En esta nueva entrega, Orfeo, un lector casi tan bueno como Mo o Meggie, llevará a Dedo Polvoriento al Mundo de Tinta, tras diez años fuera de casa, pero no permite a Farid acompañarle en su viaje. Después, el libro cae en manos de Basta y Mortola. Farid corre a casa de Elinor, donde ahora viven también Darius, Meggie y sus padres, para contárselo y rogarle a la niña que lo transporte también a él al Mundo de Tinta para prevenir a Dedo Polvoriento. Pero Meggie decide acompañarle, dejando a sus padres solos.
Cornelia Funke
Sangre de tinta
ePUB v1.0
CyberXaz24.06.11
PALABRAS A LA MEDIDA
Línea a línea
Mi propio desierto
Línea a línea
Mi paraíso.
Marie Luise Kaschnitz
,
Un poema
Anochecía y Orfeo aún no había llegado.
El corazón de Farid latió más deprisa, como siempre que el día lo dejaba a solas con la oscuridad. ¡Maldito Cabeza de Queso! ¿Dónde se habría metido? En los árboles enmudecían ya los pájaros, ahogados por la noche que se avecinaba, y las cercanas montañas se teñían de negro, quemadas por el sol poniente. Pronto el mundo estaría tan negro como ala de cuervo, incluso la hierba bajo los pies desnudos de Farid, y los espíritus susurrarían de nuevo. Farid sólo conocía un lugar en el que se sentía seguro ante ellos: detrás y muy pegado a Dedo Polvoriento, tan pegado que sentía su calor. Dedo Polvoriento no temía a la noche: es más la amaba.
—¿Qué, ya estás oyéndolos otra vez? —preguntó a Farid cuando se le aproximó—. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? En este mundo no hay espíritus. Es una de las pocas ventajas que tiene.
Estaba apoyado en una encina, escudriñando la calle solitaria. Más arriba un farol iluminaba el asfalto resquebrajado allí donde las casas, apenas una docena y muy juntas, se acurrucaban ante las oscuras montañas como si temieran a la noche tanto como Farid. Cabeza de Queso vivía en la primera casa de la calle. Detrás de una de las ventanas se veía luz. Dedo Polvoriento llevaba más de una hora sin perderla de vista. Farid había intentado muchas veces mantener la misma inmovilidad, pero sus miembros simplemente se negaban a permanecer tanto tiempo sin moverse.
—¡Voy a comprobar dónde está!
—¡No lo harás! —el rostro de Dedo Polvoriento permaneció inexpresivo como siempre, pero su voz le delató. Farid percibió la impaciencia… y la esperanza que sencillamente se negaba a morir, a pesar de la frecuencia con que había sido frustrada—. ¿Estás seguro de que dijo «viernes»?
—Sí. Y hoy es viernes, ¿no?
Dedo Polvoriento se limitó a asentir y se apartó de la cara sus cabellos, largos hasta los hombros. Farid había intentado dejar crecer los suyos, pero se le rizaban y encrespaban, rebeldes, y acabó cortándoselos al rape con el cuchillo.
—El viernes, más abajo del pueblo, a las cuatro, ésas fueron sus palabras, ¡mientras su chucho me gruñía como si sólo un chico moreno pudiera saciar su apetito! —el viento penetró por debajo del fino jersey de Farid, que se frotó los brazos, tiritando. Un buen fuego caliente, eso es justo lo que le gustaría ahora, pero con ese aire Dedo Polvoriento no le permitiría encender ni una cerilla. Las cuatro… Farid alzó los ojos hacia el cielo mascullando una maldición en voz baja. No necesitaba reloj para saber que era mucho más tarde—. Insisto, ese majadero engreído nos está haciendo esperar a propósito.
La fina boca de Dedo Polvoriento esbozó una sonrisa. A Farid cada día le costaba menos hacerle sonreír. A lo mejor por eso había prometido llevárselo consigo si Cabeza de Queso lo devolvía a su mundo. A un mundo creado con papel, tinta de imprenta y las palabras de un anciano.
«¡Bah!», pensó Farid. «¿Por qué iba a conseguir precisamente ese tal Orfeo lo que no habían logrado los demás? Muchos lo habían intentado… el Tartaja, el Mirada de Oro, el Lengua Mentirosa… Unos estafadores que les habían robado su dinero…»
Detrás de la ventana de Orfeo se apagó la luz y Dedo Polvoriento se enderezó bruscamente. Una puerta se cerró de golpe y en la oscuridad resonaron unos pasos presurosos e irregulares. Después a la luz de la farola solitaria apareció Orfeo, Cabeza de Queso, como lo había bautizado en secreto Farid, debido a su piel pálida y a que sudaba al sol igual que un trozo de queso. Descendía sin aliento por la empinada calle, con su perro infernal en pos de sí, feo como una hiena. Cuando Dedo Polvoriento lo descubrió al borde de la carretera, se detuvo y le saludó con una amplia sonrisa.
Farid agarró por el brazo a Dedo Polvoriento.
—Fíjate en su estúpida sonrisa. ¡Es más falsa que el oropel! —le susurró—. ¿Cómo puedes fiarte de él?
—¿Quién dice que me fío? ¿Qué diablos te pasa? Te noto muy inquieto. ¿Prefieres quedarte aquí? Automóviles, imágenes en movimiento, música enlatada, luz que ahuyenta la noche —Dedo Polvoriento saltó por encima del muro que le llegaba a la rodilla y que bordeaba la carretera—. A ti te gusta todo eso. Donde yo deseo ir te aburrirás.
¿Pero qué estaba diciendo? Sabía de sobra que Farid sólo ansiaba una cosa: permanecer a su lado. Se disponía a contestarle enfadado, pero un chasquido duro, parecido al de unas botas pisando una rama, le obligó a volverse, sobresaltado.
También Dedo Polvoriento lo había oído y, tras detenerse, escuchaba. Sin embargo, entre los árboles no se distinguía nada: las ramas se movían al viento, y una mariposa nocturna, pálida como un espectro, revoloteó ante la cara de Farid.
—¡Perdonad! ¡Se ha hecho algo tarde! —les gritó Orfeo.
Farid aún no acertaba a comprender que semejante voz pudiera brotar de esa boca. Habían oído hablar de esa voz en algunos pueblos, y Dedo Polvoriento había emprendido inmediatamente la búsqueda, pero no habían encontrado a Orfeo hasta justo una semana antes, leyendo cuentos a unos niños en una biblioteca, ninguno de los cuales reparó en el enano que de improviso salió a hurtadillas por detrás de uno de los estantes abarrotados de libros, ajados por el uso. Pero Dedo Polvoriento sí lo había visto y esperó. Cuando Orfeo se disponía a montar de nuevo en su coche, le enseñó el libro que Farid había maldecido más que a cualquier otro objeto.
—¡Oh, sí, lo conozco! —había musitado Orfeo—. Y a ti… —había añadido casi con devoción, escrutando a Dedo Polvoriento como si quisiera quitarle a fuerza de mirarlas las cicatrices de sus mejillas—, a ti también te conozco. Tú eres lo mejor de él. ¡Dedo Polvoriento! ¡El Bailarín del Fuego! ¿Quién ha leído para traerte a la más triste de todas las historias? ¡No digas nada! ¿Ansias regresar, verdad? Pero no encuentras la puerta, la puerta entre las letras. No importa. Yo puedo construirte una nueva, con palabras hechas a la medida. Por un precio de amigo… si eres realmente quien yo creo.
¡Precio de amigo! Y un cuerno. Tras haberle prometido que le entregarían casi todo su dinero, encima lo habían esperado durante horas en ese pueblo dejado de la mano de Dios, en aquella noche ventosa que olía a espíritus.
—¿Has traido a la marta? —Orfeo dirigió la linterna hacia la mochila de Dedo Polvoriento—. Ya sabes que a mi perro no le gusta.
—No, ahora está buscando comida —la mirada de Dedo Polvoriento cayó sobre el libro que Orfeo sujetaba debajo del brazo—. ¿Qué? ¿Has… terminado?
—Claro —el perro infernal enseñó los dientes y clavó sus ojos en Farid—. Al principio las palabras se resistieron. Quizá por lo nervioso que me sentía. Te lo advertí en nuestro primer encuentro: este libro —Orfeo acarició las tapas con los dedos—, era mi favorito cuando era niño. Lo vi por última vez a los once años. Lo robaron de la mísera biblioteca de donde lo tomaba prestado. Por desgracia fui demasiado cobarde para robar, pero nunca lo he olvidado. ¡Me enseñó para siempre lo fácil que es huir con palabras de este mundo y los amigos que se encuentran entre sus páginas, unos amigos maravillosos! Amigos como tú, escupefuego, gigantes, hadas…! ¿Sabes cuánto lloré por ti al leer tu muerte? ¡Pero vives, y todo se arreglará! Contarás la historia de nuevo…
—¿Yo? —le interrumpió Dedo Polvoriento con una sonrisa burlona—. No, créeme, dejo esa tarea a otros.
—¡Sí, claro, quizá! —Orfeo carraspeó, como si le resultara penoso haber desvelado demasiado de sus sentimientos—. Sea como fuere, me resulta muy enojoso no poder acompañarte —informó mientras se dirigía hacia el muro que bordeaba la carretera con andares extrañamente torpes—. El lector ha de quedarse, ésa es la regla férrea. Lo he intentado todo para deslizarme dentro de un libro, pero es de todo punto imposible —se detuvo suspirando, introdujo la mano bajo su mal sentada chaqueta y extrajo una hoja de papel—. Bueno, he aquí lo que me has encargado —comunicó a Dedo Polvoriento—. Unas palabras maravillosas, sólo para ti, un camino hecho de palabras que te devolverá a tu mundo. Toma, léelo.
Dedo Polvoriento, vacilante, cogió la hoja cubierta por letras delicadas, en posición inclinada, entrelazadas como hilo de coser. Dedo Polvoriento recorrió con el dedo las palabras, como si sus ojos tuvieran que acostumbrarse a ellas, mientras Orfeo lo observaba como un escolar a la espera de su nota.
Cuando Dedo Polvoriento levantó la cabeza, su voz denotaba sorpresa.
—Escribes muy bien. Unas palabras maravillosas…
Cabeza de Queso se puso colorado. Parecía que alguien le había echado zumo de mora a la cara.
—Me alegro de que te guste.
—Sí, me encanta. Todo es tal como te lo describí. Sólo que suena un poco mejor.
Orfeo volvió a coger la hoja de la mano de Dedo Polvoriento con una sonrisa tímida.
—No puedo prometerte que la hora del día sea la misma —dijo con voz tenue—. Las leyes de mi arte son difíciles de dominar, pero, créeme, nadie sabe más de ellas que yo. Por ejemplo, sólo habría que modificar o seguir desarrollando un libro utilizando las palabras que ya figuran en él. Con demasiadas palabras ajenas no ocurre nada o acontece algo inesperado. Quizá suceda algo diferente si tú mismo eres el autor…
—¡Por todas las hadas, llevas más palabras dentro de ti que una biblioteca entera! —lo interrumpió Dedo Polvoriento con impaciencia—. ¿Qué te parecería empezar ahora mismo la lectura?
Orfeo enmudeció abruptamente, como si se hubiera tragado la lengua.
—Seguro —dijo con tono ligeramente ofendido—. Ya verás. Con mi ayuda el libro volverá a acogerte igual que a un hijo pródigo. Te absorberá como el papel a la tinta.
Dedo Polvoriento se limitó a asentir y contempló la solitaria calle en pendiente. Farid percibió cuánto ansiaba creer a Cabeza de Queso… y el pánico que sentía a sufrir otra decepción.
—¿Y qué pasa conmigo? —Farid avanzó hasta situarse a su lado—. Habrá escrito también algo sobre mí, ¿no? ¿Lo has comprobado?
Orfeo le lanzó una mirada poco amistosa.
—¡Dios mío! —exclamó con tono burlón dirigiéndose a Dedo Polvoriento—. ¡El chico parece en verdad muy apegado a ti! ¿Dónde lo recogiste? ¿En alguna cuneta?
—No exactamente —repuso Dedo Polvoriento—. Lo sacó de su historia el mismo hombre que también me hizo a mí ese favor.
—¿Ese tal… Lengua de Brujo? —Orfeo pronunció el nombre con desdén, como si no acertase a creer que alguien se lo mereciera.
—Pues sí. Así se llama. ¿Y tú cómo lo sabes? —la sorpresa de Dedo Polvoriento era evidente.
El perro infernal olfateaba los dedos desnudos de los pies de Farid… y Orfeo se encogió de hombros.