Sangre de tinta (40 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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Fenoglio asintió apresuradamente.

—Oh, sí, por supuesto, alteza. Lo consignaré todo. Historias de vuestra infancia, cuando vuestro honorable padre vivía, de vuestras primeras cabalgadas al Bosque Impenetrable, del día en que vuestra esposa llegó a este castillo y del día del nacimiento de vuestro hijo.

Cósimo asintió.

—Sí, sí —repuso, aliviado—. Veo que comprendéis. Y no olvidéis mi victoria sobre los incendiarios y el tiempo que pasé con las Mujeres Blancas.

—En modo alguno, señor —Fenoglio contempló el hermoso rostro con suma discreción.

¿Cómo había podido suceder? Evidentemente no sólo debería haber creído que era el verdadero Cósimo, sino que también compartiría todos los recuerdos del muerto…

Cósimo se levantó del trono en el que poco antes se había sentado su padre y empezó a caminar de un lado a otro.

—Algunas historias ya las he escuchado. De labios de mi esposa.

La Fea. Otra vez ella. Fenoglio escudriñó a su alrededor.

—¿Dónde está vuestra esposa?

—Buscando a mi hijo. Se ha escapado porque no he recibido a su abuelo.

—Permitidme una pregunta, alteza… ¿por qué os habéis negado a recibirle?

La pesada puerta se abrió a espaldas de Fenoglio y Tullio pasó ligero. Ya no sostenía en la mano el pájaro muerto, pero aún se percibía el miedo reflejado en su semblante.

—No tengo intención de recibirlo nunca más —Cósimo se detuvo ante el trono y acarició el escudo de su dinastía—. He ordenado a todos los centinelas de la puerta que nunca más dejen entrar en este castillo a mi suegro y a quienes le sirven.

Tullio alzó la vista hacia él, tan incrédulo y aterrado como si notara en su pecho peludo la flecha de Cabeza de Víbora.

Cósimo, sin embargo, prosiguió su despreocupada charla.

—Me he informado de todo lo acaecido en mi reino durante mi… —volvió a vacilar un instante antes de continuar—…ausencia. Sí, digámoslo de ese modo: ausencia. He escuchado a mis administradores, a mis monteros, a mis mercaderes, a mis campesinos, a mis soldados y a mi mujer. Y me he enterado de cosas muy interesantes y preocupantes. Imaginaos, poeta: ¡casi todo lo malo que me relataron estaba relacionado con mi suegro! Ya que al parecer frecuentáis a los titiriteros, decidme, ¿qué cuenta el Pueblo Variopinto de Cabeza de Víbora?

—¿El Pueblo Variopinto? —Fenoglio carraspeó—. Bueno, pues lo mismo que todos. Que es muy poderoso, tal vez en demasía.

Cósimo soltó una risa carente de alegría.

—Oh, sí. Ciertamente lo es. ¿Y?

«¿Adonde quiere ir a parar? Tú debieras saberlo, Fenoglio», pensó inquieto. «Si tú no sabes lo que pasa por su cabeza, ¿quién lo sabrá?»

—Bueno, dicen que Cabeza de Víbora gobierna con mano de hierro —añadió con voz vacilante—. En su reino no existe otra ley que su palabra y su sello. Es vengativo y vanidoso, exprime tanto a sus campesinos que éstos mueren de hambre, envía a los súbditos respondones, aunque sean niños, a sus minas de plata hasta que escupen sangre. Los cazadores furtivos capturados en su parte del bosque son cegados, a los ladrones manda que les corten la mano derecha… un castigo que vuestro padre por fortuna ya abolió hace tiempo. Y el único juglar que puede acercarse sin peligro al Castillo de la Noche es Pífano… siempre que no esté saqueando los pueblos con Zorro Incendiario —«¿Dios mío, escribí todo esto así?», pensó Fenoglio. «Seguramente.»

—Sí, también lo he oído. ¿Qué más? —Cósimo se cruzó de brazos y empezó a caminar de acá para allá. La verdad es que era hermoso como un ángel. «Quizá debería haberlo hecho menos guapo», pensó Fenoglio. «Da la impresión de ser falso.»

—¿Y qué más? —frunció el ceño—. Bien, Cabeza de Víbora siempre ha tenido miedo a la muerte, mas con la edad ese miedo se ha convertido casi en una obsesión. Por lo visto, pasa las noches arrodillado, llorando y maldiciendo, temblando de miedo de que se lo lleven las Mujeres Blancas. Dicen que se lava varias veces al día, por miedo a la enfermedad y al contagio, y que envía heraldos con cajas repletas de plata a países lejanos para que le compren remedios milagrosos contra la vejez. Además se casa con mujeres cada vez más jóvenes, con la esperanza de que le den por fin un hijo varón.

Cósimo se detuvo.

—Sí —repuso en voz baja—. Ya me han informado de todo ello. Pero todavía hay cosas peores… ¿o he de contároslas yo? —antes de que Fenoglio pudiera responder, prosiguió:— Se dice que Cabeza de Víbora envía de noche a Zorro Incendiario al otro lado de la frontera para extorsionar a mis campesinos. Se dice que reclama para sí todo el Bosque Impenetrable, que saquea a mis mercaderes cuando atracan en sus puertos, que les exige tributo cuando utilizan sus caminos y puentes, y que paga a bandidos para aumentar la inseguridad de mis rutas. Se dice que manda talar la madera para sus barcos en mi parte del bosque e incluso que tiene espías en este castillo y en cada calle de Umbra. Que incluso pagó a mi propio hijo para que le informase de todo cuanto trataba mi padre con sus consejeros. Y para terminar —Cósimo hizo una pausa efectista antes de seguir—, me han asegurado que el mensajero que previno a los incendiarios de mi inminente ataque fue enviado por mi suegro. Al parecer, para celebrar mi muerte comió codornices envueltas en plata y a mi padre le envió una carta de pésame cuyo pergamino estaba tan hábilmente untado de veneno que cada una de sus letras era letal cual ponzoña de serpiente. Bien, ¿todavía me preguntáis por qué me niego a recibirlo?

«¿Pergamino envenado? Cielos, ¿a quién se le puede ocurrir algo así?», se preguntó Fenoglio. «A mí desde luego que no.»

—¿Os habéis quedado mudo, poeta? —inquirió Cósimo—. Bueno, creedme, a mí me sucedió algo parecido cuando me informaron de tales iniquidades. ¿Qué se le dice a semejante vecino? ¿Qué decís del rumor de que Cabeza de Víbora mandó envenenar a la madre de mi esposa porque le gustaba demasiado escuchar a un juglar? ¿Y de que enviase como refuerzos a Zorro Incendiario y su Hueste de Hierro para cerciorarse de que yo no regresaría de la fortaleza de los incendiarios? ¡Mi suegro intentó aniquilarme, poeta! He olvidado un año de mi vida, y todo lo anterior es confuso como si lo hubiera vivido otra persona. Dicen que estuve muerto y que las Mujeres Blancas me llevaron. ¿Dónde has estado, Cósimo? ¡Y desconozco la respuesta! Pero ahora sé quién ansiaba mi muerte y es culpable de que me sienta tan vacío como un pez destripado, más joven que mi propio hijo. Dime, ¿cuál es el castigo adecuado para tan inicuo proceder contra mí y contra los demás?

Pero Fenoglio se limitaba a mirarlo. «¿Quién es?», se preguntaba. «¡Por toda la corte celestial!, Fenoglio, tú conoces su aspecto, pero ¿quién es?»

—¡Decídmelo! —repuso con voz ronca.

Cósimo volvió a regalarle su sonrisa angelical.

—¡Sólo hay un castigo adecuado, poeta! —exclamó—. Emprenderé la guerra contra mi suegro hasta que no quede del Castillo de la Noche piedra sobre piedra y su nombre haya caído en el olvido.

Fenoglio, inmóvil en la sala oscura, oía en sus oídos el rumor de su sangre. «¿Guerra? He debido entender mal», se dijo. «Yo no escribí nada de guerras.» Pero en su interior comenzó a susurrar una voz: «¡Se avecinan tiempos gloriosos, Fenoglio! ¿No escribiste algo sobre unos tiempos gloriosos?».

—Tiene la desvergüenza de cabalgar hasta mi castillo con un séquito de hombres que ya saquearon para Capricornio: ha convertido en su lugarteniente a Zorro Incendiario, al que que yo combatí, ha enviado aquí a Pífano como protector de mi hijo. ¡Imaginaos tamaña osadía! Acaso pudiera burlarse de ese modo de mi padre, mas no de mí. Le enseñaré que ya no tiene que vérselas con un príncipe que llora o come en demasía —la cara de Cósimo se cubrió de un fino arrebol. La furia aumentaba su belleza.

«Guerra. Piensa, Fenoglio, piensa. ¡La guerra! ¿Es eso lo que querías?» Notó que sus viejas rodillas temblaban.

Cósimo colocó casi con ternura la mano sobre su espada y la sacó despacio de la vaina.

—Únicamente por eso me ha dejado marchar la muerte, poeta —dijo mientras cortaba el aire con la larga y esbelta hoja—. Para traer justicia a este mundo y desalojar del trono al mismo diablo. Vale la pena luchar por eso, ¿no creéis? Incluso morir.

Ofrecía una hermosa estampa, con la espada desenvainada en la mano. ¡Y además… sí! ¿Acaso no tenía razón? A lo mejor una guerra era el único medio de poner coto a Cabeza de Víbora.

—¡Tenéis que ayudarme, Tejedor de Tinta! ¿Así es como os llaman, no? ¡Me gusta el nombre! —Cósimo volvió a envainar su espada con donaire. Tullio, que seguía en la escalera a sus pies, se estremeció cuando la afilada hoja raspó el cuero—. Escribiréis para mí la proclama a mis súbditos. Les explicaréis nuestra causa, sembraréis entusiasmo en los corazones y abominación a nuestro enemigo. También precisaremos a los juglares, vos sois su amigo. ¡Escribidles canciones fogosas, poeta! ¡Cantos que provoquen placer por el combate! ¡Vos forjaréis palabras, y yo mandaré forjar espadas, muchas espadas!

Parecía un ángel vengador al que no le faltaban más que las alas, y por primera vez en su vida, Fenoglio experimentó algo parecido a la ternura por una de sus criaturas de tinta. «Le daré alas», pensó. «Sí, lo haré. Con mis palabras.»

—Alteza —no le costó inclinar la cabeza en esta ocasión, y durante un instante exquisito fue casi como si hubiera escrito para tener el hijo que nunca tuvo.

«¡No se te ocurra volverte sentimental, a tus años!», se dijo, pero esta recomendación no cambió la inusual emotividad de su corazón.

«Debería cabalgar con él», pensó. «Sí, debería hacerlo. Marcharé con él contra Cabeza de Víbora… aunque sea un hombre viejo.» Fenoglio, héroe en su propio mundo, poeta y guerrero al tiempo. Le gustaba el papel, parecía escrito a su medida.

Cósimo sonrió de nuevo. Fenoglio habría apostado sus dedos a que no existía sonrisa más bella, ni en éste ni en ningún otro mundo.

También Tullio parecía haberse rendido al encanto de Cósimo, pese al miedo que Cabeza de Víbora había sembrado en su corazón. Alzaba los ojos embelesados hacia su recuperado señor, las manitas en el regazo, como si aún sostuvieran al pájaro con el pecho perforado.

—¡Ya estoy escuchando las palabras! —exclamó Cósimo mientras retornaba a su trono—. Sabéis, a mi mujer le complacen las palabras escritas, las palabras que se adhieren al pergamino como moscas muertas. A mi padre, por lo visto, le sucedía lo mismo, ¡pero yo prefiero escuchar las palabras en lugar de leerlas! Meditadlo cuando busquéis las correctas: debéis preguntaros cómo suenan. Han de rebosar pasión, la oscuridad de la tristeza, la dulzura del amor. Escribid palabras en las que vibre toda nuestra justa ira por los desmanes de Cabeza de Víbora, y pronto esa ira arraigará en todos los corazones. Vos escribiréis la denuncia, la apasionada denuncia, nosotros la pregonaremos en cada plaza y en cada mercado y haremos que los juglares la difundan:
¡Guárdate, Cabeza de Víbora!,
se oirá incluso en su lado del bosque.
¡Tus días de criminal están contados!
Y pronto cada campesino querrá luchar bajo mi blasón, y los jóvenes y viejos acudirán en masa hasta aquí, al castillo, convocados por vuestras palabras. He oído que a Cabeza de Víbora le complace quemar en las chimeneas de su castillo libros cuyo contenido le disgusta, mas ¿cómo va a quemar las palabras que todos cantan y comentan?

«Sería capaz de quemar al hombre que las pronuncie», pensó Fenoglio. «O al que las ha escrito.» Este pensamiento inquietante enfrió su fogoso corazón, pero Cósimo pareció ainar sus pensamientos.

—Como es natural, a partir de ahora os pondré bajo mi protección personal —anunció—. En adelante viviréis aquí, en el castillo, en los aposentos que un poeta de corte merece.

—¿En el castillo? —Fenoglio carraspeó, desconcertado por la oferta—. Sois… sois muy generoso. Sí, muy generoso. —Comenzaban tiempos gloriosos…— Seréis un buen soberano, alteza —respondió, conmovido—. Un excelente príncipe. Y mis canciones sobre vos se cantarán durante siglos, cuando Cabeza de Víbora haya sido sepultado en el olvido. Os lo prometo.

Unos pasos resonaron a sus espaldas. Fenoglio se volvió bruscamente, irritado por haber sido molestado en un momento tan emocionante. Violante cruzaba presurosa la sala, con su hijo de la mano, seguido por su criada.

—Cósimo —le interpeló—. Escucha. Tu hijo desea pedirte disculpas.

A Fenoglio le pareció que Jacopo no tenía pinta de eso. Violante lo arrastraba tras ella y el niño mostraba una expresión sombría. El regreso de su padre no parecía alegrarle mucho. Su madre, por el contrario, parecía radiante. Fenoglio nunca la había visto así, y la marca de su cara apenas era más oscura que una sombra dibujada por el sol sobre su piel.

La marca de la Fea se desvaneció de su rostro.
«Oh, Meggie, gracias», pensó. «Lástima que no estés aquí…»

—¡No pienso disculparme! —proclamó Jacopo cuando su madre le empujó sin contemplaciones escalera arriba hasta el trono—. ¡Es él quien tiene que disculparse ante mi abuelo!

Fenoglio retrocedió con disimulo. Había llegado el momento de marcharse.

—¿Te acuerdas de mí? —oyó preguntar a Cósimo—. ¿Era un padre severo?

Jacopo se encogió de hombros.

—Oh, sí, lo eras —respondió la Fea—. Le quitabas sus perros cuando se comportaba como ahora. Y su caballo.

Oh, era astuta, mucho más astuta de lo que Fenoglio había pensado. Se dirigió hacia la puerta en silencio. Qué bien, pronto viviría en el castillo. No debía perder de vista a Violante, o llenaría a su antojo la memoria vacía de Cósimo… igual que un pavo relleno. Cuando los criados le abrieron la puerta, vio a Cósimo sonreír, ausente, a su mujer. «Está agradecido», pensó Fenoglio. «Está agradecido de que llene su vacío con sus palabras, pero no la ama.»

«¡Vaya, otra cosa en la que no habías pensado, Fenoglio!», se reprochó mientras caminaba por el patio interior. «¿Por qué no escribiste palabra alguna sobre el amor que Cósimo profesa a su mujer? ¿Acaso no contaste tú mismo a Meggie hace mucho tiempo la historia de la mujer hecha de flores que entregó su corazón al hombre equivocado? ¿Para qué sirven los cuentos, si tampoco aprendemos nada de ellos?» Bueno, al menos Violante amaba a Cósimo. Bastaba con mirarla. Algo es algo…

Por otra parte… la criada de Violante, la del pelo tan bonito, Brianna, de la que Meggie afirmaba que era hija de Dedo Polvoriento… ¿no había observado a Cósimo con el mismo embeleso? Y Cósimo… ¿no había mirado más a la criada que a su mujer? «¡Qué más da!», pensó Fenoglio. «Muy pronto estarán aquí en juego cosas de más enjundia que el amor. De mucha más enjundia…»

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