Sangre de tinta (69 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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Por un momento, Farid no pareció comprender lo que estaba presenciando.

Después se desprendió de los brazos de Meggie, se levantó, tropezó con el gabán, como si sus piernas aún estuvieran demasiado débiles para andar. Se arrastró de rodillas hasta Dedo Polvoriento y con incrédulo horror acarició el sereno rostro.

—¿Qué ha pasado? —gritó a Roxana como si ella fuera la causante de todas las desgracias—. ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho con él?

Meggie se arrodilló a su lado, intentó apaciguarlo, pero él no se lo permitió. Apartando sus manos de un empellón, volvió a inclinarse sobre Dedo Polvoriento, colocó el oído junto a su pecho, escuchó y apretó sollozando su rostro contra un corazón que ya no latía.

El Príncipe Negro entró en la galería acompañado por Mo y un tropel de gente.

—¡Marchaos! —les gritó Farid—. ¡Marchaos todos! ¿Qué habéis hecho con él? ¿Por qué no respira? Ahí no hay sangre, ni gota de sangre.

—¡Nadie le ha hecho nada, Farid! —susurró Meggie.
¿Te gustaría mucho que volviera, verdad?
Las palabras de Dedo Polvoriento resonaban una y otra vez en su mente—. Han sido las Mujeres Blancas. Las hemos visto. Dedo Polvoriento las invocó.

—¡Mientes! —le gritó enfurecido Farid—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

Pero Roxana pasaba el dedo por las cicatrices de Dedo Polvoriento, tan pálidas que parecían trazadas no por un cuchillo, sino por la pluma de un hombrecillo de cristal.

—Los juglares cuentan una historia a sus hijos —dijo sin mirarlos—. Trata de un tragafuego al que las Mujeres Blancas arrebataron a su hijo. Preso de la desesperación, recordó lo que se decía de las Mujeres Blancas: que temían al fuego y al mismo tiempo ansiaban su calor. Así que decidió convocarlas con su arte y pedirles que le devolvieran a su hijo. Y lo consiguió. Las invocó con el fuego, lo hizo bailar y cantar para ellas, y las Mujeres Blancas, en lugar de entregar su hijo a la muerte, le devolvieron la vida. Pero se llevaron consigo al tragafuego y jamás regresó. Se dice que tiene que vivir eternamente con ellas, hasta el fin de los tiempos, y hacer bailar el fuego para ellas —Roxana cogió la mano exánime de Dedo Polvoriento y besó las tiznadas yemas de sus dedos—. Es sólo una historia —prosiguió—, pero a él le gustaba oírla. Solía repetir que era tan bonita que debía encerrar por fuerza una chispa de verdad. Ahora él mismo la ha hecho realidad… y jamás volverá. Aunque lo haya prometido. Esta vez, no.

Fue una noche larga.

Roxana y el Príncipe velaron a Dedo Polvoriento, pero Farid subió al exterior. La luna se deslizaba entre nubes negras y la niebla ascendía de la tierra mojada por la lluvia. Empujó a los guardianes que intentaron retenerlo, y se tendió sobre el musgo. Ahora yacía bajo los árboles venenosos de Mortola, sollozando… mientras las dos martas luchaban en la oscuridad, como si todavía tuvieran un amo por quien pelearse.

Como es natural, Meggie acudió a buscarlo, pero Farid la expulsó, y ella se fue a buscar a su padre. Resa dormía a su lado, pero Mo estaba despierto, sentado, mirando a la oscuridad, como si estuviera escrita en ella una historia que no comprendía. Su expresión era extraña, hermética, dura como la costra de una herida, pero cuando reparó en Meggie y la sonrió, desapareció cualquier asomo de extrañeza.

—Ven aquí —musitó, y su hija, sentándose a su lado, apoyó la cabeza en su hombro—. ¡Quiero irme a casa, Mo! —susurró.

—No, no quieres —susurró él, y ella sollozó en su camisa, como había hecho tantas veces cuando era pequeña.

Entonces podía traspasarle todas sus penas siempre, por pesadas que fueran. Mo las hacía desaparecer acariciándole el pelo, colocando la mano en su frente y musitando su nombre, y lo mismo hizo ahora, en ese lugar triste, en esa noche triste. Él no podía quitarle todo el dolor, era demasiado intenso, pero podía mitigarlo con su abrazo. Nadie sabía hacerlo mejor que él, ni Resa, ni siquiera Farid.

Sí. Fue una noche muy larga, interminable y más oscura que cualquiera de las que Meggie había vivido. No sabía cuánto tiempo llevaba dormida al lado de Mo, cuando Farid la despertó de pronto sacudiéndola. Se la llevó lejos de sus padres dormidos a un rincón oscuro que olía al oso del príncipe.

—¡Meggie! —susurró él apretando tan fuerte su mano entre las suyas que le hizo daño—. Ahora sé cómo solucionarlo todo. ¡Irás a ver a Fenoglio! ¡Pídele que escriba algo que devuelva la vida a Dedo Polvoriento! ¡A ti te escuchará!

Claro. Habría debido imaginar que se le ocurriría esa idea. Su mirada tan suplicante le dolió, pero negó con la cabeza.

—No, Farid. Dedo Polvoriento ha muerto. Fenoglio nada puede hacer por él. Y aunque pudiera… ¿no has oído sus continuos murmullos mientras habla solo? Jura que no piensa volver a escribir una palabra más después de lo sucedido con Cósimo.

Sí, Fenoglio había cambiado. Cuando Meggie volvió a verlo estaba irreconocible. Antes sus ojos recordaban siempre los de un niño pequeño. Ahora se habían convertido en los de un anciano. Su mirada era desconfiada, insegura, como si ya no se fiase del suelo que pisaba, y desde la muerte de Cósimo era evidente que le traía sin cuidado afeitarse, peinarse o asearse. Sólo le había preguntado por el libro, el libro que Mo había encuadernado. Pero ni siquiera la información de Meggie de que sus páginas vacías protegían efectivamente contra la muerte borró la amargura de su rostro.

—¡Maravilloso! —murmuró—. Entonces ahora Cabeza de Víbora es inmortal y Cósimo está muerto y bien muerto. ¡En esta historia la verdad es que todo es un error!

No, Fenoglio no deseaba ayudar a nadie, ni siquiera a sí mismo, pero a pesar de todo Meggie acompañó a Farid cuando éste emprendió la búsqueda.

Fenoglio permanecía casi todo el tiempo en una de las galerías más profundas, en la zona de la mina casi sepultada por completo y a la que nadie bajaba sino él. Cuando descendieron por la empinada escalera, dormía con la piel que le habían dado los bandidos subida hasta la barbilla, la frente arrugada y fruncida como si incluso en sueños se devanara los sesos.

—¡Fenoglio! —Farid lo despertó, sacudiéndolo con rudeza.

El anciano rodó sobre su espalda con un gruñido que habría honrado al oso del Príncipe, abrió los ojos y miró fijamente a Farid, como si viera por primera vez su rostro moreno.

—¡Ah, eres tú! —rezongó, ebrio de sueño—. El chico que ha vuelto de entre los muertos. ¡Otro acontecimiento que yo no he escrito! ¿Qué deseas? ¿Sabes que estaba teniendo el primer sueño grato desde hace días?

—¡Tienes que escribir algo!

—¿Escribir? Ya no escribiré más. ¿No acabamos de volver a comprobarlo ahora mismo? Se me ocurre esa idea fabulosa del libro de la inmortalidad para liberar a los buenos y matar a Cabeza de Víbora y, ¿qué ha ocurrido? ¡La Víbora ahora es inmortal y el bosque está alfombrado de cadáveres! Bandoleros, titiriteros… ¡Dosdedos! ¡Muertos! ¿Para qué demonios los inventé siquiera, si esta historia se dedica a asesinarlos?

—¡Pero tienes que conseguir que vuelva! —los labios de Farid temblaban—. ¡Tú has hecho inmortal a Cabeza de Víbora! ¿Por qué no a él?

—¡Oh, hablas de Dedo Polvoriento, claro! —Fenoglio se incorporó y se frotó la cara con un profundo suspiro—. Sí, él también está muerto ahora, aunque eso ya lo había planeado hace mucho, si hacéis memoria. Sea como fuere, Dedo Polvoriento ha muerto, tú estuviste muerto… el marido de Minerva, Cósimo, todos los jóvenes que partieron con él han… ¡muerto! ¿Es que esta historia no puede tomar un rumbo diferente? Te confesaré algo, muchacho. ¡Hace mucho que he dejado de ser el autor! ¡No! Ahora lo es la muerte, la mujer de la guadaña, la reina gélida, llámala como te plazca. Es su danza, y da igual lo que yo escriba, pues ella recoge mis palabras para ponerlas a su servicio.

—¡Desvarios! —Farid ni siquiera se limpiaba las lágrimas que corrían por sus mejillas—. Tienes que traerlo de vuelta. ¡Ni siquiera era su muerte, sino la mía! ¡Devuélvele el aliento! Bastarán unas pocas palabras, al fin y al cabo también hiciste lo mismo en el caso de Cósimo y de Lengua de Brujo.

—Un momento, por favor, el padre de Meggie aún no había muerto —afirmó, sereno, Fenoglio—. Y por lo que se refiere a Cósimo, ése sólo era igual a él, ¿cuántas veces habré de explicártelo? Meggie y yo creamos un nuevo Cósimo, mas por desgracia salió muy mal. ¡No! —introdujo la mano en su cinturón, sacó algo parecido a un pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz—. ¡En esta historia no resucitan los muertos! Bien, lo admito, introduje la inmortalidad en el juego, pero eso es harina de otro costal, no tiene nada que ver con resucitar a los muertos. ¡No! ¡Lo dicho, dicho! ¡Cuando alguien muera, muerto seguirá! Así funcionan las cosas en el mundo del que procedo. Dedo Polvoriento eludió esa regla por ti con mucha habilidad. A lo mejor yo mismo escribí la historia sentimental que le inspiró la idea… ya no me acuerdo, pero da igual. Siempre quedan vacíos, y él ha pagado tu vida con la suya. Ese ha sido desde siempre el único trato que ha aceptado la muerte. ¿Quién lo habría imaginado? Dedo Polvoriento siente tal apego a un joven vagabundo, que al final muere por él. Lo reconozco, esa idea es mucho mejor que la de la marta, pero no me pertenece. ¡Oh, no! Si buscas a alguien a quien echar la culpa, mírate al espejo, porque una cosa es segura, muchacho —y tras estas palabras hundió brutalmente el dedo en el pecho de Farid—, ¡

no formas parte de esta historia! Y si no se te hubiera metido en la cabeza, introducirte con trampas en ella, Dedo Polvoriento acaso viviría aún…

Farid le propinó un puñetazo en pleno rostro.

—¿Cómo puedes hablar así? —Meggie se enfureció con Fenoglio mientras Farid, sollozando, la rodeaba con sus brazos—. ¡Él salvó a Dedo Polvoriento en el molino! Lo ha protegido desde que está aquí.

—¡Sí, sí, vale ya! —gruñó Fenoglio palpándose su nariz dolorida—. Soy un viejo sin corazón, lo sé. Pero aunque no me creas… me sentí fatal cuando vi a Dedo Polvoriento tirado. Y luego el llanto de Roxana, desgarrador, atroz. Y los heridos, y los muertos… No, Meggie, hace mucho que las palabras ya no me obedecen. Sólo lo hacen cuando les conviene. Se han enroscado como serpientes en torno mío.

—Exacto. ¡Eres un chapucero, un miserable chapucero! —Farid se separó de Meggie—. ¡No conoces tu oficio! Pero otro lo hará. Aquél que trajo hasta aquí a Dedo Polvoriento. ¡Orfeo! El lo traerá de vuelta, ya lo verás. ¡Escribe para traerlo! ¡Eso al menos sabrás hacerlo! Sí, escribe para traer a Orfeo hasta aquí, ahora mismo, o… o… le diré a Cabeza de Víbora que querías matarlo… les diré a todas las mujeres de Umbra que ya no tienen marido por tu culpa… yo, yo…

Apretaba los puños, temblando de ira y desesperación. El anciano lo miró. Luego se puso en pie con esfuerzo.

—¿Sabes una cosa, hijo? —dijo acercando mucho su cara a la de Farid—. Si me lo hubieras pedido con amabilidad, quizá lo hubiera intentado, pero así, no. ¡Oh, no! Fenoglio desea que le nieguen, no que le amenacen. Todavía me queda un vestigio de orgullo.

A continuación, Farid intentó abalanzarse contra él, pero Meggie lo sujetó.

—Cállate, Fenoglio —increpó al anciano—. Está desesperado, ¿es que no lo ves?

—¿Desesperado? Bueno, ¡y qué! —replicó Fenoglio—. Mi historia se ahoga en desgracia y éstas… —les mostró sus manos— se niegan a escribir. ¡Las palabras me aterran, Meggie! Antes eran miel, ahora son veneno, puro veneno. ¿Y qué es un poeta que ya no ama las palabras? ¿Qué soy yo? ¡Esta historia me devora, me aniquila, a mí, a su creador!

—¡Trae a Orfeo! —Meggie oyó cómo Farid intentaba con todas sus fuerzas controlar su voz, desterrar de ella la ira—. ¡Tráelo aquí y haz que escriba para ti! ¡Enséñale cuanto puedas, igual que Dedo Polvoriento me enseñó a mí! Haz que encuentre las palabras adecuadas. ¡Él venera tu historia, se lo confesó a Dedo Polvoriento! Hasta te escribió una carta siendo niño.

—¿De veras? —por un momento la voz de Fenoglio volvió a traslucir su antigua curiosidad.

—¡Sí, te admira! Él mismo reconoció que considera esta historia la mejor de todas.

—¿Eso dijo? —replicó Fenoglio, halagado—. Bueno, lo cierto es que no es mala —miró, meditabundo, a Farid—. Un discípulo. Un discípulo para Fenoglio —murmuró—. Un aprendiz de poeta. Hmm, Orfeo… —pronunció el nombre como si necesitase saborearlo—. El único poeta que se midió con la muerte… como es debido.

Farid lo miraba tan esperanzado, que a Meggie le rompió el corazón.

Pero Fenoglio sonreía, aunque la suya era una sonrisa triste.

—¡Fíjate en él, Meggie! —exclamó—. El joven exhibe la misma mirada suplicante con la que mis nietos lo conseguían todo de mí. ¿Te mira igual cuando desea algo de ti?

Meggie notó que se ponía colorada. Fenoglio le ahorró la respuesta.

—¿Sabes que necesitaremos la ayuda de Meggie, verdad? —preguntó a Farid.

—Si tú escribes, yo leeré —respondió ella. «Y traeré a esta historia al hombre que ayudó a Mortola a traer aquí a mi padre y casi a matarlo», añadió Meggie en su mente. Intentó no pensar qué diría Mo de semejante trato.

Pero Fenoglio parecía buscar ya las palabras adecuadas… unas palabras que no lo traicionaran ni lo engañaran.

—Está bien —murmuró, distraído—. Pongámonos manos a la obra por última vez, pero ¿de dónde sacaré papel y tinta? Y no digamos una pluma y un servicial hombrecillo de cristal. Al fin y al cabo, el pobre Cuarzo Rosa aún sigue en Umbra.

—Yo tengo papel —contestó Meggie—, y también un lápiz.

—Es muy bonita —dijo Fenoglio cuando ella depositó la libreta de apuntes en su regazo—. ¿La encuadernó tu padre?

Meggie asintió.

—¡Has arrancado páginas!

—Sí, para enviar un recado a mi madre y para la carta que te remití a ti. La que te llevó Bailanubes.

—Oh, claro —por un momento, Fenoglio pareció terriblemente cansado—. Los libros con las páginas en blanco —murmuró— parecen desempeñar un papel cada vez más grande en esta historia, ¿verdad? —luego rogó a Meggie que lo dejara a solas con Farid, para que le hablara de Orfeo—. A fuer de sinceros —dijo a Meggie en voz baja—, creo que él valora en demasía su talento. ¿Qué es lo que ha creado el tal Orfeo? Se limitó a encadenar de manera distinta mis palabras, eso es todo. Sin embargo, admito que me pica la curiosidad. Se precisa una tremenda megalomanía para llamarse Orfeo, y la megalomanía es un rasgo de carácter muy interesante.

Meggie no opinaba lo mismo, pero era demasiado tarde para retirar su promesa. Volvería a leer. Esta vez para Farid. Se deslizó de nuevo junto a sus padres, apoyó la cabeza en el pecho de Mo y se quedó dormida, con su corazón latiendo junto al oído. Si las palabras lo habían salvado a él, ¿por qué no iban a poder hacer lo mismo con Dedo Polvoriento? Aunque se hubiera ido lejos, muy lejos… ¿En ese mundo no reinaban las palabras incluso sobre la Tierra del Silencio.

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