Bolitho saltó de la hamaca, buscando a tientas su camisa mientras preguntaba:
—¿Quién es?
Era Spillane, el nuevo secretario del comandante. A pesar de lo avanzado de la hora su aspecto era perfectamente pulcro y arreglado, y su camisa parecía recién lavada; cómo lo conseguía era un misterio. Spillane dijo educadamente:
—Tengo un mensaje para usted, señor. —Observó el revuelto cabello de Bolitho y su despreocupada desnudez antes de añadir—: De la dama.
Bolitho lanzó una rápida mirada a la cámara de oficiales. Sólo los habituales crujidos de las cuadernas del barco y el ocasional murmullo de las velas ondeando arriba rompían el silencio.
Se encontró a sí mismo susurrando:
—¿Dónde está, entonces? ¡Démelo!
Spillane replicó:
—Es un mensaje de palabra, señor. Ella no me lo dio por escrito.
Bolitho le miró fijamente. Spillane se había convertido en un conspirador, quisiera o no.
—Adelante.
Spillane bajó aún más el tono de voz:
—Está usted a cargo de la guardia de la mañana, a las cuatro de la madrugada, señor. —Su afectada expresión, su inconfundible aspecto de hombre de tierra adentro, le hacían parecer aún más fuera de lugar.
—Así es.
—La dama hará lo posible por subir a cubierta. A tomar un poco de aire fresco, si es que hay alguien lo bastante osado como para preguntarle.
—¿Eso es todo?
—Sí, señor. —Spillane le observaba muy de cerca a la débil luz de un fanal velado—. ¿Espera algo más?
Bolitho le miró con cautela. ¿Era aquel comentario una muestra de excesiva familiaridad, una pura y simple insolencia con la que quería tantearle por el hecho de que estaban envueltos en la misma conspiración? Quizá Spillane sólo estuviera nervioso, deseando acabar con aquello de una vez.
—No. Gracias por traerme el mensaje —dijo.
Bolitho se quedó en pie un buen rato, balanceándose al ritmo que marcaba el barco, repasando mentalmente todo lo que había dicho Spillane.
Un poco más tarde se encontraba inmóvil en la cámara de oficiales, sentado en una silla, con la camisa todavía colgando entre sus dedos y la mirada perdida en las sombras.
Así le encontró un segundo del contramaestre, que susurró:
—Veo que no necesita que le despierten, señor. La guardia está pasando revista. Viento favorable arriba en las vergas, aunque yo auguro otro día abrasador.
Se echó atrás mientras Bolitho se ponía los calzones y lo revolvía todo en busca de una camisa limpia. Era obvio que el teniente estaba todavía medio dormido, decidió interiormente. Era un despilfarro increíble ponerse ropa limpia para la guardia de la mañana. Aquella camisa no sería más que un harapo empapado para cuando dieran las seis.
Bolitho siguió a aquel hombre hasta cubierta y relevó al guardiamarina Henderson con la menor dilación posible. Henderson era el primero en la lista de quienes debían pasar las pruebas para ascender al grado de teniente, y Palliser le había autorizado para que se hiciera cargo él solo de la guardia de la noche.
El guardiamarina salió casi huyendo de cubierta; Bolitho adivinaba sin dificultad sus pensamientos mientras le veía tambalearse hacia su hamaca en el sollado. Su primera guardia solo. Reviviéndola. Qué era lo que casi había ido mal, el momento en que había estado a punto de despertar a Palliser o al piloto. La sensación de triunfo al ver aparecer a Bolitho, lo que le indicaba que la guardia había terminado al fin sin contratiempos.
Los hombres de Bolitho formaron abajo, entre las sombras, y tras comprobar la aguja magnética y la orientación de las gavias, él anduvo hacia la escala de cámara.
El guardiamarina Jury cruzó hacia el lado de barlovento y se preguntó cuándo tendría él la oportunidad de hacerse cargo de una guardia sin ayuda de nadie. Se giró y vio a Bolitho dirigiéndose a popa junto al palo de mesana; y entonces pestañeó al ver otra silueta, pálida, que iba a su encuentro moviéndose silenciosamente.
Oyó a los timoneles susurrando algo entre ellos y notó que el segundo del contramaestre se había apartado discretamente hacia la pasarela del barvolento.
—¡Atentos al timón!
Jury vio a los marinos ponerse rígidos junto a la enorme doble rueda del timón. Más allá, las dos figuras parecían haberse fundido en una sola.
Jury se dirigió a la batayola del alcázar y se agarró a ella con ambas manos.
A todos los efectos, estaba a cargo de su primera guardia sin ayuda de nadie, pensó con alegría.
Desplegadas únicamente las gavias, el trinquete y el contrafoque, la
Destiny
se dirigía lentamente hacia la verde y corcovada isla. La brisa era tan suave que el navío parecía avanzar a paso de tortuga, una sensación que iba en aumento a medida que se aproximaba a la sucinta línea de costa.
El vigía la había avistado desde el palo mayor el día antes, justo cuando caía el crepúsculo; durante las guardias nocturnas, hasta que empezó a amanecer, no había cesado el rumor de las especulaciones, recorriendo desde el cuarto de oficiales hasta la cubierta de rancho.
Ahora, bajo la inclemente luz solar de la mañana, se la podía ver a proa tremolando, envuelta en una calima baja, como si se tratara de un espejismo que fuera a desvanecerse de un momento a otro.
Era más alta hacia el centro, donde frondosos grupos de palmeras y otra vegetación se arracimaban unos junto a otros, dejando la ladera y las minúsculas playas en forma de media luna totalmente desprovistas de abrigo.
—¡Profundidad seis!
La sorda cantinela del sondador colgado de las cadenas sobre la borda le recordó a Bolitho la poca profundidad de los bancos de arena que tenían ya muy cerca, la traza de un arrecife situado a estribor. Algunas aves marinas moteaban el agua, mientras otras planeaban vigilantes alrededor de los masteleros de los juanetes.
Bolitho oyó a Dumaresq hablar con Palliser y con el piloto. La isla estaba señalada en la carta de navegación, pero aparentemente no pertenecía a nadie. Lo que se sabía de ella era muy poco, y probablemente Dumaresq lamentaba ahora su atolondrada decisión de acercarme a tierra en busca de agua.
Pero la embarcación ya sólo le quedaban los últimos toneles de agua dulce, y su contenido era tan infame que Bulkley y el contador del navío se habían aliado para hacer al capitán la enésima petición de que buscara un nuevo abastecimiento. Lo suficiente, al menos, para llegar a su destino.
—¡Siete brazas en la línea!
Gulliver intentó adoptar una postura más relajada al deslizarse la quilla por aguas más profundas. Con todo, la embarcación se encontraba a dos cables de distancia de la playa más cercana. Si el viento empezaba a soplar con más fuerza o cambiaba de dirección, la
Destiny
podía verse en apuros, al no contar en absoluto con la profundidad suficiente como para barloventear alejándose de la costa y salir del arrecife.
Todos los hombres, excepto el cocinero y los enfermos al cuidado de Bulkley, se encontraban en cubierta o colgados de los obenques y los flechastes, extrañamente silenciosos, mirando fijamente hacia la pequeña isla. Era sólo una más entre los centenares de islas que salpicaban el Caribe, pero la mera idea de que pudiera proporcionarles agua dulce y potable la hacía parecer especial y de un valor inapreciable.
—¡Cinco brazas!
Dumaresq le hizo una mueca a Palliser:
—Todos preparados, listos para anclar.
Con las velas apenas portando bajo el intenso calor, la fragata viró lentamente en el agua azul hasta que en cubierta fue cantada la orden de fondear. El ancla cayó ruidosamente al agua, formando grandes círculos que se iban alejando de proa y removiendo la pálida arena del fondo.
Una vez anclada, el calor pareció invadir la embarcación con mayor intensidad aún, y cuando Bolitho se dirigía hacia el alcázar vio a Egmont y a su esposa en popa, junto al pasamano de la borda, bajo la protección de una toldilla de lona que George Durham, el maestro velero, había improvisado para ellos.
Dumaresq estaba estudiando la isla lenta y metódicamente con el gran catalejo del guardiamarina de señales.
—No se ve humo ni indicios de vida —comentó—. Tampoco veo huellas en la playa, así que no hay embarcaciones en este lado. —Le pasó el catalejo a Palliser—. Esa elevación parece prometedora, ¿no?
—Puede que allí haya agua más que suficiente, señor —dijo Gulliver prudentemente.
Dumaresq le hizo caso omiso; prefirió girarse hacia sus dos pasajeros:
—Quizá puedan estirar las piernas en tierra firme antes de que levemos anclas —dijo riendo entre dientes.
Se había dirigido a ambos, pero Bolitho supo de alguna manera que sus palabras estaban destinadas a la mujer.
Pensó en aquel momento único en que ella había subido a cubierta para verle. Había sido irreal pero precioso. Peligroso, y precisamente por eso mucho más excitante.
Casi no habían hablado. Durante todo el día siguiente Bolitho había estado pensando en ello, reviviéndolo, atesorando cada instante, temeroso de olvidar el menor detalle.
La había abrazado mientras el barco surcaba el mar con la primera y brumosa luz del amanecer, sintiendo cómo a ella le latía el corazón junto al suyo, deseando tocarla pero con miedo a malograr el momento si se mostraba excesivamente osado. Ella se había liberado de su abrazo y le había besado levemente en la boca antes de desvanecerse entre las últimas sombras de la noche dejándole solo.
Y ahora, el simple hecho de oír la inopinada familiaridad de Dumaresq hacia ella, su mención de que podría estirar las piernas, era como una espina, le hacía sentir un aguijonazo de celos que nunca antes había padecido.
Dumaresq interrumpió el hilo de sus pensamientos.
—Desembarcará usted con un grupo expedicionario, señor Bolitho. Averigüe si existe algún arroyo, charca o manantial que nos pueda servir. Estaré esperando su señal.
Se fue hacia popa y Bolitho le oyó hablando de nuevo con Egmont y Aurora.
Bolitho vaciló lleno de aprensión. Vio a Jury observándole, y por un instante imaginó que había vuelto a pronunciar el nombre de ella en voz alta.
—Muévase —le espetó Palliser bruscamente—. Si no hay agua, cuanto antes lo sepamos mejor.
Colpoys haraganeaba lánguidamente junto al de mesana:
—Enviaré a algunos de mis chicos en la partida, si lo desea.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Palliser—. ¡No esperamos ninguna batalla campal!
El escampavía fue izado fuera de borda y bajado al costado. Stockdale, ahora ascendido a capitán de artillería, estaba ya formando el destacamento que bajaría a tierra, mientras el timonel supervisaba cómo se cargaban los aparejos adicionales que podrían necesitar para los toneles de agua.
Bolitho esperó hasta que el bote tuvo toda su tripulación a bordo antes de informar a Palliser. Vio cómo la mujer le estaba observando, vio cómo posaba la mano en la gargantilla, recordando quizá, o haciéndole recordar a él, que había sido su mano la que en algún momento había reposado en aquel cuello.
—Coja una pistola —dijo Palliser—. Dispare si encuentra algo. —La intensa y deslumbrante luz le hizo entornar los ojos—. ¡En cuanto los toneles estén llenos seguro que encontrarán alguna otra excusa para protestar!
El escampavía se separó del costado y Bolitho sintió cómo el sol quemaba en el cuello al apartarse de la protectora sombra de la
Destiny
.
—¡Avance todo!
Bolitho dejó caer el brazo por encima de la borda, formando una estela y sintiendo el sensual contacto del agua fría; e imaginó que ella estaba junto a él, nadando y corriendo después cogidos de la mano por la playa de arena blanca para experimentar el milagroso descubrimiento mutuo por primera vez.
Al mirar por encima de la regala vio el fondo con bastante claridad, jaspeado de piedras blancas o conchas y de aislados montículos de coral, engañosamente inofensivos bajo el trémulo reflejo de la luz.
—Parece como si nadie hubiera estado nunca aquí, Jim —le dijo Stockdale al timonel.
El hombre soltó la caña del timón y asintió; su movimiento de cabeza hizo caer gotas de sudor acumuladas bajo su gorra de marinero.
—¡Parad de bogar! ¡Remero proel, meta remo!
Bolitho observó la sombra del escampavía elevándose sobre ellos cuando el remero saltó por un lado para guiar la roda hasta la arena, mientras los demás jalaban las palas de sus remos al interior de la embarcación y se inclinaban sobre los toletes jadeando como ancianos.
Y entonces todo lo invadió una absoluta quietud. Sólo a lo lejos el murmullo de las olas rompiendo suavemente contra la barrera coralina o el ocasional gorgoteo del agua alrededor del escampavía varado. Ni un solo pájaro alzó el vuelo desde el montículo atestado de palmeras, ni siquiera un insecto.
Bolitho saltó por encima de la regala y caminó por el agua hasta la playa. Llevaba sólo una camisa abierta y los calzones, pero sentía el cuerpo como si fuera vestido con gruesas pieles. La idea de arrancarse a jirones sus arrugadas ropas y zambullirse desnudo en el mar se mezcló con su reciente fantasía, y se preguntó si ella estaría observando desde el barco, con la ayuda de un catalejo, para verle.
Bolitho se dio cuenta sobresaltado de que los demás estaban esperando. Le dijo al timonel:
—Quédese en el bote. La dotación también. Puede que tengan que hacer varios viajes aún. —Dirigiéndose a Stockdale añadió—: Nos llevaremos a los demás ladera arriba. Es el camino más corto y probablemente el menos caluroso.
Recorrió con la mirada el pequeño grupo de desembarco. Dos de ellos pertenecían a la tripulación originaria del
Heloise
que ahora habían prestado juramento y pertenecían a la armada de Su Majestad. Parecían todavía aturdidos ante su brusco cambio de circunstancias, pero eran lo bastante buenos marinos como para evitar que el contramaestre les mostrara su lado más desagradable.
Aparte de Stockdale, no había nadie de su división en el grupo; imaginó que nadie se había sentido muy entusiasmado a la hora de presentarse voluntario para emprender una caminata por una isla desierta. Más adelante, si llegaban a descubrir agua, todo sería muy distinto.
—¡Síganme! —gritó Stockdale.
Bolitho empezó a subir por la ladera, los pies hundiéndose en la arena, la pistola de su cinturón quemándole en la piel como si fuera un hierro al rojo. Era extraño caminar por allí, pensó. Un lugar diminuto y desconocido. Quizá hubiera huesos humanos cerca. Marineros que hubieran naufragado, o bien hombres abandonados a la deriva por piratas, destinados a una muerte horrible y sin ninguna posibilidad de ser rescatados.