El mozo de cuadra era un zoquete. Necesitó una eternidad para ensillar un caballo. «¡Yo jamás habría inventado a un tipo así!», pensó Fenoglio. «Es una suerte que esté de tan buen humor.» Oh, sí, estaba de un humor excelente. Llevaba ya horas silbando entre dientes, porque lo había conseguido. ¡Había hallado la solución! Las palabras habían fluido sobre el papel como si aguardasen a que él las pescase del océano de las letras. Las palabras adecuadas. Las únicas adecuadas. Ahora podía continuar la historia e imprimirle un rumbo favorable. Porque él era un mago, el mayor mago de las palabras. Nadie le llegaba a la suela del zapato, bueno, unos pocos, quizá, pero no en este mundo, su mundo. ¡Ojalá se diera prisa ese bobo! Ya iba siendo hora de ver a Roxana, o ella saldría a caballo sin la carta… ¿y cómo la recibiría entonces Meggie? Al fin y al cabo, el joven impetuoso que había enviado en su busca aún no había dado señales de vida. Seguro que el pipiólo se había perdido en el Bosque Impenetrable.
Palpó la carta que portaba bajo el manto. Cómo se alegraba de que las palabras fueran ligeras como plumas, incluso las más trascendentes. Roxana no tendría que cargar con un gran peso cuando le llevase a Meggie la condena a muerte de Cabeza de Víbora. Y transportaría algo más hasta el principado situado a orillas del mar… la victoria segura de Cósimo. Siempre que éste no se pusiera en marcha antes de que Meggie iniciara la lectura.
Cósimo ardía de impaciencia, ansiaba de manera febril la llegada del día en que conduciría a sus soldados al otro lado del bosque.
«Porque ansia averiguar quién es», susurró una voz queda en la mente de Fenoglio, ¿o dentro de su corazón? «Porque tu hermoso ángel vengador está hueco como una caja vacía. Un par de recuerdos prestados, unas estatuas de piedra, eso es todo cuanto posee el pobre chico, y tus historias sobre sus hazañas heroicas, cuyo eco busca tan desesperadamente en su vacío corazón. Habrías debido intentar traer al auténtico Cósimo, derechito desde el reino de la Muerte, pero no te atreviste.»
«¡Silencio!» Fenoglio sacudió disgustado la cabeza. ¿Por qué le acosaban sin cesar esos molestos pensamientos? Todo se solucionaría en cuanto Cósimo se sentara en el trono de Cabeza de Víbora. Entonces tendría sus propios recuerdos y conseguiría otros nuevos cada día. Y pronto olvidaría el vacío.
* * *
Al fin. Su caballo estaba ensillado. El mozo de cuadra lo ayudó a montar esbozando una mueca burlona. ¡Qué mentecato! Fenoglio sabía de sobra que no ofrecía muy buena estampa a caballo. ¿Y qué? Esos caballos eran bestias inquietantes, demasiado vigorosas para su gusto, pero un poeta que vivía en el castillo de un príncipe no podía andar a pie como un labriego. Además de ese modo avanzaría más deprisa… suponiendo que su montura quisiese ir en la misma dirección que él. Y cuántos aspavientos había que hacer para ponerlo en movimiento…
Los cascos chacolotearon sobre el patio empedrado y pasó de largo junto a los calderos de pez y las picas de hierro que Cósimo había ordenado colocar encima de las murallas. Por las noches, en el castillo todavía resonaban los martilleos de los herreros, y en los cobertizos de madera a lo largo de la muralla dormían los soldados de Cósimo, apiñados como las larvas en un hormiguero. En verdad había creado un ángel guerrero, ¿pero acaso los ángeles no habían sido siempre guerreros? «¡Total, que no se me da bien inventar personajes pacíficos!», pensó Fenoglio mientras cruzaba el patio al trote. A los buenos, o los persigue la desgracia como a Dedo Polvoriento, o frecuentan a bandoleros como el Príncipe Negro. ¿Habría podido inventar él a alguien como Mortimer? Seguramente no.
Cuando Fenoglio se aproximaba a la puerta exterior, ésta se abrió oscilando, de forma que en un primer momento supuso que los guardianes mostraban al fin algo de respeto al poeta de su príncipe, pero a juzgar por la inclinación de sus cabezas, comprendió que era imposible que eso estuviera dedicado a él.
Cósimo se le aproximaba cruzando la puerta abierta, a lomos de un caballo blanco, tan blanco que parecía irreal. En la oscuridad aún era más guapo que a la luz del día, pero ¿no sucedía lo mismo con todos los ángeles? Sólo lo seguían siete soldados, nunca llevaba más escolta en sus cabalgadas nocturnas. Pero alguien más lo acompañaba: Brianna, la hija de Dedo Polvoriento. Aunque ya no vestía un brial de su señora, la pobre Violante, como sucedía antes, sino uno de los lujosos atuendos que le había regalado Cósimo. Éste la colmaba de regalos, mientras que a su mujer ni siquiera le permitía salir del castillo, al igual que a su hijo común. Mas a pesar de todas esas muestras de cariño, Brianna no parecía demasiado feliz. ¿Quién podía alegrarse cuando su amado planeaba emprender una guerra?
Esa perspectiva no parecía enturbiar el humor de Cósimo. Al contrario. Despreocupado como si el futuro sólo pudiera traerle venturas, salía a caballo todas las noches, apenas parecía necesitar el sueño, y según habían informado a Fenoglio, sus cabalgadas eran tan temerarias que ninguno de sus guardianes lograba seguirlo; igual que un hombre al que habían contado que la muerte no podía retenerlo. ¿Qué importaba entonces que no se acordase ni de la muerte ni de su vida?
Día y noche, Balbulus adornaba los textos sobre esa vida perdida con las más bellas ilustraciones. Más de una docena de escribanos le entregaban las hojas manuscritas.
—Mi marido sigue negándose a poner el pie en la biblioteca —afirmó con amargura Violante la última vez que la vio Fenoglio—. Pero llena todos los atriles… de libros sobre su persona.
Sí, por desgracia estaba claro como el agua: a Cósimo no le bastaban las palabras con las que lo habían creado Fenoglio y Meggie. Le resultaban insuficientes. Todo cuando oía de sí mismo parecía pertenecer a otro. A lo mejor por eso amaba tanto a la hija de Dedo Polvoriento: porque no había pertenecido al hombre que él había sido antes de morir. Fenoglio se veía obligado a componerle canciones de amor para Brianna, siempre nuevas y apasionadas. Solía plagiarlas de otros poetas. Siempre había tenido buena memoria para los versos, y Meggie no estaba allí para sorprenderlo en esos robos. A Brianna se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que uno de los juglares, que ahora volvían a ser huéspedes bien recibidos en el castillo, le recitaba alguna de las canciones.
—¡Fenoglio! —Cósimo refrenó su caballo, y Fenoglio agachó la cabeza con absoluta naturalidad ante el joven príncipe—. ¿Adónde te diriges, poeta? ¡Todo está preparado para la partida! —su voz era tan impetuosa como su caballo, que caracoleaba de acá para allá amenazando con contagiar su nerviosismo a la montura de Fenoglio—. ¿O prefieres quedarte aquí y afilar tus plumas para las innumerables canciones que tendrás que escribir sobre mi victoria?
¿Preparado para la partida?
Fenoglio miró confundido en torno suyo, pero Cósimo rió.
—¿Creías que iba a reunir a mis tropas en el castillo? Son demasiadas. No, acampan abajo, junto al río. Sólo espero a una tropa de mercenarios que he reclutado en el norte. ¡A lo mejor llegan mañana mismo!
¿Mañana mismo? Fenoglio lanzó una rápida ojeada a Brianna. Así que por eso estaba tan triste.
—¡Os lo ruego, alteza! —Fenoglio no pudo ocultar la preocupación que latía en su voz—. Es demasiado pronto. ¡Esperad un poco más!
Cósimo se limitó a sonreír.
—La luna está roja, poeta. Los ainos lo consideran un buen augurio. Una señal que no debe ignorarse, o se trocará en desgracia.
¡Qué disparate! Fenoglio agachó la cabeza para que Cósimo no pudiera ver el enfado en su cara. Aunque sabía de sobra que la predilección del joven rey por ainos y echadores de cartas se le antojaba escandalosa, pues los consideraba a todos ellos una pandilla de estafadores ávidos de oro.
—Os lo repito, alteza. —Fenoglio había reiterado tantas veces su advertencia, que le resultaba insípida—. ¡Lo único que os traerá desgracia es precipitar la partida!
Cósimo se limitó a sacudir la cabeza con indulgencia.
—Sois un hombre viejo, Fenoglio —constató—. Vuestra sangre fluye con lentitud, ¡pero
yo
soy joven! ¿Esperar a qué? ¿A que Cabeza de Víbora reclute también mercenarios y se atrinchere en el Castillo de la Noche?
«Seguramente ya lo habrá hecho hace tiempo», pensó Fenoglio. «Por eso tienes que esperar a las palabras, a mis palabras, y a que Meggie las lea igual que te trajo a ti con la lectura. ¡Espera su voz!»
—Sólo una o dos semanas más,
alteza,
—insistió—. Vuestros campesinos necesitan recoger la cosecha. ¿De qué vivirán si no en el invierno?
Pero a Cósimo no le interesaba escuchar esas cosas.
—¡Palabrería de viejo! —exclamó, irritado—. ¿Qué ha sido de vuestras fogosas palabras? ¡Vivirán de las provisiones de Cabeza de Víbora, de la felicidad de nuestra victoria, de la plata del Castillo de la Noche que mandaré distribuir por los pueblos!
«La plata no es comestible, alteza», se dijo Fenoglio, pero calló, alzando la vista hacia el cielo. ¡Dios, qué alta estaba ya la luna!
Cósimo, sin embargo, abrigaba otras intenciones.
—Hace mucho que deseaba preguntároslo —dijo cuando Fenoglio se disponía a despedirse balbuciendo cualquier disculpa—. Vos mantenéis excelentes relaciones con los titiriteros. Y todos hablan de ese comefuego que al parecer habla con las llamas…
Fenoglio observó por el rabillo del ojo que Brianna agachaba la cabeza.
—¿Os referís a Dedo Polvoriento?
—Sí, así se llama. Sé que es el padre de Brianna —Cósimo le dedicó una tierna mirada—. Pero ella se niega a hablar de él. Además dice que ignora su paradero. ¿No lo sabréis vos? —Cósimo dio a su caballo unas palmaditas en el cuello. Su rostro parecía arder de belleza.
—¿Por qué? ¿Qué deseáis de él?
—Huelga decirlo. ¡Sabe hablar con el fuego! Cuentan que puede hacer crecer las llamas hasta metros de altura, sin que le quemen.
Fenoglio lo comprendió antes de que Cósimo se lo explicara.
—¡Queréis utilizar a Dedo Polvoriento en vuestra guerra! —soltó una carcajada estrepitosa.
—¿Qué os resulta tan gracioso? —Cósimo frunció el ceño.
¡Dedo Polvoriento, el bailarín del fuego, como arma! Fenoglio sacudió la cabeza.
—Bien —dijo—. Conozco de sobra a Dedo Polvoriento —percibió el asombro con que le miró Brianna al escuchar esas palabras—. Es muchas cosas, menos un guerrero. Se reiría de vos.
—Bueno, más le valdría no hacerlo —era imposible soslayar la cólera que denotaba la voz de Cósimo, pero Brianna escudriñó a Fenoglio como si tuviera mil preguntas en la punta de la lengua. ¡Pero ya no había tiempo para eso!
—Alteza —dijo a toda prisa—. ¡Disculpadme, por favor! Uno de los hijos de Minerva está enfermo y he prometido que pediría unas hierbas medicinales a Roxana.
—Ah, de acuerdo. Cabalgad entonces, ya hablaremos más tarde —Cósimo volvió a tomar las riendas—. Si no mejorase, avisadme y le enviaré a un barbero.
—Os lo agradezco, mi señor —repuso Fenoglio, pero antes de ponerse en camino, aún le quedaba otra pregunta—. He oído decir que vuestra esposa no se encuentra bien, ¿es cierto? —se lo había contado Balbulus, el único que tenía acceso a Violante.
—Oh, sólo está furiosa —Cósimo tomó la mano de Brianna, como si tuviera que consolarla por traer a colación a su esposa—. Violante se encoleriza deprisa. Ha heredado el genio de su padre. Se niega a comprender por qué no permito que salga del castillo. Sin embargo, es evidente que los espías de su padre pululan por doquier, ¿y a quién intentarían sondear en primer lugar? A Violante y a Jacopo.
Era difícil no creer las palabras que brotaban de unos labios tan bellos, sobre todo si las pronunciaban con tal sinceridad y convicción.
—¡Acaso tengáis razón! Mas os ruego que no olvidéis que vuestra esposa odia a su padre.
—Se puede odiar a alguien y no obstante obedecerlo. ¿No tengo razón? —Cósimo miró a Fenoglio con la inocencia de un niño pequeño.
—Sí, sí, seguramente —respondió, incómodo.
Cada vez que Cósimo lo miraba así, Fenoglio creía descubrir una página en blanco en un libro, un agujero de polilla en un tapiz de palabras tejido con sutileza.
—Alteza —se despidió, e inclinando de nuevo la cabeza, obligó con escasa prestancia a su caballo a salir al trote por la puerta.
Brianna le había descrito en detalle el camino hacia la granja de su madre. Se lo había preguntado justo después de la visita de Roxana, con candidez, pretextando que le atormentaba el reuma en los huesos. Qué extraña joven era la hija de Dedo Polvoriento. No quería saber nada de su padre y por lo visto tampoco de su madre. Por fortuna, le previno contra la oca, así que sujetaba firmemente las riendas de su caballo cuando ésta se aproximó graznando.
Entró a caballo en el patio y halló a Roxana sentada a la puerta de su casa. Era una construcción humilde. Su belleza parecía encajar allí menos que una joya en el sombrero de un mendigo. Su hijo dormía a su lado en el umbral, enroscado como un cachorro, la cabeza apoyada en su regazo.
—Quiere acompañarme —dijo mientras Fenoglio se dejaba caer con torpeza de su caballo.
—La pequeña también ha llorado cuando le he comunicado que tenía que irme. Pero no puedo llevarlos conmigo, y menos a los dominios de Cabeza de Víbora. Él también ha ahorcado a niños. Una amiga cuidará de ellos, y de las plantas y animales…
Acarició el cabello oscuro de su hijo, y por un instante Fenoglio deseó que no cabalgase. Mas ¿qué sería entonces de sus palabras? ¿Quién encontraría a Meggie? ¿Tenía que pedir otro jinete a Cósimo para que tampoco regresara? «Quién sabe, a lo mejor tampoco regresa Roxana», volvió a musitar, taimada, su voz interior. «Y tus valiosas palabras se habrán perdido.»
—¡Tonterías! —exclamó enojado—. He mandado hacer una copia.
—¿Qué dices? —Roxana lo miró asombrada.
—Nada, nada —¡cielos, ahora hablaba solo!—. Tengo que contaros algo más: no cabalguéis hacia el molino. Un juglar que canta para Cósimo me ha traído noticias del Príncipe Negro.
Roxana se apretó la mano contra la boca.
—No, no. ¡No se trata de nada grave! —la tranquilizó Fenoglio—. En fin, parece que el padre de Meggie es prisionero de Cabeza de Víbora, pero a fuer de sincero, ya me lo temía. Dedo Polvoriento y Meggie… bueno, en pocas palabras: el molino donde Meggie debía aguardar mi carta ha ardido. El molinero anda contando por ahí que una marta hizo llover fuego del techo mientras un brujo con el rostro surcado por las cicatrices hablaba con el fuego. Parece que lo acompañaban un demonio bajo la figura de un joven de piel oscura, que lo salvó cuando lo hirieron, y una chica.