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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Salvajes (7 page)

BOOK: Salvajes
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Los expulsó de los hermosos
greens
; los arrancó del sueño.

El Duque, Der Bingle y el Bobster no os quieren ver más por aquí.

Ben habría querido que Chon se opusiese: «Soy un veterano de guerra, he combatido para defender vuestro derecho a jugar dieciocho hoyos en una tarde junto al mar que yo jamás podré olvidar solo con ella y nadie más aún la puedo imaginar era preciosa sin dudar. He derramado mi sangre por estos hoyos. De no ser por hombres como yo, las putas del club irían con burka, tío».

Sin embargo, Chon se negó en redondo. Rehusó evocar la indignación justiciera. La verdad es que él no había ido a Istanlandia para defender a su club, sino porque ya era miembro de los ETS cuando aquellos malnacidos estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas.

Sin embargo, no se lo dijo al encargado, porque el tío ya estaba a punto de sufrir un paro cardíaco, de modo que Chon se limitó a decir «Sé feliz» y se marchó, sin más incidentes.

La cuestión es que ahora se encuentra en el aeropuerto John Wayne. Cuando vuelas al Condado de Orange, hacen que te enteres de dónde te has metido, peregrino. No te dejes engañar por todo el rollo del surf: estás en tierra de republicanos ricos y te conviene portarte bien, porque, si no, te sueltan al Duque.

¡Anda ya!

Hasta hace poco, los republicanos inspiraban temor y desprecio; ahora no son más que capullos dignos de lástima. Barack les dio una mano de pintura y les cortó el cuello. (¡Bravo, Barry!) Ahora andan por ahí como estudiantes universitarios blancos en los barrios negros más degradados, hablando fuerte para demostrar que no están cagados de miedo, aunque se mean en los pantalones y la orina les chorrea hasta los zapatos. Obama tiene a aquellos memos tan trastocados que lo único que pueden hacer es ponerse detrás de un pinchadiscos gordo y drogadicto, un sicópata imbécil del Lejano Norte que no dice más que sandeces, un tipo repelente de la tele que hace comentarios delirantes de adrenalina y sin ningún sentido, al estilo de la década de 1950, como si fuera un instructor de las clases de asistencia sanitaria en una unidad para delincuentes sexuales.

Chon tiene un videoclip mental de aquel payaso ahogándose con un hueso de pollo en un restaurante y rodando por el suelo, mientras los camareros y sus ayudantes —todos negros o hispanos— se dan prisa por llamar al 011.

Desde luego, los demócratas encontrarán alguna manera impresionantemente aleatoria de dejar caer la pelota en la línea de gol, como hacen siempre: «¿Cómo has dicho que te llamabas, querida? ¿Mónica?». Mientras tanto, Chon no ve la hora de que llegue el momento inevitable en el que a alguno de aquellos payasos se le escape delante de un micrófono abierto y llame «negro» a Obama. Tiene que pasar, uno sabe que va a pasar, sólo es cuestión de tiempo, y será chachi piruli ver la expresión de aturdimiento en aquella cara pálida y estúpida, cuando se dé cuenta de que su carrera está más muerta que un Kennedy.

ABOGADO DE AUTOPSIAS DE CARRERAS
¿Y cómo es que acabó su carrera?

ESTÚPIDO
Es que llamé «negro» a Obama.

ABOGADO DE AUTOPSIAS DE CARRERAS
(
tras una pausa incrédula
) ¡Vaya!

Mientras tanto, el Partido Republicano se conforma con otro tipo de payasadas. La favorita de Chon es la del mandamás de Carolina del Sur que fue a Sudamérica a tirarse a su
chica
, cuando, según sus declaraciones, andaba de excursión por los Apalaches... ¡nada menos que el día del excursionismo nudista!

Después se le saltaban las lágrimas.

Lo otro que tienen los republicanos es que, en esta época, se lo pasan llorando en la tele, como las adolescentes de doce años cuando no las invitan a una fiesta de cumpleaños. («No llores, Ashley. Brittany es una estúpida y todo el mundo te quiere a ti.») Antes, los republicanos no lloraban.

Eran los demócratas los que lloraban y los republicanos se burlaban de ellos por eso.

Como tiene que ser.

Si no, pregúntale a John Wayne.

Chon solía odiar a los demócratas: los consideraba yuppies hipócritas y pusilánimes, un grupo de homosexuales encubiertos que no tenían agallas para salir del armario y presentarse como lo que eran. Sigue pensando lo mismo pero, desde Iraq —desde que el señor Wilson pegara un tirón a la cuerda de aquellos títeres—, a quienes aborrece de verdad es a los políticos republicanos. Sin apuntar demasiado fino, Chon opina que habría que cazarlos a todos, como si fueran perros rabiosos, pegarles cuatro tiros y arrojarlos a la fosa común y después echar cal viva sobre sus cadáveres en descomposición, para que no volvieran a aparecer en Halloween como los zombis en los que, si no, se habrían convertido.

41

Localizan a Ben en la sala donde se recoge el equipaje, a la espera de su talego verde, como si todavía fuera un joven estudiante universitario que regresa de un viaje de estudios a Costa Rica.

Está delgado, como siempre cuando vuelve a casa. Tiene la piel bronceada y pálida al mismo tiempo, de aquella manera extraña, propia del Tercer Mundo: morena por el sol, pero por debajo tiene una capa blanca, producida por alguna infección. ¿Cuál será esta vez? ¿Anemia? ¿Hepatitis? ¿Algún parásito que haya pasado de la uña del pie a su torrente sanguíneo?

Esquistosomiasis.

Ben sonríe al verlos.

Dientes grandes, blancos y parejos.

Si hubiese sido de otra generación, Ben habría estado en el Cuerpo de Paz. ¡Y un cuerno! Ben habría sido el director del Cuerpo de Paz, habría jugado al fútbol con Jack y con Bobby sobre la hierba de Hyannis Port, donde viven los Kennedy, y habría salido a navegar en su yate. Bronceado y sonriente. Una vida vigorosa, moral y físicamente.

Pero aquélla fue otra generación.

O. corre hacia él, lo abraza y, de un salto, le echa las piernas en torno a la cintura. No hay problema, porque ella no pesa casi nada.

—¡Bennnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnn!

El resto de los pasajeros se vuelven a mirar.

Ben la sujeta con un brazo, pivota y tiende la otra mano hacia Chon.

—¡Eh!

—¡Eh!

Su talego verde aparece en la cinta transportadora. Chon lo recoge, se lo echa a la espalda y los tres salen a la calle.

Pasan junto a la estatua del Duque.

Por cierto, ¡que se joda!

42

Parrilla El coyote, al sur de la playa de Laguna.

Una simple escalera exterior sube desde Table Rock y el bloque de pisos.

Se sientan en la terraza. Un rectángulo de Pacífico azul a sus pies, barcas de pescadores que navegan por el borde de los bancos de algas y Catalina, cual gata consentida, tumbada, perezosa, al borde del mundo.

¡Una gozada!

Brilla el sol y el aire huele a salsa fresca.

Es el lugar preferido de Ben cuando está en casa. El lugar al que es asiduo. Sin embargo, hoy no come demasiado: se limita a pasear la comida por el plato y a mordisquear una tortilla. Chon piensa que lo más probable es que esté mal del estómago: las tripas le hacen ruido y va muchas veces al váter. Se lleva un montón de revistas, porque va a tener bastante tiempo para leer.

Chon pide una hamburguesa. Detesta la comida mexicana. En su opinión, la cocina mexicana es toda igual: lo único que cambia es el envoltorio.

O. come como un sabañón.

Un platazo de nachos con pollo, tacos de pescado con caballa, arroz y frijoles. El regreso de Ben estimula su apetito, por lo general voraz. (Tiene a sus dos hombres a su lado.) Casi da asco verla zamparse la comida en la boca. Rupa sangraría por las orejas sólo de verla, lo cual aumentaría el apetito de O., por supuesto.

Ben pide un té con hielo, pero Chon sugiere que los líquidos claros son mejores. Si tienes el mal del viajero, te conviene beber solo líquidos transparentes. Le traen una limonada, pero Ben se limita a masticar el hielo.

—¿Dónde has estado? —pregunta O. entre trago y trago.

—Por todas partes —responde Ben—: primero estuve en Myanmar.

—Myan ¿qué?

—Myanmar —dice Ben—, lo que antes llamaban Birmania. Saliendo de Tailandia, a la izquierda. Pero acabé en el Congo.

—¿Qué pasaba en el Congo? —pregunta Chon.

Ben lo mira con cara de
Apocalipsis Now
. Brando antes del sexo anal.

El horror.

43

Hogar, dulce hogar.

Está contento de estar en casa. Ben recorre el gran salón, mientras lo va revisando, haciendo un inventario mental para ver si, impelido por el vodka o el
speed
, Chon ha causado algún daño.

El lugar tiene buen aspecto. Está impecable.

—Lo habéis hecho limpiar —dice Ben.

—Una de las neuróticas de Rupa —dice O.

—Está muy bien —dice Ben—. Gracias.

Rupa conoce dos tipos de mujeres de la limpieza: las que padecen de ataques de nervios y se marchan, tras robar algo valioso antes de salir por la puerta, y las obsesivas compulsivas, que hacen lo imposible para tratar de satisfacer sus exigencias inalcanzables. O. llamó a una de éstas para que esterilizase el chabolo de Ben.

Se sientan en el sofá y se fuman un canuto. Miran el océano. Miran el océano. Miran el océano...

Chon dice que va a salir a nadar un rato, para entrenarse.

Eso significa que va a nadar un buen rato, como tres kilómetros, más la caminata de vuelta. Sale de la habitación, regresa con el traje de baño puesto y se despide:

—Hasta luego.

Lo observan salir a la playa y zambullirse en el agua.

Chon no es de los que primero se moja los dedos de los pies.

44

O. tampoco.

—¿Cuánto hace —pregunta a Ben— que no estás con una mujer?

—Unos meses.

—Eso es mucho tiempo.

Se arrodilla delante de él, le abre la bragueta y le lame los restos de popó, arriba y abajo de la raya del culo.

Él la detiene y le pregunta:

—¿Qué opina Chon sobre esto?

—No es su lengua ni es su boca.

Ella se traga su miembro hasta el fondo y desliza los labios arriba y abajo sobre la hermosa polla tibia, siente que se le pone dura y le encanta poder empalmarlo, mueve la cabeza arriba y abajo, sabiendo que él se fija en eso: a todos los tíos les gusta observar aquella (aparente) sumisión. Nota que los dedos de él se aferran al sofá.

—¿Te quieres correr en mi boca o en mi chocho? —le pregunta.

—En ti.

Lo coge de la mano y lo lleva al dormitorio. Se quita el vestido —lo desliza por encima de su cabeza— y las bragas —las desliza piernas abajo y les da un puntapié—; le quita la camisa, los vaqueros y los calzoncillos y lo coloca encima de ella.

—¿Estás húmeda? —pregunta Ben.

Típico de Ben: siempre tan considerado. Nunca quiere hacer daño a nadie.

—Claro que sí. Fíjate.

Abre las piernas, para que él pueda ver cómo brilla.

—Por Dios, O.

—¿Quieres follarme, Ben?

—¡Sí!

—Pues, fóllame, cariño.

Y Ben, cariño, con lentitud y suavidad, con fuerza y suavidad, caliente, folla, folla, folla con ganas; sus ojos castaños la miran, inquisitivos, se preguntan si aquel placer será real, si aquel placer puede ser de verdad y su sonrisa es la respuesta, la respuesta, sí, porque cuando él sonríe ella se corre un poquito, la primera oleada.

La sirena del brazo de ella acaricia la espalda de él, las enredaderas marinas verdes se enroscan en torno a él y lo atraen hacia ella, hacia su trampa dulce y pegajosa, los delfines surfean sobre la columna de él mientras la monta, sus sudores salados se encuentran y se mezclan, resbalan juntos, se pegan entre sí, pequeñas burbujas blancas espumosas unen su polla con el coño de ella.

A O. le encanta sentirla dentro, dura y suave; le gusta aferrarse a sus hombros mientras él entra y sale; le susurra al oído:

—Lo echaba de menos.

—Yo también.

—Cariño, cariño, Ben follándome.

Aquel «me» desencadena otro orgasmo, por la posesión que entraña que aquel hombre guapo, dulce, cariñoso y encantador quiera follar con ella, que sus hermosos y cálidos ojos castaños la miren a ella, que tenga las manos en la espalda de ella y la polla en su coño.

Ella se vuelve a correr y trata de ir más despacio, pero no puede evitarlo, no puede evitarlo; pierde el control, porque quería ir despacio para él, hacer que durara para él, pero no puede impedirlo y levanta las caderas para clavarle el clítoris en el hueso púbico y las mueve en círculo para que su verga la llene.

—¡Ben! ¡Oh, Ben!

Como corretea el cangrejo por la arena húmeda, los dedos de ella bajan corriendo hasta el culo de él y buscan y encuentran la grieta, el charco. Introduce un dedo y escucha su gemido y siente que la penetra aún más y los músculos de su espalda se estremecen, otra vez, hasta que él acaba en ella.

La sirena sonríe.

Los delfines se quedan dormidos.

Ben y O. también.

45

Ben se desenreda suavemente de los brazos húmedos de O.

Se levanta de la cama, se pone los vaqueros y la camisa y entra en el salón. A través del ventanal ve a Chon sentado en la terraza. Va a la nevera, saca dos Coronas y sale.

Tiende a Chon una botella de cerveza, se apoya en la barandilla blanca de metal y pregunta:

—¿Qué tal el baño?

—Bien.

—¿No había tiburones?

—No encontré ninguno.

No es extraño: los tiburones le tienen miedo a Chon. Los depredadores se reconocen entre sí. Ben dice:

—Aceptemos el trato.

—Es un error.

—¡Vamos! —dice Ben—. ¿Ahora te preocupa si su polla es más grande que la nuestra?

—¿Nuestra polla?

—Vale, nuestras pollas. Nuestra polla colectiva, la polla conjunta.

—Eso es superfluo —dice Chon—. Mantengamos las pollas separadas.

—De acuerdo, ellos salen ganando —dice Ben—. Y nosotros, ¿qué hemos perdido? Salimos de un negocio del que queríamos salir de todos modos. ¿Sabes qué te digo, Chon? Que estoy harto de esto. Es hora de seguir adelante, de cambiar.

—Piensan que les tenemos miedo.

—Y así es.

—¿No manteníamos las pollas separadas? —dice Chon—. Yo no.

—No todos somos como tú —dice Ben—. No todos masticamos y escupimos a quince terroristas antes de desayunar. No quiero una guerra. No me he metido en esto para librar guerras, para matar ni para que nadie muera o pierda la cabeza. Esto solía ser un trabajo bastante apacible pero, si ahora va a alcanzar este nivel de salvajismo, olvídalo. No quiero ser partícipe. ¿Que piensan que les tenemos miedo? ¿A quién coño le importa? Ya no estamos en quinto grado, Chon.

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