«¿Ah, sí? ¿Qué ocurrirá si asaltan el castillo de Cabeza de Víbora y todos los que están en las mazmorras mueren al arder la fortaleza?», susurró una voz dentro de él. «¿O si las tropas de Cósimo se estrellan contra las altas murallas del Castillo de la Noche?»
Fenoglio apartó la pluma y enterró la cara entre las manos. Anochecía y su mente estaba tan en blanco como el pergamino que tenía delante. Cósimo había enviado a Tullio para rogarle que le acompañara a la mesa, pero no tenía apetito, aunque le encantaba contemplar a Cósimo cuando escuchaba con ojos brillantes las canciones que había escrito sobre él. Aunque la Fea repitiera diez veces que a su marido le aburrían las palabras…
este
Cósimo amaba lo que le entregaba Fenoglio: cuentos maravillosos sobre sus pasadas hazañas heroicas, sobre su época con las Mujeres Blancas y el combate en la fortaleza de Capricornio.
Sí. Fenoglio gozaba del favor del hermoso príncipe, justo como lo había escrito… mientras que la Fea pedía en vano cada vez con mayor frecuencia que se permitiera su presencia junto a su marido. Total, que Violante pasaba en la biblioteca mucho más tiempo que antes del regreso de Cósimo. Desde la muerte de su suegro ya no necesitaba entrar en ella furtivamente o sobornar con sus joyas a Balbulus, porque a Cósimo le traía sin cuidado que leyera. Sólo le interesaba si escribía cartas a su padre o intentaba de algún otro modo ponerse en contacto con Cabeza de Víbora. ¡Como si lo hubiese hecho alguna vez!
A Fenoglio le apenaba la soledad de Violante, pero se consolaba pensando que siempre había estado sola. Ni siquiera su hijo había cambiado un ápice esa situación. No obstante, seguramente jamás había ansiado la compañía de una persona tanto como la de Cósimo. La marca de su rostro se había desvanecido, pero ahora le devoraba otro sentimiento… el amor, tan inútil como la marca, porque Cósimo no la correspondía. Al contrario, mandaba vigilar a su mujer. Desde hacía algún tiempo un hombre macizo de cabeza calva que antes había adiestrado a los perros de caza del Príncipe Orondo seguía a Violante. Iba tras la Fea como si se hubiera convertido en un sabueso que intentaba ventear todos sus pensamientos. Parece que Violante ordenaba a Balbulus escribir cartas a Cósimo, cartas suplicantes, garantizándole su fidelidad y su devoción, pero su esposo, decían, no las leía. Uno de sus administradores afirmaba incluso que Cósimo había olvidado el arte de la lectura.
Fenoglio apartó las manos de su rostro y lleno de envidia contempló al durmiente Cuarzo Rosa que, tumbado junto al tintero, roncaba apaciblemente. Acababa de coger de nuevo la pluma, cuando llamaron a la puerta.
¿Quién podía ser, tan entrada la noche? A esas horas, Cósimo casi siempre salía a pasear a caballo.
Era su esposa la que apareció en el umbral. Violante llevaba uno de los vestidos negros que había dejado de usar tras el regreso de Cósimo. Tenía los ojos enrojecidos, lastimados quizá por el llanto, pero a lo mejor se debía a un uso excesivo del berilo.
Fenoglio se levantó de la silla.
—Pasad, señora —invitó—. ¿Dónde está vuestra sombra?
—He comprado una carnada de cachorros y le he ordenado que los adiestre, un regalo para Cósimo. Desde entonces desaparece de vez en cuando.
Era astuta, sí, tal vez demasiado. ¿Se había enterado Fenoglio? No, él no recordaba haberla inventado.
—Tomad asiento, por favor —le ofreció su propia silla… no había otra, y se sentó sobre el arcón situado al pie de la ventana, donde guardaba sus ropas, no las viejas y apolilladas, sino las que Cósimo había mandado hacerle a medida, atuendos suntuosos, propios de un poeta de corte.
—Cósimo se ha llevado de nuevo a Brianna —informó Violante con la voz quebrada—. Ella sale a cabalgar con él, come con él, hasta las noches las pasa con él. Ahora le cuenta historias a él, no a mí, lee, baila para él, como antes hacía para mí. Y yo estoy sola. ¿No podríais hablar con ella? —Violante acariciaba su vestido negro con ademanes inquietos—. ¡Brianna ama vuestras canciones, quizá os escuche! La necesito. No tengo a nadie más en este castillo, excepto Balbulus, y éste sólo espera de mí oro para nuevos pigmentos.
—¿Y vuestro hijo?
—Él no me ama.
Fenoglio calló. Violante tenía razón. Jacopo no quería a nadie excepto a su siniestro abuelo, y nadie quería a Jacopo. No era fácil quererlo. La oscuridad y el martilleo de los herreros penetraban desde el exterior.
—Cósimo planea fortificar los muros de la ciudad —prosiguió Violante—. Quiere talar todos los árboles hasta el río. Dicen que Ortiga lo ha maldecido por ello. Que hablará con las Mujeres Blancas para que regresen por él.
—No os preocupéis. Las Mujeres Blancas no obedecen a Ortiga.
—¿Estáis seguro? —se frotó sus ojos lastimados—. ¡Brianna es mi lectora! Él no tiene derecho a quitármela. Deseo que escribáis a su madre. Cósimo ordena leer todas mis cartas, pero vos podéis invitarla a venir. Él confía en vos. Escribid a la madre de Brianna que Jacopo quiere jugar con su hijo y que debe traerlo al castillo a eso del mediodía. Sé que antes era una juglaresa, pero ahora cultiva hierbas medicinales. Todos los barberos de la ciudad acuden a ella. Yo poseo algunas plantas curiosas en mi jardín. Mandadle recado de que puede coger allí cuanto quiera, semillas, retoños de raíces, esquejes, lo que se le antoje, sólo tiene que venir.
¡Ansiaba entrevistarse con Roxana!
—¿Por qué preferís hablar con la madre y no con la propia Brianna? Ya no es una niña pequeña.
—¡Lo he intentado! No me escucha. Se limita a mirarme en silencio, farfulla disculpas… y se marcha de nuevo con él. No, he de hablar con su madre.
Fenoglio calló. Por lo que sabía, no estaba seguro de que Roxana acudiera. Al fin y al cabo, él mismo había inscrito en su corazón el orgullo y el rechazo a la sangre noble. Por otra parte, ¿no había prometido a Meggie que vigilaría a la hija de Dedo Polvoriento? Ya que no podía cumplir ninguna otra promesa, porque las palabras, qué vergüenza, le dejaban en la estacada, al menos debería intentarlo con ésa… «¡Cielos!», pensó. «¡No me gustaría estar cerca de Dedo Polvoriento cuando se entere de que su hija pasa las noches con Cósimo!»
—De acuerdo, enviaré un mensajero a Roxana —aceptó—. Pero no alberguéis demasiadas esperanzas. He oído que no le hace muy feliz que vuestra hija viva en la Corte.
—Lo sé —Violante se levantó y lanzó un vistazo al papel depositado sobre su pupitre—. ¿Estáis trabajando en una nueva historia? ¿Sobre Arrendajo? ¡Primero tenéis que enseñármela a mí! —por un momento fue digna hija de Cabeza de Víbora.
—Desde luego, desde luego —se apresuró a responder Fenoglio—. Os la mostraré antes que a los juglares. Y la escribiré atendiendo a vuestras preferencias: sombría, desesperanzada, inquietante… —«y cruel», añadió en su mente.
Sí, a la Fea le gustaban las historias oscuras. No quería que le hablasen de felicidad ni de belleza, prefería oír hablar de muerte, de desgracias y de secretos preñados de lágrimas. Ella adoraba su mundo, su propio mundo, y éste nunca había hablado de belleza y de dicha.
Ella seguía mirándolo… con la misma arrogancia que su padre contemplaba el mundo. Fenoglio recordó las palabras que escribiera un día sobre su familia:
Sangre noble. Desde hacía cientos de años, la estirpe de Cabeza de Víbora creía firmemente que la sangre que corría por sus venas los hacía más valientes, listos y fuertes que el resto de sus súbditos.
Centenares y centenares de años la misma mirada, incluso en los ojos de la Fea, que nada más nacer habría preferido ahogar a esa misma estirpe en el foso del castillo igual que un perro lisiado.
—Los sirvientes afirman que la madre de Brianna cantaba aún mejor que ella. Que era capaz de hacer llorar a las piedras y florecer a las rosas —Violante se acarició el rostro, justo donde poco tiempo antes aún le quemaba la marca rojiza.
—Sí, yo también he oído algo parecido —Fenoglio la acompañó hasta la puerta.
—Según dicen, antes cantaba incluso en el castillo de mi padre, pero no lo creo. Mi padre nunca ha permitido que los juglares traspasen sus puertas, como mucho los ahorca ante ellas.
«Sí, porque se dijo que vuestra madre lo engañó con un juglar», pensó Fenoglio mientras abría la puerta.
—Brianna afirma que su madre ya no canta porque cree que su voz trae grandes desgracias a todos los que ama. Parece que así sucedió con el padre de Brianna.
—Sí, también lo he oído.
Violante salió al pasillo. Ni siquiera de cerca se percibía su marca.
—¿La enviaréis mañana temprano con el mensajero?
—Si tal es vuestro deseo…
Ella contempló el oscuro corredor.
—Brianna se niega a hablar de su padre. Una de las cocineras dice que es un tragafuego y que la madre de Brianna estuvo muy enamorada de él, pero que después uno de los incendiarios se enamoró de ella y rajó la cara al tragafuego.
—Yo también he oído esa misma historia —Fenoglio la miró, meditabundo. La agridulce historia de Dedo Polvoriento respondía por entero al gusto de Violante, sin duda.
—Según cuentan, ella lo llevó a un barbero y se quedó con él hasta que sanó su rostro —qué ausente sonaba su voz, como si se hubiera perdido entre las palabras de Fenoglio—. Pero a pesar de todo, la abandonó —Violante giró la cabeza—. ¡Escribid esa carta! —ordenó con tono severo—. Escribidla esta misma noche —luego se alejó presurosa, con su vestido negro, tan deprisa como si se avergonzase de haber recurrido a él.
—Cuarzo Rosa, ¿crees que sólo puedo inventar personajes tristes o malvados? —preguntó Fenoglio mientras cerraba la puerta.
Pero el hombrecillo de cristal continuaba durmiendo, mientras la tinta de la pluma goteaba sobre el pergamino en blanco.
Su ojo no es tan claro como la luz del sol;
Su boca no exhibe el arrebol de las granadas;
Blanca como la nieve es la nieve, su seno no lo es;
¿Que el cabello es de oro? Su oro se ha ennegrecido.
William Shakespeare
,
Sonetos
Fenoglio esperaba a Roxana en una sala del castillo donde sólo se recibía a los peticionarios, a gentes del pueblo llano que exponían allí sus cuitas a los administradores mientras un escribano consignaba sus palabras sobre papel (el pergamino era demasiado valioso para tales fines). Después los despedían con la esperanza de que el príncipe se interesase tarde o temprano por sus preocupaciones. En tiempos del Príncipe Orondo esto sucedía raras veces, a lo sumo a instancias de Violante, de manera que sus súbditos solían dirimir sus querellas entre sí, de manera sangrienta o incruenta, según su temperamento o influencia. Ojalá que Cósimo cambiara esta situación…
—¿Qué estoy haciendo aquí? —murmuró Fenoglio escudriñando la alta y estrecha estancia.
Todavía yacía en su lecho (mucho más cómodo que el de casa de Minerva) cuando apareció el mensajero de la Fea. Violante rogaba que la disculpase y le pedía que dado que sabía hallar las palabras adecuadas mejor que nadie, hablara con Roxana en su lugar. Maravilloso. Así actuaban los poderosos: endosando a otros las cuestiones ingratas de la vida. Pero por otra parte… siempre había deseado conocer a Roxana. ¿Sería en efecto tan hermosa como él la había descrito?
Se sentó, suspirando, en el sillón que solía ocupar el administrador de Cósimo. Desde el regreso de Cósimo los peticionarios acudían en tal número al castillo, que en el futuro ya sólo se les permitiría personarse allí dos días a la semana. De momento su príncipe tenía otras cosas en mente que las preocupaciones de un campesino al que su vecino había robado un cerdo, la demanda de un zapatero al que un comerciante había vendido cuero de mala calidad o la queja de la sastra a la que su marido golpeaba todas las noches al regresar a casa borracho. Como es natural, en cada localidad de cierta importancia había un juez para dirimir tales litigios, pero la mayoría de estos hombres tenían mala fama. La justicia, se decía a ambos lados del Bosque Impenetrable, sólo atendía a quienes llenaban de oro los bolsillos de los jueces. En consecuencia, aquellos que no poseían oro, acudían al castillo, a su príncipe angelical, sin comprender que a él sólo le preocupaban los preparativos de su guerra.
Roxana entró en la sala con dos niños: una niña de unos cinco años y un chico algo mayor, seguramente Jehan, el hermano de Brianna, el crío al que de vez en cuando le cabía el dudoso honor de jugar con Jacopo. Con el ceño fruncido, observó los tapices que pendían de las paredes y pregonaban las hazañas del Príncipe Orondo en su juventud. Unicornios, dragones, ciervos blancos… Por lo visto nada había estado a salvo de su lanza principesca.
—Ejem, ¿por qué no salimos al jardín? —propuso Fenoglio al reparar en sus miradas de desaprobación, levantándose con presteza de la regia silla. Ella quizá era incluso más bella de lo que Fenoglio la había descrito. Al fin y al cabo, él también había elegido las palabras más maravillosas cuando escribió para
Corazón de Tinta
la escena en la que Dedo Polvoriento la vio por vez primera. No obstante… al contemplarla de repente plantada ante él, se enamoró de golpe igual que un joven atolondrado. «¡Demonios, Fenoglio!», se regañó a sí mismo. «Tú la creaste y ahora te quedas mirándola embelesado como si fuera la primera mujer que ves en tu vida.» Y lo que era peor… Roxana pareció apercibirse.
—¡Sí, salgamos al jardín! He oído hablar mucho de él, mas no lo he visto nunca —repuso ella con una sonrisa que aturulló por completo a Fenoglio—. ¿O preferís contarme antes de qué deseáis hablarme? En vuestra carta decíais tan sólo que se trataba de Brianna.
De qué deseaba hablarla… ja! Maldijo los celos de Violante, el corazón infiel de Cósimo y de paso, a sí mismo.
—Vayamos primero al jardín —aconsejó Fenoglio. A lo mejor al aire libre era más fácil transmitirle el encargo de la Fea.
Pero, como es lógico, no fue así.
El chico se puso a buscar a Jacopo en cuanto salieron, pero la niña permaneció con Roxana, agarrada a su mano mientras ella iba de planta en planta… y Fenoglio callaba.
—Sé por qué se me ha hecho venir —dijo Roxana cuando él intentaba encontrar por enésima vez las palabras adecuadas—. Brianna no me lo ha contado, jamás lo haría. Pero la criada que lleva el desayuno a Cósimo suele pedirme consejo debido a la enfermedad de su madre y me ha referido que Brianna apenas abandona ya sus aposentos. Ni siquiera de noche.