Mo acarició la tapa de madera que había forrado de piel el día anterior.
—Concluiré antes de la salida del sol. Pero juradme por la vida de vuestro hijo que nos dejaréis partir en ese mismo instante.
Cabeza de Víbora miró en torno suyo como si las Mujeres Blancas estuvieran a su espalda.
—¡Sí, sí, lo juro, por lo que quieras y por quien quieras! ¡A la salida del sol, magnífico! —dio un paso hacia Mo y escudriñó su pecho—. ¡Enséñamelo! —susurró—. Muéstrame dónde te hirió Mortola. Con ese arma mágica que mi armero ha desmontado tan concienzudamente que ya nadie logra ensamblarla de nuevo. Por esa razón he mandado ahorcar a ese majadero.
Mo vaciló, pero al final se desabrochó la camisa.
—¡Tan cerca del corazón! —Cabeza de Víbora apretó su mano sobre el pecho de Mo, como si quisiera asegurarse de que aún latía—. Sí —dijo al fin—. Sí, has de conocer una receta contra la muerte, pues de otro modo no estarías vivo.
Se volvió bruscamente e hizo señas a sus criados para que se dirigieran a la puerta.
—Bien… poco antes del amanecer enviaré por ti y por el libro —anunció por encima del hombro—. ¡Traedme algo de comida al salón! —le oyó ladrar Meggie delante de la puerta mientras los guardianes corrían los cerrojos—. Despertad a los cocineros, a las criadas y a Pífano. ¡Despertadlos a todos! Quiero comer y escuchar un par de canciones sombrías. Pífano ha de cantarlas tan alto que me impidan oír los gritos del niño.
Después sus pasos se alejaron, y sólo quedó el retumbar del trueno. Un relámpago iluminó las páginas del libro casi terminado, como si tuvieran vida propia. Mo, asomado a la ventana, acechaba inmóvil.
—¿Antes de la salida del sol? —preguntó Meggie preocupada—. ¿Lo conseguirás?
—Seguro —remachó sin volverse.
Los relámpagos tremolaban sobre el mar como una luz lejana que alguien encendía y apagaba, sólo que en ese mundo no existía una luz semejante. Meggie se acercó a su padre y éste la rodeó con su brazo, sabedor de que las tormentas la aterrorizaban. Siendo muy pequeña, él siempre le contaba la misma historia cuando se metía con él en la cama: que el cielo añoraba la tierra y en las noches de tormenta alargaba sus dedos de fuego para tocarla.
Pero esa noche, no se la contó.
—¿Te fijaste en el miedo reflejado en su rostro? —le susurró Meggie—. Justo lo que escribió Fenoglio.
—Sí, incluso Cabeza de Víbora se ve obligado a interpretar el papel que Fenoglio le ha asignado —contestó Mo—. Pero nosotros también. ¿Te gusta la idea?
Es cierto. Hablo de sueños A niños de mentes desocupadas, Creados de burbujas de vana fantasía, Una sustancia tan sutil como el aire…
William Shakespeare
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Romeo y Julieta
Era la última noche antes del día en el que Cabeza de Víbora ansiaba demostrar clemencia. Dentro de pocas horas, antes del amanecer, estarían todos ellos en el camino. Ninguno de los espías habían sabido precisar cuándo llegarían los prisioneros… salvo que sería ese día. Los bandoleros charlaban en corro y se contaban viejas aventuras en voz alta. Seguramente era su modo de ahuyentar el miedo, pero a Dedo Polvoriento no le apetecía hablar ni escuchar. Una y otra vez se despertaba sobresaltado, pero no debido a las voces estrepitosas que llegaban a sus oídos. Le despertaban imágenes, imágenes malignas que le robaban el sueño desde hace días.
En esta ocasión fueron especialmente malas, tan reales que se incorporó de golpe, como si Gwin acabara de saltar encima de su pecho. Su corazón seguía latiendo desbocado mientras acechaba en la oscuridad. Sueños… ya en el otro mundo había interrumpido a menudo su sueño, pero no recordaba ninguno tan etoso como éste.
—Son los muertos. Ellos traen las pesadillas —solía repetir Farid—. Te susurran cosas etosas y luego se tumban encima de tu pecho para escuchar tu corazón desbocado. ¡Así creen que han vuelto a la vida!
La explicación gustó a Dedo Polvoriento. Temía a la muerte, pero no a los muertos. Pero ¿y si era completamente diferente? ¿Y si los sueños le mostraban una historia que le aguardaba en algún lugar? La realidad era frágil, le había enseñado para siempre la voz de Lengua Mágica.
Roxana, a su lado, se agitaba en sueños. Giraba la cabeza y murmuraba los nombres de sus hijos, tanto los vivos como la muerta. No había noticias de Umbra. Ni siquiera el Príncipe había oído nada todavía, ni del castillo ni de la ciudad, ni de lo sucedido después de que Cabeza de Víbora ordenara que le llevasen a su hija el cadáver de Cósimo con la noticia de que tampoco regresaría casi ninguno de los hombres que lo acompañaban.
Roxana susurró de nuevo el nombre de Brianna. Cada día que permanecía a su lado le partía el corazón, Dedo Polvoriento lo sabía de sobra. ¿Por qué no se marchaba sencillamente con ella, abandonando esa maldita colina para establecerse en un lugar en el que no tuviera que esconderse bajo tierra como un animal…? «O como un muerto», añadió para sí.
«¡Ya sabes por qué!», pensó. «Es por culpa de los sueños. De los malditos sueños.» Invocó al fuego. Fuera se cernía la oscuridad, en la que los sueños echaban flores tan etosas. Somnolienta, una llama brotó de la tierra a su lado. Extendió la mano y dejó que ascendiera bailando por su brazo, que lamiese sus dedos y su frente, confiando en que quemaría las malas imágenes haciéndolas desaparecer. Pero ni siquiera el dolor consiguió expulsarlas y Dedo Polvoriento apagó la llama con la palma de la mano. Después su piel quedó tiznada y caliente, como si el fuego hubiera dejado su aliento negro, pero el sueño seguía ahí, atenazando su corazón, demasiado sombrío y poderoso incluso para el fuego.
¿Cómo podía marcharse sin más, cuando veía tales imágenes por la noche… imágenes de muertos, una y otra vez, sangre y muerte tan sólo? Los rostros cambiaban. A veces veía el de Resa, otras el de Meggie, y luego el de Buho Sanador. También el Príncipe Negro se le había aparecido en sueños, con el pecho ensangrentado. Y hoy… hoy había sido la cara de Farid. Justo igual que la noche anterior. Dedo Polvoriento cerró los ojos cuando las imágenes retornaron, tan nítidas, tan claras… Como es natural había intentado convencer al chico de que permaneciera con Roxana en la mina. Pero en vano.
Dedo Polvoriento apoyó la espalda contra la piedra húmeda en la que manos desaparecidas habían tallado las angostas galerías, y miró al muchacho. Farid se había enroscado como un niño pequeño, las rodillas encogidas contra el pecho y las dos martas a su lado. Ellas dormían cada vez con más frecuencia junto a Farid cuando volvían de caza, sabedoras quizá de que Roxana no las quería.
Qué tranquilo yacía el chico, qué diferente al que acababa de ver Dedo Polvoriento en sus sueños. En su rostro oscuro incluso se dibujaba una sonrisa. Quizá soñase con Meggie, la hija de Resa, tan parecida a su madre como una llama a otra y sin embargo tan diferentes.
—Tú también crees que está bien, ¿verdad?
Cuántas veces lo preguntaba al cabo del día. Dedo Polvoriento todavía recordaba muy bien su primer amor. Apenas era mayor que Farid. Qué indefenso se sintió de repente su corazón, tembloroso y palpitante, feliz y terriblemente desgraciado a la vez.
Una corriente de aire gélido recorrió la galería, y Dedo Polvoriento vio cómo el chico se estremecía en sueños. Gwin alzó la cabeza cuando él se levantó, se despojó del tabardo y tapó con él a Farid.
—¿Por qué me miras así? —susurró a la marta—. Se ha metido tanto en tu corazón como en el mío. ¿Cómo ha podido sucedemos eso, Gwin?
La marta se lamió la pata y lo escudriñó con sus ojos oscuros. Si soñaba, seguro que sólo era con la caza y no con chicos muertos.
¿Le enviaría el viejo los sueños? La idea estremeció a Dedo Polvoriento mientras se estiraba en el duro suelo junto a Roxana. Sí, quizá Fenoglio estuviera en cualquier rincón, como había hecho con harta frecuencia en los últimos días, urdiendo para él unas cuantas pesadillas. ¡Al fin y al cabo había hecho lo mismo con el miedo de Cabeza de Víbora! «¡Qué disparate!», pensó Dedo Polvoriento irritado mientras rodeaba a Roxana con el brazo. «Meggie no está aquí y sin ella, las palabras del viejo sólo son tinta. Y ahora, intenta dormirte de una vez, o empezarás a dar cabezadas mientras esperas con los demás entre los árboles…»
Pero permaneció mucho rato con los ojos abiertos.
Se quedó tumbado, escuchando la respiración del muchacho.
«Claro que no», dijo Hermine. «Todo lo que necesitamos está aquí, en este papel.»
Joanne K. Rowling
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Harry Potter y la piedra filosofal
Mo trabajó toda la noche mientras fuera bramaba la tempestad, como si el mundo de Fenoglio rechazara que la inmortalidad se instalase en él. Meggie había intentado mantenerse despierta, pero al final se había dormido, la cabeza encima de la mesa, y su padre la llevó a la cama como había hecho un sinfín de veces, asombrado de lo que había crecido. Ya era casi adulta. Casi.
Meggie se despertó cuando él ajustó de golpe los cierres.
—Buenos días —saludó cuando su hija levantó la cabeza de la almohada confiando en que les esperase una buena mañana.
Fuera el cielo se enrojecía, como un rostro al que retornaba la sangre. Los cierres encajaban bien. Mo los había limado hasta dejarlos totalmente lisos. Comprimían las páginas en blanco como si apresaran la muerte entre ellas. El cuero que le habían entregado para las tapas desprendía un brillo rojizo y rodeaba las tapas de madera como una piel viva. El lomo estaba suavemente redondeado, la encuadernación era sólida, el bloque del libro cuidadosamente pulido. Pero nada de eso desempeñaría papel alguno en esa obra. Nadie la leería, ni la colocaría junto a su cama para hojear sus páginas una y otra vez. La belleza del libro resultaba inquietante, hasta Mo lo percibía a pesar de ser obra suya. Parecía tener voz, una voz que susurraba palabras imperceptibles que no figuraban en sus páginas vacías. Pero las había. Fenoglio las había escrito, en un lugar lejano en el que ahora mujeres y niños lloraban a sus maridos y a sus padres muertos. Sí, los cierres eran importantes.
Unos pasos enérgicos resonaron por el corredor. Pasos de soldados aproximándose poco a poco. Fuera palidecía la noche. Cabeza de Víbora le había tomado la palabra.
En cuanto salga el sol…
Meggie saltó, veloz, de la cama, se pasó las manos por el pelo y se alisó el vestido arrugado.
—¿Has terminado? —preguntó en voz baja.
Su padre asintió y cogió el libro de la mesa.
—¿Crees que le gustará a Cabeza de Víbora?
Pífano abrió de golpe la puerta, escoltado por cuatro soldados. La nariz de plata en su cara parecía nacer de la carne.
—Bueno, Arrendajo, ¿has terminado?
Mo contempló el libro con detenimiento.
—Sí, creo que sí —contestó, pero cuando Pífano alargó la mano para cogerlo, lo ocultó detrás de la espalda—. Oh, no —dijo—. Me lo quedaré yo hasta que tu señor cumpla su parte del trato.
—¡No me digas! —Pífano esbozó una sonrisa sardónica—. ¿Crees que no sabría cómo arrebatártelo? Pero, tranquilo, sigue aferrado a él durante un rato. El miedo pronto te ablandará las rodillas.
Fue un largo trayecto desde la zona del Castillo de la Noche en el que habitaban los fantasmas de mujeres olvidadas tiempo atrás hasta las estancias en las que vivía y gobernaba Cabeza de Víbora. Pífano caminaba detrás de Mo, con sus raros andares orgullosos, tieso como un palo de escoba, tan pegado a él que sentía su aliento en la nuca. Mo nunca había pisado con anterioridad la mayoría de los corredores por los que pasaban, y sin embargo tenía la sensación de haberlos recorrido todos… en otro tiempo, con el libro de Fenoglio, cuando lo había leído una y otra vez para traer de vuelta a Resa. Era una sensación extraña recorrerlos de verdad, detrás de las letras mientras la buscaba de nuevo.
Mo también había leído algo sobre la sala cuyas formidables puertas se abrieron finalmente ante ellos, y al ver la expresión asustada de Meggie, supo qué otro terrible lugar le recordaban. La iglesia roja de Capricornio no era ni la mitad de suntuosa que el salón del trono de Cabeza de Víbora, aunque, gracias a la descripción de Fenoglio, Mo reconoció de inmediato el modelo. Paredes pintadas de rojo, columnas a ambos lados, aunque éstas, a diferencia de las de la iglesia de Capricornio, estaban revestidas con escamas de plata. Capricornio había copiado a Cabeza de Víbora incluso la estatua, pero el escultor que había inmortalizado al príncipe de la plata sin duda conocía mejor su oficio.
Capricornio no había intentado imitar el trono de Cabeza de Víbora. Tenía la forma de un nido de víboras de plata, dos de las cuales se alzaban con las bocas abiertas de par en par para que pudieran reposar encima las manos de Cabeza de Víbora.
El señor del Castillo de la Noche estaba espléndidamente ataviado pese a lo temprano de la hora, como si quisiera tributar una justa bienvenida a su inmortalidad. Llevaba un manto de plumas de garza de un blanco plata sobre ropajes de seda negra. Tras él, como un enjambre de aves de variado plumaje, esperaba su corte: administradores, doncellas, criados, y entre ellos, vestidos de gris ceniza, como correspondía a su gremio, un grupo de campesinos.
También estaba presente Mortola, al fondo, casi invisible con su vestido negro. Si Mo no la hubiera buscado con la vista, no habría reparado en ella. De Basta no se veía ni rastro, pero Zorro Incendiario se encontraba justo al lado del trono, los brazos cruzados bajo el abrigo de zorro. Los contemplaba con hostilidad, pero para sorpresa de Mo, sus miradas sombrías no iban dirigidas a él, sino a Pífano.
«Todo es un juego, el juego de Fenoglio», pensó Mo mientras caminaba a grandes zancadas junto a las columnas de plata. Si al menos no resultase todo tan auténtico. Qué silencio reinaba a pesar del gentío. Meggie lo miró, su rostro muy pálido bajo el cabello claro. Él le dedico la sonrisa más animosa que lograron esbozar sus labios… y se alegró de que su hija no pudiera oír los desbocados latidos de su corazón.
Junto a Cabeza de Víbora se sentaba su mujer. Meggie la había descrito de manera certera: una muñeca de porcelana de color marfil. Tras ella, la nodriza con el hijo tan ardientemente esperado. El llanto del niño parecía perderse en el enorme salón.
«Un juego», se dijo Mo cuando se detuvo ante la escalera del trono, «sólo es un juego». Ojalá hubiera conocido sus reglas. Estaba presente otro conocido: Tadeo, el bibliotecario, con la cabeza inclinada en señal de respeto le dedicó una sonrisa de preocupación desde detrás del trono de la Víbora.