Las ventanas de la posada alumbraron a Dedo Polvoriento con sus sucios ojos amarillos cuando se deslizaba por la calzada. Furtivo lo precedía a saltos, apenas una sombra en la negrura. Era una noche sin luna, y en el patio y entre los establos reinaba tal oscuridad que su rostro surcado por las cicatrices apenas era una mancha pálida.
Delante del establo en el que habían encerrado a los prisioneros montaban guardia nada menos que cuatro soldados, pero no repararon en él. Contemplaban aburridos la noche, las manos a la espada, lanzando incesantes miradas ansiosas a las ventanas iluminadas de enfrente. De la posada salían canciones, voces ruidosas, de borrachos, y después unos sones de laúd bien punteado, seguidos de un canto extraño y ahogado. Vaya, así que Pífano había vuelto de Umbra y entonaba en público una de sus canciones, ebrio de sangre y de muerte. La estancia allí de Nariz de Plata era una razón más para no dejarse ver. Meggie y Farid aguardaban detrás de los establos, según lo convenido, pero discutían tan alto que Dedo Polvoriento, situándose detrás del chico, le tapó la boca con la mano.
—¿Qué significa esto? —le siseó, irritado—. ¿Queréis que os encierren con los demás?
Meggie agachó la cabeza. Volvía a llorar de nuevo.
—¡Quiere entrar en el establo! —susurró Farid—. ¡Cree que todos están durmiendo! Pero…
Dedo Polvoriento volvió a taparle la boca. Unas voces resonaron por el patio. Al parecer alguien había llevado comida a los guardias apostados delante del establo.
—¿Dónde está el Príncipe Negro? —susurró Dedo Polvoriento cuando se hizo el silencio.
—Con su oso, entre el horno y el edificio principal. ¡Dile que no puede entrar en el establo! Dentro hay al menos quince soldados.
—¿Cuántos custodian al príncipe?
—Tres.
Tres. Dedo Polvoriento miró al cielo. La luna, oculta tras las nubes, provocaba una oscuridad negra como la tinta.
—¿Deseas liberarlo? ¡Tres no son muchos! —la voz de Farid denotaba excitación. Ni rastro de miedo. Algún día su temeridad acabaría matándolo—. Les rebanaremos el pescuezo antes de que puedan decir algo. Será muy sencillo.
Solía hablar así. Dedo Polvoriento se preguntaba siempre si eran meras palabras o si ya las había puesto en práctica.
—¡Cielos, eres un tipo muy curtido! —exclamó en voz baja—. Yo no soy bueno rebanando gargantas, lo sabes de sobra. ¿Cuántos son los prisioneros?
—Once mujeres, tres niños y nueve hombres, sin contar a Lengua de Brujo.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Dedo Polvoriento a Meggie—. ¿Lo has visto? ¿Es capaz de andar?
Ella meneó la cabeza.
—¿Y tu madre?
Meggie le lanzó una rápida ojeada. No le gustaba que hablase de Resa.
—Vamos, contesta, ¿está bien?
—Creo que sí —ella apretaba una mano contra la pared del establo, como si pudiera percibir a sus padres detrás—. Pero no he conseguido hablar con ella. ¡Por favor! —cuan suplicante era su mirada—. Seguro que todos duermen. Tendré mucho cuidado.
Farid dirigió una mirada desesperada a las estrellas, como si tanta sinrazón las impeliera a romper su eterno silencio.
—Los guardianes estarán despiertos —advirtió Dedo Polvoriento—. Así que tendrás que inventar una buena mentira para ellos. ¿Tienes algo para escribir?
Meggie lo miró incrédula, con los ojos de su madre. Luego hundió la mano en la bolsa que llevaba.
—Papel —susurró mientras arrancaba deprisa una hoja de una libreta—. ¡Y lápiz! —madre e hija eran iguales; siempre llevaban algo para escribir.
—¿La dejarás ir? —Farid le miró estupefacto.
—Sí.
Meggie lo miró, esperanzada.
—Escribe: En la calzada que tomarán, habrá mañana un árbol derribado. Cuando éste se incendie, todos los que sean jóvenes y fuertes deben correr hacia la izquierda del bosque. ¡Hacia la izquierda, esto es importante! Continúa escribiendo: Los estaremos esperando y los ocultaremos. ¿Lo tienes?
Meggie asintió. Su lápiz volaba sobre el papel, confiando en que Resa lograra descifrar la letra diminuta en el oscuro establo, porque él no estaría allí para iluminarla con el fuego.
—¿Has pensado lo que contarás a los guardias? —le preguntó Dedo Polvoriento.
Meggie asintió.
Por un momento casi pareció de nuevo la niña que era más de un año antes, y Dedo Polvoriento se preguntó si no sería un error permitirle ir, pero antes de que pudiera pensarlo mejor, ella se había marchado. Recorrió el patio con rapidez y desapareció en la posada. Volvió a salir con un jarro en la mano.
—Me envía la mujercita de musgo —dijo a los guardias con voz cristalina—. Tengo que dar leche a los niños.
—Fíjate, es lista como un chacal —susurró Farid cuando los guardias se apartaron a un lado—. Y valiente como una leona —latía tal admiración en su voz, que Dedo Polvoriento sonrió; sí, el chico estaba enamorado hasta las cachas.
—Es probable que sea más lista que nosotros dos juntos —repuso en voz baja—. Y más valiente, por descontado, al menos en lo que a mí respecta.
Farid asintió. Con los ojos clavados en la puerta del establo abierta… sonrió aliviado cuando Meggie salió de nuevo.
—¿Has visto? —le susurró apenas regresó junto a Farid—. Ha sido sencillísimo.
—Bien —dijo Dedo Polvoriento indicando a Farid con una seña que se pusiera a su lado—. Entonces cruza los dedos para que lo que tenemos que hacer ahora nosotros sea igual de fácil. ¿Qué, Farid? ¿Te apetece jugar un rato con el fuego?
* * *
El chico ejecutó su tarea con la misma sangre fría que Meggie. Ensimismado, pero bien visible para los hombres que vigilaban al príncipe, empezó a hacer bailar al fuego con la misma naturalidad que si estuviera en algún mercado apacible y no delante de una posada que albergaba a Zorro Incendiario y Pífano. Los guardianes, dándose codazos, rieron agradecidos por la distracción en esa noche de vigilia. «Parece que soy el único aquí que siente un nudo en la garganta», pensó Dedo Polvoriento mientras se deslizaba junto a hediondos desperdicios de matanza y verduras podridas. Al parecer los cocineros del gordo posadero arrojaban detrás de la casa todo lo que no servían a sus huéspedes. Unas cuantas ratas salieron corriendo al oír los pasos de Dedo Polvoriento, y entre los árboles brillaron los ojos hambrientos de un duende.
Habían atado al príncipe justo al lado de una montaña de huesos y a su oso a la distancia suficiente para que no pudiera alcanzarlos. Amarrado a una cadena, resollaba desdichado por su hocico atado y de vez en cuando soltaba un gemido apagado y triste.
No muy lejos de allí los guardias habían clavado una antorcha en el suelo, pero la llama se apagó en el acto cuando el viento le trajo la voz queda de Dedo Polvoriento. Sólo quedó un rescoldo… y el Príncipe Negro levantó la cabeza. Cuando el fuego se adormiló de repente, comprendió en el acto quién debía de merodear en la oscuridad. Tras unos pasos ligeros, silenciosos, Dedo Polvoriento se acurrucó detrás del lomo peludo del oso.
—¡El chico es bueno de verdad! —susurró el Príncipe sin volverse. Las cuerdas que lo sujetaban exigían un cuchillo afilado.
—Oh, sí, muy bueno. Y al contrarío que yo, no tiene ni pizca de miedo —Dedo Polvoriento examinó los candados de las cadenas del oso. Se habían oxidado, pero no costaría mucho abrirlos—. ¿Qué te parece una excursión al bosque? Pero el oso ha de ser sigiloso, sigiloso como un buho. ¿Será capaz?
Dedo Polvoriento se agachó cuando uno de los guardias se volvió, al parecer porque había oído a la criada que salía de la cocina para volcar un cubo de desperdicios detrás de la casa. Luego regresó al interior después de lanzar una mirada curiosa al Príncipe atado… llevándose consigo el estrépito que brotaba por la puerta abierta, que cesó al cerrarla.
—¿Y los demás?
—Cuatro guardias delante del establo y otros cuatro que Zorro Incendiario ha asignado a Lengua de Brujo. Seguro que otros diez vigilan al resto de los prisioneros. Es imposible distraerlos a todos, al menos el tiempo suficiente para poner a salvo a heridos y tullidos.
—¿Lengua de Brujo?
—Sí, el hombre al que buscaban entre vosotros. ¿Cómo lo llamas tú?
Un candado saltó. El oso gruñó. A lo mejor Furtivo lo ponía nervioso. Era preferible mantener la segunda cadena cerrada, pues a lo mejor devoraba a la marta. Dedo Polvoriento se puso a cortar las cuerdas que amarraban al Príncipe Negro. Debía apresurarse, tenían que haberse ido antes de que a Farid le pesaran los brazos. El segundo candado hizo clic. Una rápida ojeada al chico… «¡Por el fuego de los elfos!», se dijo Dedo Polvoriento. «¡Casi lanza las antorchas tan alto como yo!» Pero cuando el Príncipe se despojaba de sus ataduras, un hombre gordo se dirigió con paso firme hacia Farid, seguido por una criada y un soldado. Gritó al chico, señalando encolerizado las llamas. Farid se limitó a sonreír, retrocedió bailando, mientras Gwin saltaba alrededor de sus piernas, y continuó haciendo juegos malabares con las antorchas ardiendo. ¡Oh, sí, era tan listo como Meggie! Dedo Polvoriento hizo una seña al Príncipe para que lo acompañara. El oso caminaba pesadamente tras ellos, a cuatro patas, obedeciendo las voces quedas de su amo. Por desgracia era un auténtico oso y no un íncubo. A éste no habría habido que explicarle que debía permanecer callado. Pero al menos era negro, como su amo, y la noche se los tragó como si formaran parte de ella.
—Nos reuniremos abajo, en la calzada, junto al árbol caído —el Príncipe asintió antes de fundirse con la noche.
Dedo Polvoriento, por su parte, salió en busca del chico y de la hija de Resa. En el patio, los soldados vociferaban: habían descubierto la fuga del Príncipe Negro y de su oso. Hasta Pífano había salido de la casa. Pero Dedo Polvoriento no consiguió descubrir a Farid ni a la joven.
Los soldados comenzaron a registrar con antorchas el lindero del bosque y la ladera trasera de la casa. Dedo Polvoriento susurró en la noche hasta que el fuego se adormiló y las antorchas fueron apagándose una tras otra, como si la brisa las hubiera soplado. Los hombres, intranquilos, se detuvieron en la calzada, acechando a su alrededor, aterrorizados por el miedo… miedo a la oscuridad, al oso y a todos los seres que merodeaban de noche por el bosque.
Ninguno se atrevió a llegar hasta el lugar donde el árbol caído bloqueaba el camino. Reinaba tal silencio en el bosque y en las colinas, que parecía que el hombre jamás los había hollado. Gwin estaba sentada encima del tronco y Farid y Meggie aguardaban al otro lado, bajo los árboles. Uno de los labios del chico sangraba y la chica, cansada, apoyaba la cabeza en su hombro. Meggie se levantó confundida cuando Dedo Polvoriento surgió ante ellos.
—¿Lo has liberado? —inquirió Farid.
Dedo Polvoriento le puso la mano debajo del mentón y observó el labio partido.
—Sí. Pase lo que pase mañana, el príncipe y su oso nos ayudarán. ¿Cómo ha sucedido? —las dos martas se deslizaron furtivas a su lado y desaparecieron juntas en el bosque.
—Bah, no es nada. Uno de los soldados intentó sujetarme, pero logré escapar. ¡Vamos, dime! ¿Lo hice bien? —preguntó, aunque conocía la respuesta.
—Tan bien que comienzo a preocuparme. Si sigues así, acabarás echándome del negocio.
Farid sonrió.
A Meggie, por el contrario, le embargaba la tristeza. Parecía tan perdida como la niña que habían encontrado en el campamento saqueado. No era difícil intuir sus sentimientos, aunque no hubiera conocido a sus padres, como le sucedía a él. Titiriteros, juglaresas, un barbero ambulante… Dedo Polvoriento había tenido numerosos padres… Cualquiera que en ese momento se ocupase en el Pueblo Variopinto de los niños que, en cierto sentido, sobraban. «Bueno, dile algo, Dedo Polvoriento, ¡cualquier cosa! También disipaste alguna vez la tristeza de su madre.» Aunque casi siempre por un breve espacio de tiempo… Un tiempo robado.
—Escucha —miró a Meggie arrodillándose delante de ella—. Si mañana conseguimos liberar a algunos, el Príncipe Negro los pondrá a salvo, pero nosotros tres seguiremos a los demás.
Ella lo miró con tal desconfianza, como si fuera una cuerda quebradiza sobre la que tuviera que caminar… muy alta en el aire.
—¿Por qué? —susurró Meggie. Cuando hablaba en voz baja no se ainaba la fuerza que podía desplegar su voz—. ¿Por qué te empeñas en ayudarles?
Ella no dijo: «La última vez no lo hiciste. Antaño, en el pueblo de Capricornio».
¿Qué podría contestarle él? ¿Que era más fácil limitarse a mirar en un mundo extraño que en el propio?
—Digamos que tengo algo que reparar —respondió él al fin.
Sabía que no necesitaba explicarle a qué se refería. Ambos recordaban la noche en que él los había delatado a Capricornio. Y algo más que Dedo Polvoriento estuvo a punto de añadir: «Creo que tu madre ya ha sido bastante tiempo una prisionera». Pero no pronunció esas palabras. Sabía que habrían desagradado a Meggie.
Una hora más tarde, el Príncipe se reunió con ellos, ileso y con su oso.
¿Ves cómo lamen las llamas,
Retorciéndose y enseñando sus lenguas,
Cómo baila y respinga el fuego,
Cómo devora y engulle la madera seca?
James Krüss
,
El fuego
A Resa le sangraban los pies. La calzada era pedregosa y estaba húmeda por el rocío de la mañana. Todos iban maniatados, excepto los niños. ¡Qué miedo habían tenido a que los soldados, en lugar de llevarlos entre los demás prisioneros, los hubieran obligado a subir al carro!
—¡Llorad si pretenden obligaros! —habían susurrado a los pequeños—. Llorad y gritad hasta que os permitan caminar a nuestro lado.
Por fortuna no había sido preciso. Qué medrosos miraban los tres, dos niñas y un niño, sin contar el que Mina llevaba en su vientre.
La niña mayor, de seis años justos, iba entre Resa y Mina. Cada vez que Resa la miraba, se preguntaba qué aspecto habría tenido Meggie a su edad. Mo le había enseñado numerosas fotos de todos esos años que ella se había perdido, pero no eran sus recuerdos, sino los de él. Y de Meggie.
Valerosa Meggie. A Resa se le encogía el corazón al pensar cómo le había entregado a escondidas la hoja de papel en el establo. ¿Dónde estaría ahora? ¿Observándola desde el bosque?
Cuando fuera estallaron los alaridos por la fuga del Príncipe Negro, consiguió leer las letras a la luz de la antorcha que ardió durante toda la noche en el establo. Ninguno de los demás sabía leer, así que sólo pudo transmitir el recado de Dedo Polvoriento entre susurros a las mujeres sentadas a su lado. Después no tuvo oportunidad de avisar a los hombres, pero los que pudieran correr, de todos modos lo harían. Resa se había ocupado de los niños. Ellos sabían cómo comportarse.