Sangre de tinta (46 page)

Read Sangre de tinta Online

Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
12.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

La otra niña y el niño caminaban entre sus madres y la mujer de los dedos encorvados que había intentado llevar a Mo a la fortaleza de Capricornio. Resa tampoco le había dicho nada a ella del recado de Dedo Polvoriento. Cada una de sus miradas, decía: ¡Qué razón tenía! Pero Mina sonreía cuando la miraba, Mina con su vientre redondo que habría tenido tantos motivos para odiarla por lo sucedido. A lo mejor las flores que le había llevado a la cueva les habían traído suerte. Mo había mejorado muchísimo, tras haber creído durante unas horas interminables que su próximo aliento sería el último. Desde la fuga del Príncipe, un caballo arrastraba el carro en que yacía. El oso había liberado al Príncipe, susurraban los demás, lo que demostraba de una vez por todas que era un íncubo. Con su mirada espectral había hecho desaparecer las cadenas, se había transformado en una persona y había roto las ligaduras de su amo. Cuando estalló el griterío durante la noche, ella había pasado mucho miedo por Dedo Polvoriento, por Meggie y por el chico, pero a la mañana siguiente, la furia que reflejaba el rostro de los soldados le reveló su fuga.

¿Dónde estaría el árbol caído del que había hablado Meggie?

La niña caminaba a su lado aferrándose a su vestido. Resa le sonrió… y notó cómo Pífano la observaba desde lo alto de su caballo. Giró rápidamente la cabeza. Por fortuna ni Zorro Incendiario ni él la habían reconocido. Con cuánta frecuencia la habían obligado a escuchar las sangrientas canciones de Pífano en la fortaleza de Capricornio, cuando aún lucía una nariz humana, y a Zorro Incendiario le había limpiado las botas, pero por suerte él no había sido de los que la perseguían a ella y a las demás criadas.

Los soldados barajaban a voz en grito por encima de sus cabezas lo que haría su señor al Príncipe Negro y a su oso cuando los capturasen. Desde que habían montado en sus caballos se mostraban de mejor humor. De vez en cuando Pífano se giraba en la silla y aportaba su particular crueldad. A Resa le habría gustado taparle los oídos a la niña que tenía al lado. Su madre recorría el país con unos cómicos, ajena a lo sucedido y convencida de que su hija estaba a salvo en el Campamento Secreto.

La niña correría. Igual que los otros dos niños y sus madres. Seguro que también lo intentaría la de dedos encorvados, Pájaro Tiznado y la mayoría de los hombres… El titiritero con la pierna herida, el que iba en el carro con Mo, se quedaría, igual que Dosdedos, porque las ballestas le atemorizaban, y el viejo que caminaba sobre zancos porque ya no confiaba en sus piernas. Benedicta, que apenas veía dónde pisaba, también se quedaría, y Mina, que pronto traería un hijo al mundo… y Mo.

El camino cada vez se empinaba más hacia abajo. Las ramas de los árboles se entrelazaban sobre sus cabezas. Era una mañana sin viento, nublada y lluviosa, pero los dedos de Dedo Polvoriento ardían incluso lloviendo. Resa acechaba entre los caballos. Qué juntos crecían los árboles, no había más que oscuridad entre ellos, incluso en pleno día. Tenían que correr hacia la izquierda. ¿Esperaba Meggie que lo intentase también ella? Cuántas veces se lo había preguntado ya… para responderse siempre lo mismo: «No, sabe que no dejaré solo a su padre, además ella le quiere tanto como yo».

Resa aminoró el paso. Ahí estaba el árbol caído, cruzado en el camino, el tronco verde de musgo. La niña la observaba con mucha atención. Ella había temido que alguno de los niños hablase, pero habían permanecido mudos como peces durante toda la mañana.

Zorro Incendiario soltó un juramento al descubrir el árbol. Tiró de las riendas de su caballo y ordenó a los cuatro primeros jinetes que desmontasen para despejar el obstáculo del camino. Obedecieron con expresión malhumorada, entregando a otros las riendas de sus caballos, y se dirigieron hacia el tronco a grandes zancadas. Resa no se atrevía a mirar al borde del camino, por miedo a que sus miradas delatasen a Meggie o a Dedo Polvoriento. Creyó oír un castañeteo y luego un susurro casi imperceptible, pero no eran palabras de hombres sino del fuego. Dedo Polvoriento había pronunciado esas palabras para ella en otra ocasión, en el otro mundo, donde no surtían efecto, donde el fuego era sordo y mudo.

—Suena mucho mejor cuando lo hago allí —había comentado, y después había hablado de la miel de fuego que cogía a los elfos.

Pero ella recordaba muy bien su sonido… como si las llamas devoraran carbón negro o royeran hambrientas el papel blanco. Nadie más oyó el susurro en medio del rumor de las hojas, del gotear de la lluvia, entre los trinos de pájaros y el canto de los grillos.

El fuego surgió bajo la corteza del árbol retorciéndose como un nido de serpientes. Ellos no se dieron cuenta. Pero cuando saltó disparada la primera llama, devoradora y ardiente, tan alta que casi chamuscó las hojas de los árboles, retrocedieron a trompicones, asustados e incrédulos. Los caballos sin jinete se encabritaron e intentaron soltarse mientras el fuego siseaba y bailaba.

—¡Corre! —y la niña echó a correr, ligera como un cervatillo.

Niños, mujeres, hombres, se apresuraron hacia los árboles, pasando junto a los caballos etados para internarse en la oscuridad protectora del bosque. Dos soldados les dispararon, pero también sus caballos se encabritaban por el fuego, y las flechas se clavaron en la corteza de un árbol en lugar de en un cuerpo humano. Resa los vio desaparecer entre los árboles uno tras otro, mientras los soldados gritaban. Le dolía tanto quedarse quieta, tanto…

El árbol seguía ardiendo, su corteza se ennegrecía… «¡Corred», pensaba Resa, «corred!», mientras permanecía inmóvil a pesar de que sus pies en realidad sólo deseaban acercarse a su hija, que esperaba en algún lugar entre los árboles. Pero se quedó intentando no pensar en que volverían a encerrarla. Porque entonces huiría, a pesar de Mo. Correría y correría sin descanso, sin detenerse jamás. Había permanecido cautiva demasiado tiempo, alimentándose exclusivamente de recuerdos, de Mo, de Meggie… Se había alimentado de ellos a lo largo de los años que había tenido que servir primero a Mortola, luego a Capricornio.

—¡Que no se te ocurra nada raro, Arrendajo! —oyó gritar a sus espaldas a uno de los soldados—. ¡O te atravesaré de un flechazo!

—¿A qué ocurrencias te refieres? —respondió Mo—. ¿Tengo pinta de ser tan estúpido como para escapar de tu ballesta?

Resa por poco se echa a reír. Le resultaba siempre tan fácil hacerla reír…

—¿A qué esperáis? ¡Perseguidlos! —vociferó Pífano.

Se le había resbalado la nariz de plata, y su caballo seguía desbocado por más que le tirase de las riendas. Algunos hombres obedecieron, se adentraron en el bosque a trompicones y sin mucho entusiasmo y retrocedieron cuando una sombra se agitó, gruñendo entre la maleza.

—¡El íncubo! —gritó uno, y salieron en tropel al camino, pálidos y temblorosos, como si las espadas que empuñaban no sirvieran de nada contra los horrores que acechaban entre los árboles.

—¿Íncubo? ¡Si es pleno día, imbéciles! —vociferó Zorro Incendiario—. ¡Es un oso, un simple oso!

Vacilando volvieron a internarse en el bosque, muy juntos, como una bandada de pollitos que se escudan detrás de su madre. Resa oyó cómo se abrían camino con la espada, mascullando maldiciones, entre barbas de capuchino y zarzamoras, mientras los caballos permanecían en el camino piafando y temblando. Zorro Incendiario y Pífano empezaron a cuchichear en voz baja, mientras los soldados que vigilaban al resto de los prisioneros escudriñaban el bosque con los ojos desencajados, como si estuviera a punto de acometerles el íncubo, que se asemejaba tan engañosamente a un oso, para tragárselos a todos ellos con piel y pelo y todo lo demás, como hacen los fantasmas.

Resa vio a Mo mirándola desde arriba, vio el alivio en su cara cuando la descubrió… y la desilusión porque aún seguía allí. Continuaba estando pálido, pero menos que cuando la muerte había acariciado su cara. Dio un paso hacia el carro, intentando tocar su mano, comprobar si aún ardía por la fiebre, pero uno de los soldados se lo impidió con un empujón brutal.

El árbol aún ardía. Las llamas chisporroteaban como si cantaran una canción satírica sobre Cabeza de Víbora, y los hombres regresaron del bosque sin haber capturado un solo preso fugado.

POBRE MEGGIE

«Hola», saludó una voz dulce y musical, y Leonardo alzó la vista. Ante él se encontraba la más hermosa joven que hubiera visto nunca, una joven que quizá le hubiera asustado de no ser por la expresión de sus bellos ojos azules; él conocía la tristeza.

Eva Ibbotson
,
El concurso de brujas

Meggie guardaba silencio. Por más que Farid intentaba animarla, permanecía sentada entre los árboles, rodeándose las piernas con los brazos y muda. Sí, habían liberado a muchos, pero sus padres no figuraban entre ellos.

Ninguno de los que habían logrado escapar resultó herido. Uno de los niños se había torcido un pie, pero era tan pequeño que los adultos podían llevarlo en brazos. El bosque se los había tragado a todos tan deprisa que los hombres de Cabeza de Víbora, al cabo de unos pasos, sólo perseguían sombras. Dedo Polvoriento introdujo a los niños en un árbol hueco, y las mujeres se adentraron en una espesura de barbas de capuchino y ortigas salvajes, mientras el oso del Príncipe Negro mantenía alejados a los soldados. Los hombres habían trepado a los árboles, a gran altura entre las hojas. Dedo Polvoriento y el Príncipe fueron los últimos en ocultarse, después de haber atraído al lugar equivocado a los soldados en distintas ocasiones.

El Príncipe recomendó a los liberados que regresasen a Umbra y se uniesen a los titiriteros que acampaban allí. El tenía otros planes. Antes de irse, habló de nuevo con Meggie, tras lo cual ella ya no parecía tan desesperanzada.

—Me ha asegurado que no permitirá que ahorquen a mi padre —informó a Farid—. Dice que sabe que Mo no es Arrendajo y que él y sus hombres le dejarán bien claro a Cabeza de Víbora que se ha equivocado de presa.

Le miraba tan esperanzada que Farid se limitó a asentir.

—Estupendo —murmuró a pesar de que sólo le rondaba una idea: que Cabeza de Víbora, pese a todo, ejecutaría a Lengua de Brujo.

—¿Qué hay del espía del que habló Pífano? —preguntó a Dedo Polvoriento cuando volvieron a ponerse en camino—. ¿Lo buscará el Príncipe?

—No necesitará buscar mucho —replicó Dedo Polvoriento—. Le bastará con esperar a descubrir a algún titiritero con los bolsillos repletos de plata.

Plata. A Farid no le quedó más remedio que admitirlo: las torres de plata del Castillo de la Noche atraían su curiosidad. Al parecer, hasta las almenas estaban forradas de ese metal. Pero para ir allí, tomarían un camino diferente al de Zorro Incendiario.

—Sabemos adonde se dirigen —les explicó Dedo Polvoriento—. Y hay trayectos más seguros que la calzada hacia el Castillo de la Noche.

—¿Y qué hay del Molino de los Ratones? —preguntó Meggie—. ¿El molino del que hablaste en el bosque? ¿No iremos allí primero?

—No necesariamente. ¿Por qué?

Meggie calló. Evidentemente sabía de sobra que la respuesta no complacería a Dedo Polvoriento.

—Entregué a Bailanubes una carta para Fenoglio —explicó al fin—. Le pedía que escribiera algo que salvase a mis padres, y que lo enviase al molino.

—¿Una carta? —la voz de Dedo Polvoriento sonó tan dura, que Farid, inconscientemente pasó a Meggie el brazo por los hombros—. ¡Magnífico! ¿Y qué pasará si la leen ojos indiscretos?

Farid agachó la cabeza, pero Meggie no. Y sostuvo la mirada de Dedo Polvoriento.

—Ahora nadie puede ayudarlos salvo Fenoglio —replicó—. Y tú lo sabes. Lo sabes de sobra.

UNA LLAMADA A LA PUERTA

Lanzarote contempló su vaso. «Él no es humano», respondió al fin. «¿Y por qué iba a serlo? ¿Esperáis que los ángeles sean humanos?»

T. H. White
,
Camelot,
segunda parte

El jinete que Fenoglio había enviado en pos de Meggie llevaba varios días ausente.

—Has de cabalgar raudo como el viento —le recomendó, pues estaba en juego la vida de una chica joven y, como es natural, bellísima. (¡Al fin y al cabo quería que el tipo se entregara en cuerpo y alma a su misión!)—. Por desgracia, no podrás convencerla de que regrese contigo, ¡es muy terca! —agregó—, así que acuerda con ella un punto de encuentro, más seguro esta vez, y dile que retornarás lo antes posible con una carta mía. ¿Lo recordarás?

El soldado, un verdadero pipiolo, repitió las palabras sin esfuerzo y partió al galope, asegurándole que regresaría al cabo de tres días a lo sumo. Tres días. Si el mozo cumplía su promesa, pronto estaría de vuelta… pero Fenoglio no tendría otra carta para Meggie. ¡Sencillamente porque las palabras destinadas a enderezar toda esa historia, salvar a los buenos, castigar a los malos, como correspondía, se negaban a colocarse en su sitio!

Fenoglio pasaba día y noche en los aposentos que Cósimo le había asignado, con la vista clavada en los pliegos de pergamino que le había traído Minerva junto con el asustadísimo Cuarzo Rosa. Mas parecía cosa de brujería: empezara lo que empezase, se deshacía como la tinta en el papel mojado. ¿Qué había sido de las malditas palabras? ¿Por qué seguían muertas como hojas secas? Discutía con Cuarzo Rosa, le ordenaba traerle vino, asados, dulces, tinta, una pluma nueva…, mientras fuera, en los patios del castillo, martilleaban y forjaban, reforzaban la puerta del castillo, limpiaban los calderos para la pez, afilaban las lanzas. El estruendo típico de los preparativos para la guerra. Sobre todo si se tenía prisa. Y Cósimo la tenía, y mucha.

Las palabras para él se habían escrito casi solas: eran palabras repletas de justa ira. Los pregoneros de Cósimo las habían propagado por todos los pueblos y mercados. Desde entonces, los voluntarios acudían en masa a Umbra, soldados para combatir a Cabeza de Víbora. ¿Pero dónde estaban las palabras para ganar la guerra de Cósimo y al mismo tiempo salvar de la horca al padre de Meggie?

¡Oh, cómo martirizaba su vieja mente! ¡Pero nada se le ocurría! Los días transcurrían y la desesperación se apoderaba del corazón de Fenoglio. ¿Qué sucedería si entretanto Cabeza de Víbora ahorcaba a Mortimer? ¿Leería Meggie en ese caso? ¿No le resultaría completamente indiferente lo que le sucediera a Cósimo y a ese mundo si su padre había muerto?

«Disparates, Fenoglio», murmuraba mientras hora tras hora tachaba una frase tras otra. «¿Y sabes una cosa? Si no se te ocurre ninguna palabra, esta vez tendrá que funcionar sin ellas. ¡Cósimo salvará a Mortimer!»

Other books

Crypt 33 by Adela Gregory
Black Coke by James Grenton
Counterfeit Courtship by Christina Miller
Fifty Days of Sin by Serena Dahl
Wilde Edge by Susan Hayes
Almost an Outlaw by Patricia Preston
Run, Zan, Run by Cathy MacPhail
Abuse of Power by Michael Savage