—Sí —Meggie se le acercó mucho, pero las manos de su madre callaron. Aún mantenían su aspereza por haber sido tantos años criada, primero de Mortola y luego de Capricornio—. Me lo has contado todo —agregó Meggie—, incluyendo las cosas malas, pero Mo se niega a creerlo.
—Porque intuye que, a pesar de todo, nosotras sólo soñamos con lo maravilloso. ¡Como si yo hubiera disfrutado de eso! —Resa meneó la cabeza. Sus dedos enmudecieron un buen rato antes de seguir hablando—. Yo tenía que robar el tiempo, segundos, minutos, a veces una valiosa hora, cuando podíamos salir al bosque a recolectar las plantas que Mortola necesitaba para sus pócimas.
—Pero también viviste unos años libre en los que te disfrazabas y trabajabas de escribiente en las ferias.
Disfrazada de hombre… Meggie se había imaginado con inusitada frecuencia esa imagen: su madre, el pelo corto, con el jubón oscuro de los escribanos, los dedos manchados de tinta y la caligrafía más hermosa que se podía encontrar en El Mundo de Tinta. Así se lo había contado Resa. Así se había ganado ella la vida, en un ambiente muy difícil para las mujeres. A Meggie le habría apetecido volver a escuchar esa historia ahora mismo, aunque tuviera un triste desenlace, porque después habían comenzado los años malos. Pero ¿acaso no habían ocurrido también acontecimientos maravillosos, como por ejemplo la gran fiesta en el castillo del príncipe Orondo, a la que Mortola había llevado a sus criadas, la fiesta en la que Resa había visto al Príncipe Orondo, al Príncipe Negro y su oso y al funambulista Bailanubes?
Pero Resa no había venido para relatar todo eso y calló. Cuando sus dedos volvieron a hablar, lo hicieron más despacio de lo habitual.
—Olvida El Mundo de Tinta, Meggie —dijeron—. Olvidémoslo juntas, al menos durante algún tiempo. Por tu padre… y por ti misma. Si no, en algún momento quedarás cegada para la belleza que aquí te rodea —miró de nuevo hacia el exterior, a la oscuridad que se cernía—. Ya te lo he contado todo —añadieron sus manos—. Todo lo que me has preguntado.
Sí, era cierto. Meggie le había planteado muchas preguntas, miles y miles de preguntas: ¿Has visto alguna vez a uno de los gigantes? ¿Qué vestidos te ponías? ¿Cómo era la fortaleza del bosque a la que te llevó Mortola? Y ese príncipe del que hablas, el Príncipe Orondo, ¿tenía un castillo grande y espléndido como el Castillo de la Noche? Háblame de su hijo, Cósimo el Guapo, y de Cabeza de Víbora y su Hueste de Hierro. ¿Es cierto que en su castillo todo era de plata? ¿Qué tamaño tiene el oso que siempre acompaña al Príncipe Negro? ¿Y los árboles, de veras saben hablar? ¿Y qué pasa con la vieja a la que todos llaman Ortiga? ¿Puede volar?
Resa había contestado a todas sus preguntas lo mejor que pudo, pero mil respuestas no bastan para recomponer diez años, y algunas preguntas Meggie no las había formulado jamás. Por ejemplo, nunca había preguntado por Dedo Polvoriento. A pesar de todo Resa le había referido que en El Mundo de Tinta todos conocían su nombre, incluso muchos años después de su desaparición, que lo llamaban el domador del fuego y por eso Resa lo había reconocido en el acto cuando se lo encontró por primera vez en este mundo…
Había otra pregunta que Meggie no hacía, a pesar de que le rondaba muchas veces por la mente, porque Resa no habría acertado a contestarla: ¿Cómo estaba Fenoglio, el autor del libro cuyas páginas se habían tragado a la madre de Meggie y luego a su creador?
Ya había transcurrido más de un año desde que la voz de Meggie había envuelto a Fenoglio con sus propias palabras… hasta que desapareció entre ellas, como si lo hubiesen digerido. A veces Meggie veía en sueños su rostro apergaminado, pero nunca sabía si su expresión era de felicidad o de tristeza. En cualquier caso eso nunca había sido fácil de determinar dada la cara de tortuga de Fenoglio. Una noche, cuando se despertó sobresaltada de esa pesadilla y no pudo volver a conciliar el sueño, había empezado a trasladar al papel una historia en la que Fenoglio intentaba escribir para regresar a su mundo mediante la escritura, junto a sus nietos y al pueblo en el que Meggie lo había encontrado por primera vez. Sin embargo, no consiguió pasar de las tres primeras frases, como en todas las demás historias que había empezado.
Meggie hojeó la libreta que le había quitado Mo… y la cerró.
Resa le puso la mano debajo de la barbilla y la miró a los ojos.
—No te enfades con él.
—¡Nunca estoy mucho rato enfadada con él! Y lo sabe. ¿Cuánto tiempo estará ausente?
—Diez días, acaso más.
¡Diez días! Meggie observó la estantería emplazada junto a su cama. Allí estaban, pulcramente alineados, los Libros Malos, como los había bautizado en secreto, repletos de las historias de Resa, de hombres de cristal y ondinas, de elfos del fuego, de íncubos, de Mujeres Blancas y de todos los demás seres extraños descritos por su madre.
—Bueno. Lo llamaré. Le diré que te construya una caja para ellos a su regreso. Pero la llave la guardaré yo.
Resa la besó en la frente. Después acarició con cuidado con la palma de la mano la libreta de notas que Meggie mantenía en el regazo.
—¿Hay alguien capaz de hacer encuadernaciones más bellas que las de tu padre? —preguntaron sus dedos.
Meggie, sonriendo, negó con la cabeza.
—No —musitó—. Nadie, ni en este mundo, ni en ningún otro.
Cuando Resa bajó para ayudar a Darius y Elinor a preparar la cena, Meggie se quedó un rato sentada junto a la ventana, contemplando cómo el jardín de Elinor se llenaba de sombras. La ardilla que se deslizó veloz por la hierba con la espesa cola estirada le recordó a Gwin, la marta mansa de Dedo Polvoriento. Qué extraño que para entonces comprendiera la nostalgia que había visto tantas veces en el rostro surcado por las cicatrices de su amo.
Sí, seguramente Mo tenía razón. Pensaba mucho en el mundo de Dedo Polvoriento, demasiado. ¿No había leído incluso en voz alta en varias ocasiones una de las historias de Resa, a pesar de conocer el peligro que entrañaba asociar su voz a la lectura? Y siendo muy sincera, como se es en raras ocasiones, ¿no había albergado la secreta esperanza de que las palabras la trasladaran al otro mundo? ¿Qué habría hecho Mo si se hubiera enterado de sus tentativas? ¿Habría enterrado las libretas de notas en el jardín o las habría tirado al lago, como amenazaba de vez en cuando a los gatos vagabundos que se introducían a hurtadillas en su taller?
«Sí. Las guardaré bajo llave», pensó Meggie mientras fuera aparecían las primeras estrellas, «en cuanto Mo me fabrique una nueva caja para ellas.» La caja que Mo le había construido para sus libros favoritos estaba para entonces llena hasta los topes. Era roja como la amapola, Mo acababa de repasar la pintura. La caja para las libretas de notas debía ser de otro color, preferiblemente verde como el Bosque Impenetrable que Resa le había descrito tantas veces. ¿No llevaban también capas verdes los guardianes del castillo de Orondo?
Una polilla que revoloteaba contra la ventana recordó a Meggie las hadas de piel azul y la historia más bonita que le había relatado Resa sobre las hadas: cómo habían curado la cara de Dedo Polvoriento después de que Basta se la hubiera rajado, en agradecimiento por haber liberado tantas veces a sus hermanas de las jaulas de alambre en las que las encerraban los buhoneros para venderlas como amuletos en las ferias. Para ello él se había internado en lo más profundo del Bosque Impenetrable y… ¡Se acabó!
Meggie apoyó la frente en el fresco cristal.
Se acabó.
«Las llevaré al estudio de Mo», se dijo, «ahora mismo. Y cuando regrese, le pediré que me encuaderne una nueva libreta, para las historias de este mundo.» Ya había comenzado algunas: sobre el jardín de Elinor y su biblioteca, sobre el castillo que había abajo, junto al lago. En otros tiempos había sido morada de ladrones. Elinor le había hablado de ellos, del modo en que solía referir las historias: aderezadas con tantos detalles sangrientos que a Darius se le olvidaba clasificar los libros y el eto agrandaba sus ojos tras los gruesos cristales de sus gafas.
—¡Meggie, a cenar!
La voz de Elinor resonó por la escalera. Más que una voz era un vozarrón más estridente que la sirena de niebla del
Titanic,
solía decir Mo.
Meggie se deslizó del antepecho de la ventana.
—¡Voy enseguida! —gritó por el pasillo.
Después regresó a su habitación, sacó las libretas de apuntes del estante, una detrás de otra, hasta que sus brazos apenas podían sostener el montón, y guardando el equilibrio las trasladó al cuarto de enfrente que Mo utilizaba como estudio. Originalmente había sido el dormitorio de Meggie; ella dormía allí cuando se alojó en casa de Elinor con Mo y Dedo Polvoriento, pero desde su ventana sólo se veía la explanada delantera de la casa cubierta de gravilla, con unos abetos, un corpulento castaño y el combi gris de Elinor, aparcado allí hiciera el tiempo que hiciese, pues Elinor opinaba que los coches que su dueño malcriaba en garajes se oxidaban más deprisa. Pero cuando decidieron mudarse a vivir a casa de Elinor, Meggie pidió una ventana con vistas al jardín. Total, que ahora Mo trajinaba en sus papeles donde antaño había dormido Meggie, cuando todavía no había estado en el pueblo de Capricornio, cuando ni tenía madre, ni casi nunca se peleaba con Mo…
—Meggie, ¿dónde te has metido? —preguntó Elinor con tono de impaciencia.
En los últimos tiempos solían dolerle los miembros, pero se negaba a visitar al médico. («¿Para qué?», se limitaba a comentar. «¿Acaso han inventado una pildora contra la vejez?»)
—Enseguida bajo —gritó Meggie mientras colocaba con cuidado sus libretas de notas sobre el escritorio de su padre.
Dos libretas resbalaron del montón y estuvieron a punto de volcar el jarrón con las flores de otoño que su madre había colocado delante de la ventana. Meggie lo atrapó al vuelo, antes de que el agua se derramase sobre las facturas y los recibos de gasolina. Meggie, con el jarrón en la mano y los dedos pegajosos del polen que desprendía, isó la figura entre los árboles, por donde el camino ascendía desde la carretera. Su corazón empezó a latir con tanta fuerza que por poco se le escurre el jarrón de entre los dedos.
Había quedado demostrado. Mo tenía razón.
—Meggie, quítate esas libretas de la cabeza o muy pronto ya no podrás distinguir entre tu imaginación y la realidad.
Cuántas veces se lo había repetido, y ahora sucedía. ¿No había pensado momentos antes en Dedo Polvoriento? Y ahora veía a alguien plantado ahí fuera, en medio de la noche, igual que entonces, cuando había esperado delante de su casa, hierático como esa figura del exterior…
—¡Meggie, maldita sea! ¿Cuántas veces más tendré que llamarte? —Elinor jadeaba al subir los escalones—. Pero ¿qué haces ahí plantada como una seta? ¿Es que no me has…? ¡Demonios! Pero ¿quién es ése?
—¿Tú también lo ves? —Meggie se sintió tan aliviada que estuvo a punto de echar los brazos al cuello de Elinor.
—Pues claro.
La figura se movió y recorrió, presurosa, la gravilla clara. No llevaba zapatos.
—¡Pero si es ese chico! —exclamó Elinor, incrédula—. Sí, el que ayudó al comecerillas a robarle el libro a tu padre. Bueno, ha de tener nervios templados para presentarse aquí. Parece bastante maltrecho. ¿Se figurará que voy a permitirle entrar? Seguramente lo acompañará el comecerillas.
Elinor se acercó más a la ventana, con expresión preocupada, pero Meggie ya había salido por la puerta, saltando escaleras abajo, y cruzaba el vestíbulo a la carrera. Su madre venía por el pasillo que conducía a la cocina.
—¡Resa! —le gritó Meggie—. ¡Farid está aquí! ¡Ha venido Farid!
Era terco como un mulo,
Listo como un mono y ágil como una liebre.
Louis Pergaud
,
La guerra de los botones
Resa condujo a Farid a la cocina y le curó los pies. Ofrecían un aspecto deplorable, llenos de cortes y de sangre. Mientras Resa se los limpiaba y los cubría con tiritas, Farid inició su relato, la lengua torpe por el agotamiento.
Meggie se esforzaba muchísimo por no mirarle fijamente con excesiva frecuencia. Seguía siendo un poco más alto que ella, a pesar de que Meggie había crecido mucho desde la última vez que se habían visto… la noche en la que él había escapado con Dedo Polvoriento y con el libro… Ella no había olvidado su cara ni el día en que Mo lo había sacado leyendo de su historia.
Las mil y una noches.
Ella no conocía a ningún otro chico con unos ojos tan bonitos, casi como los de una chica y tan negros como su pelo, que llevaba más corto que entonces; aparentaba ser más mayor. Farid… Meggie notó cómo su lengua paladeaba su nombre… y desvió rápidamente la vista cuando él levantó la cabeza y la miró.
También Elinor lo contemplaba impertérrita y sin avergonzarse, con la misma hostilidad que había observado a Dedo Polvoriento cuando éste, tras sentarse a la mesa de su cocina, había alimentado a su marta con pan y jamón. A Farid no le había permitido introducir en casa a la marta.
—¡Y ay como se zampe un solo pájaro canoro de mi jardín! —había advertido mientras la marta desaparecía, rauda, cruzando la gravilla clara, y después había echado el cerrojo de la puerta, como si Gwin fuera capaz de abrir las puertas cerradas con la misma facilidad con la que lo había hecho su amo.
Farid jugueteaba con una caja de cerillas mientras contaba.
—Pero ¡mira eso! —comentó Elinor, enfurecida, a Meggie—. Es igual que el comecerillas. ¿No te da la impresión de que se le parece?
Meggie no respondió. No deseaba perderse ni una palabra del relato de Farid. Quería oírlo todo sobre el regreso de Dedo Polvoriento, sobre el otro lector y su perro infernal, sobre el ser rugiente que quizá fuera uno de los grandes felinos del Bosque Impenetrable… y sobre lo que Basta había gritado a Farid mientras huía:
Corre cuanto quieras, que ya te echaré el guante, ¿me oyes? ¡A ti, al comefuego, a Lengua de Brujo y a su refinada hija y al viejo que escribió las malditas palabras! Os mataré a todos. ¡Uno tras otro!
Mientras Farid proseguía su relato, los ojos de Resa recalaban una y otra vez en la sucia hoja de papel que éste había depositado sobre la mesa de la cocina. La miraba, aterrorizada; como si las palabras escritas en ella pudieran transportarla al otro lado. Al Mundo de Tinta. Cuando Farid repitió los chillidos amenazadores de Basta, ella rodeó a Meggie con sus brazos y la estrechó contra sí. Darius, que había permanecido todo el rato sentado y silencioso junto a Elinor, ocultó su rostro entre las manos.