—¡Vamos, di algo! —le gritó la Urraca—. ¡Di algo, cabeza hueca!
Basta se agachó para recoger un casco oxidado que yacía a sus pies.
—¿Qué puedo decir? —gruñó mientras con expresión sombría volvía a tirar el casco a la hierba propinándole una patada que lo proyectó con estrépito contra el muro—. Claro que es nuestro castillo, o acaso has pasado por alto adrede el Capricornio que figura en la pared? Hasta los demonios siguen ahí, aunque ahora llevan una corona de hiedra, y ahí enfrente se ve uno de los ojos que tanto le gustaba pintar en las piedras a Rajahombres.
Mortola miró fijamente el ojo rojo que señalaba el dedo de Basta. Después se dirigió, cojeando, hasta los restos de la puerta de madera, astillada y arrancada de sus goznes, casi invisible ya bajo las zarzas y ortigas que alcanzaban la altura de un hombre. Se detuvo en silencio, acechando a su alrededor.
Mo ya había vuelto en sí.
—¿De qué hablan? —susurró a Resa—. ¿Dónde estamos? ¿Esto era la guarida de Capricornio?
Resa asintió. Al oír el sonido de su voz, la Urraca se volvió bruscamente y le miró. Después se le aproximó tambaleándose, como si estuviera mareada.
—¡Sí, éste es su castillo, pero Capricornio ha desaparecido! —dijo con tono ominoso bajando la voz—. Mi hijo no está aquí. Así que Basta tenía razón. Está muerto, aquí y en el otro mundo, muerto, ¿y por qué? Por tu voz, por tu maldita voz.
El rostro de Mortola rebosaba tal odio que Resa, involuntariamente, quiso retirarle a cualquier parte donde estuviera a salvo de esa mirada. Pero tras ellos no había más que el muro tiznado de hollín que aún ostentaba el macho cabrío de Capricornio, con sus ojos rojos y los cuernos ardiendo.
—¡Lengua de Brujo! —Mortola escupió la palabra como si fuera veneno—. Te cuadra más Lengua de Asesino. Tu hijita no fue capaz de pronunciar las palabras que mataron a mi hijo, pero tú sí…
¡tú no vacilaste ni un instante!
—su voz apenas era un susurro cuando prosiguió:— Todavía te veo claramente ante mí, como si hubiera sucedido anoche… cuando le arrebataste la hoja de la mano y la apartaste a un lado. Y después salieron de tu boca las palabras, tan melodiosas como todo lo que brota de tus labios, y al terminar mi hijo yacía muerto en el polvo —por un momento se apretó los dedos sobre su boca, como si necesitara contener un sollozo y al apartar la mano, sus labios temblaban—. ¿Cómo… pudo… suceder? —prosiguió con voz trémula—. Dime, ¿cómo fue posible? Él no pertenecía a vuestro mundo falso. Entonces, ¿cómo pudo morir allí? ¿O acaso lo atrajiste hasta allí con el reclamo de tu diabólica lengua? —y dándose de nuevo la vuelta, clavó los ojos en los muros quemados y apretó sus descarnados puños.
Basta se agachó para recoger una punta de flecha.
—¡Cuánto daría por saber lo sucedido! —murmuró—. Siempre he dicho que Capricornio ya no estaba aquí, pero ¿y los demás? Zorro Incendiario, Comebrea, Corcovado, Pífano y Rajahombres… ¿acaso han muerto? ¿O están encerrados en las mazmorras del Príncipe Orondo? —miró inquieto a Mortola—. ¿Qué vamos a hacer si ya no existe ninguno de ellos, eh? —la voz de Basta pareció la de un niño que teme la noche—. ¿Pretendes que vivamos como duendes en una cueva hasta que nos encuentren los lobos? ¿Te has olvidado de ellos, de los lobos? ¿Y de los íncubos, de los elfos de fuego, de todo lo demás que se arrastra por aquí…? Pues yo no, pero ¡tú te empeñaste en regresar a este maldito lugar, en el que detrás de cada árbol acechan tres espíritus! —agarró el amuleto que se bamboleaba colgado de su cuello, pero Mortola no se dignó mirarle.
—¡Bah, cierra el pico! —replicó con voz tan dura que Basta agachó la cabeza—. ¿Cuántas veces tendré que explicarte que no hay que temer a los espíritus? Y respecto a los lobos, para eso llevas el cuchillo, ¿no? Ya nos las arreglaremos. También nos las arreglamos en su mundo, y éste lo conocemos bastante mejor. Además contamos aquí con un amigo poderoso, ¿lo has olvidado? Le haremos una visita, sí, eso es lo que haremos. Pero antes he de hacer algo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo —concluyó mirando a Mo.
Luego se volvió, caminó con paso firme hacia Basta y le arrebató la escopeta de la mano.
Resa agarró a Mo por el brazo. Intentó apartarlo de un tirón, pero Mortola disparó antes. La Urraca tenía experiencia en el manejo de la escopeta. Disparaba a menudo contra los pájaros que picoteaban la simiente de sus tablas en la granja de Capricornio.
La sangre se extendió por la camisa de Mo abriéndose como una flor roja, del color de la púrpura. Resa oyó su propio grito cuando Mo se desplomó y se quedó tendido inmóvil, mientras la hierba a su alrededor se teñía de rojo igual que su camisa. Resa, arrodillándose, le dio la vuelta y presionó sus manos sobre la herida intentando contener la hemorragia, la sangre que le arrebataba su vida.
—¡Vámonos de una vez, Basta! —oyó decir a Mortola—. Tenemos un largo camino por recorrer, y va siendo hora de encontrar un sitio más seguro antes de que oscurezca. Este bosque no es muy agradable de noche.
—¿Piensas dejarla aquí? —era la voz de Basta.
—Claro, ¿por qué no? Ya sé que siempre te gustó, pero los lobos se ocuparán de ella. La sangre fresca los atraerá.
La sangre seguía brotando con rapidez, y la cara de Mo estaba blanca como la nieve.
—¡Oh, no, por favor, no! —musitó Resa. Su voz. Apretó los dedos contra sus labios temblorosos.
—¡Anda, fíjate! La palomita ha recobrado el habla —la voz sarcástica de Basta apenas lograba sobreponerse al ruido en sus oídos—. Lástima que ya no pueda oírte, ¿no crees? ¡Que te vaya bien, Resa!
Ella no se volvió. Ni siquiera cuando los pasos se alejaron.
—No —se oía susurrar una y otra vez—. No —a modo de oración.
Arrancó una tira de su vestido, ojalá no le temblaran tanto los dedos, y apretó la tela contra la herida. Sus manos estaban mojadas de la sangre de Mo y de sus propias lágrimas. «¡Resa!», se increpó a sí misma. «Tus lágrimas son inútiles. ¡Recuerda! ¿Qué hacían los hombres de Capricornio cuando caían heridos? Quemar las heridas». Pero no quería ni pensarlo. También había una planta, una planta de hojas peludas con flores de color lila pálido, campanillas diminutas en las que los abejorros se introducían zumbando. Miró a su alrededor, a través del velo de sus lágrimas, como si confiase en un milagro…
Entre los zarcillos de madreselva revoloteaban dos hadas de piel azulada. Ojalá Dedo Polvoriento hubiera estado allí; él habría sabido cómo atraerlas, seguro. Las habría llamado en
voz
baja, convenciéndolas para que le entregaran su saliva o el polvo plateado que se desprendía de sus cabellos.
De nuevo oyó sus propios sollozos. Con los dedos manchados de sangre apartó de la frente de Mo sus oscuros cabellos y le llamó por su nombre. No podía estar muerto, ahora no, después de todos esos años…
Gritó su nombre una y otra vez, le puso los dedos sobre sus labios, sintió su aliento, débil e irregular, esforzado, como si tuviera a alguien sentado encima del pecho. «La muerte», se dijo Resa, «la muerte…»
Un ruido la sobresaltó. Pasos sobre mullido follaje. ¿Habría cambiado de idea Mortola? ¿Había enviado a Basta a buscarla?
¿O
llegaban ya los lobos? Si al menos hubiera tenido una navaja… Mo siempre llevaba una consigo. Con gesto atolondrado deslizó las manos en los bolsillos de su pantalón, tanteando en busca del mango desgastado por el uso.
El ruido de pasos se incrementó. Sí, eran pasos, no cabía duda, y de una persona. De pronto se hizo el silencio, un silencio amenazador. Resa notó la empuñadura de la navaja entre los dedos y, tras sacarla a toda prisa del bolsillo de Mo, la abrió. Apenas se atrevía a volverse, pero al final lo hizo.
Una anciana apareció en lo que antaño había sido el umbral de la puerta de Capricornio. Parecía pequeña como una niña entre los pilares que aún se alzaban a gran altura. Llevaba un saco al hombro y su vestido parecía hecho de ortigas anudadas. Tenía la tez muy morena y la cara arrugada como la corteza de un árbol. En su pelo gris, corto como pelaje de marta, se enredaban hojas y bardanas.
Se acercó a Resa sin decir palabra. Iba descalza, pero las ortigas y los cardos que crecían en el patio de la fortaleza destruida no parecían molestarla. Con rostro inexpresivo apartó a Resa y se inclinó sobre Mo. Sin inmutarse, retiró el sucio jirón de tela que Resa apretaba contra la herida.
—Nunca he visto una herida semejante —afirmó con voz ronca como si la utilizara muy poco—. ¿Qué la ha causado?
—Una escopeta —contestó Resa; era una sensación extraña volver a utilizar la lengua para hablar en lugar de las manos.
—¿Una escopeta? —la anciana la miró, meneando la cabeza, y volvió a inclinarse sobre Mo—. Una escopeta. ¿Qué diablos será eso? —murmuró mientras palpaba la herida con sus dedos morenos—. Sí, ellos inventan nuevas armas con más rapidez de lo que sale un polluelo del huevo, y yo tengo que encontrar la solución para remendar lo que ellos perforan y cortan —colocó la oreja sobre el pecho de Mo, escuchó con atención y se incorporó suspirando—. ¿Llevas camiseta debajo del vestido? —preguntó con tono áspero sin mirar a Resa—. Quítatela y desgárrala. Necesito tiras largas —luego metió la mano en una bolsa de cuero que colgaba de su cinturón, sacó una botellita y empapó con su contenido una de las tiras de tela que le tendía Resa—. ¡Aprieta esto encima! —ordenó poniendo la tela entre sus dedos—. La herida es mala. A lo mejor tengo que sajar o cauterizar, pero no aquí. Las dos solas no podemos transportarlo, pero los titiriteros levantan su campamento cerca de aquí, para sus viejos y sus enfermos. Quizá me ayuden —vendó la herida con agilidad, como si nunca hubiera hecho otra cosa—. ¡Mantenlo caliente! —le aconsejó mientras se incorporaba y se echaba el saco al hombro. Luego, señalando la navaja que Resa había dejado caer en la hierba, agregó—. Guárdala. Intentaré regresar antes que los lobos. Y si aparece una de las Mujeres Blancas, procura que no lo mire ni susurre su nombre.
Luego se marchó tan repentinamente como había llegado.
Resa se arrodilló en el patio de la fortaleza de Capricornio, la mano apretada sobre el vendaje empapado de sangre, escuchando la respiración de Mo.
—¿Lo oyes? He recuperado la voz —le susurró— como si hubiera estado aquí esperándote.
Mo, sin embargo, no se movió. Su rostro estaba tan pálido como si las piedras y la hierba hubieran absorbido toda su sangre.
Resa no supo el tiempo que había transcurrido cuando oyó a su espalda el murmullo, incomprensible y suave como la lluvia. Cuando se giró, ella estaba allí, sobre la escalera destruida, una Mujer Blanca, difuminada como un reflejo en el agua. Resa sabía de sobra lo que su aparición significaba. Muchas veces le había hablado a Meggie de las Mujeres Blancas. Sólo una cosa las atraía, más deprisa que la sangre a los lobos: una respiración a punto de detenerse, un corazón latiendo cada vez más débilmente…
—¡Cállate! —gritó Resa a la pálida figura mientras se inclinaba con ademán protector sobre el rostro de Mo—. Márchate y no te atrevas a mirarlo. ¡Él no se irá contigo, hoy no!
«Ellas susurran tu nombre cuando quieren llevarte», le había contado Dedo Polvoriento. «¡Pero desconocen el nombre de Mo!», se dijo Resa. ¡No pueden saberlo, porque él no es de este mundo.» A pesar de todo le tapó los oídos.
El sol comenzaba a declinar, hundiéndose imparable detrás de los árboles. Entre los muros quemados oscureció, y la figura pálida sobre la escalera se hacía cada vez más nítida. Permanecía inmóvil, esperando.
No, no abandonaré esta ciudad sin una herida en el alma (…) He esparcido por estas calles demasiados fragmentos de mi espíritu, y harto numerosos son los hijos de mi nostalgia que vagan desnudos por estas colinas.
Khalil Gibran
,
El profeta
Meggie despertó de su sueño sobresaltada. Había sufrido una pesadilla, pero no la recordaba. El miedo, sin embargo, seguía ahí, como una punzada en el corazón. El alboroto llegó a sus oídos: gritos y ruidosas carcajadas, voces infantiles, ladrido de perros, gruñido de cerdos, martilleos, ruido de sierra. La luz del sol incidió en su cara, y el aire que entró en su nariz olía a estiércol y a pan recién cocido. ¿Dónde estaba? Al isar a Fenoglio sentado a su pupitre, lo recordó… Umbra. Estaba en Umbra.
—¡Buenos días! —saltaba a la vista que Fenoglio había dormido a pierna suelta.
Parecía muy satisfecho de sí mismo y del mundo. Bueno, ¿quién podía sentirse más satisfecho que su creador? A su lado estaba el hombrecillo de cristal que Meggie había descubierto el día anterior durmiendo junto al cuenco de las plumas.
—Cuarzo Rosa, saluda a nuestra invitada —le dijo Fenoglio.
El hombrecillo de cristal, mirando a Meggie muy envarado, cogió la pluma goteante, la frotó en un jirón de tela y la depositó en el cuenco junto a las demás. Después se inclinó sobre lo que había escrito Fenoglio.
—Ah, para variar, una canción del tal Arrendajo —comentó, mordaz—. ¿Vais a llevar hoy esto al castillo?
—Desde luego —respondió Fenoglio con altivez—. Y ahora encárgate de una vez de que no se corra la tinta.
El hombrecillo de cristal arrugó la nariz, como si algo semejante no le hubiera sucedido jamás, hundió ambas manos en el cuenco de arena situado al lado de las plumas y con brío experto arrojó los finos granos sobre el pergamino recién escrito.
—Cuarzo Rosa, ¿cuántas veces habré de decírtelo? —le increpó Fenoglio—. Coges demasiada arena y con demasiado ímpetu, así lo ensucias todo.
El hombrecillo de cristal se sacudió unos granos de arena de las manos y se cruzó de brazos, ofendido.
—¡Pues hazlo tú mejor! —su voz le recordó a Meggie el sonido que se producía al golpear las uñas de los dedos contra un cristal—. Sí, en serio, me gustaría verlo —dijo con tono cáustico observando los dedos macizos de Fenoglio con tal desprecio que Meggie no pudo contener la risa.
—A mí también —dijo mientras se ponía el vestido.
Unas cuantas flores marchitas del Bosque Impenetrable continuaban adheridas a él, y Meggie pensó en Farid. ¿Habría encontrado a Dedo Polvoriento?
—¿La oís? —Cuarzo Rosa dirigió a Meggie una ojeada amistosa—. Parece una chica lista.
—Oh, sí, Meggie es listísima —respondió Fenoglio—. Los dos hemos vivido algunas experiencias juntos. Bueno, a ella hay que agradecerle que ahora esté sentado aquí explicando a un hombrecillo de cristal cómo arrojar arena sobre la tinta.