Cuarzo Rosa lanzó a Meggie una mirada curiosa, pero no preguntó por el significado del enigmático comentario de Fenoglio.
Meggie se acercó al pupitre y miró por encima del hombro del anciano.
—Tu letra es más legible —dijo.
—Oh, muchas gracias —murmuró Fenoglio—. Tú debes saberlo. Pero, fíjate, ¿ves esa P emborronada?
—Si intentáis en serio echarme la culpa de ello —dijo Cuarzo Rosa con su voz tintineante—, dejaré de ser vuestro portaplumas y buscaré inmediatamente un escribano que no me obligue a trabajar antes del desayuno.
—Bien, bien, no te echo la culpa. ¡He emborronado la P yo solo! —Fenoglio le guiñó un ojo a Meggie—. Se ofende con mucha rapidez —añadió confidencialmente en voz baja—. Su orgullo es tan frágil como sus miembros.
El hombrecillo de cristal le dio la espalda sin decir palabra, cogió la tela con la que había limpiado la pluma y borró del brazo una mancha de tinta todavía fresca. Sus miembros no eran totalmente incoloros como los de los hombrecillos de cristal del jardín de Elinor. Todo en él era de un delicado color rosado, como los capullos de una rosa silvestre. Sólo sus cabellos exhibían una tonalidad algo más oscura.
—Todavía no has opinado de la nueva canción —comentó Fenoglio—. ¿Es maravillosa, verdad?
—No está mal —respondió Cuarzo Rosa sin volverse, mientras comenzaba a frotarse los pies.
—¿Qué no está mal? ¡Es una obra maestra, portaplumas de color de oruga y emborronador de tinta! —Fenoglio golpeó el pupitre con tal fuerza que el hombrecillo de cristal se cayó de espaldas igual que un escarabajo—. Hoy mismo acudiré al mercado y me procuraré otro hombrecillo de cristal que se aperciba de esas cosas y sepa apreciar mis canciones sobre los bandidos —abrió una caja alargada y sacó una larga barra de lacre—. Al menos esta vez no te has olvidado de conseguir fuego para lacrar —gruñó.
Cuarzo Rosa le arrebató de un tirón la barra de lacre de la mano y la expuso a la vela encendida colocada junto al cuenco de las plumas. Con expresión hierática presionó el extremo fundido sobre el rollo de pergamino, agitó unas cuantas veces su mano cristalina sobre la impronta roja y luego lanzó una mirada desafiante a Fenoglio, tras la que éste, dándose importancia, presionó en la laca húmeda el anillo que llevaba en el dedo corazón.
—F de Fenoglio, F de fantasía, F de fabuloso —proclamó él—. Esto está listo.
—Yo juzgaría más oportuno D de desayuno —repuso Cuarzo Rosa, pero Fenoglio pasó por alto esta observación.
—¿Qué opinas de la canción para el príncipe? —preguntó a Meggie.
—No… no he podido leerla del todo por culpa de vuestra disputa —respondió, evasiva. No quería ensombrecer más el ánimo de Fenoglio proclamando que los versos le resultaban conocidos—. ¿Por qué el Príncipe Orondo desea un poema tan triste? —inquirió a su vez.
—Porque su hijo ha muerto —contestó Fenoglio—. Una canción triste detrás de otra, eso es todo cuanto ansia escuchar tras la muerte de Cósimo. ¡Estoy cansado de eso! —con un suspiro depositó el pergamino sobre el pupitre y se acercó al arcón colocado bajo la ventana.
—¿Cósimo? ¿Ha muerto Cósimo el Guapo? —Meggie no pudo ocultar su decepción.
Resa le había contado tantas cosas del hijo del Príncipe Orondo: que todo el que lo veía lo amaba, que hasta Cabeza de Víbora lo temía, que sus campesinos le llevaban a sus hijos enfermos porque creían que un hombre hermoso como un ángel era capaz de curar cualquier enfermedad…
Fenoglio suspiró.
—Sí, es horrible. Una amarga lección. Esta historia ya no es mi historia. ¡Hace lo que se le antoja!
—Ay, ya volvemos a empezar —gimió Cuarzo Rosa—. Su historia. Jamás entenderé tanta palabrería. A lo mejor debíais acudir a uno de los barberos que curan las mentes enfermas.
—Mi querido Cuarzo Rosa —se limitó a responder Fenoglio—, esa palabrería, como tú la llamas es simplemente demasiado grande para tu cabecita transparente. Pero, créeme, Meggie sabe muy bien de lo que hablo —con gesto malhumorado abrió el arcón y sacó un largo ropaje azul marino—. Debería encargar que me hicieran uno nuevo. Este no es atuendo para un hombre cuyas palabras se cantan por doquier y al que un príncipe encarga traducir a palabras el dolor que siente por su hijo. ¡Basta con mirar las mangas! Agujereadas, agujereadas por todas partes. Comidas por las polillas, a pesar de los ramitos de lavanda de Minerva.
—Para un pobre poeta basta y sobra —constató el hombrecillo de cristal con sobriedad.
Fenoglio devolvió el ropaje al arcón y dejó caer la tapa con un sordo golpe.
—Algún día —anunció— te tiraré algo duro de verdad.
A Cuarzo Rosa no pareció inquietarle esa amenaza. Los dos siguieron discutiendo, de esto y aquello, parecía ser un juego entre ambos, olvidándose al parecer de la presencia de Meggie. Ella se aproximó a la ventana, apartó la tela y miró hacia el exterior. Sería un día soleado, aunque la niebla aún permanecía suspendida sobre las colinas circundantes. ¿En cuál de ellas habitaba la mujer en cuya casa iba a buscar Farid a Dedo Polvoriento? Lo había olvidado. ¿Regresaría si encontraba a Dedo Polvoriento o se marcharía con él, como había hecho la última vez, olvidando que también ella estaba allí? Meggie no intentó descifrar los sentimientos que le traía el recuerdo. Bastante confusión reinaba ya en su corazón, tanta que habría ansiado pedirle un espejo a Fenoglio para verse a sí misma un momento… su propio rostro familiar en medio de todo lo desconocido que la rodeaba y transtornaba su corazón. Pero en lugar de eso dejó vagar la vista por las colinas cubiertas de niebla.
¿Hasta dónde alcanzaba el mundo de Fenoglio? ¿Era tan grande cómo él había imaginado?
—Interesante —había susurrado él cuando Basta se los llevó secuestrados a ambos al pueblo de Capricornio—. ¿Sabes que este lugar se parece mucho a uno de los escenarios que yo inventé para
Corazón de Tinta?
—entonces debió de referirse a Umbra.
Las colinas de los alrededores se parecían en efecto a aquellas por las que había huido Meggie con Mo y Elinor, cuando Dedo Polvoriento los había liberado de las mazmorras de Capricornio, sólo que éstas parecían aún más verdes si cabe, más encantadas, como si cada hoja presagiara que los árboles escondían hadas y elfos de fuego. Y las casas y callejas que se isaban desde el desván de Fenoglio habrían podido ser las del pueblo de Capricornio de no haber sido tan animadas y ruidosas.
—Fíjate en el gentío, hoy todos desean subir al castillo —comentó Fenoglio a sus espaldas—. Mercaderes ambulantes, campesinos, artesanos, ricos comerciantes y mendigos: todos ellos acudirán a celebrar el cumpleaños, a ganar o gastar unas monedas, ertirse y sobre todo contemplar a los augustos soberanos.
Meggie contempló los muros del castillo, que descollaban amenazadores por encima de los tejados de un tono rojizo herrumbroso. En los torreones ondeaban al viento pendones negros.
—¿Cuánto tiempo hace que murió Cósimo?
—Apenas un año. Yo acababa de instalarme en esta pieza. Como puedes suponer, tu voz me había trasplantado justo allí donde ella había sacado de la historia a la Sombra: en medio de la fortaleza de Capricornio. Por suerte reinaba una enorme confusión provocada por la desaparición del monstruo, y ninguno de los Dedos de Fuego se apercibió del anciano que apareció de repente en medio de ellos con cara de bobo. Pasé unos días etosos en el bosque, y por desgracia no tenía conmigo a un compañero tan precavido como el tuyo, que sabe manejar el cuchillo, cazar conejos y hacer fuego con unas ramas secas. A cambio el Príncipe Negro en persona acabó recogiéndome, imagínate con qué cara lo miré cuando apareció súbitamente ante mí. Ninguno de los hombres que lo acompañaban me resultó conocido, pero admito que ya sólo recuerdo vagamente, cuando lo hago, a los personajes menores de mis historias… Bueno, sea como fuere… uno de ellos me trajo a Umbra, andrajoso y sin recursos. Por suerte poseía un anillo que pude vender. Un orfebre me dio por él lo suficiente para alquilar una habitación en casa de Minerva. Todo parecía ir bien. Sí, en serio, casi de fábula. Se me ocurrían historias, muchas historias, como hacía tiempo que no me sucedía, las palabras brotaban sin esfuerzo, pero en cuanto me hice un nombre con las primeras canciones, escritas para el Príncipe Orondo, en cuanto los juglares hallaron gusto por mis versos, Zorro Incendiario prendió fuego a unas granjas, allá abajo junto al río, y Cósimo partió para acabar de una vez por todas con la banda. «¡Bien!», me dije. «¿Por qué no? ¿Podía ainar que iba a dejarse matar?» Tenía unos planes magníficos para él. Debía convertirse en un príncipe realmente grande, una bendición para sus súbditos, que depararía a mi historia un final feliz liberando a este mundo de Cabeza de Víbora. ¡Pero en lugar de eso se dejó matar por una banda de incendiarios en el Bosque Impenetrable! —Fenoglio suspiró—. Al principio su padre se negaba a creer que hubiera muerto. El rostro de Cósimo estaba quemado, igual que el de los demás cadáveres que trajeron de vuelta. El fuego había hecho su trabajo, pero cuando tampoco regresó al cabo de unos meses… —Fenoglio suspiró e introdujo de nuevo la mano en el arcón que contenía su ropaje comido por las polillas. Entregó a Meggie dos medias de lana de color azul pálido, cintas de cuero y un vestido de una tela azul marino desgastada por los lavados—. Me temo que el vestido te quedará demasiado grande, pertenece a la segunda hija de Minerva —explicó—, pero lo que llevas puesto necesita una limpieza urgente. Las medias tienes que sujetártelas con las cintas de cuero, es algo incómodo, pero te acostumbrarás. ¡Dios mío, cuánto has crecido, Meggie! —añadió volviéndose de espaldas mientras ella se cambiaba—. ¡Cuarzo Rosa, date la vuelta tú también!
La verdad es que el vestido no le sentaba muy bien. De pronto Meggie se alegró de que Fenoglio no tuviera espejos. En casa había contemplado con demasiada frecuencia su reflejo en los últimos tiempos. Qué extraño le resultaba comprobar las transformaciones de su propio cuerpo. Parecía una crisálida.
—¿Has terminado? —preguntó Fenoglio antes de volverse—. Caramba, no está mal, aunque una chica tan guapa habría merecido un vestido más bonito —con un suspiro se escudriñó a sí mismo de los pies a la cabeza—. Bueno, creo que lo mejor será que me quede como estoy, estas ropas al menos no tienen agujeros. Y además da igual, hoy el castillo será un hervidero de titiriteros y gente distinguida, así que nadie nos prestará atención a nosotros dos.
—¿Dos? ¿Qué significa eso? —Cuarzo Rosa apartó la hoja con la que estaba afilando una pluma—. Supongo que pensaréis llevarme con vosotros…
—¿Has perdido el juicio? ¿Para que vuelva a traerte hecho añicos? No. Además tendrías que escuchar el deplorable poema que he escrito para el príncipe.
Cuarzo Rosa seguía despotricando cuando Fenoglio cerró la puerta tras ellos. La escalera de madera que la noche anterior Meggie apenas había conseguido subir por el cansancio, bajaba hasta un patio rodeado de casas cuyo reducido espacio se disputaban corrales de cerdos, cobertizos de madera y tablas de hortalizas. Un estrecho arroyuelo serpenteaba por el centro, dos niños ahuyentaron a un cerdo de los huertos y una mujer con un bebé en brazos daba de comer a una bandada de gallinas escuálidas.
—Una mañana espléndida, ¿verdad, Minerva? —le gritó Fenoglio mientras Meggie bajaba, vacilante, los últimos y empinados escalones.
Minerva se acercó al pie de la escalera. Una niña de unos seis años agarrada a su falda, miró, desconfiada, a Meggie. Ésta se detuvo insegura. «A lo mejor se me nota», pensó. «A lo mejor se ve que no pertenezco a este lugar.»
—¡Cuidado! —le gritó la niña, pero antes de que Meggie comprendiera sintió que le tiraban del pelo. La niña arrojó tierra, y un hada se alejó aleteando de allí entre denuestos.
—Cielos, ¿de dónde vienes? —preguntó Minerva mientras se llevaba a Meggie de la escalera—. ¿Acaso allí no hay hadas? El pelo humano las vuelve locas, sobre todo si es tan bonito como el tuyo. Si no te lo recoges, pronto te quedarás calva. Además ya eres demasiado mayor para llevarlo suelto, ¿o pretendes acaso que te tomen por una juglaresa?
Minerva era baja, regordeta y apenas más alta que Meggie.
—¡Pero qué delgada estás! —exclamó—. El vestido casi resbala por tus hombros. Te lo estrecharé esta misma noche. ¿Ha desayunado? —preguntó y al ver la expresión desconcertada de Fenoglio, meneó la cabeza—. Dios mío, ¿no te habrás olvidado de dar de comer a la chica?
Fenoglio alzó las manos.
—Soy un viejo, Minerva —exclamó—. Esas cosas se me olvidan. ¿Pero qué demonios sucede esta mañana? Estaba de un humor excelente, pero todo el mundo anda refunfuñando a mi alrededor. Cuarzo Rosa también me ha vuelto loco.
En respuesta, Minerva se limitó a ponerle el bebé en brazos y se llevó a Meggie consigo.
—¿Pero qué bebé es éste? —gritó Fenoglio mientras las seguía—. ¿No hay ya suficientes niños correteando por aquí?
El bebé estudiaba su rostro con seriedad como si buscara en él algún rasgo interesante. Por último, le agarró la nariz.
—Es de mi hija mayor —respondió Minerva—. Ya lo has visto un par de veces. ¿Te has convertido en un hombre tan olvidadizo que tendré que volver a presentarte a mis propios hijos?
Los hijos de Minerva se llamaban Despina e Ivo. El chico había portado la antorcha para Fenoglio la noche anterior y sonrió a Meggie cuando ésta entró con su madre en la cocina.
Minerva obligó a Meggie a tomarse un plato de polenta y dos rebanadas de pan untadas con una pasta que olía a aceitunas. La leche que le sirvió era tan grasienta que, tras el primer trago, Meggie notó su lengua pegajosa. Mientras comía, Minerva le hizo un moño. Meggie apenas se reconoció cuando ella le entregó una palangana para que contemplara su reflejo.
—¿De dónde has sacado esas botas? —preguntó Ivo.
Su hermana seguía observando a Meggie como si fuera un animal desconocido que había entrado en su cocina por error.
¿Sí, de dónde? Meggie intentó apresuradamente estirar el bajo de su falda por encima de sus botas, pero la prenda era demasiado corta.
—Meggie viene de muy lejos —explicó Fenoglio, que las había seguido hasta la cocina, al percibir su confusión—. De muy, muy lejos. Allí hay incluso personas con tres piernas y otras que tienen la nariz en la barbilla.
Los niños lo miraron fijamente, primero a él y luego a Meggie.
—Pero, ¿qué dices? —Minerva le propinó un pescozón—. Ellos creen todas y cada una de tus palabras. Algún día acabarán por salir a buscar esos lugares disparatados de los que hablas y yo me quedaré sin hijos.