente seguro. —Vio a Bolitho y le saludó secamente con una ligera inclinación de cabeza—: Veo que está recuperado, teniente.
Bolitho esbozó una sonrisa forzada.
—Sí, señor, gracias. Duele, pero estoy entero.
Ella se unió a su esposo y dijo imperturbable:
—Los dos le estamos agradecidos, teniente. Usted nos salvó la vida. Nunca podremos agradecérselo bastante.
Dumaresq los observaba de hito en hito, como un cazador.
—Es nuestro cometido —dijo—. Pero algunas obligaciones son más provechosas que otras. —Se apartó de ellos mientras añadía—: Lo único que pido es ver a Garrick, maldito sea. Han muerto demasiadas personas por culpa de su codicia, su ambición ha dejado demasiadas viudas.
Palliser hizo bocina con las manos:
—Aferrar la trinquete.
La serenidad de Dumaresq se desvaneció mientras decía bruscamente:
—Maldita sea, señor Palliser, ¿qué demonios está haciendo Lovelace ahí arriba?
Palliser levantó la vista hacia las crucetas del palo mayor, donde el guardiamarina Lovelace estaba sentado en precario equilibrio, como un mono en una rama.
Egmont se olvidó de Bolitho y de su esposa y dedicó toda su atención al cambio de humor del comandante.
—¿Qué le preocupa?
Dumaresq retorció sus fuertes dedos en los faldones de la casaca.
—No estoy preocupado, señor. Sólo interesado.
El guardiamarina Lovelace bajó deslizándose por una traversa y aterrizó en cubierta con un ruido sordo. Tragó saliva, visiblemente encogido bajo las miradas de todos ellos.
Dumaresq le preguntó suavemente:
—¿Tenemos que esperar, señor Lovelace? ¿O es que se trata de algo tan maravilloso que no podía cantárnoslo desde el palo?
Lovelace balbució:
—Pe… pero, señor, ¿no me pidió que… que contara los barcos? —Hizo un nuevo intento por explicarse—: Sólo hay un buque de guerra, señor, una fragata grande.
Dumaresq dio algunos pasos arriba y abajo mientras ponía en orden sus ideas.
—¿Uno, dice? —Miró a Palliser—. La escuadra debe de haber sido requerida en otro sitio. Quizá hacia el este, en Antigua, para escoltar al almirante.
Palliser dijo:
—Es posible que haya algún oficial de graduación aquí, señor. Quizá en la fragata. —Mantuvo el rostro inexpresivo. A Dumaresq no le gustaría recibir órdenes de otro comandante.
A Bolitho todo aquello no le importaba. Se acercó más al pasamano del alcázar y vio cómo ella apoyaba la mano en él.
Dumaresq gritó:
—¿Dónde se ha metido ese maldito chupatintas? ¡Envíen a buscar a Spillane inmediatamente! —Dirigiéndose a Egmont, dijo—: Tengo que discutir algunos pequeños detalles con usted antes de que echemos anclas. Venga conmigo, por favor.
Bolitho se acercó a ella y le tocó ligeramente la mano. La notó tensa, como si compartiera su dolor; le dijo suavemente:
—Amor mío. Esto es un infierno para mí.
Ella no se giró para mirarle, pero dijo:
—Prometió ayudarme. Por favor, será deshonroso para ambos si continúa. —Entonces le miró imperturbable, aunque los ojos le brillaban demasiado cuando afirmó—: Nada habrá valido la pena si se empeña en ser infeliz y destruir su vida por algo que es valioso para los dos.
Palliser gritó:
—¡Señor Vallance! ¡Preparados para disparar la salva de saludo!
Los hombres corrieron a sus puestos mientras el barco, indiferente a todos ellos, continuaba entrando en la bahía.
Bolitho la cogió de la mano y la condujo hasta la escala de cámara.
—Un montón de humo y polvo llegará directamente aquí. Será mejor que vaya abajo hasta que estemos más cerca de la costa. ¿Cómo era capaz de hablar tan tranquilamente de temas triviales? Añadió: Tengo que volver a hablar con usted.
Pero ella había desaparecido ya entre las sombras escalera abajo.
Bolitho volvió sobre sus pasos y vio a Stockdale observando desde la pasarela de estribor. Su cañón no era necesario para la salva de saludo, pero él se mostraba tan interesado como era habitual. Bolitho dijo:
—Parezco sufrir una especie de amnesia cuando se trata de encontrar las palabras adecuadas, Stockdale. ¿Cómo puedo agradecerle lo que hizo por mí? Si le ofrezco una recompensa, sospecho que se sentirá insultado. Pero las palabras no son nada comparadas con lo que siento.
Stockdale sonrió.
—El hecho de tenerle entre nosotros vivo es suficiente. Un día será usted comandante, señor, y entonces seré recompensado. Necesitará un buen timonel. —Asintió mirando a Johns, el timonel personal del comandante, distinguido y reservado, con su casaca de botones dorados y sus calzones a rayas—. Como el viejo Dick. Ahí lo tiene, ¡un hombre acomodado!
Aquella charla parecía divertirle mucho, pero el resto de sus palabras se perdió con el estruendo de los cañones.
Palliser esperó la respuesta del fortín del fondeadero y luego dijo:
—El señor Lovelace tenía razón acerca de la fragata. —Bajó el catalejo y miró gravemente a Bolitho—. Pero se equivocó al no notar que lleva bandera española. ¡Dudo que al comandante le parezca divertido!
Bulkley dijo con inquietud:
—Creo que debería descansar. Lleva horas en cubierta. ¿Qué es lo que intenta, suicidarse?
Bolitho observó los edificios arracimados alrededor del fondeadero, los dos fortines situados estratégicamente a cada uno de los lados como achaparrados centinelas.
—Lo siento. Sólo estaba pensando. —Se tocó con cuidado la cicatriz. Quizá estuviera completamente curada, o parcialmente cubierta por el pelo, antes de que volviera a ver a su madre. Ya había tenido bastante con ver llegar a casa a su marido sin un brazo como para tener que enfrentarse ahora a la idea de que su hijo estaba totalmente desfigurado. Añadió dirigiéndose al médico—: También usted ha hecho mucho por mí.
—«¿También?» —Los ojos del médico bizquearon tras sus anteojos—. Creo que ya comprendo.
—¡Señor Bolitho! —Palliser apareció en lo alto de la escalerilla—. ¿Se encuentra lo bastante fuerte como para bajar a tierra?
—¡No puedo admitir eso! —protestó Bulkley—. ¡A duras penas puede mantenerse en pie!
Palliser se les quedó mirando con los brazos en jarras. Desde el momento en que habían echado anclas y habían bajado los botes había tenido que enfrentarse a un problema tras otro, sobre todo abajo, en el camarote del comandante. Dumaresq estaba colérico, si había que juzgar su estado de ánimo por el volumen de su voz, y Palliser no tenía más ganas de discutir.
—¡Deje que lo decida él, maldita sea! —Miró a Bolitho—. A mí me faltarán hombres, pero por alguna razón, el comandante quiere que usted baje a tierra con él. ¿Recuerda nuestra primera entrevista? Necesito que todos y cada uno de mis oficiales y marineros trabajen en mi barco. No importa cómo se sienta, debe seguir. Mientras no se desplome o sea absolutamente incapaz de moverse, continuará siendo uno de mis oficiales, ¿queda claro?
Bolitho asintió, de alguna manera complacido de que Palliser mostrara tan mal genio.
—Estoy dispuesto.
—Bien. Entonces cámbiese de ropa. —Como si acabara de recordarlo añadió—: Tendrá que llevar su sombrero.
Bulkley le observó alejarse a grandes zancadas y estalló irritado:
—¡Es incapaz de razonar! ¡Por Dios, Richard, si no se siente seguro, pediré que le permitan quedarse a bordo! El joven Stephen puede ocupar su puesto.
Bolitho iba a negar con la cabeza, pero una punzada de dolor le hizo contraer el rostro.
—Se lo agradezco, pero estaré bien. —Caminó hacia la escala mientras añadía—: Sospecho que existe alguna razón especial por la que quiere llevarme con él.
Bulkley asintió:
—Está usted empezando a conocer muy bien a nuestro comandante, Richard. ¡Nunca actúa sin un propósito concreto, nunca regala una sola guinea si no está seguro de que le reportará un beneficio de dos!
—Pero la sola idea de dejar de estar a su mando —suspiró él— es peor que tener que soportar sus insultos. ¡La vida debe de parecer algo muy sórdido después de haber servido con Dumaresq!
Ya casi anochecía cuando Dumaresq decidió desembarcar. Había enviado a Colpoys por delante con una carta de presentación a la casa del gobernador, pero a su vuelta, el oficial de marina le había informado de que en la residencia sólo se encontraba el gobernador suplente.
Dumaresq había comentado cortante:
—Confío en que no ocurra lo mismo que en Río.
Ahora, en la yola del comandante, bajo una brizna de aire fresco que hacía el viaje algo más soportable, Dumaresq se sentó en su postura habitual, con ambas manos sujetando la espada, la mirada fija en la costa.
Bolitho se sentó a su lado, decidido a soportar el dolor y los recurrentes accesos de vértigo pero sudando profusamente a causa de ello. Concentró su atención en los barcos fondeados y en las idas y venidas de los botes de la
Destiny
, que transportaban a tierra a los enfermos y los heridos y volvían cargados de vituallas para el contador del navío.
Dumaresq dijo de repente:
—Un poco hacia estribor, Johns.
El timonel movió la caña del timón sin inmutarse. Casi sin abrir la boca, por la comisura de los labios, murmuró:
—Ahora podrá verla bien, señor.
Dumaresq le dio un codazo a Bolitho.
—Es un picarón, ¿eh? ¡Conoce mis pensamientos incluso mejor que yo!
Bolitho observó el barco español elevándose junto a ellos. Parecía más un buque de cuarta categoría, una versión reducida, que una verdadera fragata. Era viejo, y toda la popa y las ventanas del camarote estaban rodeadas de elaboradas molduras doradas; pero se mantenía bien conservado, con una apariencia de ser muy eficaz en acción, lo que resultaba poco habitual en un barco español.
Dumaresq estaba pensando lo mismo, y murmuró:
—El
San Agustín
. No es una vieja reliquia de La Guaira o Portobelo. Diría que procede de Cádiz o Algeciras.
—¿Cambia mucho las cosas eso, señor?
Dumaresq se giró hacia él irritado, pero se serenó casi con la misma rapidez.
—No estoy siendo una buena compañía. Después de todo lo que usted ha sufrido estando bajo mi mando le debo por lo menos un poco de buena educación. —Observó el otro barco con interés profesional, de la misma forma que Stockdale había estudiado las otras dotaciones de artillería—. Cuarenta y cuatro cañones por lo menos. —Pareció recordar la pregunta que le había hecho Bolitho y prosiguió—: Es posible. Hace unos meses, incluso semanas, era un secreto. Los españoles sospechaban que podía haber alguna pista acerca del tesoro perdido del
Asturias
. Pero ahora parecen tener algo más que meras sospechas. El
San Agustín
está aquí para seguir los pasos de la
Destiny
y evitar la indignación de Su Majestad Católica si no compartimos con ellos la información que tenemos. —Sonrió siniestramente—. Tendremos que encargarnos de eso. No tengo ninguna duda de que hay por lo menos una docena de catalejos observándonos, así que no les mire más. Deje que sean ellos quienes se preocupen por nosotros.