Qué apacible parecía todo. El zumbido de una avispa llegó al oído de Meggie mezclándose con el rumor del mar, pero ella recordaba la aparente tranquilidad del molino. Dedo Polvoriento tampoco lo había olvidado. Se quedó quieto, escuchando, hasta que al fin alargó la mano y tiró de la cadena de la campana oxidada. Su pierna sangraba de nuevo, Meggie vio cómo la presionaba con la mano, pero durante el trayecto no había cesado de apremiarlos para que se apresuraran.
—No existe barbero mejor —se limitó a comentar cuando Farid le preguntó adonde los llevaba—, ni más digno de confianza. Además, el Castillo de la Noche no queda muy lejos de allí, y Meggie continúa queriendo ir, ¿no? —les había dado hojas para comer, peludas y amargas—. ¡Tragadlas! —ordenó cuando ellos torcieron el gesto asqueados—. ¡Sólo podréis permanecer en el lugar al que nos dirigimos si tenéis al menos cinco en el estómago.
La puerta de madera se abrió y una mujer atisbo por la rendija.
—¡Por todos los espíritus! —la oyó susurrar Meggie.
Luego se abrió la puerta, y una mano delgada y arrugada les indicó con una seña que pasaran.
La mujer cerró apresuradamente tras ellos. Tan vieja y arrugada como su mano, miraba de hito en hito a Dedo Polvoriento como si acabara de caer del cielo.
—¡Ayer! ¡Ayer mismo me lo dijo él! —balbucía—. Ya lo verás, Bella, ha vuelto, ¿quién si no habría incendiado el molino? ¿Quién si no habla con el fuego? No ha pegado ojo en toda la noche. Estaba preocupado, pero te encuentras bien, ¿verdad? ¿Qué le pasa a tu pierna?
Dedo Polvoriento se puso un dedo delante de la boca, pero Meggie se percató de su sonrisa.
—Podría estar mejor —contestó en voz baja—. Y tú sigues hablando tan deprisa como antes, Bella. ¿Podrías llevarnos ahora a ver a Buho Sanador?
—Oh, sí, claro —Bella pareció ofenderse—. Seguramente llevarás ahí dentro esa horrenda marta, ¿no? —preguntó con una ojeada de desconfianza a la mochila de Dedo Polvoriento—. ¡Ay de ti como la dejes salir!
—No la dejaré —aseguró Dedo Polvoriento y clavó los ojos en Farid aconsejándole no decir nada de la segunda marta que dormía en su mochila.
La anciana les indicó que la siguieran en silencio por un oscuro y austero claustro con columnas. Caminaba a pasitos presurosos, como si fuera una ardilla con un largo vestido de tosca factura.
—Qué bien que hayas venido dando la vuelta por atrás —dijo bajando la voz mientras cruzaba con sus invitados frente a una serie de puertas cerradas—. Me temo que Cabeza de Víbora tiene ojos y oídos incluso aquí, pero, por suerte, no paga tan bien a sus espías como para que éstos acudan a trabajar en el ala donde tratamos a los enfermos contagiosos. Espero que les hayas dado suficientes hojas a estos dos…
—Por supuesto —asintió Dedo Polvoriento, pero Meggie observó que miraba con desagrado a su alrededor y se introducía a hurtadillas en la boca otra hoja de las que les había dado antes.
Hasta que no pasaron ante las figuras quebrantadas que tomaban el sol en el patio que rodeaba el claustro, Meggie no comprendió adonde los había traído Dedo Polvoriento. Era un hospital de enfermos incurables. Farid, asustado, apretó la mano contra la boca cuando salió a su encuentro un viejo tan pálido que parecía al borde de la muerte, y sólo respondió a su sonrisa desdentada con una horrorizada inclinación de cabeza.
—¡Deja de mirar como si estuvieras a punto de caer muerto! —le increpó en voz baja Dedo Polvoriento, aunque él también miraba como si no se sintiera demasiado a gusto dentro de su pellejo—. Aquí tratarán de manera óptima tus dedos y además estaremos relativamente seguros, cosa que no cabe decir de muchos lugares a este lado del bosque.
—Sí, porque si a algo teme Cabeza de Víbora —añadió Bella con tono de experta—, es a la muerte y a todas las enfermedades que conducen a ella. A pesar de todo debéis procurar mezclaros lo menos posible con los enfermos y los cuidadores. Si algo he aprendido en mi vida, es a no confiar en nadie. ¡Exceptuando a Buho Sanador, por supuesto!
—¿Y qué hay de mí, Bella? —preguntó Dedo Polvoriento.
—¡En ti, menos que nadie! —remachó deteniéndose ante una sencilla puerta de madera—. Es una verdadera lástima que tu rostro sea tan inconfundible —comentó en voz baja a Dedo Polvoriento—. De no ser así habrías podido ofrecer una función a los enfermos. No existe cura mejor que una pizca de alegría —después llamó a la puerta golpeando con los nudillos y se apartó con una inclinación de cabeza.
El espacio que se abría detrás era oscuro, pues la única ventana desaparecía detrás de pilas de libros. La estancia habría gustado a Mo. Le encantaba que los libros diesen la impresión de haber sido utilizados momentos antes. Al contrario que a Elinor, a él no le importaba verlos abiertos, esperando al próximo lector. A Buho Sanador parecía sucederle lo mismo. Apenas se le vislumbraba entre las pilas de libros… un hombre bajo, corto de vista y manos anchas. A Meggie le pareció un topo, aunque su pelo era gris.
—¡Se lo había advertido! —mientras se dirigía presuroso hacia Dedo Polvoriento, tiró dos libros de los montones—. Ha vuelto, pero ella se negaba a creerlo. ¡Al parecer últimamente las Mujeres Blancas dejan regresar a la vida cada vez a más muertos!
Los dos hombres se abrazaron, luego Buho Sanador retrocedió para examinar con atención a Dedo Polvoriento. El barbero era ya un hombre viejo, más viejo que Fenoglio, pero su mirada era tan juvenil como la de Farid.
—Parece que te va bien —constató satisfecho—. Excepto la pierna. ¿Qué te ha pasado? ¿Te lo buscaste en el molino, eh? Ayer hicieron subir al castillo a una de mis curanderas para que atendiese a dos hombres mordidos por el fuego. Volvió con una extraña historia sobre una emboscada y una marta con cuernos que escupía fuego por la boca…
¿Al castillo? Meggie, sin querer, dio un paso hacia el barbero.
—¿Vio a los prisioneros? —le interrumpió ella—. Debieron llevarlos allí, titiriteros, hombres y mujeres… Mi padre y mi madre figuran entre ellos.
Buho Sanador la miró, compasivo.
—¿Eres la joven de la que hablaban los hombres del príncipe? Tu padre…
—…es el hombre al que toman por Arrendajo —concluyó Dedo Polvoriento—. ¿Sabes cómo se encuentran él y los demás prisioneros?
Antes de que Buho Sanador pudiera contestar, una chica asomó la cabeza por la puerta y contempló, asustada, a los desconocidos. Su mirada se quedó mucho rato prendida de Meggie, hasta que Buho Sanador carraspeó.
—¿Qué sucede, Carla? —inquirió.
La chica, nerviosa, se mordió los labios pálidos.
—Me mandan a preguntar si nos queda eufrasia —contestó con voz tímida.
—Sí, ve a buscar a Bella, ella te dará un poco, pero ahora déjanos solos.
La chica desapareció con una rápida inclinación de cabeza, pero dejó la puerta abierta. Buho Sanador la cerró, suspirando, y echó además el pestillo.
—¿Por dónde íbamos? Ah, sí, los prisioneros. El barbero encargado de las mazmorras se ocupa de ellos. Es un terrible chapucero, ¿pero quién si no aguantaría allí arriba? En lugar de curar, prescribe azotes y castigos corporales. Por fortuna no le dejan acercarse a tu padre, y el barbero que atiende a Cabeza de Víbora no se ensucia los dedos con un prisionero, de manera que todos los días sube al castillo mi mejor curandera para tratarle.
—¿Cómo está? —Meggie intentó no parecer una niña pequeña que contenía las lágrimas a duras penas, pero sólo lo consiguió a medias.
—Sufre una grave herida, pero creo que ya lo sabes.
Meggie asintió. Las lágrimas regresaron. Fluían como si quisieran limpiar de su corazón la pena, la añoranza, el miedo… Farid le rodeó los hombros con su brazo, pero su gesto le recordó aún más a Mo, a todos los años durante los que él la había protegido y atendido. Y ahora que estaba enfermo, ella no se encontraba a su lado.
—Ha perdido mucha sangre y todavía está débil, pero se encuentra muy bien, desde luego mucho mejor de lo que hacemos creer a Cabeza de Víbora —al oír a Buho Sanador se notaba que debía de hablar a menudo con personas que temían por la suerte de algún ser querido—. Mi curandera le aconsejó que no dejara que nadie se diera cuenta, para ganar tiempo. Así que de momento no tienes por qué preocuparte.
Meggie sintió un enorme alivio. «¡Todo se arreglará!», dijo una voz interior, por primera vez desde que Dedo Polvoriento le había entregado la nota de Resa. Todo se arreglará. Avergonzada, se enjugó las lágrimas del rostro.
—Mi curandera dice que el arma con que fue herido tu padre debe ser un artefacto temible —prosiguió Buho sanador—. ¡Ojalá no sea un invento diabólico en el que trabajan en secreto los herreros de Cabeza de Víbora!
—No, no, ese arma procede de un lugar muy distinto.
«De allí no viene nada bueno», añadió la expresión de Dedo Polvoriento, pero Meggie no quería pensar en el daño que una escopeta podía causar en ese mundo. Sus pensamientos no se apartaban de Mo.
—A mi padre —dijo a Buho Sanador— le encantaría esta habitación. Le gustan los libros, y los vuestros son realmente maravillosos. Seguramente os diría muchas cosas: que algunos deben ser encuadernados de nuevo y que ése de ahí ya no vivirá mucho tiempo si no tomáis pronto medidas contra los insectos que lo devoran. Buho Sanador cogió el libro que ella le había señalado, y acarició las páginas del mismo modo que Mo—. ¿A Arrendajo le gustan los libros? —preguntó—. Es algo inusitado en un bandolero.
—Él no es un bandolero —repuso Meggie—. Es médico, como vos, sólo que no cura personas, sino libros.
—¿De veras? Entonces, ¿es cierto que Cabeza de Víbora se ha equivocado de hombre? Si es así, tampoco será cierto lo que se dice de tu padre… que mató a Capricornio.
—Oh, sí, eso sí —Dedo Polvoriento acechaba por la ventana como si presenciase la plaza de la fiesta de Capricornio—. Con la sola ayuda de su voz. Tendrías que hacer que él o su hija te leyeran en alto algún día. Créeme, después contemplarás tus libros con otros ojos. Seguramente les pondrías candados.
—¿En serio? —Buho Sanador observó a Meggie complacido, interesado quizá por conocer más detalles de la muerte de Capricornio, pero llamaron de nuevo a la puerta. Una voz masculina atravesó la puerta cerrada—. ¿Maestro, venís ya? Lo tenemos todo preparado, pero será mejor que amputéis vos.
Meggie vio palidecer a Farid.
—¡Voy enseguida! —contestó Buho Sanador—. Adelantaos vosotros. Confío en poder saludar a tu padre algún día en esta estancia —dijo a Meggie mientras se encaminaba hacia la puerta—. Porque tienes razón: mis libros necesitarían en verdad un médico. ¿Tiene el Príncipe Negro algún plan para los cautivos? —miró, inquisitivo, a Dedo Polvoriento.
—No. Creo que no. ¿Has oído algo de los demás prisioneros? La madre de Meggie figura entre ellos.
Meggie sintió una punzada en el corazón por no haber sido ella, sino Dedo Polvoriento, quien preguntara por Resa.
—No, de los demás nada sé —respondió Buho Sanador—. Pero ahora debes disculparme. Bella os habrá comentado que es preferible que permanezcáis en esta zona de la casa. Cabeza de Víbora gasta cada vez más plata en sus espías. Ningún lugar está a salvo de ellos, ni siquiera éste.
—Lo sé —Dedo Polvoriento cogió uno de los libros depositados sobre la mesa del barbero.
Versaba sobre plantas medicinales. Meggie imaginaba cómo lo habría escudriñado Elinor, llena de avidez por poseerlo, y Mo habría recorrido con los dedos las páginas ilustradas en un intento de percibir el pincel que las había estampado por arte de magia sobre el papel. Pero ¿en qué pensaba Dedo Polvoriento? ¿En las plantas medicinales que cultivaba Roxana?
—Créeme, no habría venido aquí si no hubiera sucedido lo del molino —informó—. No deseo que este lugar corra peligro y hoy mismo nos marcharemos.
Pero Buho Sanador no quiso ni oír hablar del asunto.
—De ninguna manera, os quedaréis aquí hasta que tu pierna y los dedos del muchacho hayan sanado —replicó—. Sabes de sobra lo que me complace tu presencia. Y me alegro de que el chico te acompañe. Él nunca ha tenido un discípulo, ¿sabes? —le dijo a Farid—. Yo siempre le he recomendado que transmita su arte, pero él no ha obedecido. Yo transmito el mío a muchos y por eso debo dejaros ahora. He de enseñar a un discípulo a cortar un pie sin matar a su propietario.
Farid lo miró, estupefacto.
—¿Amputar? —susurró—. ¿Cómo que amputará? —pero Buho Sanador ya había cerrado la puerta tras él.
—¿No te lo he dicho? —dijo Dedo Polvoriento pasándose la mano por el muslo herido—. Buho Sanador es un sierrahuesos de primera clase. Pero creo que nosotros conservaremos nuestros dedos y pies.
* * *
Después de que Bella hubiera curado las ampollas de Farid y la pierna de Dedo Polvoriento, condujo a los tres a una habitación apartada, situada abajo, junto a la puerta de entrada. A Meggie le gustó la perspectiva de volver a dormir bajo techo, pero a Farid no le agradaba. Con gesto desdichado se sentaba en el suelo cubierto de lavanda mientras masticaba, nervioso, una de las hojas amargas.
—¿Y si durmiéramos esta noche en la playa? Seguro que la arena está muy blanda —preguntó a Dedo Polvoriento mientras éste se tendía sobre uno de los sacos de paja.
—Bueno, por mí no hay inconveniente —respondió Dedo Polvoriento—, pero ahora déjame dormir. Y no pongas esa cara como si te hubiera traído a un poblado de caníbales, o mañana por la noche no te enseñaré lo que te he prometido.
—¿Mañana? —Farid escupió la hoja en la mano—. ¿Por qué mañana?
—Porque hoy hace demasiado viento —replicó Dedo Polvoriento dándole la espalda—, y porque me duele la maldita pierna… ¿Necesitas más explicaciones?
Farid negó con la
cabeza,
compungido, se introdujo otra hoja en la boca y miró hacia la puerta como si a la mañana siguiente fuera a irrumpir por ella la muerte en persona.
Meggie, sentada en la habitación desnuda, no paraba de repetirse lo que Buho Sanador le había dicho de Mo:
Se encuentra muy bien, desde luego mucho mejor de lo que le hacemos creer a Cabeza de Víbora… Así que de momento no tienes por qué preocuparte.
Cuando oscurecía, Dedo Polvoriento salió cojeando. Apoyándose en una columna, atisbo hacia la colina sobre la que se
alzaba
el Castillo de la Noche. Contempló inmóvil las torres de plata… y Meggie se preguntó por enésima vez si solamente la ayudaría por su madre. A lo mejor ni siquiera Dedo Polvoriento conocía la respuesta.