—Seguramente esa hipótesis es acertada.
Dedo Polvoriento observó a los hombres que se apiñaban en la asfixiante estancia. Buhoneros, barberos, maestros artesanos, juglares con las mangas remendadas. Uno llevaba consigo un duende que se acurrucaba en el suelo a su lado con cara de desdicha. Muchos tenían pinta de no saber cómo iban a pagar el vino que bebían. Se descubrían pocos rostros felices, exentos de preocupaciones, enfermedades, envidias. ¿Qué esperaba? ¿Confiaba en que el infortunio se hubiera desvanecido durante su ausencia? No. Volver, eso era todo cuanto había ansiado durante diez años, no al paraíso, solamente a casa. ¿Acaso no anhela también el pez retornar al agua, aunque allí lo aguarden las percas?
Un borracho se tambaleó contra la mesa y estuvo a punto de derramar el vino ácido. Dedo Polvoriento sujetó el vaso.
—¿Qué fue de los hombres de Capricornio, de Zorro Incendiario y de todos los demás? ¿Han muerto?
—¿Estás soñando? —Bailanubes soltó una risita amarga—. Todos los incendiarios que lograron escapar del ataque de Cósimo fueron recibidos con los brazos abiertos en el Castillo de la Noche. Cabeza de Víbora convirtió a Zorro Incendiario en su heraldo, y también Pífano, el viejo juglar de Capricornio, desgrana ahora sus sombrías canciones en el castillo de las torres de plata. Ahora viste seda y terciopelo y tiene los bolsillos repletos de oro.
—¿Aún vive Pífano? —Dedo Polvoriento se pasó la mano por la cara—. Cielos, ¿no tienes noticias más agradables que contar? ¿Algo que me alegre de veras por haber regresado?
Bailanubes soltó una risa tan estrepitosa que Pájaro Tiznado se volvió y los miró.
—¡La mejor noticia es tu regreso! —exclamó—. ¡Te hemos echado de menos, maestro del fuego! Se dice que, desde tu desleal huida, las hadas sollozan por la noche mientras bailan y que el Príncipe Negro antes de irse a dormir continúa hablando de ti a su oso.
—¿También vive aún el Príncipe? Bien —Dedo Polvoriento, aliviado, dio un sorbo de vino, a pesar de su etoso sabor. No se había atrevido a preguntar por el Príncipe por miedo a enterarse de algo parecido a lo de Cósimo.
—¡Oh, sí, está de maravilla! —Bailanubes alzó la voz porque en la mesa contigua comenzaron a discutir dos buhoneros—. Sigue siendo el mismo tipo negro cual ala de cuervo, rápido con la lengua, más rápido aún con la navaja y nunca sale sin su oso.
Dedo Polvoriento sonrió. Si, era ciertamente una buena noticia. El Príncipe Negro… domador de osos, lanzador de cuchillos… seguramente todavía seguía luchando contra el mundo. Dedo Polvoriento lo conocía desde que ambos eran críos, unos huérfanos sin patria. A los once años habían estado juntos en la picota, más allá, al otro lado del bosque, donde ambos habían nacido, y después durante dos días habían apestado a verdura podrida.
Bailanubes escudriñó su rostro.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Cuándo harás por fin
la
pregunta que has querido hacer desde que te di una palmada en el hombro? ¡Suéltala antes de que esté demasiado borracho para responderte!
Dedo Polvoriento no pudo evitar una sonrisa. Bailanubes siempre había dominado el arte de mirar el corazón ajeno, aunque no se notara en su cara redonda.
—Bueno. Qué más da. ¿Cómo está ella?
—¡Vaya, por fin! —Bailanubes rió tan pagado de sí mismo que descubrió los huecos de dos dientes caídos—. Para empezar… sigue siendo bellísima. Ahora vive en una casa; ya no canta, ni baila, ni lleva faldas multicolores, y se recoge el pelo en un moño al estilo de una campesina. Cultiva un trozo de tierra ahí enfrente, en la colina situada detrás del castillo, cultiva hierbas medicinales para los barberos. Hasta Ortiga le compra a ella. Y de eso subsiste, a veces bien, otras mal, y cría a sus hijos.
Dedo Polvoriento intentó adoptar una expresión de indiferencia, pero la sonrisa de Bailanubes le indicó que no lo había logrado.
—¿Qué ha sido del especiero que la rondaba siempre?
—¿Qué va a ser? Se marchó hace años, seguramente vivirá en una gran mansión junto al mar y se hará más rico con cada saco de pimienta que traigan sus barcos.
—Entonces, ¿no se casó con él?
—No. Ella tomó otro marido.
—¿Otro…? —inquirió Dedo Polvoriento fingiendo indiferencia.
De nuevo en vano.
Bailanubes disfrutó un rato con la espera y luego prosiguió.
—Sí, a otro. Pobre tipo, murió pronto, pero ella tiene un hijo suyo.
Dedo Polvoriento calló para prestar atención a los latidos de su propio corazón. ¡Bobo!
—¿Y qué es de las niñas?
—Oh, las niñas. Me pregunto… ¿quién diablos sería su padre? —Bailanubes volvió a sonreír como el chiquillo que acaba de cometer una travesura—. Brianna es casi tan guapa como su madre. A pesar de que heredó el color de tu pelo.
—¿Y Rosanna, la más joven?
Su pelo era negro, como el de su madre.
La sonrisa en el rostro de Bailanubes se esfumó, como si Dedo Polvoriento la hubiera borrado.
—La pequeña falleció hace mucho tiempo —musitó—. Dos inviernos después de que tú te marcharas. De unas fiebres que provocaron una tremenda mortandad. Ni siquiera Ortiga fue capaz de ayudarla.
Dedo Polvoriento pintó con el índice, pegajoso de vino, húmedas líneas brillantes sobre la mesa. Perdida. En diez años podían perderse algunas cosas. Durante un momento intentó desesperadamente acordarse de la cara de Rosanna, pero su rostro diminuto se desvaneció, como si se hubiera esforzado demasiado tiempo en olvidarla.
Bailanubes calló un buen rato, en medio de todo el jaleo. Después se incorporó fatigosamente. No era fácil levantarse del banco bajo con una pierna rígida.
—Tengo que marcharme, amigo mío —anunció—. Aún me quedan tres cartas por entregar, dos de ellas arriba, en Umbra. Quiero llegar a la puerta antes de que oscurezca, o los guardianes volverán a chancearse por no dejarme entrar.
Dedo Polvoriento seguía trazando líneas sobre la mesa oscura. «Dos inviernos después de que tú te marcharas…», esas palabras ardían como ortigas en su cabeza.
—¿Dónde han levantado ahora sus tiendas los demás?
—Justo delante de las murallas de la ciudad de Umbra. El amado nieto de nuestro príncipe pronto celebrará su cumpleaños. Ese día titiriteros y juglares serán bien recibidos en el castillo.
Dedo Polvoriento asintió sin levantar la cabeza.
—Ya veremos. A lo mejor también me dejo caer por allí.
Se levantó bruscamente del duro banco. La niña junto a la chimenea los miraba. Si no se la hubieran llevado las fiebres, su hija menor tendría ahora más o menos su edad. Con Bailanubes se abrió paso junto a los bancos y sillas repletos hacia la puerta. Fuera hacía buen tiempo. Era un soleado día de otoño, vestido de hojas multicolores igual que un saltimbanqui.
—¡Acompáñame a Umbra! —Bailanubes colocó la mano sobre su hombro—. Mi caballo puede llevarnos a los dos y allí siempre se encuentra alojamiento.
Dedo Polvoriento sacudió la cabeza.
—Más tarde —dijo contemplando la calle encenagada—. Ha llegado el momento de hacer una visita.
La idea relucía todavía como una pompa de jabón, y Lyra no se atrevía a contemplarla con atención para que no explotase. Pero ella estaba familiarizada con tales ideas, de modo que la dejó relucir, apartó la vista y pensó en otra cosa.
Philip Pullman
,
Luces del Norte
Mo regresó cuando todos desayunaban, y Resa lo besó como si hubiera permanecido semanas ausente. También Meggie lo abrazó con más fuerza que nunca, aliviada por haber regresado sano y salvo, pero evitó mirarle cara a cara. Mo la conocía demasiado bien y habría notado en el acto los remordimientos. Porque Meggie tenía muchos remordimientos.
La causa era la hoja de papel depositada arriba, en su habitación, entre los objetos escolares, escrita con su apretada letra, pero con las palabras de otro. Meggie había precisado horas para copiar las palabras de Orfeo. Cada vez que se equivocaba, comenzaba desde el principio, por miedo de que una única falta lo echara todo a perder. Sólo había añadido tres palabras en el pasaje que hablaba de un chico, en las frases que no había leído Orfeo.
Y una chica,
había añadido Meggie. Tres palabras insignificantes, corrientes y molientes, tan cotidianas que con gran probabilidad figurarían en las páginas de
Corazón de Tinta.
Meggie no podía comprobarlo, porque ahora el único ejemplar del libro estaba en poder de Basta. Basta… El mero eco de su nombre recordaba a Meggie días negros y noches negras, la oscuridad del miedo.
Mo le había traído un regalo de reconciliación, como siempre que se peleaban: una pequeña libreta, encuadernada por él mismo, del tamaño justo para guardarla en el bolsillo de la chaqueta, con tapas de papel marmoleado. Mo conocía la predilección de su hija por tales papeles, tenía nueve años cuando él la había enseñado a teñirlos. La mala conciencia le mordió el corazón cuando él puso la libreta sobre el plato, y por un momento quiso contárselo todo, como siempre había hecho. Pero una mirada de Farid la frenó. «¡No, Meggie!», decían sus ojos, «él no te dejará marchar jamás.» Calló, pues, le dio un beso a su padre, musitó «gracias» y calló, agachando deprisa la cabeza, la lengua pesada por las palabras que no había pronunciado.
Por suerte nadie reparó en su expresión de congoja. También los demás seguían preocupados por las novedades relativas a Basta. Elinor había acudido a la policía, obedeciendo las recomendaciones de Mo, pero su visita no había mejorado su estado de ánimo.
—Tal y como había predicho —despotricó mientras manipulaba el queso con el cuchillo como si fuera el culpable de su enfado—. Esos cabezas de chorlito no me creyeron una palabra. Un par de ovejas uniformadas me habrían atendido mejor. Sabéis que no me gustan los perros, pero quizá debería procurarme algunos… unas enormes bestias negras que destrocen a Basta en cuanto salte la puerta de mi jardín.
Dobremanes,
sí.
¡Dobremanes!
¿No son esos perros que se comen a las personas?
—Te refieres a los dóbermans —Mo guiñó un ojo a Meggie por encima de la mesa.
Eso le rompió el corazón. Le guiñaba el ojo a la taimada de su hija que proyectaba largarse a un lugar al que él seguramente no podría seguirla. Su madre a lo mejor la entendía, ¿pero Mo? No. Mo, no. Jamás.
Meggie se mordió los labios con tal fuerza que se hizo daño, mientras Elinor continuaba hablando, alterada.
—También podría contratar a un vigilante. ¿Eso existe, no? Con pistola. ¿Qué digo pistola?, armado hasta los dientes ha de estar, navajas, escopetas, lo que sea, y tan grandes que sólo con verlo se le pare a Basta su negro corazón ¿Qué os parece?
Meggie observó que su padre a duras penas lograba contener la risa.
—¿Que qué nos parece? Creo que has leído demasiadas novelas policíacas, Elinor.
—Bueno, es que
he
leído muchas novelas policíacas —replicó, ofendida—. Son muy instructivas si una habitualmente no se relaciona demasiado con delincuentes. Además, no se me va de la cabeza el cuchillo de Basta junto a tu garganta.
—A mí tampoco, créeme —Meggie observó cómo la mano de su padre se acercaba a su cuello, como si en ese instante volviera a sentir la afilada hoja sobre la piel—. A pesar de todo, creo que os preocupáis innecesariamente. Durante el viaje he tenido mucho tiempo para pensar, y no creo que Basta haga el largo trayecto hasta aquí únicamente para vengarse. ¿Vengarse de qué? ¿De haberlo salvado de la Sombra de Capricornio? No. Hace mucho tiempo que habrá regresado al libro con la lectura. A Basta no le entusiasmaba nuestro mundo ni la mitad que a Capricornio. Ciertas cosas lo ponían muy nervioso.
Dicho esto, extendió la mermelada sobre el pan con queso. Elinor lo observó, como siempre, con repugnancia, pero Mo ignoró su mirada de desaprobación. Como siempre.
—¿Y qué hay de las amenazas que profirió contra el chico?
—Bueno, estaba furioso porque se le escapó, ¿por qué si no? No hace falta que te explique los improperios que suelta Basta cuando se enfurece. Sólo me asombra que fuera lo bastante listo para averiguar que el libro lo tenía Dedo Polvoriento. También me gustaría saber dónde encontró al tal Orfeo. Desde luego parece saber mucho más de la lectura que yo.
—¡Bobadas! —repuso Elinor, irritada y aliviada al mismo tiempo—. La única que sabe tanto es tu hija.
Mo sonrió a Meggie y colocó otra loncha de queso encima de la mermelada.
—Muy halagador, gracias. Pero sea como fuere, nuestro amigo Basta, el apasionado por los cuchillos, se ha ido. Y ojalá se haya llevado consigo el maldito libro, para que la historia termine para siempre. Elinor ya no tendrá que estremecerse cuando por la noche oiga un ruido en el jardín, y Darius no tendrá que soñar más con el cuchillo de Basta, lo que significa que Farid nos ha traído en realidad estupendas noticias. Espero que se lo hayáis agradecido lo suficiente.
Farid sonrió con timidez cuando Mo le dedicó un brindis con su taza de café, pero Meggie vio la preocupación reflejada en sus ojos negros. Si Mo tenía razón, ahora Basta estaba en el mismo lugar que Dedo Polvoriento. Y a todos ellos les encantaba creer que Mo tenía razón. El alivio se reflejaba en el rostro de Darius y de Elinor, y Resa rodeó con sus brazos el cuello de Mo, sonriendo como si todo fuera bien.
Elinor comenzó a interrogar a Mo por los libros que, debido a la llamada de Meggie, había dejado tan ignominiosamente en la estacada. Y Darius intentó explicar a Resa su sistema para clasificar de nuevo la biblioteca de Elinor. Farid, sin embargo, contemplaba su plato vacío, seguramente viendo ya en la porcelana blanca el cuchillo de Basta junto a la garganta de Dedo Polvoriento.
Basta. El nombre se le atragantaba a Meggie. Sólo podía pensar en una cosa: Si Mo tenía razón, Basta estaba ahora donde ella anhelaba estar muy pronto. En el Mundo de Tinta.
Quería intentarlo esa misma noche. Con su propia voz y las palabras de Orfeo pretendía abrirse camino a través de la espesura de las letras y adentrarse en el Bosque Impenetrable. Farid la había apremiado a no esperar más tiempo. Estaba muy angustiado por Dedo Polvoriento. Y seguro que las palabras de Mo no habrían cambiado un ápice la situación.
—¡Por favor, Meggie! —suplicaba sin cesar—. ¡Lee, por favor!
Meggie miró a su padre, que susurraba algo a Resa, y ella reía. Sólo cuando reía se escuchaba su voz. Mo la rodeó con el brazo y ella buscó a Meggie con la mirada. Mañana, cuando su cama estuviera vacía, él ya no parecería tan despreocupado como ahora. ¿Se enfadaría o se entristecería? Resa rió cuando él imitó para ella y Elinor el eto del bibliófilo cuyos libros había dejado tan ignominiosamente en la estacada tras la llamada de Meggie, y ésta no pudo contener la risa cuando su padre imitó la voz del desdichado. Al parecer, su cliente estaba muy gordo y tenía los brazos cortos.