Sangre de tinta (58 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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—Entendido —respondió Zorro Incendiario con voz ronca.

Arrastró a Meggie fuera de la sala sin mirar a derecha ni a izquierda. Todos los ojos la seguían… y la esquivaban, en cuanto ella les devolvía la mirada. Bruja, la habían llamado antes, en el pueblo de Capricornio. A lo mejor era cierto. En ese instante se sentía poderosa, tan poderosa como si todo el Mundo de Tinta obedeciera los dictados de su lengua. «Me llevan junto a Mo», pensaba. «Me llevan con él. Y eso será el principio del fin de Cabeza de Víbora.» Pero cuando los criados cerraron las puertas de la estancia tras ellos, un soldado se interpuso en el camino de Zorro Incendiario.

—Mortola os envía un recado —le informó—. Tenéis que registrar a la joven, buscad una hoja de papel o cualquier otra cosa escrita. Dice que miréis primero en las mangas, pues ya escondió algo una vez.

Antes de que Meggie tuviera tiempo de reaccionar, Zorro Incendiario la agarró, subiéndole las mangas con brutalidad. Al no encontrar nada, intentó meter la mano debajo del vestido, pero ella la apartó de un empujón y sacó el pergamino. Zorro Incendiario se lo arrebató, contempló un instante las letras con la mirada estólida de una persona que no sabe leer, y entregó el pergamino al soldado.

Meggie temblaba de miedo mientras él seguía arrastrándola. ¿Qué pasaría si Mortola enseñaba la hoja a Cabeza de Víbora? ¿Y si…?

—Vamos, muévete —gruñó Zorro Incendiario empujándola escaleras arriba.

Meggie subía a trompicones, aturdida, los empinados escalones. «Fenoglio», pensaba, «Fenoglio, ayúdame. Mortola ha descubierto nuestro plan.»

—¡Detente! —Zorro Incendiario la agarró por el pelo.

Cuatro soldados con armadura vigilaban una puerta con tres cerrojos. Con una inclinación de cabeza, Zorro Incendiario les ordenó abrir.

«¡Mo!», se dijo Meggie. «En efecto, me traen con él». Y este pensamiento ahuyentó todos los demás. Incluso el de Mortola.

FUEGO EN LA PARED

¡Mira! ¡Mira! En la blanca pared

Apareció una mano humana,

Que escribió y escribió en la blanca pared

Letras de fuego antes de desaparecer.

Heinrich Heine
,
Baltasar

Cuando Dedo Polvoriento y Farid entraron furtivamente en el Castillo de la Noche, reinaba el silencio en los espaciosos y oscuros corredores. La cera de mil velas goteaba sobre las baldosas de piedra que ostentaban el escudo de Cabeza de Víbora. Los criados y criadas pasaban presurosos a su lado con la cabeza gacha. Los guardias permanecían en las interminables galerías apostados delante de puertas tan altas que parecían concebidas para gigantes y no para personas. En cada una de ellas resplandecía el escudo de Cabeza de Víbora en plata escamosa, la serpiente agarrando a su presa, y al lado de las puertas pendían soberbios espejos ante los que Farid se detenía una y otra vez para convencerse ante el metal pulido de su invisibilidad.

Dedo Polvoriento hacía bailar en su mano una llama del tamaño de una bellota para que el joven pudiera seguirlo. De una de las salas ante las que pasaron, los criados traían exquisiteces cuyo aroma recordó dolorosamente a Dedo Polvoriento su invisible estómago, y cuando, igual que la serpiente de Cabeza de Víbora, se deslizó sigiloso junto a los hombres, oyó que hablaban en voz baja de una joven bruja y de un trato que salvaría a Arrendajo de la horca. Dedo Polvoriento los escuchó, invisible como sus voces, y no supo si en su interior era más fuerte la sensación de alivio porque las palabras de Fenoglio volvían a convertirse en realidad, o el temor que sentía por ellas y por los hilos invisibles que tejía el viejo, unos hilos que habían atrapado al propio Cabeza de Víbora y le invitaban a soñar con la inmortalidad, mientras que Fenoglio había escrito hacia tiempo su muerte. Pero ¿había leído Meggie de verdad las palabras mortales antes de que se la llevaran?

—Y ahora, ¿qué? —le susurró Farid—. ¿Has oído? ¡Han encerrado a Meggie con Lengua de Brujo en una de las torres! ¿Cómo llegaré hasta allí? —su voz temblaba. Cielos, amar era un tormento. Quien dijera lo contrario es que nunca había sentido ese maldito temblor del corazón.

—¡Olvídalo! —susurró Dedo Polvoriento—. Las puertas de los calabozos de la torre son sólidas y no conseguirás atravesarlas aunque seas invisible. Además, será un hervidero de guardianes. Al fin y al cabo, aún creen haber capturado a Arrendajo. Será preferible que entres furtivamente en la cocina y escuches a los sirvientes y a las criadas. De ese modo uno siempre se entera de lo más interesante. Pero ¡ten cuidado! Te lo repito: invisible no significa inmortal.

—¿Y tú?

—Yo me aventuraré en las mazmorras situadas debajo del castillo para ver a los prisioneros menos distinguidos, a Buho Sanador y a la madre de Meggie. ¿Ves ese barrigudo de mármol? Seguro que es un antepasado de la Víbora. Ahí volveremos a encontrarnos. ¡Y no se te ocurra seguirme, Farid!

Pero el chico ya se había ido. Dedo Polvoriento reprimió un juramento. ¡Ojalá no oyeran los latidos de su corazón enamorado!

El camino que conducía a las mazmorras era largo y oscuro. Una de las curanderas que trabajaban para Buho Sanador le había descrito la entrada. Ninguno de los guardianes junto a los que pasó volvió siquiera la cabeza cuando Dedo Polvoriento cruzaba ante ellos. Dos haraganeaban ante el húmedo pasadizo, iluminado tan sólo por una antorcha, a cuyo final se encontraba la puerta que conducía hacia abajo, a las mortíferas entrañas del Castillo de la Noche que digerían personas en su estómago de piedra y de vez en cuando expulsaban un par de cadáveres. También en la puerta que nadie quería traspasar resaltaba una serpiente, pero en ésta la víbora de plata se enroscaba alrededor de una calavera.

Los guardianes discutían sobre Zorro Incendiario, pero Dedo Polvoriento no tenía tiempo para escucharlos. Se alegró de que estuvieran tan ocupados mientras se deslizaba a su lado. La puerta exhaló un suave gemido al abrirla, lo justo para introducirse por ella —casi se le detuvo el corazón al hacerlo—, pero los guardias no se volvieron. Lo que habría dado él por tener un corazón tan intrépido como Farid, aunque te tornase irreflexivo.

Detrás de la puerta estaba tan oscuro que invocó al fuego, justo a tiempo de que sus pies invisibles tropezaran cayendo por la escalera que había detrás, empinada y desgastada por el uso. Desesperación y miedo ascendieron como el humo desde las profundidades. Se decía que la escalera descendía tan hondo en la colina como las torres del castillo ascendían hacia el cielo, pero Dedo Polvoriento aún no se había topado con nadie que confirmara esa historia. Ninguno de sus conocidos que habían sido encerrados ahí abajo había vuelto para contarlo.

«Dedo Polvoriento, Dedo Polvoriento», pensó antes de iniciar el descenso, «éste es un camino peligroso sólo para saludar a unos viejos amigos, máxime cuando tu visita les resultará de escasa utilidad». Pero en fin, él había corrido muchos años detrás de Buho Sanador igual que Farid hacía ahora con él, y en lo concerniente a Resa… quizá la recordó en último lugar para convencerse a sí mismo de que no bajaba por su causa esa escalera tres veces maldita.

Por desgracia, también los pies invisibles hacen ruido, pero por fortuna sólo se topó con gente una sola vez. Tres vigilantes pasaron tan cerca de él que su aliento a ajo le acarició la cara y sólo logró por los pelos apretarse contra la pared antes de que el más gordo le embistiera. Durante el resto de la oscura bajada no se tropezó con nadie. En las paredes de tosca talla, tan distintas de las finamente cinceladas arriba, en el castillo, ardía una antorcha cada pocos metros. En dos ocasiones Dedo Polvoriento pasó ante una cámara en la que montaban guardia centinelas, pero ni siquiera alzaron la cabeza cuando pasó más sigiloso que una corriente de aire e igual de invisible.

Cuando por fin terminó la escalera, casi se dio de bruces con un vigilante que recorría un corredor iluminado por velas con expresión de tedio. Pasó a su lado sin ruido, atisbo en mazmorras que apenas eran un agujero, demasiado bajas para permanecer en ellas de pie, y en otras lo bastante grandes para albergar a cincuenta hombres en su interior. Sin duda era fácil olvidar a un prisionero ahí abajo, y a Dedo Polvoriento se le encogió el corazón al pensar cómo debía sentirse Resa en medio de esa oscuridad. Había sido una prisionera durante tantos años, y su libertad apenas había durado uno.

Oyó voces y bajó por un pasadizo más largo hasta que subieron de tono. Un hombre bajo y calvo se dirigió hacia él. Pasó tan cerca, que Dedo Polvoriento contuvo la respiración, pero el otro, sin reparar en su presencia, se limitó a murmurar algo sobre las mujeres estúpidas y desapareció al doblar una esquina. Dedo Polvoriento apretó la espalda contra la pared húmeda y aguzó los oídos. Alguien lloraba… una mujer, y otra intentaba tranquilizarla. Sólo había una celda al final del pasadizo, un oscuro agujero enrejado junto al que ardía una antorcha. ¿Cómo iba a traspasar la maldita reja? Se acercó a los barrotes. Allí estaba Resa, acariciando el pelo a la otra, consolándola, mientras Dosdedos, sentado al lado, tocaba una triste melodía con una pequeña flauta. Nadie lo hacía con diez dedos ni la mitad de bien que él con siete. Dedo Polvoriento no conocía al resto: ni a las mujeres que se sentaban junto a Resa, ni a los demás hombres. No se veía ni rastro de Buho Sanador. ¿Adónde lo habrían llevado? ¿Lo habrían encerrado con Lengua de Brujo?

Acechó a su alrededor. Oyó la risa de un hombre, seguramente uno de los vigilantes. Dedo Polvoriento expuso un dedo a la antorcha ardiendo y susurró palabras al fuego, hasta que una llama saltó a la yema de su dedo como un gorrión que picotea migas de pan. Cuando le enseñó a Farid por primera vez cómo escribir su nombre con fuego en una pared, los ojos negros del chico casi se le salieron de las órbitas. Sin embargo, era muy fácil. Dedo Polvoriento introdujo la mano entre los barrotes y pasó el dedo por la piedra áspera.
Resa
escribió él, y vio que Dosdedos abatía la flauta y miraba fijamente las letras ardiendo. Resa se giró. ¡Cielos, qué triste parecía! Habría debido acudir antes. Menos mal que su hija no la veía así.

Ella se levantó, dio un paso hacia su nombre y vaciló. Dedo Polvoriento trazó con el dedo una línea de fuego a modo de flecha que lo señalaba a él. Resa se acercó a las rejas y miró al vacío, desconcertada e incrédula.

—Lo siento —susurró Dedo Polvoriento—. Hoy no podrás contemplar mi rostro, pero sigue ostentando las mismas cicatrices que antes.

—¿Dedo Polvoriento? —ella alargó la mano hacia el vacío y él la agarró con sus dedos invisibles. ¡En efecto, hablaba! El Príncipe Negro le había contado que podía hablar, pero no le había creído.

—¡Una voz preciosa! —susurró él—. Siempre me la imaginé bastante parecida. ¿Cuándo la has recuperado?

—Cuando Mortola disparó a Mo.

Dosdedos continuaba mirándolos. También la mujer a la que Resa consolaba se volvió hacia ellos. Mientras no dijera nada…

—¿Qué tal estás? —susurró ella—. ¿Y Meggie?

—Bien. Seguramente mejor que tú. Ella y el poeta se han unido para lograr que esta historia tome un buen rumbo.

Resa aferraba con una mano uno de los barrotes y con la otra a Dedo Polvoriento.

—¿Dónde está ahora?

—Seguramente con su padre —él vio el susto reflejado en su cara—. Sí, lo sé, está arriba, en la torre, pero ella lo ha preferido así. Todo forma parte del plan urdido por Fenoglio.

—¿Y él como está? ¿Cómo se encuentra Mo?

Los celos horadaban su corazón, qué estupidez.

—Parece que mejor, y gracias a Meggie de momento no lo ahorcarán, así que no pongas esa cara tan triste. A tu hija y a Fenoglio se les ha ocurrido un plan muy astuto para salvarlo. A él, a ti y a todos los demás…

Se acercaban pasos, Dedo Polvoriento soltó la mano de Resa y retrocedió, pero los pasos volvieron a alejarse.

—¿Sigues ahí? —los ojos de Resa escrutaban la oscuridad.

—Sí —él volvió a rodear sus dedos con la mano—. ¡Parece que últimamente sólo nos encontramos en los calabozos! ¿Cuánto tiempo necesita tu marido para encuadernar un libro?

—¿Un libro?

Volvió a oír pasos, que se extinguieron con más rapidez.

—Bueno, es una historia disparatada, pero dado que la ha escrito Fenoglio y la ha leído tu hija, seguramente se hará realidad.

Ella estiró la mano por la reja hasta que sus dedos hallaron el rostro de Dedo Polvoriento.

—¡Eres realmente invisible! ¿Cómo lo has conseguido? —preguntó, curiosa como una niña pequeña. Resa sentía curiosidad por todo lo que ignoraba. A él siempre le había gustado esa faceta suya.

—Sólo es un viejo truco de hadas.

Los dedos de Resa acariciaron su mejilla cubierta de cicatrices. «¿Por qué no puedes ayudarla, Dedo Polvoriento? ¡Acabará desquiciada aquí abajo!» ¿Y si derribaba a uno de los guardianes? Claro que aún quedaría la escalera, la interminable escalera, y después el castillo, el patio enorme y la desnuda cima de la colina… no había sitio donde esconderse, ni árbol capaz de ocultarlos. Únicamente piedras y soldados.

—¿Y qué hay de tu mujer? —su voz era preciosa—. ¿Has vuelto a verla?

—Sí.

—¿Y qué le has contado?

—¿De qué?

—De tu ausencia.

—Nada.

—Yo se lo he contado todo a Mo.

Sí, seguro que lo había hecho.

—Bueno, Lengua de Brujo sabe de qué hablas, pero Roxana no me habría creído, ¿no te parece?

—No, es probable que no —agachó la cabeza, recordando tal vez los tiempos de los que él no podía hablar—. El Príncipe me contó que tú también tienes una hija —murmuró Resa—. ¿Por qué nunca me hablaste de ella?

Dosdedos y la mujer de rostro lloroso seguían mirándolos fijamente. Ojalá creyeran que las letras de fuego eran figuraciones suyas. En el muro sólo se veían ya vestigios de tizne, y era frecuente que las personas hablasen solas en los calabozos.

—Tenía dos hijas —Dedo Polvoriento se sobresaltó cuando alguien soltó un alarido—. La mayor, de la edad de Meggie, alberga un enorme rencor hacia mí. Quiere saber dónde he estado estos diez años. ¿Conoces por casualidad una bonita historia que pueda relatarle?

—¿Y la segunda?

—Murió.

Resa calló y apretó su mano.

—Lo siento en el alma.

—Yo también —él se volvió. A la entrada del pasadizo, uno de los guardianes gritó algo a otro y luego siguió arrastrando los pies con expresión malhumorada.

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