Se giró para marcharse, y sus movimientos apenas revelaban la tensión a que se había visto sometido. Todavía llevaba puesta su ajada casaca, que ahora tenía una condecoración más: la mancha de sangre del hombro en que había apoyado la espada.
Bolitho dijo:
—Me gustaría proponer un ascenso para Stockdale, señor.
Palliser volvió sobre sus pasos agachando la cabeza bajo un travesaño para mirar a Bolitho de frente.
—¿Quiere hacer eso?
Bolitho suspiró. Volvía a oír el tono de voz del Palliser de siempre. Pero Palliser dijo:
—Ya lo he hecho yo. De veras, señor Bolitho, debería ser usted más rápido de ideas.
Bolitho sonrió a pesar del dolor que sentía en todo el cuerpo y de los confusos pensamientos que, con besos, había despertado en su mente una mujer llamada Aurora.
Entró en la cámara de oficiales tambaleándose a causa del cada vez más intenso movimiento de la fragata.
Poad le recibió como a un guerrero.
—¡Tome asiento, señor! Prepararé algo de comer y de beber. —Dio un paso atrás y le dedicó una amplia sonrisa—. ¡Nos sentimos verdaderamente muy complacidos de volver a verle, señor, de veras que sí!
Bolitho se sentó y dejó que le invadiera el sueño. Por encima y alrededor de él, el barco estaba lleno de vida, de pasos apresurados y de los ruidos del aparejo.
Había un trabajo a realizar, y tanto los marineros como los infantes de marina estaban allí para recibir y obedecer órdenes, reservándose sus preocupaciones personales. Al otro lado de la cada vez más oscura franja de agua, el bergantín también era un bullir de atareados marineros. Al día siguiente, el
Rosario
emprendería el camino, rumbo a la seguridad, donde el relato de lo sucedido sería narrado un millón de veces. Y hablarían del tranquilo caballero inglés y de su joven y bella esposa, que habían vivido entre ellos durante años, aislados del resto de la gente y aparentando estar satisfechos con su autoimpuesto exilio. También sería tema de conversación la fragata del grotesco comandante que había llegado a Río y que una noche había zarpado furtivamente, como un criminal.
Bolitho se quedó mirando la tablazón de la cubierta que tenía sobre él, escuchando los ruidos del barco y el sonido del océano rompiendo contra su casco. El era privilegiado. Estaba al tanto de todo, de la conspiración y de la traición; y además muy pronto ella estaría allí.
Cuando Poad volvió con un plato de carne fresca y una jarra de vino de Madeira encontró al teniente completamente dormido. Tenía las piernas estiradas, los pantalones y las medias estaban arrugados y retorcidos, manchados de lo que parecía sangre. Llevaba el pelo pegado a la frente, y tenía magullada la mano con la que había agarrado su sable al principio del día.
Dormido, el tercer teniente parecía aún más joven, pensó Poad. Joven y, en aquellos escasos momentos de paz, indefenso.
Bolitho paseaba lentamente, arriba y abajo, por el alcázar, sorteando inconscientemente los rollos de cabos y las bitas de mesana. Se estaba poniendo el sol y hacía ya un día que se habían separado del maltrecho
Rosario
, al que habían dejado muy atrás. Su aspecto era de desamparo y de deforme como el de cualquier mutilado; con su aparejo de respeto y el disperso despliegue de sus velas, iba a costarle varios días llegar a puerto.
Bolitho miró hacia la lumbrera de popa y vio el resplandor de los fanales reflejado en la botavara de la cangreja. Intentó imaginar la cena en el camarote; allí estaban ella y el comandante compartiendo la mesa con sus dos invitados. ¿Cómo se sentiría ella ahora? ¿Hasta qué punto había estado enterada de todo desde el principio?, se preguntaba.
Bolitho la había visto sólo brevemente cuando la habían trasladado desde el bergantín acompañada de su esposo y de una pequeña pila de equipaje. Ella le había visto observando desde la pasarela e instintivamente había empezado a levantar una mano enguantada para saludarle, pero el gesto se había quedado en un amago. Un signo de sumisión, incluso desesperado.
Él miró arriba, hacia las vergas, las gavias cada vez más oscuras contrastando contra las blancas y algodonosas nubes que les habían acompañado durante casi todo el día. Habían puesto rumbo nornoroeste y se mantenían alejados de la costa para evitar ser vistos por observadores inoportunos o que apareciera otro posible perseguidor.
La guardia de cubierta realizaba sus rondas habituales para inspeccionar la orientación de las vergas y la resistencia de las jarcias y firme de labor. De abajo le llegó el lastimero sonido de un violín en el que rasgueaban una canción marinera; de vez en cuando, el murmullo de voces de los marineros que esperaban la hora de la cena.
Bolitho se detuvo en su incesante ir y venir y se agarró a las redes de la batayola para contrarrestar el constante balanceo y cabecear del barco. El mar se veía ya mucho más oscuro por babor, medio ensombrecido cuando se acercaba lentamente a la aleta del barco, elevando la popa de la
Destiny
para luego balancear la quilla por debajo, en un desfile interminable de olas.
Se quedó observando el combés, los cañones equidistantes entre sí, amarrados firmemente tras las portas cerradas, los negros obenques y el resto de la jarcia y, al fondo, el pálido hombro del mascarón de proa. Se estremeció al imaginarse a Aurora extendiendo sus brazos como aquella figura, pero no hacia el horizonte, sino hacia él.
En algún lugar cercano, un hombre se reía, y oyó cómo el guardiamarina Lovelace echaba una reprimenda a un miembro de la guardia que probablemente tenía edad suficiente para ser su padre. Bolitho pensó que su voz aguda y estridente hacía que sonara aún más cómico. Lovelace había sido sancionado por Palliser, que le asignó tareas adicionales, por pasar el tiempo armando jarana durante las guardias en lugar de ocuparse de sus obligaciones relativas a la navegación.
Bolitho recordó sus comienzos, sus esfuerzos por mantenerse despierto estudiando las lecciones, conseguidas a duras penas, que le daba el piloto de su barco. Todo aquello le parecía muy lejano. La oscuridad del hediondo sollado y la litera de guardiamarina, el trabajo que le costaba intentar leer las cifras y descifrar los cálculos a la luz, mortecina y trémula, que parpadeaba en una vieja concha de ostra.
Sin embargo, en realidad hacía muy poco tiempo de todo aquello. Observó el vibrante velamen y se maravilló de lo corto que había sido el período que él había necesitado para dar el gran paso. Hubo un tiempo en que el miedo le helaba la sangre en las venas ante la perspectiva de que le dejaran solo a cargo de una guardia. Ahora se sentía bastante seguro de sí mismo, pero sabía que si se daba el caso, cabía la posibilidad de que tuviera que llamar al comandante. Pero a nadie más. Ya no podía dirigirse a su teniente o a algún fornido segundo del piloto en busca de ayuda o consejo. Aquellos tiempos habían pasado, a menos que cometiera un error imperdonable que le arrebatara todo lo que ya había conquistado personalmente.
Bolitho se encontró de repente analizando sus propios sentimientos con más detenimiento. Había tenido miedo cuando pensó que se iba a hundir con el
Heloise
, atrapado bajo sus cubiertas. Quizá aquélla había sido la circunstancia en la que más cerca había estado de sentirse aterrorizado en toda su vida. Y, sin embargo, había entrado en acción anteriormente, muchas veces; incluso cuando todavía era un jovencísimo guardiamarina de doce años de edad, había apretado los dientes haciendo frente a la atronadora andanada del viejo y sólido
Manxman
.
Tumbado en su hamaca, con la endeble puerta de su camarote aislándole del resto del mundo, había pensado en ello, preguntándose cómo le verían y le considerarían sus compañeros.
Ellos nunca parecían preocuparse de nada que fuera más allá del instante que estaban viviendo. Colpoys, aburrido y desdeñoso; Palliser, inquebrantable y siempre vigilante a todo lo que sucedía en el barco. Rhodes se mostraba bastante despreocupado; quizá las espantosas experiencias que él había vivido en el
Heloise
y más tarde en el bergantín le habían impresionado más profundamente de lo que él creía.
Había matado o herido a numerosos hombres, y había visto a otros acabar de un hachazo con sus enemigos con aparente placer. Pero seguramente uno nunca acababa de acostumbrarse a ello, ¿o sí? El olor que despedía el aliento de un hombre mezclado con el de uno mismo, sentir el calor de su cuerpo mientras intentaba que bajaras la guardia. Su expresión de triunfo cuando creía que estabas cayendo, su horror cuando hundías tu acero en él rasgando músculos y astillando huesos.
Uno de los dos timoneles dijo:
—Así derecho, señor. Nornoroeste.
Se giró justo a tiempo de ver la gruesa sombra del comandante surgiendo de la escala de cámara.
Dumaresq era un hombre corpulento y voluminoso, pero tenía la capacidad de moverse con tanto sigilo como un gato.
—¿Todo tranquilo, señor Bolitho?
—A la orden, señor. —Notó el olor a brandy e imaginó que el comandante acababa de cenar.
—Nos queda todavía una larga travesía. —Dumaresq se balanceó sobre sus talones para observar las velas y las primeras estrellas que brillaban tenuemente en el cielo. Cambió de tema para preguntar—: ¿Se ha recuperado ya de su pequeña batalla?
Bolitho se sintió desnudo. Era como si Dumaresq hubiera estado leyendo sus pensamientos más íntimos.
—Creo que sí, señor.
Dumaresq insistió en el tema:
—¿Estaba asustado?
—En algunos momentos. —Confirmó lo que acababa de decir con un movimiento de cabeza al recordar la pesada mole que había soportado su espalda, el rugido del agua entrando a través de la cubierta, por debajo de donde él había quedado atrapado.
—Buena señal —corroboró Dumaresq—. Nunca hay que ser excesivamente duro. De lo contrario, se corre el riesgo de partirse, como ocurre con el acero de mala calidad.
Bolitho preguntó con cautela:
—¿Llevaremos con nosotros a nuestros pasajeros durante toda la travesía, señor?
—Por lo menos hasta San Cristóbal. Una vez allí espero conseguir la ayuda del gobernador y enviar aviso a nuestro oficial de mayor graduación en el lugar o en Antigua.
—En cuanto al tesoro, señor, ¿existe aún alguna posibilidad de recuperarlo?
—En parte. Pero sospecho que encontraremos esa parte bajo una forma muy distinta a la que imaginábamos en principio. Hay algo en la atmósfera que huele a rebelión. Ha habido momentos álgidos y otros en los que se ha apagado a lo largo del tiempo, pero más pronto o más tarde nuestros viejos enemigos volverán a atacarnos. —Se giró y miró fijamente a Bolitho, como si intentara decidirse—. Estando todavía en Plymouth leí algo acerca del reciente éxito de su hermano. Contra otro hombre de la misma calaña que Garrick, si no me equivoco. Atrapó y destruyó a un hombre que escapaba hacia América, un hombre que había sido muy respetado pero que acabó por mostrarse tan despreciable como el más vulgar delincuente.
—Así es, señor —replicó discretamente Bolitho—. Yo estaba allí con él.
—¿De veras? —dijo Dumaresq riendo entre dientes—. No hacían mención de ello en la
Gaceta
. ¿Quizá su hermano quiso que toda la gloria fuera para él?
Dio media vuelta y se marchó sin darle tiempo a Bolitho para preguntar por la relación, si es que existía alguna, entre la precipitada y frustrada huida en el Canal de hacía algunos meses y el misterioso sir Piers Garrick.
Pero Dumaresq dijo:
—Voy a jugar una partida de cartas con el señor Egmont. El médico ha consentido en ser su pareja, mientras que la mía será nuestro gallardo oficial de la infantería de marina. —Lanzó una sonora risotada—. ¡Habremos vaciado de dinero una buena parte de los bolsillos de Egmont antes de que levemos anclas de Basseterre!
Bolitho suspiró y anduvo lentamente hasta la batayola del alcázar. Media hora más y cambiaría la guardia. Intercambiaría unas pocas palabras con Rhodes y luego se iría a la cámara de oficiales.
Oyó cómo Yeames, el segundo del piloto de guardia, decía con inusual educación:
—Buenas tardes, señoras.
Bolitho giró en redondo, y el corazón empezó a latirle alocadamente en cuanto la vio caminando con delicadeza por el costado del alcázar, el brazo enlazado al de su doncella.
Vio cómo ella vacilaba sin saber qué hacer a continuación.
—Deje que la ayude.
Bolitho cruzó la cubierta y tomó la mano que ella le ofrecía. A través del guante notó la calidez de sus dedos, lo menuda y delicada que era su muñeca.
—Venga hacia el lado de barlovento, señora. Allí llegan menos las salpicaduras del agua y la vista es mejor.
Ella no opuso resistencia cuando él la condujo por la cubierta inclinada hacia el lado opuesto. Luego sacó su pañuelo y lo ató rápidamente sobre las redes de las hamacas.
Explicó lo más serenamente que pudo que lo había hecho para evitar que se manchara los guantes con brea o cualquier otra suciedad de a bordo.
Ella encontró asidero cerca de las redes y se quedó mirando por el través hacia las oscuras aguas. Bolitho sentía la fragancia de su perfume y era especialmente consciente de lo cerca que estaba de ella.
—Una larga travesía hasta la isla de San Cristóbal, ¿no cree? —dijo ella; se había girado para mirarle, pero sus ojos permanecían ocultos en la sombra.
—Nos llevará más de dos semanas, señora, si hemos de creer en la opinión del señor Gulliver. Al fin y al cabo, son unas tres mil millas.
Vio la blancura de sus dientes en la penumbra, pero no hubiera sabido decir si mostraba consternación o impaciencia.
—¿Unas tres mil millas, teniente? —Asintió con un movimiento de cabeza—. Comprendo.
A través de la lumbrera abierta, Bolitho oyó la estentórea risa de Dumaresq y la voz de Colpoys que replicaba. Estaban repartiendo cartas, sin duda.
Ella también lo había oído y le dijo rápidamente a su doncella:
—Puedes retirarte. Hoy has trabajado mucho.
Se quedó mirando a la joven mientras se dirigía hacia la escotilla y agregó:
—Ha pasado toda su vida en tierras del interior. Este barco debe de ser un lugar muy extraño para ella.
Bolitho preguntó:
—¿Qué va a hacer usted? ¿Estará a salvo después de todo lo que ha sucedido?
Ella ladeó la cabeza escuchando de nuevo la risa de Dumaresq.
—Eso dependerá de él. —Dirigió su mirada más allá de donde se encontraba Bolitho; sus ojos brillaban como la espuma que se levantaba contra el costado del barco cuando preguntó—: ¿Tan importante es eso para usted?