Sangre de tinta (17 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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Sólo el príncipe le sonrió.

—¡Ah, el Tejedor de Tinta! —exclamó—. ¿Nos traes una nueva canción sobre Arrendajo?

Fenoglio tomó el cuenco de vino caliente con miel que le ofreció uno de los hombres obedeciendo una señal del príncipe, y se sentó sobre la tierra pedregosa. Sus viejos miembros no hallaban placer en sentarse en el suelo, aunque fuese una noche templada, pero los titiriteros no eran amigos de sillas u otros artilugios para sentarse.

—En realidad estoy aquí para entregarte esto —dijo hundiendo la mano debajo de su jubón.

Acechó a su alrededor antes de entregar al príncipe la carta lacrada, pero en medio del barullo era difícil determinar si los espiaba alguien que no perteneciera al Pueblo Variopinto. El príncipe tomó la carta con una inclinación de cabeza, y la deslizó bajo su cinturón.

—Te doy las gracias —dijo.

—No se merecen —respondió Fenoglio intentando soslayar el mal aliento del oso.

Al igual que la mayoría de sus súbditos variopintos, el príncipe no sabía escribir pero Fenoglio lo hacía de buen grado por él, máxime tratándose de un escrito como ese. La carta iba dirigida a un guardabosque del Príncipe Orondo. Tres veces habían asaltado sus hombres en la calle a titiriteras y a sus hijos. A nadie le importaba eso, ni al Príncipe Orondo, preso de su dolor, ni a los hombres que dictaban la ley en su lugar, pues se trataba de titiriteros. Así que su jefe se ocuparía de ello. La noche siguiente el hombre encontraría sobre su umbral la carta de Fenoglio. Lo que ponía en ella ya no le dejaría dormir tranquilo y en el futuro era de esperar que lo mantuviera alejado de las faldas multicolores. Fenoglio se sentía muy orgulloso de sus cartas amenazadoras, casi tan orgulloso como de sus romances de bandidos.

—¿Has oído ya las últimas noticias, Tejedor de Tinta? —el príncipe acarició el negro hocico de su oso—. Cabeza de Víbora ha ofrecido una recompensa… por Arrendajo.

—¿Arrendajo? —Fenoglio se atragantó con el vino, y el barbero palmeó con tal fuerza su espalda que la caliente bebida se derramó sobre los dedos—. ¡Caramba, pues no está mal! —espetó al recuperar el aliento—. ¡Lo único que puedo decir es que las palabras solo son ruido y humo! ¡Bueno, que la Víbora busque a ese bandido hasta hartarse!

Se miraron como si supieran más que él. Pero ¿qué?

—¿No lo has oído, Tejedor de Tinta? —inquirió Pájaro Tiznado en voz baja—. ¡Tus canciones parecen convertirse en realidad! Dos veces han sido asaltados los recaudadores de impuestos de Cabeza de Víbora por un hombre con una máscara de pájaro, y uno de sus monteros, conocido por su gusto por toda suerte de crueldades, ha sido al parecer hallado muerto en el bosque, con una pluma en la boca. Aina de qué pájaro…

Fenoglio dirigió una mirada incrédula al príncipe, pero éste se limitaba a contemplar el fuego y a remover las brasas con un palo.

—¡Pero… pero eso es asombroso! —exclamó Fenoglio, y bajó apresuradamente la voz al observar la preocupación de los demás—. ¡Suceda lo que suceda… escribiré enseguida un nuevo romance! ¡Proponed algo, venga! ¿Cuáles serán los próximos pasos de Arrendajo?

El príncipe sonrió, pero el barbero contempló a Fenoglio lleno de desprecio.

—Hablas como si todo fuera un juego, Tejedor de Tinta —dijo—. Tú, sentado en tus aposentos, escribes unas palabras sobre un papel, pero sea quien fuere el que interprete a tu bandido, arriesga el cuello, pues seguro que no está hecho de palabras, sino que es de carne y hueso.

—Sí, pero nadie conoce su rostro, porque Arrendajo siempre lleva una máscara. Muy astuto por tu parte, Tejedor de Tinta. ¿Cómo sabrá Cabeza de Víbora qué rostro debe buscar? Un objeto práctico una máscara como ésa. Cualquiera puede ponérsela.

Fue el cómico quien habló. Baptista. Claro, así se llamaba. «¿Es invención mía?», se preguntó Fenoglio. Da igual. Nadie sabía de máscaras más que Baptista, acaso porque tenía el rostro cacarañado. Numerosos cómicos le encargaban hacerles a la medida una sonrisa o un llanto de cuero.

—Sí, pero las canciones lo describen con bastante exactitud —Pájaro Tiznado observó, inquisitivo, a Fenoglio.

—¡Cierto! —Baptista se levantó de un salto. Se llevó la mano al cinturón raído como si portase espada, y atisbo a su alrededor en busca de algún posible enemigo—. Dicen que es alto. No me sorprende. Casi siempre se dice eso de los héroes —Baptista empezó a andar de puntillas de acá para allá—. Su pelo —se acarició la cabeza— es oscuro, cual piel de topo. Si damos crédito a las canciones. Eso es desacostumbrado. La mayoría de los héroes tiene cabellos de oro. Desconocemos su origen, pero seguro —Baptista adoptó una expresión distinguida— que por sus venas corre la más pura sangre real. ¿Cómo si no iba a ser tan noble y tan valiente?

—¡Te equivocas! —le interrumpió Fenoglio—. Arrendajo es un hombre del pueblo. ¿Cómo alguien nacido en un castillo iba a ser un bandido?

—¿Oís al poeta? —Baptista fingió que se quitaba la distinción de la frente con la mano. Los otros hombres rieron—. Pasemos al rostro tras la máscara de plumas —Baptista se pasó los dedos por su propia cara destruida—. Es hermosa y elegante, por descontado, y pálida como el marfil. Las canciones no dicen nada al respecto, pero todos sabemos que ese color de tez es natural en un héroe. ¡Disculpadme, alteza! —añadió, inclinándose, burlón, ante el Príncipe Negro.

—Oh, por favor, por favor, no tengo nada que oponer —se limitó a contestar éste sin torcer el gesto.

—¡No olvides la cicatriz! —apuntó Pájaro Tiznado—. La cicatriz de su brazo izquierdo donde le mordieron los perros. Aparece en todas las canciones. ¡Vamos, arriba esas mangas! Comprobemos si Arrendajo se sienta entre nosotros —miró desafiante a su alrededor, pero sólo el forzudo se subió la manga sonriendo. Los demás callaron.

El príncipe echó hacia atrás sus largos cabellos. Llevaba tres cuchillos al cinto. A los titiriteros les estaba prohibido portar armas, incluso al que llamaban su rey, mas ¿por qué habrían de acatar leyes que no los protegían? «Es capaz de acertar a una libélula en el ojo», se decía de las artes del príncipe con el cuchillo. Así lo había escrito en su día Fenoglio.

—Cualquiera que sea su aspecto, bebo a la salud de aquel que convierte mis canciones en realidad. Que Cabeza de Víbora busque cuanto se le antoje al hombre que yo he descrito. ¡Jamás lo encontrará! —Fenoglio brindó hacia la concurrencia.

Se sentía grandioso, embriagado, y eso seguro que no se debía al vino pésimo. Caramba, Fenoglio. Tú escribes algo, y sucede. Incluso sin un lector en voz alta…

Pero el forzudo agrió su estado de ánimo.

—La verdad, Tejedor de Tinta, si te soy sincero no me siento con ánimo de celebraciones —gruñó—. Se dice que últimamente Cabeza de Víbora paga con buena plata la lengua de cada juglar que entone canciones burlescas dedicadas a él. Al parecer posee ya una colección muy completa.

—¿La lengua? —Fenoglio, involuntariamente, alargó la mano hacia la suya—. ¿Acaso mis canciones también figuran entre ellas?

Nadie le respondió. Los hombres callaban. De una tienda situada tras ellos brotó el canto de una mujer… una canción de cuna, tan apacible y tan dulce como si procediera de otro mundo, de un mundo con el que sólo cabía soñar.

—Se lo repito a mis súbditos variopintos una y otra vez: ¡No actuéis cerca del Castillo de la Noche! —el príncipe introdujo en el hocico del oso un trozo de carne que goteaba grasa, se limpió el cuchillo en sus pantalones y volvió a guardárselo en el cinturón—. Les digo que para Cabeza de Víbora somos comida para las cornejas, el pan de los cuervos. Sin embargo, desde que el Príncipe Orondo prefiere el llanto a la risa, todos ellos tienen los bolsillos y la barriga vacíos. Eso los lleva ahí enfrente. Hay muchos comerciantes ricos al otro lado del bosque.

Demonios. Fenoglio se frotó las rodillas doloridas. ¿Qué había sido de su buen humor? Se había desvanecido como el aroma de una flor pisoteada. Malhumorado, dio otro sorbo de vino con miel. De nuevo se le acercaron los niños, mendigando una historia, pero Fenoglio los echó. Cuando estaba de mal humor no se le ocurría nada.

—Ah, otra cosa más —dijo el príncipe—. El forzudo ha recogido hoy en el bosque a una chica y a un chico que han referido una extraña historia: al parecer Basta, el navajero de Capricornio ha regresado o va a regresar y ellos han venido a prevenir a un viejo amigo mío… a Dedo Polvoriento. Seguro que habrás oído hablar de él, ¿no?

—Ejem —Fenoglio, sorprendido, se atragantó con el vino—. ¿Dedo Polvoriento? Sí, claro, el escupefuego.

—El mejor que haya habido jamás —el príncipe lanzó una rápida ojeada a Pájaro Tiznado, pero en ese momento éste enseñaba al barbero un diente inflamado—. Se le consideraba muerto —prosiguió el príncipe bajando la voz—. Desde hace más de diez años nadie había oído nada de él. Se contaban miles de historias sobre su muerte, por fortuna todas ellas falsas, al parecer. Pero la chica y el chico no sólo buscan a Dedo Polvoriento. La chica preguntó también por un hombre viejo, un poeta con cara de tortuga. ¿No crees que podría referirse a ti?

Fenoglio no supo responder. El príncipe, agarrándolo del brazo, tiró de él para incorporarlo.

—Acompáñame —dijo mientras el oso se erguía sobre sus zarpas gruñendo—. Esos dos, medio muertos de hambre, contaron algo sobre lo más profundo del Bosque Impenetrable. Las mujeres están ahora dándoles de comer.

«Una chica y un chico… Dedo Polvoriento…» Los pensamientos de Fenoglio se atropellaban, mas, por desgracia, los dos vasos de vino habían nublado su mente.

Más de una docena de niños se sentaban en la hierba bajo un tilo que crecía al borde del campamento. Dos mujeres les servían sopa. Tomaban a cucharadas con avidez el claro caldo de las escudillas de madera que les ponían entre sus dedos sucios.

—¡Fíjate en los muchos que se han reunido! —cuchicheó el príncipe a Fenoglio—. Acabaremos muriéndonos todos de hambre por culpa del blandengue corazón de nuestras mujeres.

Fenoglio asintió mientras observaba los enflaquecidos rostros. Sabía con cuánta frecuencia recogía el propio príncipe a niños hambrientos. Si no resultaban demasiado torpes haciendo juegos malabares, el pino o cualquier otra muestra de habilidad que despertase una sonrisa de la gente o les granjease unas monedas, el Pueblo Variopinto los acogía y los dejaba marchar con ellos, de mercado en mercado, de pueblo en pueblo.

—Fíjate en esos dos —el príncipe señaló dos cabezas volcadas sobre las escudillas.

Cuando Fenoglio se les aproximó, la chica levantó la cabeza como si acabasen de gritar su nombre. Lo miró con incredulidad… y dejó caer la cuchara.

Meggie.

Fenoglio respondió a su mirada, atónito, y ella no pudo reprimir una sonrisa. Sí, era ella, en efecto. Recordaba de sobra su sonrisa, aunque entonces, en la guarida de Capricornio, no tenía muchos motivos para sonreír.

Ella se levantó de un salto, se abrió paso entre los demás niños y le echó los brazos al cuello.

—¡Ay, ya sabía yo que todavía estabas aquí! —balbuceó, entre risas y lágrimas—. ¿Por qué tenías que introducir lobos en tu historia? Y encima el íncubo y los Gorros Rojos le tiraron piedras a Farid y nos arañaron la cara con sus dedos con garras. Por fortuna Farid logró encender fuego, pero…

Fenoglio abrió la boca, y volvió a cerrarla, desvalido. Mil preguntas acudían a su mente: ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué le pasaba a Dedo Polvoriento? ¿Dónde estaba su padre? ¿Qué había sido de Capricornio? ¿Había muerto? ¿Había funcionado su plan? En caso afirmativo, ¿por qué Basta vivía aún? Las preguntas se sucedían como el zumbido de los insectos, y Fenoglio no se atrevía a plantear ninguna mientras el Príncipe Negro estuviera a su lado sin quitarle el ojo de encima.

—Veo que conoces a ambos —afirmó.

Fenoglio se limitó a asentir con un gesto. ¿De qué conocía al chico sentado al lado de Meggie? ¿No lo había visto junto a Dedo Polvoriento aquel día memorable en que se había encontrado por vez primera cara a cara con una de sus criaturas?

—Ejem, estos dos son… parientes míos —balbuceó.

¡Qué situación tan lamentable para un inventor de historias!

La sorna chispeó en los ojos del príncipe.

—Parientes… Vaya, vaya. Pues he de decir que ninguno de ellos se te parece.

Meggie soltó los brazos del cuello de Fenoglio y clavó sus ojos en el príncipe.

—¿Me permites que te presente, Meggie? —dijo Fenoglio—. El Príncipe Negro.

El aludido se inclinó ante ella con una sonrisa.

—¡El Príncipe Negro! Sí —Meggie repitió su nombre casi con devoción—. ¡Y éste es su oso! Ven aquí, Farid. ¡Mira!

Farid, claro. Fenoglio se acordó de repente. Meggie le había hablado mucho de él. El chico se levantó, pero antes sorbió apresuradamente el último resto de sopa de su escudilla. Se detuvo detrás de Meggie, a una distancia prudencial del oso.

—¡Ella se empeñó en venir conmigo! —dijo, pasándose el brazo por los labios embadurnados de grasa—. ¡De veras! Yo no quería traerla, pero es más cabezota que un camello.

Meggie intentó replicar con alguna frase poco amable, pero Fenoglio le pasó el brazo por los hombros.

—Mi querido muchacho, no puedes figurarte lo dichoso que me siento por la venida de Meggie —reconoció—. Casi cabría decir que ella es lo único que me faltaba en este mundo para alcanzar la felicidad suprema.

Tras despedirse apresuradamente del príncipe, se llevó consigo a Meggie y a Farid.

—¡Venid! —susurró mientras cruzaban presurosos por delante de las tiendas—. Tenemos mucho de que hablar, una infinidad, pero lo haremos mejor en mis aposentos, sin que nos acechen oídos desconocidos. De todos modos ya es tarde, y los centinelas de la puerta sólo nos dejarán entrar en la ciudad antes de medianoche.

Meggie asintió con aire ausente y contempló, boquiabierta, el trajín que reinaba a su alrededor. Farid, con gesto rudo, liberó su brazo de la mano de Fenoglio.

—No, yo no puedo acompañarte. ¡Tengo que buscar a Dedo Polvoriento!

Fenoglio le dirigió una mirada de incredulidad. De modo que era cierto… Dedo Polvoriento había…

—Sí, ha vuelto —explicó Meggie—. Las mujeres dijeron que Farid acaso pueda encontrarlo en casa de esa juglaresa con la que vivía antes. Ella posee una granja ahí arriba, en la colina.

—¿La juglaresa? —Fenoglio miró en la dirección que señalaba el dedo de Meggie.

La colina de la que ella hablaba era apenas una silueta negra en la clara noche de luna. ¡Claro! Roxana. Se acordaba. ¿Sería realmente tan maravillosa como la había descrito?

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