Sangre de tinta (24 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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—¡Fíjate, menuda yunta! —susurró Fenoglio a Meggie mientras los dos cabalgaban codo con codo entre la multitud silenciosa—. Ambos invención mía y antaño secuaces de Capricornio. Seguramente tu madre te habrá hablado de ellos. Zorro Incendiario fue antes lugarteniente de Capricornio, y Pífano su juglar. La nariz de plata, empero, no fue idea mía. Como tampoco el hecho de que se libraran de los soldados de Cósimo cuando éste atacó la fortaleza de Capricornio y ahora sirvan a Cabeza de Víbora.

Todavía reinaba un silencio sepulcral en el patio. Sólo se oía el chacoloteo de los cascos, el piafar de los caballos, el tintineo de las armaduras, armas y espuelas… formando un extraño estrépito, como si los sonidos estuvieran aprisionados cual pájaros entre los muros del castillo.

Cabeza de Víbora fue uno de los últimos en cabalgar hacia la plaza. Era inconfundible.

—Parece un matarife —le había comentado Resa—. Un matarife vestido a la usanza de un príncipe que lleva escrito en su tosco rostro el placer de matar.

El caballo que montaba era blanco y recio como su amo, y desaparecía casi por completo bajo una capa que lucía un único dibujo: el escudo de armas de la serpiente. El propio Cabeza de Víbora vestía atavíos negros bordados con flores de plata. Su piel estaba quemada por el sol, el pelo ralo era gris, la boca curiosamente pequeña, una ranura sin labios en el rostro basto y sin barba. Todo en él parecía pesado y carnoso, brazos y piernas, la nuca maciza, la ancha nariz. No ostentaba adornos como los súbditos más ricos del Príncipe Orondo que estaban en el patio, ni pesadas cadenas al cuello, ni anillos cuajados de piedras preciosas en los burdos dedos. Sólo en las aletas de la nariz relucían joyas, rojas cual gotas de sangre, y en el dedo corazón de su mano izquierda encima del guantelete portaba el anillo de plata con el que sellaba sus sentencias de muerte. Sus ojos estrechos bajo unos párpados arrugados como los de una salamandra recorrían incansables el patio. Parecían captar en cada pestañeo todo lo que veían, como la lengua pegajosa de los lagartos: los titiriteros, el funámbulo por encima de su cabeza, los opulentos comerciantes que aguardaban junto a la tribuna vacía adornada con flores y que con gesto servil inclinaban la cabeza cuando los rozaba su mirada. Nada, nada en absoluto parecía escapar a esos ojos de salamandra: ni el niño que se apretaba asustado contra las faldas de su madre, ni la mujer hermosa, ni el hombre que le lanzaba una mirada hostil. Y sin embargo sólo ante uno refrenó su caballo.

—¡Fijaos, el rey de los titiriteros! ¡La última vez que te vi, tu cabeza estaba metida en el cepo en el patio de mi castillo! ¿Cuándo volverás a visitarnos? —la voz de Cabeza de Víbora resonó por el patio silencioso.

Sonó muy profunda, como si saliera del negrísimo interior de su tosco cuerpo. Meggie, sin querer, se acercó más a Fenoglio. Pero el Príncipe Negro hizo una reverencia, aunque tan profunda que la inclinación se convirtió en burla.

—Lo lamento —respondió en voz alta para que todos lo oyeran—. Pero al oso no le gustó vuestra hospitalidad. Dice que el cepo era un poco estrecho para su cuello.

Meggie vio cómo la boca de Cabeza de Víbora se curvaba en una sonrisa maligna.

—Bueno, para vuestra próxima visita tendré presta una soga que se adapte a la perfección y una horca de madera de roble que sostenga incluso a un oso tan gordo y viejo como el tuyo —agregó.

El Príncipe Negro se volvió hacia su oso y pareció hablarle.

—Cuánto lo siento —dijo mientras el oso, con un gruñido, le rodeaba el cuello con sus zarpas—, el oso dice que le encanta el sur, pero vuestra sombra es demasiado pesada, y él sólo quiere visitaros cuando Arrendajo os haga el mismo honor.

Un leve murmullo recorrió la multitud… y se extinguió cuando Cabeza de Víbora se giró en la silla y su mirada de salamandra resbaló sobre los presentes.

—Además —añadió el príncipe en voz alta—, al oso le gustaría saber por qué no lleváis a Pífano atado con una cadena de plata a vuestro caballo, como corresponde a un juglar tan dócil como él.

Pífano giró bruscamente su montura, pero antes de que pudiera dirigirla hacia el Príncipe Negro, Cabeza de Víbora alzó la mano.

—Te avisaré en cuanto Arrendajo sea mi invitado —anunció mientras el de la nariz de plata retrocedía a disgusto hasta su puesto—. No tardaré mucho, créeme. Ya he encargado la horca —después picó espuelas a su montura, y la Hueste de Hierro se puso de nuevo en movimiento. Transcurrió una eternidad hasta que el último desapareció tras la puerta.

—¡Sí, cabalga! —musitó Fenoglio mientras el patio del castillo se iba llenando poco a poco de voces despreocupadas—. Mira a su alrededor como si todo esto le perteneciera, cree que puede extenderse por mi mundo como una úlcera e interpretar un papel que yo no he escrito…

La lanza del guardia lo hizo enmudecer bruscamente.

—¡Bueno, poeta! —exclamó Anselmo—. Ya puedes pasar. ¡Vamos, muévete!

—¿Muévete, dices? —rugió Fenoglio—. ¿Se le habla así al poeta del príncipe? Escuchad, será mejor que vosotros permanezcáis aquí —advirtió a los dos niños—. No comáis demasiados dulces. Y no os acerquéis mucho al escupefuego, es un chapucero. ¡Ah!, y dejad en paz al oso del príncipe. ¿Entendido?

Los dos asintieron… y salieron disparados hacia el puesto de dulces más cercano. Fenoglio cogió a Meggie de la mano y pasó con ella ante los guardianes con la cabeza muy alta.

—Fenoglio, ¿quién es Arrendajo? —preguntó ella en voz baja cuando la puerta se cerró a sus espaldas y se extinguió el ruido del patio exterior.

Hacía fresco detrás de la descomunal puerta, como si el invierno hubiera anidado allí. Los árboles sombreaban un patio amplio, olía a rosas y flores cuyo nombre Meggie desconocía, y en una fuente de piedra, redonda como la luna, se reflejaba la zona del castillo donde vivía el Príncipe Orondo.

—¡Ay, ése no existe! —se limitó a responder Fenoglio mientras le hacía una seña impaciente para que lo siguiera—. Ya te lo explicaré más tarde. Ahora ven. Hemos de llevar de una vez mis versos al Príncipe Orondo, o mi época de poeta de corte habrá llegado a su fin.

EL PRÍNCIPE DE LOS SUSPIROS

No podía decirle al rey, «no quiero», pues ¿cómo se ganaría entonces el sustento?

El rey en el cesto
,
cuento popular italiano

Los ventanales de la estancia en la que el Príncipe Orondo recibió a Fenoglio estaban cubiertos con paños negros. Olía igual que en una cripta, a flores secas y a cera de las velas que ardían ante estatuas con idéntico rostro, unas veces mejor logrado que otras. «¡Cósimo el Guapo!», pensó Meggie. Su mirada caía sobre ellos desde incontables ojos marmóreos mientras ella se encaminaba hacia su padre con Fenoglio.

El trono en el que se sentaba el Príncipe Orondo estaba flanqueado por dos sillones de alto respaldo. Sobre el asiento tapizado en verde oscuro del sillón situado a su izquierda yacía un casco, adornado con plumas de pavo real, el metal tan pulido como si aguardase a su dueño. A la derecha, se sentaba un niño de unos cinco o seis años de edad, cuyo jubón de brocado negro recamado de perlas parecía cubierto de lágrimas. Debía de ser el homenajeado. Jacopo, nieto del Príncipe Orondo, pero también de Cabeza de Víbora.

El niño, con cara de aburrimiento, balanceaba inquieto sus cortas piernas como si le costase trabajo no salir corriendo para reunirse con los titiriteros y los dulces y el sillón que ya le aguardaban en la tribuna engalanada con rosas y zarzaparrilla. Su abuelo, por el contrario, parecía albergar el propósito de no levantarse jamás. Se sentaba desmadejado como una muñeca, con sus amplios ropajes negros, paralizado por los ojos de su hijo fallecido. No era muy alto, pero tenía el grosor de dos hombres, así lo había descrito Resa: era raro encontrarlo sin algo que llevarse a la boca entre sus rechonchos dedos, siempre sin aliento debido al peso que tenían que soportar sus piernas no demasiado fuertes. Sin embargo, siempre se mostraba de óptimo humor.

El príncipe que Meggie vio sentado en la penumbra de su castillo no era así. Su rostro estaba pálido y su piel cubierta de arrugas, como si anteriormente hubiera pertenecido a un hombre más corpulento. La pena había derretido la grasa de sus huesos y su rostro estaba petrificado y helado desde el día que le trajeron la noticia de la muerte de su hijo. Sólo en sus ojos latía aún el horror, el estupor por lo que la vida le había arrebatado.

Además de su nieto y de los guardianes que permanecían silenciosos al fondo, sólo lo acompañaban dos mujeres. Una mantenía la cabeza inclinada con gesto humilde, como si fuera una criada, a pesar de que vestía el atuendo de una princesa. Su señora estaba entre el Príncipe Orondo y la silla vacía sobre la que reposaba el casco adornado con plumas. «¡Violante!», pensó Meggie. Hija de Cabeza de Víbora y viuda de Cósimo. Sí, ella debía de ser la Fea, como todos la llamaban. Fenoglio había hablado de ella a Meggie insistiendo en que a pesar de haber surgido de su pluma, siempre había sido concebida como un mero personaje secundario: la hija desdichada de una madre desdichada y de un padre malvado.

—Una idea absurda convertirla en esposa de Cósimo el Guapo —había dicho Fenoglio—. Pero, te lo aseguro, ¡el desarrollo de esta historia es disparatado!

Violante vestía de negro, al igual que su hijo y su suegro. También su vestido estaba recamado con lágrimas de perlas, pero su valioso fulgor no le sentaba muy bien. Su cara parecía dibujada con un lápiz desvaído sobre un pedazo de papel cubierto de manchas, y la seda oscura la hacía más insignificante. Sólo un rasgo de ese rostro llamaba la atención: el lunar purpúreo, del tamaño de una amapola, que afeaba su mejilla izquierda.

Cuando Meggie llegó caminando por la oscura sala, Violante se inclinaba hacia su suegro, hablándole con voz queda. El Príncipe Orondo, sin descomponer el gesto, asintió y el niño abandonó, aliviado, su sillón.

Fenoglio hizo una seña a Meggie para que se detuviera. Con la cabeza inclinada en ademán de respeto se apartó a un lado e indicó con discreción a Meggie que hiciera lo mismo. Violante saludó a Fenoglio con una inclinación de cabeza cuando pasó a su lado orgullosa, pero a Meggie ni siquiera la miró. Tampoco prestó la menor atención a las reproducciones en piedra de su marido muerto. Por lo visto, la Fea parecía tener prisa por abandonar la sombría sala, casi tanta como su hijo. La sirvienta que la seguía pasó tan cerca de Meggie que su vestido casi la rozó. No parecía mucho mayor que Meggie. Su pelo desprendía un brillo rojizo, como si incidiera sobre él el resplandor del fuego, y lo llevaba suelto, que en ese mundo era en realidad propio de las titiriteras. Meggie jamás había visto cabellos tan hermosos.

—¡Llegas tarde, Fenoglio! —dijo el Príncipe Orondo en cuanto se cerraron las puertas detrás de las mujeres y de su nieto; su voz correspondía aún a la de un hombre muy gordo—. ¿Es que se te han agotado las palabras?

—Las palabras no se me agotarán hasta exhalar el último aliento, mi príncipe —respondió Fenoglio con una inclinación.

Meggie no sabía si debía imitarle. Al final optó por esbozar una reverencia torpe.

De cerca el Príncipe Orondo parecía aún más frágil. Su piel se asemejaba a las hojas mustias y el blanco de sus ojos al papel amarilleado.

—¿Quién es esa joven? —preguntó examinándola con vista fatigada—. ¿Tu criada? Se me antoja demasiado joven para ser tu amante, ¿no crees?

Meggie notó que se ponía colorada como una amapola.

—¡Alteza, qué ideas se os ocurren! —replicó Fenoglio pasando a Meggie el brazo por los hombros—. Es mi nieta, que está de visita. Mi hijo confía en que le encuentre marido, y ¿dónde podría buscar mejor que en la maravillosa fiesta que ofrecéis hoy?

El rubor del rostro de Meggie se incrementó, pero esbozó una sonrisa forzada.

—¿Ah, de modo que tienes un hijo? —la voz del triste príncipe traslució envidia, como si desease que ninguno de sus súbditos tuviera la dicha de tener un hijo vivo—. No es prudente dejar que los hijos marchen lejos —murmuró sin quitar ojo de encima a Meggie—. ¡A menudo no regresan nunca!

Meggie no sabía dónde mirar.

—Yo regresaré pronto —replicó—. Mi padre lo sabe —«ojalá», se dijo a sí misma.

—Claro, claro. Ella volverá. En el momento oportuno —la voz de Fenoglio denotaba impaciencia—. Pero pasemos ahora al motivo de mi visita —sacó del cinturón el rollo de pergamino que con tanto cuidado había lacrado Cuarzo Rosa y con la cabeza inclinada en muestra de respeto subió los peldaños que conducían al sillón del trono.

El Príncipe Orondo parecía dolorido. Al inclinarse para coger el pergamino que le ofrecía apretó los labios, y el sudor brotó en su frente, a pesar de que el ambiente de la sala era fresco. Meggie recordó las palabras de Minerva:
Ese príncipe acabará matándose a fuerza de suspiros y lamentos.
Fenoglio parecía pensar lo mismo.

—¿No os encontráis bien, mi señor? —preguntó, preocupado.

—Por supuesto que no —replicó, irritado, el Príncipe Orondo—. Por desgracia Cabeza de Víbora también lo ha notado hoy —se reclinó con un suspiro y golpeó el lateral de su trono—. ¡Tullio!

Un sirviente, vestido de negro como el príncipe, salió disparado de detrás del sillón. Parecería un hombre demasiado bajo si no hubiera sido por el fino pelo que cubría su rostro y sus manos. Tullio le recordó a Meggie los duendes del jardín de Elinor que se habían convertido en ceniza, aunque era obvio que él tenía muchos más rasgos humanos.

—¡Vamos, tráeme a un juglar que sepa leer! —ordenó el príncipe—. Ha de recitarme el poema de Fenoglio —Tullio se alejó a toda velocidad con la diligencia de un perro joven.

—¿Habéis llamado a Ortiga tal como os aconsejé? —la voz de Fenoglio sonó persuasiva, pero el príncipe se limitó a denegar con un gesto de furia.

—¿A Ortiga? ¿Para qué? No vendría, y de hacerlo seguramente intentaría envenenarme por haber mandado talar unos robles para el ataúd de mi hijo. ¿Tengo yo la culpa de que ella prefiera hablar con los árboles antes que con las personas? Ninguno de ellos puede ayudarme, ni Ortiga, ni los barberos, ni los cirujanos, ni los remiendahuesos, cuyas hediondas pócimas ya me he tragado. No crece hierba alguna contra la pena —le temblaban los dedos cuando rompió el sello de Fenoglio, y en la sala oscurecida se hizo tal silencio mientras leía, que Meggie oía el chisporroteo de las llamas de las velas al devorar las mechas.

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