—¡Eh, tú, no vuelvas a intentarlo! —gritó uno, indignado—. ¿A qué vienen tantos aspavientos? Pronto os reuniréis de nuevo. A Cabeza de Víbora le encanta que las mujeres presencien las ejecuciones.
—Sí, nunca se harta de sus llantos y lamentos —se burló el otro—. Ya lo verás, sólo por eso la dejará un rato con vida.
Y tu ejecución será grandiosa, Arrendajo, te lo garantizo. Arrendajo. A nombre nuevo, corazón nuevo. Un trozo de hielo dentro del pecho, de bordes afilados como un cuchillo.
Cabalgamos y cabalgamos, y nada sucedió. Todos los lugares a los que llegábamos eran tranquilos, apacibles y bellos. Una noche tranquila en las montañas, cabría decirse, pensé, si no hubiera sido tan equivocado.
Astrid Lindgren
,
Los hermanos Corazón de León
Dedo Polvoriento necesitó más de tres días para llegar al molino en compañía de Meggie y Farid. Tres largos días grises en los que Meggie apenas pronunció palabra, a pesar de que Farid se esforzaba lo imposible por animarla. La mayor parte del tiempo cayó del cielo una fina llovizna, y muy pronto todos ellos olvidaron la sensación de dormir con ropa seca. La noche en que se abrió por fin ante ellos el oscuro valle donde se alzaba el molino, el sol salió entre las nubes, muy bajo sobre las colinas, derramando oro sobre el río y sobre los tejados de ripias. No se veían más edificios a la redonda que la casa del molinero, unos establos y el propio molino, la colosal rueda de madera sumergida en el agua. Sauces, álamos, eucaliptos, alisos y perales silvestres bordeaban la orilla del río junto al que se levantaba. Delante de la escalera que conducía al molino se había detenido un carro. Un hombre, ancho de hombros y espolvoreado de harina lo cargaba con sacos. Un chico, al verlos venir, corrió hacia la casa. Todo parecía apacible y silencioso, excepto el rumor del agua que tapaba incluso el canto de las cigarras.
—¡Ya lo verás! —susurró Meggie a Farid—. Fenoglio ha escrito algo. Seguro. Y si no, esperaremos hasta que…
—No haremos nada —la interrumpió Dedo Polvoriento con brusquedad, mientras acechaba desconfiado a su alrededor—. Preguntaremos por la carta y luego seguiremos nuestro camino. Aquí acude mucha gente, y después de lo sucedido en el camino no tardarán en aparecer los primeros soldados. Si por mí hubiera sido, no nos habríamos dejado ver hasta que todo se hubiera calmado un poco, pero en fin…
—¿Y si todavía no ha llegado la carta? —Meggie lo miró, preocupada—. ¡Además le dije a Fenoglio que la esperaría aquí!
—Sí, y yo recuerdo que nunca te autoricé a escribirle ni una sola letra, ¿me equivoco?
Meggie calló, y Dedo Polvoriento volvió a mirar el molino.
—Sólo espero que Bailanubes haya entregado la carta y que el viejo no se haya dedicado a enseñarla por ahí. Huelga explicarte lo que pueden provocar esas letras.
Miró por última vez en torno suyo, antes de abandonar la protección de los árboles. Luego hizo una seña a Farid y a Meggie para que lo siguieran, y caminó a grandes zancadas hacia los edificios. El chico que había echado a correr hacia la casa se había sentado en los escalones de la puerta del molino. Unas cuantas gallinas escaparon cacareando cuando Gwin salió disparado hacia ellas.
—¡Farid, coge a la maldita marta! —ordenó Dedo Polvoriento mientras llamaba a Furtivo con un silbido.
Gwin, sin embargo, bufó a Farid. No le mordió (jamás le mordía), pero tampoco se dejó coger. Escurriéndose entre sus piernas, saltó detrás de una de las gallinas. Ésta subió, cacareando y aleteando, las escaleras del molino, pero eso no arredró a la marta. Pasó disparada junto al chico que seguía sentado en los peldaños, como si el mundo entero no le importara y desapareció por la puerta abierta detrás de la gallina. Un instante después el cacareo enmudeció… y Meggie lanzó a Dedo Polvoriento una mirada inquieta.
—¡Bueno, es maravilloso! —murmuró éste mientras hacía que Furtivo se introdujera de un salto en su mochila—. Una marta en la harina y una gallina muerta no nos harán muy apreciados aquí. Y hablando del diablo…
El hombre que cargaba el carro se limpió las manos manchadas de harina en los pantalones y se encaminó hacia ellos.
—Lo lamento —se disculpó Dedo Polvoriento mientras se aproximaba—. ¿Dónde está el molinero? Como es lógico, pagaré la gallina. En realidad hemos venido a buscar algo. Una carta.
El hombre se detuvo. Le sacaba la
cabeza,
a Dedo Polvoriento.
—Yo soy ahora el molinero —anunció—. Mi padre ha muerto. ¿Una carta, decís? —los examinó uno a uno. Su mirada se quedó prendida del rostro de Dedo Polvoriento.
—Sí, una carta de Umbra —respondió Dedo Polvoriento mientras alzaba la vista hacia el molino—. ¿Por qué no muele? ¿Es que los campesinos no traen grano o se os han marchado los criados?
El molinero se encogió de hombros.
—Ayer uno trajo escanda húmeda y el salvado se adhirió a las muelas del molino. Mi criado lleva dos horas limpiándolas. ¿De qué carta se trata? ¿A quién va dirigida? ¿Es que no tenéis nombre?
Dedo Polvoriento lo miraba, meditabundo.
—¿Una carta?
—Es para mí —explicó Meggie situándose a su lado—. Meggie Folchart. Así me llamo.
El molinero la observó con todo detenimiento… su vestido sucio, su pelo cubierto de bardana… Al fin, asintió.
—La tengo ahí dentro —informó—. Si hago tantas preguntas es porque es peligroso que una carta caiga en las manos equivocadas, ¿no es cierto? Vamos, pasad, ya sólo me falta por cargar ese saco.
—Llena las calabazas de agua —dijo en voz baja Dedo Polvoriento a Farid mientras le colgaba su mochila en los hombros—. Yo atraparé a la maldita marta, pagaré la gallina y en cuanto Meggie reciba la carta, partiremos sin tardanza.
Antes de que Farid pudiera protestar, despareció en el interior del molino. Con Meggie. El chico se pasó el brazo por la cara sucia y los siguió con la vista.
—Llena las calabazas de agua —murmuraba Farid mientras descendía por el talud del río—. Atrapa a la marta. ¿Qué se figura? ¿Que soy su criado?
El chico seguía sentado en la escalera mientras él se metía en las frías aguas del río y hundía las calabazas en la corriente. El chico tenía algo que no le gustaba a Farid. En su expresión. Miedo. Sí, eso era. Tenía miedo. ¿De qué? «No creo que sea de mí», pensó Farid mirando a su alrededor. Algo iba mal, se lo olía. Siempre había podido olerlo, ya entonces, en la otra vida, en la que tenía que hacer guardias, espiar, deslizarse a hurtadillas detrás de alguien, indagar… Oh, sí, venteaba el peligro. Guardó las calabazas de agua junto con Furtivo en la mochila y rascó la cabeza a la marta somnolienta.
No vio al muerto hasta que se disponía a regresar vadeando hasta la orilla. Todavía era joven, y a Farid le dio la impresión de que ya conocía su cara. ¿No le había tirado una moneda de cobre al plato durante la fiesta en el castillo de Umbra? El cadáver se había enganchado en las ramas inferiores, pero la herida del pecho se percibía con claridad meridiana. Un cuchillo. El corazón de Farid se aceleró tanto que casi le impedía respirar. Contempló el molino. El chico, sentado delante, aferraba sus propios hombros, como si temiera deshacerse de miedo. El molinero, sin embargo, había desaparecido.
El molino no producía el menor ruido, pero eso no significaba nada. El rumor del agua lo habría silenciado todo: los gritos, el entrechocar de espadas… «¡Vamos, Farid!», se dijo con aspereza. «Acércate a escondidas, averigua lo que sucede. Ya lo has hecho cientos de veces, qué digo, miles.»
Vadeó el río, agachado, y trepó a la orilla por detrás de la rueda del molino. Con el corazón en un puño se apoyó en la pared, pero también conocía esa sensación. Millares de veces se había acercado furtivamente, con su corazón latiendo desbocado, a un edificio, a una ventana, a una puerta cerrada. Apoyó en el muro la mochila de Dedo Polvoriento con la marta dormida. Algo no iba bien. Nada bien. Y encima Meggie lo acompañaba. Farid alzó la vista. La ventana más próxima estaba muy por encima de su cabeza, pero por suerte la fábrica del muro era muy tosca.
—Silencioso como una serpiente —musitó mientras se izaba por él.
El alféizar de la ventana estaba blanco por la harija. Farid atisbo hacia el interior conteniendo la respiración. Primero isó a un tipo basto con expresión bobalicona, seguramente el criado del molinero. Farid nunca había visto al hombre situado junto a él, pero del que estaba a su lado, por desgracia no podía decir lo mismo.
Basta. El mismo rostro afilado, la misma sonrisa maligna. Sólo había cambiado su indumentaria. Basta ya no llevaba camisa blanca y traje negro con una flor en el ojal. Ahora vestía el gris plata de Cabeza de Víbora y ceñía una espada junto al costado. Como es lógico, también llevaba un cuchillo al cinto. Y su mano izquierda sostenía una gallina muerta.
Entre él y Dedo Polvoriento sólo mediaba la muela del molino… y Gwin, que, sentada encima de la piedra redonda, miraba con avidez a la gallina mientras la punta de su cola se contraía inquieta arriba y abajo. Meggie, pegada a Dedo Polvoriento, ¿pensaría lo mismo que Farid? ¿En las palabras mortíferas de Fenoglio? A lo mejor, pues intentaba atraer a Gwin, pero la marta no le prestaba atención.
«¿Qué debo hacer?», se preguntó Farid. «¿Qué voy a hacer ahora? ¿Entrar? ¡Qué disparate! ¿De qué serviría?» Su ridículo cuchillo no podía hacer nada contra dos espadas, y además estaban el criado y el molinero, éste junto a la puerta.
—Bueno, qué, ¿son éstos los que estabais esperando? —preguntó a Basta.
Qué satisfecho de sí mismo parecía ahora, de sí mismo y de sus mentiras. A Farid le habría encantado borrar con el cuchillo la taimada sonrisa de sus labios.
—Sí, son ellos —ronroneó Basta—. La pequeña bruja y el comefuego como regalo extra. La espera ha merecido la pena. Aunque no creo que logre sacarme nunca más la maldita harija de los pulmones.
«Piensa, Farid. Piensa.» Miró a su alrededor, dejó vagar sus ojos como si éstos pudieran mostrarle el camino de huida a través de los muros firmemente trabados. Había otra ventana, pero el criado estaba delante, y una escalera de madera que conducía al desván, donde seguramente se almacenaba el grano que se vertería sobre la muela por la tolva de madera que salía del techo. ¡La tolva! ¡Claro! Asomaba por el techo justo encima de la piedra de moler, como un hocico de madera. ¿Qué ocurriría si…?
Farid observó la parte alta del molino. ¿No había ahí arriba otra ventana? Sí, pero era un simple agujero en el muro. No obstante, ya se había introducido por aberturas más estrechas. Con el corazón desbocado se izó muro arriba. A su izquierda el río espumeaba y una corneja lo miró con desconfianza desde un sauce, como si estuviese a punto de delatarlo al molinero. Farid jadeaba al introducir sus hombros por la estrecha abertura del muro. Al poner los pies sobre el entarimado de madera, blanco de harija, soltó un crujido delator, pero el rumor del agua acalló el ruido. Farid se arrastró boca abajo hacia la tolva y atisbo por ella. Basta estaba justo debajo, junto a la muela… y frente a él, al otro lado de la piedra, debían encontrarse Dedo Polvoriento y Meggie. Farid no podía verlo, pero imaginaba de sobra en qué pensaba Dedo Polvoriento: en las palabras de Fenoglio que narraban su muerte.
—¡Coge a la marta, Rajahombres! —ordenó Basta al hombre situado a su lado—. ¡Vamos, deprisa!
—Hazlo tú mismo. ¿O crees que quiero contraer la rabia?
—¡Ven aquí, Gwin! —esa era la voz de Dedo Polvoriento.
¿Qué estaría haciendo? ¿Reírse de su propio miedo, como hacía a veces cuando el fuego mordía su piel? Gwin saltó de la piedra. Se sentaría sobre el hombro de Dedo Polvoriento y miraría a Basta. Estúpida Gwin. No entendía las palabras…
—Bonitas ropas nuevas, Basta —comentó Dedo Polvoriento—. Claro, cuando el criado encuentra un nuevo amo, tiene que cambiar de atuendo, ¿me equivoco?
—¿Criado? ¿Quién es aquí un criado? Oídlo. Descarado como si nunca hubiera probado mi cuchillo. ¿Has olvidado ya cómo gritabas cuando te rajaba la cara? —Basta colocó una bota encima de la muela—. No se te ocurra mover ni siquiera un dedo. Las manos, arriba. Vamos, levántalas en el aire. Sé lo que puedes hacer en este mundo con el fuego. Un susurro tuyo, un chasquido de tus dedos, y mi cuchillo se clavará en el pecho de la pequeña bruja.
Un chasquido. Sí, pon manos a la obra, Farid. Miró en torno suyo, buscando, retorció apresuradamente un poco de paja para formar una antorcha y empezó a susurrar.
—¡Ven ya! —invocó, chasqueando la lengua y siseando, tal como le había enseñado Dedo Polvoriento después de haberle introducido por primera vez en la boca un pellizco de miel de fuego. Había ensayado con él noche tras noche, detrás de la casa de Roxana, el lenguaje del fuego, las palabras chisporroteantes… Farid las susurró todas hasta que una llama diminuta brotó de la paja.
—¡Uuuuy! ¿Te has fijado en cómo me mira la pequeña bruja, Rajahombres? —exclamó Basta debajo de él con fingido eto—. Lástima que necesite letras para sus encantamientos. Pero aquí no se ve un libro por ninguna parte. ¿Qué amable por su parte escribir de su puño y letra dónde podíamos encontrarlos, verdad? —Basta deformó la voz hasta que sonó aguda como la de una chica:—
«Los hombres de Cabeza de Víbora se los han llevado a todos, a mis padres y a los titiriteros. ¡Escribe algo, Fenoglio!»
Bueno, o algo por el estilo… ¿Sabes?, me decepcionó de veras que tu padre siga vivo. Sí, no me mires con tanta incredulidad, pequeña bruja, yo no sé leer ni tampoco pretendo aprender, pero hay bastantes mentecatos por ahí que saben, incluso en este mundo. Justo delante de la puerta de la ciudad de Umbra nos topamos con un escribanillo. Le costó descifrar tus garabatos, pero fue suficiente para estar ahora delante de vosotros. Incluso llegamos a tiempo para matar al mensajero del viejo, que tenía que preveniros.
—¡Eres más locuaz que antes, Basta! —replicó Dedo Polvoriento, aburrido.
¡Qué bien sabía ocultar su miedo! Farid lo admiraba casi más por ello que por su destreza con el fuego.
Basta extrajo el cuchillo del cinto despacio, muy despacio. A Dedo Polvoriento no le gustaban los cuchillos. El suyo estaba casi siempre guardado en la mochila, y ésta estaba fuera, apoyada en la pared. ¡Cuántas veces le había pedido Farid que lo llevase al cinto, pero no, él no quería oír hablar de eso!
—Conque locuaz. Vaya, vaya —Basta contemplaba su reflejo en la refulgente hoja del cuchillo—. No puede decirse lo mismo de ti. Pero ¿sabes una cosa? Como nos conocemos desde hace mucho tiempo, llevaré en persona a tu mujer la noticia de tu muerte. ¿Qué te parece, comefuego? ¿Piensas que Roxana se alegrará de volver a verme? —acarició con dos dedos la hoja del cuchillo—. Y en lo que a ti concierne, pequeña bruja… me resultó encantador que le confiases tu carta a un viejo funámbulo con la pierna rígida que no fue ni la mitad de rápido que mi cuchillo.