Al lado de Cabeza de Víbora, ante una mesa dispuesta para cien invitados, se sentaba una mujer, pálida como una muñeca de porcelana, con un rostro tan infantil que Meggie, de no haber estado mejor informada, la habría tomado por la hija de Cabeza de Víbora. El propio príncipe de plata comía con avidez, como si con el festín, servido en incontables fuentes sobre la mesa cubierta con un mantel negro, engullese también su propio miedo. Su mujer, sin embargo, no probaba bocado. A Meggie le pareció que la visión de su marido comiendo con avidez le provocaba náuseas, y una y otra vez acariciaba su abombado vientre con las manos cuajadas de anillos. Curiosamente el embarazo la infantilizaba, convirtiéndola en una niña de boca fina y amarga y ojos fríos.
Detrás de Cabeza de Víbora, el pie sobre un escabel, el laúd apoyado en el muslo, Pífano, con su nariz de plata, canturreaba en voz baja mientras sus dedos pulsaban las cuerdas con aburrimiento. Pero la mirada de Meggie no se detuvo demasiado tiempo en él. Había descubierto en el extremo de la mesa a alguien muy conocido. Su corazón tropezó como los pies de una anciana cuando Mortola le devolvió la mirada con una sonrisa tan triunfal que las rodillas de Meggie flaquearon. Junto a Mortola se sentaba el hombre que había herido a Dedo Polvoriento en el molino. Tenía las manos vendadas y el fuego había abierto un pasillo entre el pelo por encima de su frente. Basta había salido peor librado. Sentado al lado de Mortola, tenía la cara tan hinchada y enrojecida que a Meggie le habría costado reconocerlo. No obstante, había vuelto a librarse de la muerte. A lo mejor lo habían protegido los amuletos que siempre portaba…
Zorro Incendiario aferraba con fuerza el brazo de Meggie mientras con su pesado abrigo de piel de zorro caminaba hacia Cabeza de Víbora, como si de ese modo quisiera demostrar que había atrapado en persona a ese pájaro. Tras empujarla sin miramientos ante la mesa, arrojó entre las fuentes de comida la foto enmarcada.
Cabeza de Víbora alzó la cabeza y la escudriñó con los ojos inyectados en sangre, en los que Meggie descubrió las huellas de la mala noche que le habían deparado las palabras de Fenoglio. Cuando alzó la mano grasienta, Pífano enmudeció y apoyó el laúd contra la pared.
—¡Aquí está! —anunció Zorro Incendiario mientras su señor se limpiaba con un paño bordado la grasa de dedos y labios—. Desearía tener un cuadro mágico de todos aquellos a quienes buscamos, así los espías no nos traerían continuamente a los equivocados.
Cabeza de Víbora, tras coger la foto, la comparó con Meggie. Ésta intentó bajar la cabeza, pero Zorro Incendiario le obligó a levantarla.
—¡Asombroso! —afirmó Cabeza de Víbora—. Ni mis mejores pintores habrían podido captar con tanta fidelidad a esta jovencita —aburrido, cogió un palillo de plata y comenzó a escarbar entre sus dientes—. Mortola asegura que eres una bruja. ¿Es cierto?
—Sí —contestó Meggie mirándole cara a cara.
Había llegado el momento de demostrar si las palabras de Fenoglio eran certeras. ¡Ojalá hubiera podido leerlas hasta el final! Había llegado muy lejos, pero bajo su vestido las palabras esperaban. «¡Olvídalas, Meggie!», pensó. «Ahora tienes que hacer realidad lo que ya has leído… y confiar en que Cabeza de Víbora desempeñe su papel igual que tú.»
—¿Sí? —repitió Cabeza de Víbora—. ¿Entonces lo admites? ¿Sabes lo que suelo hacer con brujas y magos? Quemarlos.
Las palabras. Pronunciaba las palabras de Fenoglio, tal como éste las había puesto en su boca. Tal como ella las había leído pocas horas antes en el hospital de incurables.
Meggie conocía la respuesta. Las palabras acudieron a su mente con absoluta naturalidad, como si fueran suyas y no de Fenoglio. Meggie miró a Basta y al otro hombre. Aunque Fenoglio no había escrito nada sobre ellos, la respuesta encajó a la perfección.
—Los últimos que se quemaron —dijo con voz tranquila— fueron tus hombres. En este mundo sólo una persona da órdenes al fuego, y no eres tú.
Cabeza de Víbora la miró fijamente, acechando como un gato gordo que desconoce cómo organizar de la manera más satisfactoria el juego con el ratón que acaba de cazar.
—¡Ah! —exclamó con su voz pesada y pegajosa—. Seguramente te refieres al bailarín del fuego. Le gusta rodearse de cazadores furtivos y salteadores de caminos. ¿Qué crees, que vendrá para intentar salvarte? Entonces podría al fin alimentar con él el fuego que, al parecer, tan bien le obedece.
—No necesito que nadie me salve —replicó Meggie—. Habría venido a verte en cualquier caso, aunque no me hubieras hecho traer hasta aquí.
Unas carcajadas resonaron entre las columnas de plata. Cabeza de Víbora, apoyado encima de la mesa, la observó con franca curiosidad.
—¡Quiá! —exclamó—. ¿En serio? Y eso, ¿por qué? ¿Para implorarme que deje en libertad a tu padre? Porque ese bandido es tu padre, ¿no? Al menos eso afirma Mortola. Dice incluso que también hemos apresado a tu madre.
¡Mortola! Fenoglio no había pensado en ella. No la había mencionado, pero allí estaba, con su mirada de urraca. «¡No pienses en eso, Meggie! ¡Muéstrate fría! Mantén frío tu corazón, igual que en la noche que invocaste a la Sombra…» Pero ¿quién le proporcionaría la respuesta adecuada? «Improvisa, Meggie, igual que una actriz que ha olvidado el texto», pensó. «¡Vamos! ¿A qué esperas? Busca tus propias palabras y mezclalas simplemente con las que escribió Fenoglio, a modo de aderezo.»
—La Urraca tiene razón —contestó a Cabeza de Víbora. Y en efecto, su voz sonó tranquila y firme, desoyendo a su corazón que latía en su pecho como un animalito acorralado—. Capturaste a mi padre después de que ella casi lo matara, y tienes a mi madre presa en tus mazmorras. A pesar de todo, no estoy aquí para suplicar clemencia. Quiero proponerte un trato.
—¡Escuchad a la pequeña bruja! —la voz de Basta temblaba de ira—. ¿Por qué no la corto simplemente en trocitos para que alimentéis con ellos a vuestros perros?
Pero Cabeza de Víbora no le prestó atención. No apartaba la vista del rostro de Meggie, como si intentara ainar lo que callaba. «Piensa en Dedo Polvoriento», se animó. «A él tampoco se le notan nunca sus pensamientos ni sus sentimientos. ¡Inténtalo! No puede ser tan difícil.»
—¿Un trato? —Cabeza de Víbora cogió la mano de su mujer con indiferencia, como si acabara de encontrarla junto a su plato.
—¿Qué pretendes venderme que yo no pueda tomar?
Sus hombres rieron. Y Meggie intentó no fijarse en sus dedos entumecidos por el miedo. Las palabras de Fenoglio brotaron de nuevo de sus labios. Unas palabras que ya había leído.
—Mi padre —prosiguió conteniéndose a duras penas—, no es un bandido. Es un encuadernador de libros y un brujo. Es el único que no le teme a la muerte. ¿No has visto acaso su herida? ¿No te han dicho los barberos que esa lesión habría tenido que matarlo?
Nada
puede matarlo. Mortola lo intentó y ¿murió? No. El trajo de regreso a Cósimo el Guapo, a pesar de que las Mujeres Blancas ya se lo habían entregado a la muerte, y si dejas en libertad a mi padre y a mi madre,
tú
tampoco tendrás que temerla más, porque mi padre… —Meggie se interrumpió antes de pronunciar las últimas palabras—, puede hacerte inmortal.
Un silencio sepulcral reinó en la enorme sala.
Hasta que la voz de Mortola lo rompió.
—¡Miente! —gritó—. ¡La pequeña bruja miente! No creáis una sola de sus palabras. Su lengua embrujada es su única arma. ¡Su padre es mortal, oh, claro que sí! Traedlo aquí y os lo demostraré. Lo mataré yo misma, ante vuestros ojos, ¡y esta vez lo haré a conciencia!
¡No! El corazón de Meggie empezó a latir desbocado, como si quisiera salírsele del pecho. ¿Qué es lo que había hecho? Cabeza de Víbora la miraba fijamente, pero cuando al fin habló, pareció no haber oído las palabras de Mortola.
—¿Cómo…? —se limitó a preguntar— ¿…cómo llevaría a cabo tu padre lo que tú prometes?
Pensaba ya en la próxima noche. Meggie lo veía en sus ojos. Pensaba en el miedo que le esperaba: mayor que en la noche pasada, y más inexorable…
Meggie, inclinándose sobre la mesa, pronunció las palabras como si las leyera de nuevo.
—¡Mi padre encuadernará un libro para ti! —dijo en voz tan baja que, salvo Cabeza de Víbora, sólo acertó a escuchar a lo sumo su mujer, delicada como una muñeca—. Te lo encuadernará con mi ayuda, un libro de quinientas páginas todas en blanco. Lo revestirá de madera y cuero, lo proveerá de cierres de latón, y tú escribirás tu nombre de tu puño y letra en la primera página. Pero en agradecimiento lo dejarás marchar en cuanto te entregue el libro, y con él a todos cuantos te exija, y ocultarás el libro en un lugar que sólo tú conozcas, pues sábete que mientras exista ese libro, tú serás inmortal. Nada podrá matarte: ni enfermedades, ni armas… mientras el libro siga incólume.
—¿Hablas en serio? —Cabeza de Víbora la miraba fijamente con los ojos inyectados en sangre. Su aliento despedía un olor dulzón a vino fuerte—. ¿Y si alguien lo quema o lo rompe? El papel no es tan duradero como la plata.
—Por eso mismo tendrás que cuidarlo bien —contestó Meggie con voz tenue, «y a pesar de todo, te matará», añadió en su mente.
Era como si escuchara su propia voz leyendo de nuevo las palabras de Fenoglio (¡con qué fruición las había paladeado!):
Pero la muchacha no reveló una cosa a Cabeza de Víbora: que el libro, además de convertirlo en inmortal, podría matarlo si alguien escribía tres palabras en sus páginas en blanco: Corazón, Sangre, Muerte.
—¿Qué está susurrando? —Mortola, incorporándose, apoyó sus puños huesudos sobre la mesa—. ¡No la escuchéis! —increpó a Cabeza de Víbora—. ¡Es una bruja y una mentirosa! ¿Cuántas veces más tendré que repetíroslo? ¡Matad a ella y a su padre, antes de que os maten a vos! Seguramente le ha escrito esas palabras el viejo del que os hablé.
Cabeza de Víbora se volvió hacia ella por primera vez, y durante un instante Meggie temió que acabara creyendo a Mortola. Pero entonces vio la ira dibujada en su rostro.
—¡Calla! —replicó a la Urraca, enfurecido—. Puede que Capricornio te obedeciera, pero se ha ido, igual que la Sombra, que le confería su poder, y a ti únicamente se te tolera en esta corte porque me has prestado algunos servicios. Pero no quiero oír más tus monsergas sobre lenguas mágicas y viejos que insuflan vida a las letras. Ni una palabra más, o te meteré en el lugar de donde saliste un día… en la cocina, con las criadas.
Mortola palideció como si ya no le quedara sangre en las venas.
—¡Os he advertido! —dijo con voz ronca—. ¡No lo olvidéis! —luego volvió a sentarse en su sitio con expresión hierática.
Basta le lanzó una ojeada inquieta, pero Mortola no se apercibió. Clavaba la vista en Meggie con tanto odio que a ésta le pareció que sus ojos estaban a punto de salírsele de las órbitas.
Cabeza de Víbora, sin embargo, ensartó con su cuchillo uno de los diminutos pájaros fritos que tenía ante él en una bandeja de plata y lo deslizó satisfecho en su boca. Por lo visto, la discusión con Mortola le había abierto el apetito.
—¿Te he entendido bien? ¿Ayudarías a tu padre en el trabajo? —preguntó mientras escupía los huesos en la mano de un sirviente que se acercó, solícito—. ¿Significa eso que ha enseñado su arte a su hija, como suele hacer un maestro con su hijo? Sabrás que en mi reino eso está prohibido.
Meggie lo miró sin temor. Incluso esas palabras procedían de la pluma de Fenoglio, todas y cada una de ellas, y Meggie conocía la respuesta de Cabeza de Víbora, porque también la había leído…
—A los artesanos que infringen esa ley, mi encantadora niña —prosiguió—, suelo cortarles la mano derecha. Pero en fin, en este caso haré una excepción, pues es en mi propio beneficio.
«¡Lo hará!», pensó Meggie. «Me dejará ir a ver a Mo, tal como lo planeó Fenoglio.» La felicidad aumentó su temeridad.
—Mi madre —dijo a pesar de que Fenoglio no había escrito nada al respecto—, también puede echarnos una mano y todo iría mucho más rápido.
—¡No, no! —Cabeza de Víbora sonrió, henchido de satisfacción, porque la desilusión que reflejaban los ojos de Meggie le resultaba más exquisita que todo cuanto le ofrecían las bandejas de plata—. Tu madre se quedará en las mazmorras, como un pequeño acicate para que vosotros dos trabajéis deprisa —hizo una seña impaciente a Zorro Incendiario—. ¿A qué diablos esperas? ¡Llévala con su padre! Y di al bibliotecario que esta misma noche disponga todo cuanto un encuadernador de libros precisa para su trabajo.
—¿Con su padre? —Zorro Incendiario agarró el brazo de Meggie, pero no se movió—. ¿No habréis creído su charlatanería de bruja?
Meggie contuvo la respiración. ¿Qué ocurriría ahora? Nada que hubiese leído. En la sala todos se mantenían inmóviles, hasta los criados permanecían en su sitio y se podía cortar el silencio. Pero Zorro Incendiario prosiguió:
—¡Un libro para encerrar a la muerte! Sólo un niño se creería ese cuento que una cría ha inventado para salvar a su padre. Mortola tiene razón. ¡Ahorcadlo de una vez antes de que nos convirtamos en la irrisión de los campesinos! Capricornio ya lo habría hecho hace tiempo.
—¿Capricornio? —Cabeza de Víbora pronunció ese nombre como si fuese uno de los delgados huesos que había escupido en la mano del criado. No miró a Zorro Incendiario mientras hablaba, pero sus toscos dedos se cerraron sobre la mesa—. Desde el regreso de Mortola escucho su nombre con demasiada frecuencia. Pero por lo que sé, Capricornio está muerto, ni siquiera su bruja de cámara y de estómago pudo impedirlo, y tú, Zorro Incendiario, es obvio que has olvidado quién es tu nuevo señor. ¡Yo soy Cabeza de Víbora! Mi familia reina en este país desde hace más de siete generaciones, mientras que tu antiguo señor sólo era el hijo bastardo de un herrero tiznado de hollín. ¡Tú eras un incendiario, un homicida, y yo te he convertido en mi heraldo! Creo que eso merecería algo más de gratitud, ¿o acaso piensas buscarte un nuevo amo?
El rostro de Zorro Incendiario se tornó tan rojo como su pelo.
—No, alteza —contestó en tono apenas audible—. No, no deseo eso.
—Bien —Cabeza de Víbora ensartó otro de los pajaritos apilados cual castañas en su bandeja de plata—. Entonces, cumple mis órdenes. Lleva a la joven con su padre y encárgate de que éste ponga manos a la obra. ¿Habéis traído a ese barbero, Buho Secreto, tal como os ordené?
Zorro Incendiario asintió sin mirar a su señor.
—Bien. Encargaos de que visite a su padre dos veces al día, pues deseamos que nuestros prisioneros se encuentren cómodos, ¿entendido?