Farid no perdió el tiempo en narrar cómo había llegado hasta la casa de Elinor con sus pies desnudos y sangrantes. A las preguntas de Meggie murmuró algo sobre el camión que le había recogido. Finalizó su informe de manera abrupta, como si de pronto se le hubieran agotado las palabras, y cuando enmudeció, se hizo un tremendo silencio en la gran cocina.
Farid había traído con él a un huésped invisible: el miedo.
—¡Darius, prepara más café! —ordenó Elinor, observando con expresión sombría la mesa dispuesta para la cena a la que nadie prestaba atención—. Este está frío como el hielo.
Darius obedeció inmediatamente con la diligencia de una ardilla con gafas, mientras Elinor dedicaba a Farid una mirada tan gélida como si él en persona fuera culpable de las malas noticias que había traído. Meggie aún recordaba lo intimidatoria que esa mirada le había parecido antes. «La mujer de ojos de pedernal», había bautizado entonces en secreto a Elinor. A veces el nombre todavía se le antojaba adecuado.
—¡Que historia tan bonita! —exclamó Elinor mientras Resa acudía en ayuda de Darius.
El informe de Farid lo había puesto tan nervioso que no conseguía medir la cantidad precisa de café molido. Cuando Resa le quitó con suavidad la cuchara dosificadora de la mano, acababa de comenzar por tercera vez a contar las cucharadas que vertía en el filtro de la cafetera.
—Así que Basta ha regresado, con un cuchillo nuevecito y la boca atiborrada de hojas de menta, supongo. ¡Maldita sea! —a Elinor le gustaba soltar maldiciones cuando se sentía preocupada o furiosa—. Como si no fuera suficiente con que me despierte cada tres noches bañada en sudor por haber visto su horrenda cara en sueños, y no digamos su cuchillo. ¡Pero intentemos mantener la calma! Lo cierto es que Basta sabe dónde vivo
yo,
pero es evidente que sólo os busca a vosotros, no a mí. Así que en realidad aquí deberíais estar tan seguros como en el seno de Abraham. Al fin y al cabo él no puede saber que os habéis mudado a vivir conmigo, ¿verdad? —dijo con tono triunfal, como si esa afirmación fuese el pensamiento salvador, mirando a Resa y a Meggie.
Pero Meggie se encargó de que el rostro de Elinor volviera a ensombrecerse.
—Farid también lo sabía —afirmó.
—¡Cierto! —gruñó Elinor mientras su mirada se centraba en Farid—. Tú también lo sabías. ¿Cómo?
Su voz sonó tan dura que Farid, sin querer, agachó la cabeza.
—Nos lo contó una vieja —respondió con tono inseguro—. Regresamos al pueblo de Capricornio después de que las hadas que Dedo Polvoriento se había llevado consigo se hubieran convertido en polvo. El quiso comprobar si a las demás les había sucedido lo mismo. El pueblo estaba vacío, sin un alma, ni siquiera un perro vagabundo. Sólo se veía ceniza, ceniza por doquier. Así que intentamos averiguar en el pueblo vecino lo sucedido y… bueno, allí oímos decir que una mujer gorda había farfullado algo sobre hadas muertas y que por suerte al menos no habían fallecido las personas que ahora vivían con ella…
Elinor bajó la vista, compungida, y reunió con los dedos unas migas de su plato.
—¡Maldición! —murmuró—. Sí. Quizá me fui de la lengua en la tienda desde la que os telefoneé. ¡Estaba tan trastornada cuando llegué del pueblo desierto! ¿Podía imaginar que esas cotillas hablasen de mí al comecerillas? Y ¿desde cuándo las viejas conversan con un iniduo semejante?
«O con alguien como Basta», pensó Meggie.
Farid se limitó a encogerse de hombros y empezó a cojear por la cocina de Elinor con los pies cubiertos de tiritas.
—De todos modos Dedo Polvoriento se figuraba que todos estabais aquí —informó—. Una vez vinimos porque él deseaba comprobar si ella estaba bien —agregó, señalando con la cabeza a Resa.
Elinor soltó un resoplido desdeñoso.
—¿Ah, eso quería? ¡Muy amable por su parte!
A ella nunca le había gustado Dedo Polvoriento y el hecho de que le hubiera robado el libro a Mo antes de desaparecer no había disminuido precisamente su aversión. Resa, sin embargo, sonrió al oír las palabras de Farid, aunque intentó ocultarlo ante Elinor. Meggie recordaba la mañana en la que Darius le había llevado a su madre el extraño envoltorio atado con verónica cubierta de flores azules que había encontrado delante de la puerta de casa: una vela, unos lápices y una caja de cerillas. Meggie había sabido en el acto de quién procedía. Y Resa, también.
—Bueno —dijo Elinor tamborileando en el plato con el mango del cuchillo—. Me alegro de veras de que el comecerillas haya vuelto al lugar al que pertenece. ¡Cuando pienso en que estuvo merodeando durante la noche alrededor de mi casa…! La única lástima es que no se llevara consigo a Basta.
Basta. Cuando Elinor pronunció este nombre, Resa se levantó bruscamente de su silla, salió corriendo al pasillo y regresó con el teléfono. Se lo tendió a Meggie con ademán imperioso y comenzó a gesticular con la otra mano tan agitada, que incluso a Meggie le costó leer los signos que dibujaba en el aire. Pero al fin, comprendió.
Tenía que llamar a Mo.
Le costó una eternidad descolgar el teléfono. Seguramente estaba trabajando. Cuando su padre salía de viaje, siempre trabajaba hasta muy entrada la noche para regresar a casa cuando antes.
—¿Meggie? —inquirió, asombrado.
A lo mejor creía que lo llamaba por su pelea, pero ¿a quién le interesaba ya su absurda discusión?
Transcurrió un buen rato hasta que logró comprender el sentido de sus palabras balbuceadas apresuradamente.
—¡Despacio, Meggie! —repetía sin cesar—. Despacio.
Pero eso, cuando uno tenía el alma en vilo y Basta quizá esperaba ya a la puerta del jardín de Elinor, era muy fácil de decir. Meggie ni siquiera se atrevió a pensar en el posible desenlace.
Mo, por el contrario, mantuvo una extraña tranquilidad, como si esperase que el pasado volvería a alcanzarlos de nuevo.
—Las historias nunca acaban, Meggie —le había advertido—, aunque a los libros les guste hacérnoslo creer. Las historias siempre continúan, comienzan con la primera página, pero no terminan en la última.
—¿Ha conectado la alarma Elinor? —preguntó.
—Sí.
—¿Ha avisado a la policía?
—No. Dice que de todos modos no la creerán.
—A pesar de todo, debe llamarlos. Y tiene que proporcionar una descripción de Basta. Seréis capaces, ¿no?
¡Vaya pregunta! Meggie había intentado olvidar el rostro de Basta, pero seguramente quedaría grabado a fuego en su memoria durante el resto de sus días.
—Presta atención, Meggie —a lo mejor Mo no se sentía tan tranquilo como aparentaba, porque su voz sonaba distinta a lo habitual—. Emprenderé el viaje de vuelta esta misma noche. Díselo a Elinor y a tu madre. Regresaré mañana temprano como muy tarde. Corred todos los cerrojos y cerrad bien las ventanas, ¿entendido?
Meggie asintió con una inclinación de cabeza, olvidando que Mo no podía verla por teléfono.
—¿Meggie?
—Sí, entendido —intentó que su voz sonase serena, valerosa. Aunque no se sentía así. Tenía miedo, un miedo atroz.
—Hasta mañana, Meggie.
Ella lo percibió en su voz: se pondría en marcha sin tardanza. Y de repente, al imaginarse la carretera de noche, el largo trayecto de vuelta, un nuevo y etoso pensamiento se apoderó de ella.
—¿Y qué será de ti? —inquirió—. ¡Mo! ¿Qué sucederá si Basta te acecha?
Pero su padre ya había colgado.
Elinor decidió alojar a Farid donde había dormido Dedo Polvoriento: en el desván, donde las cajas de libros se apilaban tan alto alrededor del estrecho armazón de la cama, que cualquier durmiente soñaría seguramente que el papel impreso lo aplastaría. Meggie recibió el encargo de mostrar el camino a Farid. Cuando le dio las buenas noches, él se limitó a asentir con aire ausente. Sentado en la estrecha cama, parecía perdido, casi tan perdido como el día en el que Mo lo había transportado con la lectura hasta la iglesia de Capricornio, un chico delgado con un turbante sobre su pelo negro.
Aquella noche Elinor, antes de acostarse, comprobó varias veces que la alarma estaba conectada. Darius, por su parte, cogió la escopeta de perdigones con la que a veces Elinor disparaba al aire cuando sorprendía a un gato acechando debajo de alguno de los nidos de pájaro de su jardín. Ataviado con la bata demasiado grande de color naranja que Elinor le había regalado la última navidad, Darius se sentó en el sillón de la entrada, la escopeta en el regazo, mirando fijamente la puerta de entrada con expresión decidida. Sin embargo, la segunda vez que Elinor fue a comprobar la alarma, estaba dormido como un tronco.
Meggie tardó un buen rato en acostarse. Miró los estantes que habían albergado sus libretas de notas, acarició los estantes vacíos y finalmente se arrodilló ante la caja lacada en rojo que Mo había fabricado hacía mucho tiempo para sus libros favoritos. Hacía meses que no había vuelto a abrirla. Dentro ya no cabía un solo libro, y con el correr del tiempo se había vuelto demasiado pesada para llevársela de viaje. Por eso Elinor le había regalado un armario para sus otros libros predilectos. Emplazado justo al lado de la cama de Meggie, disponía de puertas acristaladas y tallas que trepaban por la oscura madera recordando que un día estuvo viva. También los estantes detrás del cristal estaban repletos, pues no sólo Mo regalaba libros a Meggie, sino también Resa y Elinor. Hasta Darius le traía alguno de vez en cuando. Pero los viejos amigos, los libros que Meggie poseía antes de que se mudasen a casa de Elinor, seguían viviendo en la caja, y al alzar la pesada tapa creyó que llegaban a sus oídos voces olvidadas, que la miraban rostros familiares. Qué ajados estaban todos de tanto leerlos…
—¿No te parece raro el grosor de un libro cuando lo lees varias veces? —le había preguntado Mo el último cumpleaños de Meggie cuando volvieron a contemplar cada uno de sus viejos libros—. Parece que en cada ocasión se queda algo adherido entre las páginas. Sentimientos, pensamientos, sonidos, olores… Y cuando al cabo de los años vuelves a hojear el libro, te descubres dentro a ti misma, un poco más joven y diferente, como si el libro te hubiera conservado igual que una flor prensada, extraña y familiar al mismo tiempo.
Un poco más joven, desde luego. Meggie tomó uno de los libros superiores y lo hojeó. Lo había leído al menos una docena de veces. Ahí estaba el pasaje que más le había gustado a los ocho años, y a los diez lo había subrayado con un lápiz rojo, porque le pareció maravilloso. Pasó el dedo por la línea torcida… entonces no existían Resa, ni Elinor, ni Darius, sólo Mo… Tampoco añoraba a las hadas azules, ni a un rostro con cicatrices, ni a una marta con cuernos, ni a un chico que caminaba descalzo, ni a Basta y su cuchillo. ¡Qué distinta era la Meggie que había leído ese libro…! Y entre sus páginas quedaría ella, conservada como un recuerdo.
Meggie, tras cerrar el libro con un suspiro, lo depositó nuevamente con los demás. En la habitación de al lado oía a su madre caminar de un lado a otro. ¿Pensaría ella una y otra vez, igual que Meggie, en la amenaza que Basta había gritado a Farid? «Tendría que ir a verla», pensó Meggie. «Juntas, quizá compartamos el miedo». Los pasos de Resa, sin embargo, enmudecieron cuando Meggie se incorporaba, y en la habitación contigua se hizo el silencio, un silencio parecido al sueño. Acaso no fuese mala idea dormir. Seguro que Mo no regresaría antes por el simple hecho de que Meggie permaneciera en vela esperándolo. Ojalá pudiera telefonearle, pero él siempre se olvidaba de conectar el móvil.
Meggie cerró la tapa de su caja de libros con el mayor sigilo, temerosa de que cualquier ruido pudiera despertar a Resa, y apagó de un soplido las velas que encendía noche tras noche, a pesar de la sempiterna prohibición de Elinor. Justo cuando se estaba quitando la blusa, llamaron a su puerta, bajo, muy bajito. Abrió creyendo que encontraría a su madre porque no podía conciliar el sueño, pero era Farid, que se puso colorado como un tomate al ver que ella sólo llevaba puesta la camiseta interior. El chico balbuceó una disculpa, y antes de que Meggie pudiera responder, se alejó cojeando con los pies llenos de esparadrapos. Ella estuvo a punto de olvidar ponerse la blusa antes de salir tras él.
—¿Qué pasa? —susurró, preocupada, mientras le indicaba con un gesto que regresase a su habitación—. ¿Has oído algo abajo?
Farid negó con la cabeza. Sostenía en la mano la hoja de papel, el billete de vuelta de Dedo Polvoriento, como Elinor la había bautizado con tono mordaz. Siguió a Meggie hasta su habitación con paso vacilante. Una vez dentro, acechó a su alrededor como alguien que se siente incómodo en los espacios cerrados. Seguramente, desde que había desaparecido sin dejar rastro con Dedo Polvoriento, habría pasado la mayoría de los días y las noches al raso.
—¡Perdona! —farfulló Farid con la vista clavada en los dedos de sus pies. Dos de las tintas de Resa se estaban despegando—. Es muy tarde, pero… —por primera vez miró a Meggie a los ojos y se ruborizó—, Orfeo dice que no lo leyó todo —agregó con voz insegura—. Simplemente se saltó las palabras que también me habrían llevado a mí al otro lado. Lo hizo a propósito, pero tengo que prevenir a Dedo Polvoriento, y…
—¿Y qué? —Meggie le acercó la silla situada junto a su escritorio y ella se sentó en el antepecho de la ventana. Farid se acomodó en la silla con la misma inseguridad con que había entrado en su habitación.
—¡Tienes que leer para llevarme al otro lado, por favor! —le tendió de nuevo el papel sucio, con una expresión tan suplicante en sus ojos negros que Meggie no supo adonde mirar. ¡Qué pestañas tan largas y espesas tenía, las suyas no eran ni la mitad de bonitas!— ¡Por favor, seguro que tú puedes hacerlo! —balbuceó el chico—. Entonces… aquella noche en el pueblo de Capricornio… Me acuerdo perfectamente. Y entonces sólo tenías una hoja igual que ésta.
El pueblo de Capricornio. A Meggie aún la estremecía recordar la noche de la que hablaba Farid: la noche en que ella, leyendo, había traído a la Sombra, aunque después no fue capaz de permitir que matase a Capricornio… hasta que Mo lo hizo por ella.
—¡Orfeo escribió las palabras, él mismo lo dijo! No las leyó, pero están aquí, sobre el papel. Como es lógico no aparece mi nombre, pues de lo contrario no funcionaría —Farid hablaba cada vez más deprisa—. Orfeo afirma que ése es el secreto: utilizar únicamente las palabras que figuren en el libro cuya historia se quiere modificar.
—¿Dijo eso? —Meggie se sobresaltó con las palabras de Farid.
Utilizar únicamente las palabras que figuren en el libro…
¿Sería esa la razón por la que ella no había podido sacar nada con la lectura, lo que se dice nada, de las historias de Resa, por haber utilizado palabras que no figuraban en
Corazón de Tinta?
¿O se debería a que no sabía lo suficiente de escritura?