Sangre de tinta (18 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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El chico se balanceaba impaciente sobre los dedos de los pies.

—He de irme —informó a Meggie—. ¿Dónde podré encontrarte?

—En la calle de los zapateros y guarnicioneros —contestó Fenoglio en lugar de Meggie—. Pregunta simplemente por la casa de Minerva.

Farid asintió… y siguió mirando a Meggie.

—No es buena idea ponerse en camino de noche —advirtió Fenoglio, aunque tenía la sensación de que al chico no le interesaban sus consejos—. Aquí los caminos no son precisamente seguros. Y menos de noche. Bandidos, vagabundos…

—Sé defenderme —Farid extrajo un cuchillo del cinto—. Ten cuidado —cogió la mano de Meggie y luego se giró bruscamente y desapareció entre los titiriteros.

Fenoglio observó que Meggie se volvía unas cuantas veces para seguirlo con la mirada.

—¡Cielos, pobre tipo! —gruñó Fenoglio mientras ahuyentaba del camino a unos niños que le suplicaban un cuento—. ¿Está enamorado de ti, verdad?

—¡Olvídalo! —Meggie liberó su mano de la suya, pero él había conseguido hacerla sonreír.

—¡Está bien, mantendré la boca cerrada! ¿Sabe tu padre que estás aquí?

Fue una pregunta equivocada. Ella llevaba los remordimientos escritos en la frente.

—¡Señor, señor! Bueno, tienes que contármelo todo. Cómo has llegado hasta aquí, qué significan todas esas habladurías sobre Basta y Dedo Polvoriento, en fin, todo. ¡Has crecido! ¿O habré encogido yo? Dios mío, Meggie, cuánto me alegro de que estés aquí. ¡Ahora volveremos a empuñar las riendas de esta historia. Con mis palabras y tu voz.

—¿Empuñar las riendas? ¿A qué te refieres? —ella contempló con desconfianza su rostro.

Cuando eran prisioneros de Capricornio solía mirarle también del mismo modo, con el ceño fruncido y sus ojos claros capaces de explorar su corazón. Pero no era momento de explicaciones.

—¡Más tarde! —susurró Fenoglio, llevándola con él—. Más tarde, Meggie. Aquí hay demasiados oídos. ¡Maldita sea! ¿Dónde se habrá metido mi porta antorcha?

SONIDOS IGNOTOS EN UNA NOCHE IGNOTA

Qué calma la del mundo,

Envuelto de la penumbra

Tan plácido y encantador.

Como una estancia silenciosa,

Donde dormir y olvidar

Los pesares del día.

Matthias Claudius
,
Canción nocturna

Cuando Meggie intentó recordar más tarde cómo habían llegado a la estancia de Fenoglio, sólo le vinieron a la memoria unas imágenes desvaídas: el centinela que los había apuntado con su lanza y los había dejado pasar malhumorado al reconocer a Fenoglio, las oscuras callejuelas en pos de un niño que portaba una antorcha, y después la empinada escalera que conducía al muro gris de una casa y crujía bajo sus pies. Cuando siguió a Fenoglio escaleras arriba, sentía la acometida del sueño y en un par de ocasiones Fenoglio tuvo que agarrarla, preocupado, por el brazo.

—Creo que será mejor que nos contemos mañana nuestras experiencias desde la última vez que nos vimos —opinó mientras la introducía en su habitación—. Le pediré a Minerva que suba un saco de paja para ti, pero esta noche dormirás en mi cama. Tres días y tres noches en el Bosque Impenetrable. ¡Muerte y tinta, seguramente yo me habría muerto de miedo!

—Farid lleva su cuchillo —murmuró Meggie. La verdad es que el cuchillo la había tranquilizado cuando dormían por la noche en las copas de los árboles y abajo oían hozar y gruñir a los animales. Farid siempre lo había tenido al alcance de la mano—. Y cuando vio a los espíritus —contó somnolienta mientras Fenoglio encendía una lamparilla—, hizo fuego.

—¿Espíritus? En este mundo no hay espíritus, o al menos yo no los he introducido en mis escritos. ¿Qué habéis comido durante todos esos días?

Meggie caminó con paso torpe hacia la cama. Tenía un aspecto muy acogedor, aunque sólo se componía de un saco de paja y unas mantas toscamente tejidas.

—Bayas —murmuró—. Muchas bayas, el pan que cogimos de la cocina de Elinor y conejos cazados por Farid.

—¡Madre mía! —Fenoglio sacudió la cabeza, incrédulo.

Era en verdad maravilloso volver a ver su rostro apergaminado, pero ahora Meggie sólo deseaba dormir. Se quitó las botas, se deslizó bajo las rasposas mantas y estiró sus piernas doloridas.

—¿Pero cómo se te ocurrió siquiera trasladaros a ambos con la lectura hasta el Bosque Impenetrable? ¿Por qué no hasta aquí? Seguro que Dedo Polvoriento contó al chico algunas cosas sobre este mundo.

—Las palabras de Orfeo —Meggie bostezó—. Sólo teníamos las palabras de Orfeo y Dedo Polvoriento hizo que lo trasladara hasta el bosque con la lectura.

—Claro. Típico de él —Meggie notó que Fenoglio le estiraba las mantas hasta la barbilla—. Ahora prefiero no preguntarte de qué Orfeo hablas. Mañana seguiremos hablando. Felices sueños. ¡Y bienvenida a mi mundo!

A Meggie le costó volver a abrir los ojos.

—¿Dónde dormirás tú?

—Oh, no te preocupes. Abajo, en casa de Minerva, todas las noches se meten unos cuantos parientes en las camas. Uno más no importará. Créeme, uno se acostumbra pronto a cierta incomodidad. Sólo espero que su marido no ronque tan fuerte como afirma ella.

A continuación cerró la puerta tras él, y Meggie lo oyó bajar con esfuerzo la empinada escalera de madera mascullando denuestos en voz baja. Encima de ella escuchaba el rumor de los ratones entre las vigas (confiaba en que fueran ratones) y por la única ventana penetraban las voces de los centinelas de guardia desde la cercana muralla de la ciudad. Meggie cerró los ojos. Le dolían los pies y en sus oídos resonaba todavía el eco de la música del campamento de los titiriteros. «El Príncipe Negro», pensó, «he visto al Príncipe Negro… y la puerta de la ciudad de Umbra… y he oído susurrar a los árboles del Bosque Impenetrable. Ojalá pudiera contarle todo esto a Resa, o a Elinor, o a Mo. Pero ahora éste seguramente no querría volver a oír una sola palabra más sobre el Mundo de Tinta.

Meggie se frotó sus fatigados ojos. Encima de la cama había nidos de hada pegados entre las vigas del techo, como siempre había deseado Fenoglio, pero detrás de los oscuros agujeros de entrada nada se movía. El desván de Fenoglio era algo más grande que la habitación en la que Meggie y él habían estado prisioneros. Además de la cama que tan generosamente le había cedido, albergaba un arcón de madera, un banco y un pupitre de madera oscura, brillante y adornado con tallas. No pegaba con el resto del mobiliario, con el banco de tosca fábrica, y el sencillo baúl. Parecía haberse perdido allí desde otra historia, igual que Meggie. Encima reposaba un cuenco de barro con un manojo de plumas, dos tinteros…

Fenoglio parecía satisfecho, sí, muy satisfecho.

Meggie, exhausta, se pasó el brazo por el rostro. El vestido que le había hecho Resa aún olía a su madre. Y al Bosque Impenetrable. Deslizó su mano dentro de la bolsa de cuero que había estado a punto de perder dos veces en el bosque y sacó el libro de notas que le había regalado Mo. En la tapa marmoleada se mezclaban el azul noche con el verde pavo real, los colores favoritos de Mo.
Reconforta disponer de tus libros en lugares extraños.
Cuántas veces se lo había repetido Mo. Pero ¿se refería también a lugares como ése? El segundo día en el bosque Meggie había intentado leer el libro que se había llevado, mientras Farid cazaba un conejo. No había pasado de la primera página y finalmente había olvidado el libro, dejándolo a orillas de un arroyo sobrevolado por bandadas de hadas azules. ¿Se colmaba el hambre de historias cuando te veías dentro de una? ¿O es que simplemente estaba extenuada? «Al menos debería escribir lo sucedido hasta ahora», pensó mientras volvía a acariciar la tapa de la libreta de notas, pero el sueño lastraba su cabeza y sus miembros. «Mañana», se dijo. «Y mañana le diré también a Fenoglio que escriba para llevarme de regreso. He visto a las hadas, incluso a los elfos de fuego, el Bosque Impenetrable y Umbra. Sí. Al fin y al cabo él necesitará unos días para encontrar las palabras adecuadas…» Sintió unos crujidos en uno de los nidos de hada situados por encima de ella. Pero no asomó ninguna cara azul.

En el desván hacía fresco y todo le resultaba extraño, muy extraño. Meggie se había acostumbrado a los lugares desconocidos. Al fin y al cabo, Mo siempre la había llevado consigo en sus viajes para curar a libros enfermos. Sin embargo, en cada uno de esos lugares siempre había confiado en que él estaba con ella. Siempre. Meggie apretó la mejilla contra el áspero saco de paja. Echaba de menos a su madre, y a Elinor, y a Darius, pero al que más añoraba era a Mo. Su ausencia le provocaba punzadas en el corazón. El amor y los remordimientos era una mala mezcla. ¡Ojalá la hubiera acompañado! Él le había enseñado muchísimas cosas de su mundo, con cuánto gusto habría hecho ella ahora lo mismo con éste. Meggie sabía que le habría encantado: los elfos de fuego, los árboles susurrantes y el campamento de los titiriteros…

Oh, sí, echaba de menos a Mo.

¿Cómo estaría Fenoglio? ¿Añoraría a alguien? ¿Sentiría nostalgia del pueblo en el que vivía, de sus niños, de sus amigos, de sus vecinos? ¿Qué sería de sus nietos, con los que Meggie había alborotado tantas veces por su casa?

—Mañana te lo enseñaré todo —le había susurrado mientras seguían apresuradamente al niño que portaba delante la antorcha casi consumida, y la voz de Fenoglio traslucía el mismo orgullo que la de un príncipe anunciando a su invitado que al día siguiente le enseñaría su reino.

—Por la noche a los centinelas no les agrada ver gente por las calles —había añadido él, y de hecho reinaba un silencio sepulcral entre las casas situadas tan juntas unas de otras, que recordaban tanto al pueblo de Capricornio que Meggie casi había esperado ver apoyado en cualquier esquina a uno de los Chaquetas Negras escopeta en mano. Pero sólo se habían topado con unos cerdos que vagaban gruñendo por las empinadas calles, y a un hombre andrajoso que, tras barrer la basura entre las casas, la amontonaba con una pala en un carrito de mano.

—Con el tiempo te acostumbrarás a este hedor —comentó Fenoglio en voz baja al ver que Meggie se tapaba la nariz con la mano—. Alégrate de que no viva en casa de un tintorero o ahí enfrente, con los curtidores. Ni siquiera yo me he acostumbrado a sus emanaciones.

No, Meggie tenía la certeza de que Fenoglio no sentía añoranza. ¿Por qué? Era un mundo surgido de su mente, tan familiar para él como sus propios pensamientos.

Meggie aguzó el oído. En la noche, además del rumor de los ratones, se escuchaban unos suaves ronquidos que parecían proceder del pupitre. Apartó la manta y caminó a tientas hacia allí con suma cautela. Un hombrecillo de cristal dormía junto al cuenco de las plumas, la cabeza sobre un cojín diminuto. Sus miembros transparentes estaban manchados de tinta. Seguramente afilaba las plumas, las hundía en los frascos panzudos, esparcía arena sobre la tinta húmeda… como siempre había anhelado Fenoglio. Y los nidos de hada encima de su cama, ¿le traerían de verdad suerte y hermosos sueños? Meggie creyó percibir vestigios de polvo de hada encima del pupitre. Pasó el dedo por encima con aire meditabundo, contempló el polvo brillante adherido a la yema de su dedo y se lo extendió por la frente. ¿Le ayudaría el polvo de hada a combatir la nostalgia?

Sí, aún sentía nostalgia. A pesar de toda esa belleza en torno suyo, no podía evitar recordar una y otra vez la casa de Elinor, el taller de Mo… Qué corazón tan tonto era el suyo. ¿No había latido más deprisa cada vez que Resa le hablaba del Mundo de Tinta? Y ahora que estaba dentro de él, su corazón parecía ignorar sus sentimientos. «¡Porque ellos no están aquí!», creyó que musitaba una voz interior, como si su corazón quisiera defenderse. «Porque no están todos aquí…»

Si al menos Farid se hubiera quedado con ella…

Cuánto envidiaba su facultad de deslizarse de un mundo a otro como si se cambiara de camisa. La única añoranza que él parecía sentir era por el rostro lleno de cicatrices de Dedo Polvoriento.

Meggie se acercó a la ventana. Delante habían colocado un simple trozo de tela. Meggie lo apartó a un lado y escudriñó el estrecho callejón. Un basurero andrajoso pasaba en ese momento tirando de su carro. Casi se atascó entre las casas con su pesada y apestosa carga. Las ventanas de enfrente permanecían casi todas a oscuras salvo una, tras la que ardía una vela. El llanto de un niño taladró la noche. Los tejados se alineaban como las escamas de una pina, y por encima asomaban los oscuros muros y torreones del castillo en el cielo estrellado.

El castillo del Príncipe Orondo. Resa lo había descrito bien. La luna se cernía, pálida, sobre las grises almenas, engarzándolas en plata, al igual que a los centinelas que recorrían la muralla de acá para allá. Parecía la misma luna que salía y se ponía detrás de la casa de Elinor.

—Mañana el príncipe dará una fiesta en honor de su descastado nieto —le había contado Fenoglio a Meggie—, y yo debo llevar una nueva canción al castillo. Me acompañarás, pero hemos de conseguirte un vestido más limpio. Minerva tiene tres hijas y seguro que encontrará uno para ti.

Meggie lanzó una última mirada al hombrecillo de cristal dormido y regresó a la cama bajo los nidos de hada. «Después de la fiesta», pensó mientras se quitaba el vestido sucio y se deslizaba de nuevo bajo la burda manta, «nada más terminar la fiesta le rogaré a Fenoglio que escriba algo para devolverme a casa…» Al cerrar los ojos, volvió a ver las bandadas de hadas que en la penumbra verde del Bosque Impenetrable habían revoloteado alrededor de ellos tirándoles del pelo hasta que Farid les arrojó pinas. Oyó susurrar a los árboles con voces que parecían hechas de tierra y de aire, recordó los rostros escamosos que había descubierto en el agua de oscuras charcas, al Príncipe Negro y a su oso…

Debajo de la cama se oyó un ruido y algo hormigueó por encima de su brazo. Meggie se lo quitó de encima, medio adormilada. «Ojalá Mo no esté muy furioso», pensó antes de que la venciera el sueño. Soñó con el jardín de Elinor. ¿O era el Bosque Impenetrable?

UNA SIMPLE MENTIRA

Allí estaba la manta, pero fue el abrazo del chico el que le envolvió y le dio calor.

Jerry Spinelli
,
Magee el Maníaco

Farid se dio cuenta pronto de que Fenoglio tenía razón. Fue una tontería lanzarse a vagabundear en plena noche. Es verdad que ningún bandido salió de la oscuridad para abalanzarse sobre él, ni siquiera un zorro se cruzó en su camino mientras subía la colina iluminada por la luna que le habían descrito los titiriteros. Pero, ¿cómo iba a averiguar cuál de las míseras granjas situadas entre los árboles negros como la noche era la correcta? Todas eran iguales… Casas de piedras grises apenas mayores que una choza, rodeadas de olivos, un pozo, a veces un aprisco para el ganado, un par de reducidos sembrados. Nada se movía en las granjas. Sus moradores dormían, agotados por el trabajo, y al deslizarse sigiloso ante cada muro y cada puerta la esperanza de Farid decrecía. De repente se sintió perdido en ese mundo extraño por primera vez, pero cuando se disponía a acurrucarse debajo de un árbol a dormir, isó el fuego.

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