Sangre de tinta (19 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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Llameaba en lo alto de la colina, rojo como una flor de hibisco que se abre y se marchita nada más florecer. Farid aceleró el paso, se apresuró colina arriba, la mirada firmemente prendida del lugar donde había visto la flor de fuego. ¡Dedo Polvoriento! Centelleó de nuevo entre los árboles, esta vez con una tonalidad amarillo azufre, resplandeciente como la luz del sol. ¡Tenía que ser él! ¿Quién si no haría bailar al fuego por la noche?

Farid corrió más deprisa, tan deprisa que pronto comenzó a jadear. Dio con un sendero que serpenteaba colina arriba, pasando junto a los tocones de árboles recién talados. El camino era pedregoso y estaba húmedo de rocío, pero sus pies desnudos agradecían dejar de correr por encima del punzante tomillo. Allí, otra flor roja en la oscuridad. Encima de él una casa surgió de la noche. Tras ella, en la colina, los campos de labor se extendían escalonados ladera arriba, bordeados por piedras apiladas. La casa era tan pobre y carente de adornos como las demás. El camino terminaba ante una puerta sencilla y un muro de piedras planas que le llegaba a Farid hasta el pecho. Cuando se detuvo detrás de la puerta, una oca se abalanzó sobre él, batiendo las alas y graznando, pero Farid no le prestó atención. Su búsqueda había terminado.

Dedo Polvoriento, en el patio, hacía florecer en el aire flores llameantes. Se abrían a un chasquido de sus dedos, proyectando hojas de fuego que se marchitaban, echaban tallos de oro ardiente y volvían a florecer. El fuego parecía surgir de la nada. Dedo Polvoriento solamente lo invocaba con las manos o la voz, avivándolo con su aliento… sin antorchas, ni llevarse botella alguna a la boca… Farid no consiguió descubrir nada de lo que había necesitado en el otro mundo. Se dedicaba simplemente a incendiar la noche. Flores siempre nuevas remolineaban a su alrededor ejecutando una danza salvaje, escupían chispas ante sus pies como semillas de oro, harta que lo rodeó un fuego líquido.

Farid había observado con harta frecuencia lo apacible que se tornaba la expresión de Dedo Polvoriento cuando jugaba con el fuego, pero nunca lo había visto tan feliz. Sencilla y llanamente feliz… La oca seguía graznando, pero Dedo Polvoriento no parecía oírla. Cuando Farid abrió la puerta, gritó tan alto que se volvió… y las flores de fuego se apagaron como si la noche las hubiera estrujado con sus dedos negros, igual que la dicha en el rostro de Dedo Polvoriento.

Ante la puerta de la casa se irguió una mujer que debía de estar sentada en el umbral. Farid también descubrió al niño. Sus ojos lo siguieron mientras cruzaba el patio. Dedo Polvoriento, sin moverse, se limitó a mirarle mientras sus pies apagaban las chispas hasta reducirlas a un resplandor rojizo.

Farid buscó alguna señal de bienvenida en aquel rostro familiar, el vestigio de una sonrisa, pero tan solo halló perplejidad. Al final, Farid, falto de valor, se detuvo, mientras el corazón temblaba en su pecho como si tuviera frío.

—¿Farid?

Dedo Polvoriento se dirigió hacia él. La mujer le siguió, era muy hermosa, pero Farid no se fijó en ella. Dedo Polvoriento vestía las ropas que siempre había llevado en el otro mundo, aunque nunca se las había puesto. Negras y rojas. Farid no se atrevió a mirarle cuando se detuvo ante él. Mantuvo la cabeza gacha y la vista clavada en los dedos de sus pies. A lo mejor Dedo Polvoriento no había tenido intención de llevárselo con él. A lo mejor había acordado con Cabeza de Queso que no leyera las últimas frases, y ahora estaba furioso por haberlo seguido de un mundo a otro… ¿Le pegaría? Él nunca le había pegado (bueno, sí, una vez estuvo a punto, cuando sin querer prendió fuego al rabo de Gwin).

—¿Cómo osé creer que algo te impediría seguirme?

Farid notó que Dedo Polvoriento le ponía la mano debajo de la barbilla y, al alzar la vista, descubrió al fin en sus ojos lo que esperaba: alegría.

—¿Dónde estabas? Te llamé a voces por lo menos una docena de veces, te busqué… ¡los elfos de fuego han debido tomarme por loco!

Con cuánta preocupación escudriñaba el rostro de Farid, como si no estuviera seguro de hallar algún cambio en él. Le reconfortaba percibir su preocupación. Farid habría bailado de felicidad, igual que el fuego acababa de hacer para Dedo Polvoriento.

—Bueno, tienes el mismo aspecto de siempre, o eso parece —constató al fin—. Un moreno y flaco de la piel del diablo. Pero, un momento, ¡qué callado estás! ¿Acaso te ha comido la lengua el gato?

Farid sonrió.

—No, todo va bien —dijo lanzando una rápida ojeada a la mujer situada detrás de Dedo Polvoriento—. Pero no fue Cabeza de Queso quien me trajo hasta aquí. ¡Ese dejó de leer en cuanto te fuiste! ¡Meggie me ha traído hasta aquí leyendo las palabras de Orfeo!

—¿Meggie? ¿La hija de Lengua de Brujo?

—Sí. ¿Y tú cómo estás? Bien, ¿no?

En la boca de Dedo Polvoriento se dibujó esa sonrisa burlona que tan bien conocía Farid.

—Bueno, las cicatrices continúan en su sitio, como puedes comprobar. Pero no se han producido más daños, si es a eso a lo que te refieres —volviéndose, miró a la mujer de un modo que no gustó nada a Farid.

Su cabello era negro, y sus ojos casi tan negros como los suyos. Era en verdad muy guapa, aunque vieja, bueno, al menos mucho más vieja que él… pero a Farid no le gustó. No le gustaron ni ella ni el niño. Al fin y al cabo no había seguido a Dedo Polvoriento hasta su mundo para compartirlo con otros.

La mujer se situó al lado de Dedo Polvoriento y le pasó la mano por los hombros.

—¿Quién es? —preguntó observando a Farid con el mismo desdén—. ¿Uno de tus muchos secretos? ¿Un hijo del que nada sé?

Farid notó como la sangre invadía su cara. Hijo de Dedo Polvoriento… La idea le gustó. Observó con disimulo al niño desconocido. ¿Quién era
su
padre?

—¿Mi hijo? —Dedo Polvoriento le acarició la cara con ternura—. Pero qué ideas más disparatadas se te ocurren. No, Farid es un escupefuego. Me acompañó cierto tiempo en calidad de aprendiz y desde entonces cree que no puedo arreglármelas sin él. Tan convencido está que me sigue a todas partes, por largo que sea el camino.

—¡De eso nada! —la voz de Farid sonó más furiosa de lo que pretendía—. ¡He venido para prevenirte! Pero si lo deseas, me iré.

—¡Vale, vale! —Dedo Polvoriento lo sujetó por el brazo antes de se diera media vuelta—. Cielos, había olvidado lo deprisa que te enfadas. ¿Prevenirme? ¿De qué?

—De Basta.

La mujer se apretó la mano contra la boca cuando pronunció ese nombre… y Farid comenzó su relato. Informó de todo lo sucedido desde la desaparición de Dedo Polvoriento en la solitaria carretera en las montañas como si jamás hubiera existido. Cuando terminó, Dedo Polvoriento sólo preguntó una cosa:

—¿Posee Basta el libro?

Farid hundió en la tierra dura los dedos de sus pies y asintió.

—Sí —murmuró, contrito—. Me puso el cuchillo junto al cuello, ¿qué podía hacer yo?

—¿Basta? —la mujer cogió la mano de Dedo Polvoriento—. ¿Aún vive?

Dedo Polvoriento se limitó a asentir. Después volvió a mirar a Farid.

—¿Crees que ya está aquí? ¿Que Orfeo lo ha mandado hasta aquí con la lectura?

Farid se encogió de hombros, indeciso.

—No lo sé. Cuando escapé de él vociferó que también quería vengarse de Lengua de Brujo. Pero Lengua de Brujo no lo cree, dice que Basta sólo estaba poseído por la ira…

Dedo Polvoriento miró hacia la puerta que continuaba abierta.

—Sí, Basta habla demasiado cuando se enfurece —murmuró. Luego suspiró y apagó de un pisotón unas chispas que ardían en el suelo—. Malas noticias —murmuró—. Muy malas noticias. Ahora sólo falta que hayas traído contigo a Gwin.

Qué bien que estuviera oscuro. En la oscuridad no se reconocen las mentiras ni la mitad de bien que de día. Farid se esforzó con toda su alma por fingir asombro.

—¿Gwin? No. No, no me la traje. Tú dijiste que tenía que quedarse allí. Además Meggie me lo prohibió.

—¡Chica lista! —a Farid el suspiro de alivio de Dedo Polvoriento le llegó al corazón.

—¿Abandonaste a la marta? —la mujer meneó incrédula la cabeza—. Siempre pensé que le tenías más apego a ese pequeño monstruo que a ningún otro ser viviente.

—Ya sabes lo infiel que es mi corazón —replicó Dedo Polvoriento, pero la despreocupación de su voz no engañó ni siquiera a Farid—. ¿Tienes hambre? —inquirió Dedo Polvoriento—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí.

Farid carraspeó. La mentira sobre Gwin se le antojaba una astilla clavada en su garganta.

—Cuatro días —balbuceó—. Aunque los titiriteros nos dieron algo de comida, estoy hambriento…

—¿Nos? —de repente, la voz de Dedo Polvoriento sonó desconfiada.

—Meggie, la hija de Lengua de Brujo, me ha acompañado.

—¿Aquí? —Dedo Polvoriento lo miró, estupefacto, después soltó un gemido y se apartó el pelo de la frente—. Bueno, no creo que eso le guste nada a su padre. Y no digamos a su madre. Por cierto, ¿has traído a alguien más?

Farid negó con la cabeza.

—¿Y dónde está ahora?

—¡Con el anciano! —Farid señaló con la cabeza en la dirección por la que había venido—. Vive junto al castillo. Lo encontramos en el campamento de los titiriteros. Meggie se alegró sobremanera, aunque pensaba buscarlo para que la lleve de regreso. Creo que siente nostalgia…

—¿El anciano? ¿Pero de quién demonios hablas ahora?

—¡Pues del poeta! El de la cara de tortuga, ya sabes, ése del que huíste entonces, en…

—¡Ya, ya, comprendo! —Dedo Polvoriento le tapó la boca con la mano, como si no quisiera oír ni una palabra más y clavó los ojos en la oscuridad que ocultaba las murallas de timbra—. Cielos, la cosa se pone cada vez mejor… —murmuró.

—¿Eso… eso es también una mala noticia? —Farid casi no se atrevía a preguntar.

Dedo Polvoriento apartó la cara, pero Farid ya se había percatado de su sonrisa.

—Por supuesto —contestó—. Posiblemente ningún chico haya traído tantas malas noticias juntas. Y encima en plena noche. ¿Qué se hace con semejante pájaro de mal agüero, Roxana?

Roxana. Así se llamaba. Por un momento, Farid pensó que ella iba a proponer su expulsión, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Darle de comer, ¿qué si no? —contestó ella—. Aunque éste no parece demasiado hambriento.

UN REGALO PARA CAPRICORNIO

—¡Menos aún confiaré en él, si ha sido enemigo de mi padre! —exclamó la niña, asustada de veras—. No quiere hablar usted con él, mayor Heyward, para que oiga su voz. Le parecerá una bobada, pero usted habrá oído con frecuencia que yo creo en la importancia de la voz humana.

James Fenimore Cooper
,
El último mohicano

Se hizo de noche, pero nadie abrió el sótano de Elinor. Sentados allí mudos, entre concentrado de tomate, latas de conservas, ravioli y todas las demás provisiones que se apilaban a su alrededor en los estantes… intentaban no ver el miedo en los rostros de los demás.

—¡Bueno, mi casa tampoco es tan grande! —dijo en cierto momento Elinor rompiendo el silencio—. Hasta ese cretino de Basta tendría que haber comprendido que Meggie no se encuentra aquí.

Nadie replicó. Resa se agarraba a Mortimer como si de ese modo pudiera protegerlo del cuchillo de Basta, y Darius limpiaba por enésima vez sus gafas inmaculadas. Cuando finalmente unos pasos se aproximaron a la puerta del sótano, el reloj de Elinor se había detenido. Los recuerdos inundaban su cansada conciencia mientras se levantaba con esfuerzo del bidón de aceite de oliva sobre el que se había sentado, recuerdos de paredes sin ventanas y paja enmohecida. Su sótano era una prisión más confortable que los cobertizos de Capricornio, por no hablar de la cripta de su iglesia, pero el hombre que abrió la puerta de un empujón era el mismo, y Basta no aterrorizaba menos a Elinor por el hecho de estar en su propia casa.

La última vez que lo vio era un prisionero, encerrado por su amadísimo señor en una perrera. ¿Lo había olvidado? ¿Cómo le había convencido Mortola para servirle de nuevo? Elinor no cometió la tontería de preguntárselo a Basta. «Porque un perro necesita un amo», se respondió.

A Basta le acompañaba el hombre armario cuando fue a buscarlos. Al fin y al cabo ellos eran cuatro y Basta seguro que aún recordaba de sobra el día en el que Dedo Polvoriento se le había escapado.

—Lo siento, Lengua de Brujo, la cosa ha durado más de lo previsto —dijo con su voz de gato mientras empujaba a Mortimer por el pasillo hacia la biblioteca de Elinor—. Mortola no acierta a decidir cuál será su venganza después de que la bruja de tu hija al parecer se ha largado de verdad.

—¿Y bien? ¿Qué se le ha ocurrido? —preguntó Elinor, a pesar de que temía la respuesta, y Basta estaba más que dispuesto a dársela.

—Bueno, primero pensó pegaros un tiro a todos y después hundiros en el lago, a pesar de que le dijimos que bastaría con enterraros ahí fuera, en cualquier paraje entre los arbustos. Pero después se le ha ocurrido que sería demasiado magnánimo dejaros morir sabiendo que se le ha escapado la pequeña bruja. Sí, esa idea no le gusta un pelo a Mortola.

—¿Conque no le gusta, eh? —el miedo lastró tanto las piernas de Elinor que se detuvo hasta que el hombre armario, impaciente, la obligó a avanzar con un empujón.

Pero antes de que pudiera preguntar por el destino que Mortola les tenía reservado en lugar de la bala, Basta abrió la puerta de su biblioteca invitándoles a pasar con una reverencia burlona.

Mortola se sentaba en el sillón favorito de Elinor como una reina. A un paso de ella se tumbaba un perro con ojos legañosos y una cabeza tan descomunal que encima de ella habría podido colocarse un plato. Sus patas delanteras estaban vendadas, al igual que las piernas de Mortola, y otro vendaje ceñía su tripa. ¡Un perro! ¡En su biblioteca! Elinor apretó los labios. «Seguramente en estos momentos ésta es la menor de tus preocupaciones, Elinor», se dijo a sí misma. Así que optó sencillamente por no mirarlo.

El bastón de Mortola se apoyaba en una de las vitrinas de cristal donde guardaba sus libros más valiosos. Cara de Pan estaba de pie junto al viejo. Orfeo… ¿qué se creía ese memo para llamarse así, o es que sus padres le habrían dado ese nombre? En cualquier caso tenía pinta de haber pasado una noche tan insomne como ella, lo que llenó a Elinor de una perversa satisfacción.

—Mi hijo repetía siempre que la venganza es un plato que se toma frío —afirmó Mortola mientras escudriñaba, complacida, los rostros extenuados de sus prisioneros—. Lo reconozco, ayer no me sentía con ánimos de seguir ese consejo. Me habría gustado veros caer muertos, pero la desaparición de la pequeña bruja me ha permitido reflexionar, de manera que he decidido demorar un poco mi venganza para paladearla mejor y más fría.

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