El mundo existía para ser leído. Y
yo
lo leía.
Lynn Sharon Schwartz
,
Hundido por la lectura
.
Cuando se despertó Mo, Resa y Meggie dormían, pero él se ahogaba entre las piedras y los muertos. Los hombres que vigilaban la entrada de la mina lo saludaron con una inclinación de cabeza cuando subió hasta ellos. Por la rendija que conducía hacia el exterior se filtraba, pálida, la mañana; olió a romero, a tomillo y a las bayas de los árboles venenosos de Mortola. La extraña mezcolanza entre lo familiar y lo desconocido en el mundo de Fenoglio, y que a menudo lo desconocido parecía incluso más auténtico, confundía una y otra vez a Mo.
Los que montaban guardia no fueron los únicos que Mo encontró a la entrada de la mina. Otros cinco hombres se apoyaban en las paredes de la galería, entre los que figuraban Birlabolsas y el propio Príncipe Negro.
—¡Caramba, ahí lo tenéis, el bandolero más buscado entre Umbra y el mar! —dijo en voz baja Birlabolsas mientras Mo se acercaba.
Lo observaban igual que a un animal desconocido sobre el que corrían las historias más extrañas, y Mo se sintió más que nunca un actor que había salido a un escenario… embargado por la incómoda sensación de no conocer la obra ni su papel.
—No sé qué pensáis vosotros —dijo Birlabolsas echando un vistazo a la concurrencia—. Yo siempre he creído que Arrendajo era una invención de cualquier poeta. Y que el único que quizá pudiera reivindicar la máscara de plumas sería nuestro Príncipe Negro, aunque él no encaje del todo en la descripción que figura en las canciones. Cuando dijeron que Arrendajo estaba cautivo en el Castillo de la Noche, pensé que sólo querían ahorcar a algún pobre desgraciado que ostentaba por casualidad una cicatriz en el brazo. Pero después —examinó a Mo con detenimiento, comparándolo con lo que había escuchado sobre Arrendajo—, te vi combatir en el bosque…
y su espada los atravesaba como la aguja a las páginas…
¿no decía así una de las canciones? ¡Una descripción acertada, muy acertada!
«¿Eso crees, Birlabolsas?», pensó Mo. «¿Y si te dijera que Arrendajo fue inventado por un poeta… igual que tú, eh?»
Todos lo observaban a hurtadillas.
—Tenemos que irnos —dijo el Príncipe en medio del silencio—. Están rastreando el bosque hasta el mar. Ya han descubierto dos de nuestros escondrijos, y seguramente no han dado todavía con la mina porque no nos imaginan tan cerca de la puerta de su casa —el oso gruñó, como si se riera de la estupidez de la Hueste de Hierro. El hocico gris en la negra cara peluda, los ojos pequeños, de un azul ambarino… En el libro, el oso le había gustado mucho a Mo, aunque se lo imaginaba de mayor tamaño—. Esta noche la mitad de nosotros transportará a los heridos a la Tejonera —prosiguió el Príncipe Negro—, los demás se dirigirán a Umbra con Roxana.
—¿Y adonde irá
él?
—Birlabolsas miró a Mo.
Mo sintió que los ojos de todos lo escudriñaban. Unas miradas llenas de esperanza, pero ¿en qué? ¿Qué habían oído de él? ¿Se referían ya historias sobre lo sucedido en el Castillo de la Noche?
—Él tiene que irse de aquí. ¡Muy lejos! —el Príncipe quitó de un tironcito una hoja seca de la piel del oso—. Cabeza de Víbora lo buscará, aunque haga difundir por todas partes que Mortola fue la responsable del ataque en el bosque —hizo una inclinación de cabeza a un chico flaco, al que Meggie le pasaba la cabeza, que se encontraba entre los hombres—. Repite lo que han anunciado los pregoneros en tu pueblo.
—
Ésta
—comenzó el chico atropelladamente—,
es la promesa de Cabeza de Víbora: «Si Arrendajo vuelve a aparecer en este lado del bosque, morirá de la muerte más lenta que hayan deparado jamás los verdugos del Castillo de la Noche. Ya quien lo aprese, se le pagará su peso en plata».
—Cáspita, pues será mejor que empieces a pasar hambre, Arrendajo —se burló Birlabolsas, pero ninguno de los demás rió.
—¿Es cierto que lo has hecho inmortal? —preguntó el chico.
Birlabolsas se echó a reír a carcajadas.
—Escuchad al pequeño. Seguro que tú también crees que el Príncipe puede volar, ¿a que sí?
Pero el niño no le prestaba atención. Seguía mirando a Mo.
—Dicen que tú tampoco puedes morir —musitó—. Que también te hiciste un libro de esos, un libro con páginas blancas en el que está encerrada tu muerte.
Mo no pudo evitar una sonrisa. Cuántas veces lo había mirado así Meggie, con los ojos redondos como platos.
¿Es verdad esa historia, Mo? Vamos, dímelo ya.
Todos ellos esperaban su respuesta, incluso el Príncipe Negro. Lo veía en sus caras.
—Oh, sí —contestó—. Soy mortal. Créeme, lo percibo con claridad meridiana. Pero por lo que concierne a Cabeza de Víbora… a ése sí que lo he hecho inmortal. Aunque no por mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir? —a Birlabolsas se le heló la sonrisa en su tosca cara.
Pero Mo no le miraba a él, sino al Príncipe Negro, cuando respondió:
—Quiero decir que de momento nada puede matar a Cabeza de Víbora. Ni espada, ni cuchillo, ni enfermedad alguna. El libro que encuaderné para él lo protege. Pero ese libro será asimismo su perdición, pues sólo disfrutará unas pocas semanas de él.
—¿Por qué? —inquirió de nuevo el niño.
Mo bajó la voz al contestarle, como hacía con Meggie cuando compartían un secreto.
—Oh, no es muy difícil conseguir que un libro viva poco tiempo, ¿sabes? Sobre todo para un encuadernador. Y ése es mi oficio, aunque algunos piensen otra cosa. Normalmente no me dedico a matar libros, al contrario, suelen llamarme para alargar su vida, pero en este caso, por desgracia, me he visto obligado a hacerlo. Al fin y al cabo, no deseo tener la culpa de que Cabeza de Víbora se siente en su trono durante toda la eternidad y se ierta ahorcando titiriteros.
—¡Entonces sí que eres un brujo! —exclamó Birlabolsas con voz ronca.
—No, de veras que no —repuso Mo—. Lo repetiré una vez más. Soy encuadernador.
Volvieron a mirarlo de hito en hito. Mo no sabía si con una mezcla de miedo y respeto.
—¡Ahora, marchaos! —la voz del Príncipe rompió el silencio—. Marchaos y construid las parihuelas para los heridos.
Obedecieron, mientras dirigían una postrera mirada a Mo antes de retirarse a grandes zancadas. Sólo el niño le obsequió con una sonrisa tímida.
El Príncipe Negro indicó a Mo que se aproximara.
—Unas pocas semanas —repitió cuando se encontraron en la galería en la que dormía con el oso, apartado de los demás—. ¿Cuántas exactamente?
¿Cuántas? Ni siquiera Mo era capaz de precisarlo. Si no descubrían pronto lo que había hecho, sería rápido.
—No muchas —contestó.
—¿Y no podrán salvar el libro?
—No.
El Príncipe sonrió. Fue la primera sonrisa que Mo isó en su oscuro rostro.
—Son unas novedades reconfortantes, Arrendajo. Desanima luchar contra un enemigo inmortal. Pero ¿sabes que te perseguirá despiadadamente cuando se dé cuenta de que le has engañado?
Así sería. Por esa razón Mo no le había contado nada a Meggie. Había actuado en secreto mientras ella dormía porque no quería que Cabeza de Víbora viera el miedo reflejado en el semblante de su hija.
—No tengo intención de regresar a este lado del bosque —informó al Príncipe—. Tal vez cerca de Umbra hallemos un buen escondite.
El Príncipe sonrió de nuevo.
—Lo hallaremos —dijo, dirigiendo a Mo una mirada tan penetrante que parecía ainar todos sus pensamientos.
«Inténtalo», se dijo Mo. «Escudriña mi
corazón
y dime qué ves, porque yo mismo lo ignoro.» Recordó las primeras noticias que había leído sobre el Príncipe Negro. «¡Qué personaje tan fabuloso!», pensó. Pero el hombre que ahora tenía delante, impresionaba mucho más que la imagen que se había formado de él. Quizá era un pelín más bajo. Y más triste.
—Tu mujer afirma que no eres quien dicen —advirtió el Príncipe—. Dedo Polvoriento aseguraba lo mismo. Decía que procedes del mismo país en el que estuvo los años que lo dimos por muerto. ¿Es muy diferente de este lugar?
Mo sonrió.
—Oh, sí, creo que sí.
—¿En qué? ¿Son más felices las personas?
—Quizá.
—¿Quizá? Vaya —el Príncipe se agachó y recogió algo depositado encima de la manta bajo la que dormía—. He olvidado cómo te llama tu esposa. Dedo Polvoriento te daba un extraño nombre: Lengua de Brujo. Pero Dedo Polvoriento ha muerto y para todos los demás serás Arrendajo a partir de ahora. Incluso a mí me resulta difícil llamarte de otro modo, después de haberte visto combatir en el bosque. Por eso, en el futuro, esto tal vez te pertenezca.
Mo nunca había visto la máscara que le tendía el Príncipe. El cuero oscuro estaba agrietado, pero las plumas brillaban, blancas, negras, amarillo intenso y azules. Azul arrendajo.
—Esta máscara ha sido ensalzada en numerosas canciones —explicó el Príncipe Negro—. Yo me he permitido llevarla durante cierto tiempo. Algunos de nosotros lo han hecho, pero ahora es tuya.
En silencio, Mo giró la máscara entre sus manos. ¡Qué extraño! Durante un momento le apeteció ponérsela, como si lo hubiera hecho ya en numerosas ocasiones. Oh, sí, las palabras de Fenoglio eran poderosas, pero eran palabras, meras palabras…, aunque hubieran sido escritas para él. Todo actor podía escoger el papel que interpretaba, ¿no?
—No —rechazó Mo, devolviendo la máscara al Príncipe—. Birlabolsas tiene razón: Arrendajo es una quimera, la invención de un anciano. Mi oficio no es combatir, créeme.
El Príncipe Negro lo miró, pensativo, pero no aceptó la máscara.
—Consérvala, no obstante —repuso—. Lucirla se ha tornado demasiado peligroso. Y por lo que respecta a tu oficio… ninguno de nosotros nació bandido.
Mo no replicó. Contempló sus dedos. Le había costado limpiarse la sangre que se le había adherido después del combate. Continuaba allí, la máscara en la mano, solo en la oscura galería que olía a muertos ya olvidados, cuando oyó a su espalda la voz de Meggie.
—¿Mo? —su hija le miró de hito en hito, preocupada—. ¿Dónde te habías metido? Roxana quiere partir enseguida y Resa pregunta si la acompañaremos. ¿Qué contestas?
Sí, ¿qué contestaba? ¿Adónde quería ir? «De regreso a mi taller», pensó. «De vuelta a la casa de Elinor.» ¿O no? ¿Qué deseaba Meggie? Le bastó mirarla para conocer la respuesta. Claro. Ella prefería quedarse, por el chico, pero no sólo por eso. También Resa deseaba lo mismo, a pesar de la mazmorra donde la habían encerrado, a pesar del dolor y de la oscuridad. ¿Qué tenía el mundo de Fenoglio que inundaba el corazón de nostalgia? ¿No la sentía él mismo? Como un dulce veneno de acción rápida…
—¿Tú qué dices, Mo? —Meggie cogió su mano. ¡Cuánto había crecido!
—¿Que qué digo? —escuchó, como si aguzando el oído oyera susurrar a las letras en las paredes de las galerías o en el tejido de la manta que cobijaba al Príncipe Negro durante su sueño. Pero únicamente oyó su propia voz:— ¿Qué te parecería si te dijera… enséñame las hadas, Meggie? Y las ondinas. Y al iluminador de libros del castillo de Umbra. Veamos cuan finos son en realidad sus pinceles.
Peligrosas palabras. Pero Meggie lo abrazó con fuerza, como no hacía desde su infancia.
Y ahora estaba muerto y su alma había huido al país sin sol.
Philip Reeve
,
Máquinas mortales
Cuando los centinelas dieron la alarma por segunda vez antes del ocaso, el Príncipe Negro ordenó a todos que se adentraran en lo más hondo de las galerías, en cuyos estrechos corredores rezumaba el agua y uno creía oír la respiración de la tierra. Pero hubo alguien que no los acompañó: Fenoglio. Cuando el Príncipe ordenó el cese de alarma y Meggie subió con los demás, los pies mojados, el corazón atenazado por el miedo, Fenoglio se acercó a ella y se la llevó con él. Por suerte, Mo hablaba con Resa y no se apercibió.
—Toma. Pero no te garantizo nada —le comunicó Fenoglio en voz baja mientras le tendía la libreta de notas—. Seguramente es otro error más, negro sobre blanco, como los demás, pero estoy demasiado cansado para reflexionar. Alimenta a la maldita historia, cébala con nuevas palabras, yo no prestaré oídos. Me voy a dormir. Esto ha sido definitivamente lo último que he escrito en mi vida.
Aliméntala.
Farid propuso a Meggie leer en el lugar donde Dedo Polvoriento y él habían dormido. La mochila de Dedo Polvoriento continuaba junto a su manta, las dos martas enroscadas a izquierda y derecha de la misma. Farid se sentó en medio y apretó la mochila contra su pecho, como si en su interior latiese el corazón de Dedo Polvoriento. Miró a Meggie esperanzado, pero ella escudriñaba las letras en silencio. Las letras de Fenoglio se desvanecían ante sus ojos, como si por primera vez se resistieran a ser leídas.
—¿Meggie? —Farid continuaba mirándola. Sus ojos desprendían tristeza y una enorme desesperación. «Por él», pensó ella. «Sólo por él», y se arrodilló sobre la manta bajo la que dormía Dedo Polvoriento.
A las primeras palabras notó que Fenoglio había hecho un buen trabajo. Se dio cuenta de que las letras alentaban, vivían. La historia, también, y ansiaba crecer con esas palabras. ¡Ansiaba! ¿Habría sentido lo mismo Fenoglio cuando la había escrito?
—
Un día en que la muerte había cosechado un abundante botín
—comenzó Meggie, embargada por la impresión de que estaba leyendo un libro conocido que acababa de dejar a un lado—,
Fenoglio, el gran poeta, decidió abandonar la pluma, cansado de las palabras y de su poder de seducción. Harto de que lo engañasen y se burlasen de él y callasen cuando habrían debido hablar. Así que llamó a otra persona, más joven que él, de nombre Orfeo, hábil con las letras, aunque no supiera todavía colocarlas de una manera tan magistral como el propio Fenoglio, y decidió instruirlo en su arte, como cualquier maestro hace en cierto momento. Durante una temporada Orfeo debía jugar con las palabras en lugar de él, seducir y mentir con ellas, crear y destruir, expulsar y traer de vuelta… mientras Fenoglio esperaba a recobrarse del cansancio, a que despertara de nuevo en él el placer por las letras y enviara de vuelta a Orfeo al mundo del que lo había llamado para mantener con vida su historia con palabras frescas, jamás utilizadas.
La voz de Meggie se perdió a lo lejos. Resonó debajo de la tierra, como si tuviera una sombra. Y cuando se extendía el silencio, se oyeron pasos.