—Traedme los libros cuando gustéis —contestó Mo.
El viejo bibliotecario se enjugó los ojos con el borde de su túnica.
—Sí —balbució—. Así lo haré. Os lo agradezco.
Luego se marchó. Mo, con un suspiro, se sentó en el sillón que le había traído.
—Bien, manos a la obra —dijo suspirando—. Un libro que mantenga lejos la muerte, menuda idea. La única pena es que está destinado a ese carnicero. Meggie, tendrás que ayudarme a plegar y encuadernar, a prensar…
Su hija asintió. Por supuesto que lo ayudaría. Y con sumo gusto, además.
Qué familiar le resultaba ver de nuevo a Mo trabajando; cómo disponía el papel, lo plegaba, cortaba y encuadernaba. Trabajaba más despacio de lo habitual, y su mano se dirigía una y otra vez al pecho, donde lo había herido Mortola. Meggie, sin embargo, notaba que las maniobras habituales le reconfortaban, aunque algunos utensilios fueran diferentes a los acostumbrados. Los movimientos de las manos eran siempre los mismos, desde hacía cientos de años, tanto en éste como en el otro mundo…
Al cabo de pocas horas la Vieja Cámara le resultó extrañamente familiar, un refugio en lugar de una prisión. Cuando oscureció, el bibliotecario les mandó unas lámparas de aceite con un criado. La cálida luz casi devolvió a la estancia polvorienta la ilusión de que rebosaba vida.
—¡Hace tanto tiempo que no se encendían lámparas en esta cámara! —exclamó Tadeo mientras colocaba la segunda sobre la mesa de Mo.
—¿Quién fue el último morador de esta estancia?
—Nuestra primera princesa —contestó Tadeo—. Su hija contrajo matrimonio con el hijo del Príncipe Orondo. Me pregunto si Violante sabe que Cósimo ha muerto por segunda vez —miró por la ventana, entristecido. Un viento húmedo irrumpió en la estancia y Mo sujetó el papel con un trozo de madera—. Violante vino al mundo con una marca de nacimiento que deformaba su rostro —prosiguió el bibliotecario con voz ausente, como si relatara la historia no a ellos, sino a un oyente lejano—. Todos dijeron que era un castigo, una maldición de las hadas por haberse enamorado su madre de un juglar. Inmediatamente después del alumbramiento, Cabeza de Víbora la desterró a esta zona del castillo y ella vivió aquí junto con la niña hasta que falleció… de repente.
—Es una historia muy triste —comentó Mo.
—Creedme, si los libros recogieran todas las historias tristes que han visto estos muros —contestó amargamente Tadeo—, llenarían todas las estancias del castillo.
Meggie miró a su alrededor como si pudiera ver todos esos libros tristes.
—¿Qué edad tenía Violante cuando la prometieron a Cósimo y la enviaron a Umbra? —preguntó.
—Siete años. Las hijas de nuestra princesa actual incluso sólo contaban seis cuando las prometieron y las mandaron lejos. ¡Todos nosotros confiamos en que esta vez alumbre un hijo! —los ojos de Tadeo resbalaron por el papel que Mo ya había cortado, por las herramientas…—. Es hermoso volver a ver vida en esta cámara —agregó en voz baja—. Regresaré con los libros en cuanto esté seguro de que Mortola duerme.
—Seis años, siete. Dios mío, Meggie —dijo Mo tras la salida del bibliotecario—. Tú ya tienes trece y yo nunca te he enviado lejos, y no digamos prometerte.
Reconfortaba reír, aunque despertara extraños ecos en la alta estancia.
* * *
Tadeo regresó horas después. Mo seguía trabajando, a pesar de que se tocaba el pecho cada vez con mayor frecuencia. Meggie ya había intentado convencerlo en varias ocasiones de que se acostara.
—¿Dormir? —se limitó a responder—. Todavía no he dormido bien ni una sola noche en este castillo. Además me apetece volver a ver a tu madre, y sólo satisfaré ese deseo cuando termine este libro.
El bibliotecario le trajo dos.
—¡Mirad esto! —susurró tendiendo el primero a Mo—. ¡Estos lugares comidos en la tapa! Y la tinta parece oxidada. El pergamino se está agujereando. Algunas palabras son casi ilegibles. ¿A qué se puede deber? ¿A los gusanos, a los escarabajos? Yo nunca me he ocupado de tales menesteres. Tenía un ayudante que entendía de todas estas enfermedades de los libros, pero una mañana desapareció, dicen que se sumó a los bandidos del bosque.
Mo cogió el primer libro en las manos, lo abrió y acarició las páginas.
—¡Cielos! —exclamó—. ¿Quién ha pintado esto? Jamás he visto ilustraciones tan bellas.
—Balbulus —contestó Tadeo—. El iluminador que enviaron fuera junto con Violante. Todavía era muy joven cuando lo pintó. Observad, su escritura es aún imperfecta, pero con el paso del tiempo su maestría ha llegado a ser inmaculada.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Meggie.
El bibliotecario bajó la voz.
—Violante me envía un libro de vez en cuando. Sabe cuánto admiro el arte de Balbulus y que en el Castillo de la Noche nadie, excepto yo, ama los libros. Al menos desde que murió su madre. ¿Veis esos arcones? —señaló las pesadas cajas de madera cubiertas de polvo colocadas junto a la puerta y bajo las ventanas—. La madre de Violante ocultaba sus libros en ellos. Entre sus vestidos. Sólo los sacaba por la noche y se los enseñaba a la pequeña, a pesar de que ésta no debía entender por entonces una sola palabra de lo que le leía su madre. Más adelante, poco después de la desaparición de Capricornio, Mortola se presentó aquí, pues Cabeza de Víbora le había pedido que enseñara a las criadas de sus cocinas nadie sabe qué exactamente. A continuación, la madre de Violante me rogó que ocultara sus libros en la biblioteca, pues Mortola mandaba registrar su cámara al menos una vez al día, ella nunca supo por qué. Este —señaló el libro que hojeaba Mo—, era uno de sus libros preferidos. La niña señalaba una ilustración y su madre le leía la historia correspondiente. Intenté entregárselo a Violante cuando la enviaron lejos, pero ella lo dejó en esta cámara. Quizá porque no quería llevarse a su nueva vida recuerdo alguno de este triste lugar. A pesar de todo, me gustaría salvarlo en memoria de su madre. Yo creo que un libro conserva siempre entre sus páginas algo de sus propietarios, ¿no os parece?
—Oh, sí, estoy de acuerdo —dijo Mo—. Sin duda es así.
—¿Y bien? —preguntó el anciano, mirándolo esperanzado—. ¿Sabéis cómo preservarlo de daños futuros?
Mo cerró el libro con cuidado.
—Sí, pero no será fácil. Gusanos de los libros, corrosión de la tinta, qué sé yo… El segundo, ¿tiene el mismo aspecto?
—Oh, ése —el bibliotecario volvió a dirigir una mirada nerviosa hacia la puerta—, ése no está tan mal. Pero pensé que acaso os gustaría echarle un vistazo. Balbulus lo terminó hace poco tiempo, por encargo de Violante. Contiene —miró a Mo con inseguridad—, contiene todas las canciones sobre Arrendajo cantadas por los juglares. Por lo que sé, únicamente existen dos ejemplares. Uno en poder de Violante, el otro lo tenéis ante vos y es una copia que mandó realizar en exclusiva para mí. Al parecer, el autor de las canciones no desea que éstas sean escritas, mas por unas monedas se las puede escuchar a cualquier juglar. Violante las recopiló de ese modo y ordenó a Balbulus que las anotase. ¡Los juglares, sí… son libros ambulantes en este mundo carente de ellos! ¿Sabéis? —dijo en voz baja a Mo mientras abría el libro—, a veces creo que este mundo habría perdido hace tiempo la memoria si no existiera el Pueblo Variopinto. ¡Por desgracia, a Cabeza de Víbora le entusiasma ahorcarlos! He propuesto muchas veces enviar un escribano antes de la ejecución que traslade al papel todas esas hermosas canciones para evitar que las palabras mueran con ellos, pero en este castillo nadie presta oídos a un viejo bibliotecario.
—No, seguramente no —murmuró Mo, pero Meggie notó en su voz que no había escuchado la perorata de Tadeo. Mo estaba enfrascado en las letras, las letras bellísimas que fluían ante él sobre el pergamino como un sutil arroyo de tinta.
—Disculpad mi curiosidad —Tadeo carraspeó con timidez—. He oído que negáis ser Arrendajo, pero si me permitís —arrebató a Mo el libro de las manos y abrió una página que Balbulus había iluminado recientemente. Entre dos árboles, tan magníficamente pintados que Meggie creía oír el susurro de las hojas, se veía a un hombre, el rostro cubierto por la máscara de un pájaro—. Así pintó Balbulus a Arrendajo —musitó Tadeo—, tal como lo describen las canciones: pelo oscuro, alta estatura… ¿No se parece a vos?
—No lo sé —respondió Mo—. Lleva máscara, ¿verdad?
—Oh, sí, desde luego —Tadeo lo miraba aún con insistencia—. Mas, ¿sabéis?, se cuenta algo más sobre Arrendajo. Que tiene una voz preciosa, al contrario que el pájaro cuyo nombre ostenta. Se dice que con unas pocas palabras es capaz de amansar a osos y lobos. Disculpad mi atrevimiento, pero —bajó la voz con aire de conspirador—,
vos
tenéis una voz muy bella, Mortola cuenta cosas insólitas sobre ella. Y si además ostentáis la cicatriz… —inspeccionó con atención el brazo de Mo.
—¡Oh! ¿Os referís a ésta? —Mo colocó el dedo debajo de una línea, junto a la que Balbulus había dibujado una trailla de perros blancos—.
Lleva la cicatriz hasta la muerte, muy alta en el brazo izquierdo…
sí, yo tengo una cicatriz igual, pero fueron otros perros distintos a aquellos de los que habla la canción—. Se llevó la mano al brazo, como si recordara el día en que Basta los había encontrado en la cabaña en ruinas, llena de cascotes y tejas rotas.
El viejo bibliotecario retrocedió.
—¡Entonces sois vos! —dijo con un hilo de voz—. La esperanza de los pobres, el eto de los carniceros, vengadores y ladrones, que mora en el bosque cual los osos y los lobos.
Mo cerró el libro y encajó los cierres metálicos en las tapas forradas de cuero.
—No —contestó—. No, no soy yo, pero os doy las gracias por el libro. Hace mucho que no sostenía uno entre las manos, y me reconfortará leer algo. ¿No es cierto, Meggie?
—Sí —respondió ésta, arrebatándole el volumen de las manos.
Las canciones de Arrendajo. ¡Qué habría dicho Fenoglio de haber sabido que Violante las había mandado escribir en secreto… y qué posible ayuda encontraría dentro! Su corazón le dio un vuelco al pensar en las posibilidades, pero Tadeo aniquiló de golpe sus esperanzas.
—Lo siento mucho —dijo arrebatándole de nuevo el libro de las manos con suavidad, pero con firmeza—, mas no puedo dejar aquí ninguno de los dos. Mortola ha venido a verme, se ha reunido con todos los que tienen algo que ver con la biblioteca. Nos ha amenazado con cegar a aquel que traiga un solo libro a esta cámara. ¡Cegarnos! ¿Os imagináis? Qué amenaza, cuando sólo los ojos abren el mundo de las letras. Me he arriesgado en exceso viniendo hasta aquí, pero tengo tal apego a estos libros, que no he podido evitar pediros consejo. ¡Por favor, decidme qué he de hacer para salvarlos!
Meggie se sintió tan decepcionada que habría rechazado su petición, pero Mo opinó lo contrario. Mo sólo pensaba en los libros enfermos.
—Claro que sí —dijo a Tadeo—. Lo mejor será que os lo escriba. Requerirá tiempo, semanas, meses tal vez, y no sé si podréis conseguir todos los materiales necesarios, pero merece la pena intentarlo. No me agrada dar consejos, pero temo que tendréis que desmontar el libro, pues para salvarlo las páginas deben blanquearse al sol. Si no supierais hacerlo con exquisito cuidado, yo lo haré de buen grado por vos. Mortola puede presenciarlo si quiere asegurarse de que no hago nada peligroso.
—¡Oh, sí, os doy las gracias! —el anciano hizo una profunda reverencia mientras apretaba con fuerza ambos libros bajo su brazo escuálido—. Os lo agradezco infinito. Os aseguro que deseo fervientemente que Cabeza de Víbora os deje con vida, y caso de no ser así, que os conceda una muerte rápida.
A Meggie le habría gustado darle una respuesta adecuada, pero Tadeo se alejó deprisa con sus piernas de saltamontes.
—¡No le ayudes, Mo! —le aconsejó cuando los guardianes volvieron a correr los cerrojos—. ¿Por qué has de hacerlo? ¡Es un mísero cobarde!
—Oh, lo comprendo de sobra. A mí me gustaría tan poco como a él tener que arreglármelas sin ojos, a pesar de que en nuestro mundo existe algo tan útil como el braille.
—¡Aún así, yo no le ayudaría! —Meggie amaba a su padre por su rara ternura de corazón, pero el suyo no sentía la menor simpatía por Tadeo. Ella imitó su voz:— «Deseo que os conceda una muerte rápida». ¿Cómo se puede decir algo así?
Pero su padre ni siquiera la escuchaba.
—¿Has visto alguna vez unos libros tan hermosos, Meggie? —preguntó mientras se estiraba encima de la cama.
—¡Desde luego que sí! —replicó, testaruda—. Cualquiera que yo pueda leer es más bonito. ¿O no?
Su padre no contestó. Le había dado la espalda y respiraba profunda y plácidamente. Por fin el sueño se había apoderado de él.
Mirad, aquí nos bamboleamos cinco camaradas,
Y aunque todavía bañamos el cuerpo al sol,
El orondo cuerpo alimentado con carne y pan de trigo,
Pronto la muerte devorará nuestro pelo y nuestra piel.
François Villon
,
Balada de los ahorcados
—¿Cuándo regresaremos? —Farid planteaba la pregunta varias veces al día a Dedo Polvoriento, y siempre recibía la misma respuesta:
—Todavía no.
—Pero ya llevamos aquí mucho tiempo —habían transcurrido casi dos semanas desde la degollina del bosque y era doloroso, muy doloroso, permanecer en la Tejonera—. ¿Qué será de Meggie? ¡Tú prometiste que volveríamos!
—Si sigues insistiendo, olvidaré mi promesa —se limitaba a contestar Dedo Polvoriento… y se marchaba a ver a Roxana.
Esta se ocupaba día y noche de los heridos que habían descubierto entre los muertos, confiando en que al menos esos hombres regresasen a Umbra, pero cuidó en vano a algunos de ellos. «Él se quedará a su lado», pensaba Farid cada vez que veía a Dedo Polvoriento sentado junto a Roxana. «Y yo tendré que regresar solo al Castillo de la Noche.» Ese pensamiento le dolía tanto como el mordisco del fuego.
Al decimoquinto día, cuando Farid tenía ya la sensación de que nunca conseguiría erradicar de su piel el olor a excrementos de ratón y setas pálidas, nada menos que dos espías del Príncipe Negro trajeron la misma noticia: Cabeza de Víbora había tenido un hijo. Y para celebrar el acontecimiento, anunciaron sus pregoneros en todas las plazas, al cabo de dos semanas, en prueba de su bondad y compasión, liberaría a todos los prisioneros encerrados en las mazmorras del Castillo de la Noche. Incluyendo a Arrendajo.
—¡Qué disparate! —exclamó Dedo Polvoriento cuando se lo contó Farid—. Cabeza de Víbora en lugar de corazón tiene una codorniz asada. Jamás liberaría a nadie por compasión, por muchos hermosos hijos que le nazcan. No, si realmente se propone liberarlos, es porque Fenoglio así lo ha escrito. No existe otro motivo.