El Pueblo Variopinto había plantado sus tiendas en un terreno pedregoso donde nada crecía, detrás de las chozas de los campesinos que cultivaban los campos del Príncipe Orondo. Desde que el príncipe de Umbra se negaba a escuchar sus bromas y canciones venían menos que antes, pero por fortuna el principesco nieto no quería celebrar su cumpleaños sin titiriteros, así que el domingo volverían por fin a atravesar en masa la puerta de la ciudad escupefuegos, funambulistas, domadores de animales, lanzadores de cuchillos, actores, bufones y algún que otro juglar que entonaría una canción salida de la pluma de Fenoglio.
Sí, a Fenoglio le gustaba escribir para el Pueblo Variopinto canciones desvergonzadas, canciones tristes, cuentos para reír o para llorar, según le apeteciera en ese preciso momento. Con eso apenas ganaba unas cuantas monedas de cobre. Los juglares siempre tenían los bolsillos vacíos. Para cobrar una buena suma por sus palabras, tenía que escribir para el príncipe o para un comerciante acaudalado. Pero cuando deseaba que las palabras bailasen e hiciesen muecas, cuando le apetecía hablar de campesinos y bandidos, del pueblo llano que no moraba en castillos ni comía en platos de oro, escribía para los juglares.
Le había costado que éstos tolerasen su presencia entre sus tiendas. Solo desde que cada vez más juglares ambulantes cantaron las canciones de Fenoglio y sus hijos solicitaron sus cuentos dejaron de expulsarle. Con el correr del tiempo, hasta su jefe le invitaba a tomar asiento junto al fuego. Igual que esa noche.
Lo llamaban el Príncipe Negro aunque por sus venas no corría ni una gota de sangre azul. El príncipe velaba bien por sus variopintos súbditos, y en dos ocasiones lo habían elegido su jefe. Era mejor no preguntar de dónde procedía el oro que tan generosamente distribuía entre enfermos y tullidos, pero Fenoglio sabía una cosa: que él lo había inventado.
«¡Sí! ¡Yo los he creado a todos!», se decía mientras la música resonaba cada vez más nítida en la noche. Al príncipe y al oso manso que lo seguía como un perro, a Bailanubes, que por desgracia se cayó de la cuerda, y a muchos otros, incluso a los dos príncipes que creían que ellos dictaban las reglas en ese mundo. Fenoglio aún no había visto a todas sus criaturas, pero cada vez que se topaba con una de carne y hueso, su corazón latía con más fuerza, a pesar de que no acertaba a recordar si habían surgido de verdad de su pluma o de Dios sabe dónde…
Allí estaban al fin las tiendas variopintas como un revoltijo de flores en la negrura de la noche. Ivo comenzó a correr tan deprisa que casi tropezaba con sus propios pies. Un chico sucio, de pelo desgreñado como el de un gato callejero, salió a su encuentro saltando a la pata coja. Tras hacer una mueca desafiante a Ivo, se alejó caminando sobre las manos. Dios mío, esos hijos de los acróbatas se doblaban y contorsionaban como si fueran de goma.
—¡Anda, vete ya! —gruñó Fenoglio al observar la mirada suplicante de Ivo.
Ya no necesitaba la antorcha. Varias fogatas ardían entre las tiendas, algunas de las cuales se componían de un par de paños mugrientos tensados con cuerdas entre los árboles. Fenoglio inspeccionó a su alrededor y soltó un suspiro de satisfacción mientras el niño se alejaba de un salto. Sí, justo así se había imaginado el Mundo de Tinta cuando lo escribió: variopinto y bullicioso, rebosante de vida. El aire olía a humo, a carne asada, a tomillo y romero, a caballos, a perros y a ropa sucia, a pinocha y a leña ardiendo. ¡Oh, lo amaba! Amaba el barullo, amaba incluso la suciedad, amaba que la vida se desarrollase ante sus narices y no tras las puertas cerradas. En ese mundo uno podía aprenderlo todo: a doblar una hoz al fuego como el herrero, a remover los colores como el tintorero, a quitar los pelos al cuero como el curtidor y a cortarlo para hacer zapatos como el zapatero. Allí nada sucedía detrás de muros sin ventanas. La vida transcurría en la calle, en el callejón, en el mercado o entre aquellas míseras tiendas, y él, Fenoglio, todavía curioso como un niño, podía mirar, aunque a veces el hedor procedente del curtido del cuero y de las cubas de los tintoreros lo dejase sin aliento. Sí, su mundo le gustaba. Le encantaba… pese a que había constatado que los acontecimientos en modo alguno transcurrían como él había planeado.
Culpa suya. «¡Ojalá hubiese escrito una continuación!», pensó Fenoglio mientras se abría paso a través del gentío. Aún podría escribirla ahora, aquí y ahora. ¡Y cambiarlo todo si contara con un lector! Como es lógico, había buscado a Lengua de Brujo, pero en vano. Tampoco halló a Meggie, ni a Mortimer, ni siquiera al chapucero de Darius.
A Fenoglio sólo le quedaba el papel de poeta que escribía hermosas palabras y vivía de ellas, no precisamente con opulencia, mientras los dos príncipes salidos de su pluma gobernaban su mundo más mal que bien. ¡Enojoso, muy enojoso!
Sobre todo le preocupaba uno… Cabeza de Víbora.
Sentaba sus reales al sur del bosque, muy alto por encima del mar, en el trono de plata del Castillo de la Noche. No era un mal personaje, no, de veras que no. Un perro sanguinario, un tirano, pero al fin y al cabo los malvados constituyen la sal en la sopa de una historia, siempre que se los mantenga a raya. Para lograrlo, Fenoglio había contrapuesto a Cabeza de Víbora el Príncipe Orondo, un príncipe que prefería reír con las bromas rudas de los titiriteros en lugar de guerrear, y a su espléndido hijo, Cósimo el Guapo. ¿Quién habría podido ainar que éste moriría y que a continuación su padre se desinflaría de pena como un bizcocho sacado del horno antes de tiempo?
«¡No es culpa mía!» Cuántas veces se había repetido Fenoglio estas palabras. «¡No son mis ideas, ni es culpa mía!» Pero a pesar de todo había sucedido. ¡Como si algún diabólico escritorzuelo hubiera continuado su historia dejando a Fenoglio, el creador de ese mundo, reducido al papel del poeta pobre!
«Bah, olvídalo. ¡No eres realmente pobre, Fenoglio!», pensó mientras se detenía junto a un juglar que, sentado entre las tiendas, cantaba una de sus canciones. No, no era pobre. El Príncipe Orondo ya sólo anhelaba escuchar sus elegías sobre su hijo muerto, y las historias que escribía para Jacopo, su principesco nieto, tenía que recogerlas en el más valioso pergamino Balbulus en persona, el más famoso miniador de los contornos. ¡No, la verdad es que no le iba tan mal!
Además, con el correr del tiempo había llegado a pensar que sus palabras se conservaban mejor en boca de juglares que prensadas entre las páginas de un libro, donde se cubrían de polvo, solitarias. ¡Sí, deseaba para sus palabras la libertad de los pájaros! Eran demasiado poderosas para confiárselas impresas a cualquier mentecato que hiciera con ellas sabe Dios qué. Así considerado, era un pensamiento tranquilizador que ese mundo desconociera los libros impresos. Allí los escribían a mano, lo que los hacía tan caros que sólo los príncipes podían permitírselos. Los demás tenían que almacenarlos en su cabeza o escucharlos de los labios de los juglares.
Un niño pequeño tiró de la manga de Fenoglio. Su jubón estaba agujereado, su nariz goteaba.
—¡Tejedor de Tinta!
Sacó una máscara de detrás de la espalda, similar a la que portaban los actores, y se la colocó deprisa sobre los ojos. Unas plumas pardo azuladas estaban pegadas sobre el cuero resquebrajado.
—¿Quién soy?
—Hmm —Fenoglio frunció su arrugada frente fingiendo que se devanaba los sesos.
Debajo de la máscara, la boca se contrajo, desilusionada.
—¡El Arrendajo! ¡El Arrendajo, por supuesto!
—¡Claro que sí! —Fenoglio pellizcó su colorada nariz.
—¿Nos contarás hoy otra historia suya? ¡Por favor!
—A lo mejor. Tengo que reconocer que su máscara me la imagino algo más vistosa que la tuya. ¿Tú qué crees? ¿No deberías añadirle unas cuantas plumas más?
El niño se quitó la máscara de la cabeza y la contempló, malhumorado.
—No creas que son tan fáciles de encontrar.
—Mira abajo, junto al río. Ni siquiera los arrendajos están a salvo de los gatos que merodean por esa zona —quiso seguir hablando, pero el niño lo sujetó. Los hijos de los titiriteros tenían manitas fuertes aunque estuvieran delgados.
—Sólo una historia. ¡Por favor, Tejedor de Tinta!
Otros dos arrapiezos aparecieron junto a él, una niña y un niño, mirando esperanzados a Fenoglio. Sí, las historias del Arrendajo… Sus historias de bandidos siempre habían sido excelentes, también les gustaban a sus nietos, en el otro mundo. Pero las historias de bandidos que se le ocurrían allí se le antojaban aún mejores. Y se escuchaban por doquier:
Las increíbles hazañas del más valeroso de todos los bandidos, el noble e intrépido Arrendajo.
Fenoglio recordaba perfectamente la noche en que la había inventado. La mano le había temblado de ira al escribir.
—Cabeza de Víbora ha vuelto a capturar a un titiritero —le había contado aquella noche el Príncipe Negro—. Esta vez le ha tocado a Corcovado. Ayer a mediodía lo ahorcaron.
¡A Corcovado… uno de sus personajes! Un tipo inofensivo, que podía mantenerse cabeza abajo más tiempo que ningún otro.
—¡Qué osadía la de ese príncipe! —había gritado aquella noche Fenoglio, como si Cabeza de Víbora pudiera oírle—. ¡Yo soy el señor de la vida y de la muerte en este mundo, sólo yo, Fenoglio!
Y sus palabras habían fluido sobre el papel, iracundas y salvajes como el bandido que inventó esa noche. El Arrendajo era el compendio de lo que a Fenoglio le hubiera gustado ser en su propio mundo: libre como un pájaro, no sometido a señor alguno, intrépido, noble (a veces también chistoso), que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, que protegía a los débiles de la arbitrariedad de los poderosos en un mundo sin ley…
Fenoglio volvió a sentir el tirón de su manga.
—¡Por favor, Tejedor de Tinta! Solamente
una
historia —el niño era obstinado, un oyente apasionado. Seguramente se convertiría algún día en un juglar famoso—. ¡Dicen que el Arrendajo ha robado su amuleto a Cabeza de Víbora! —musitó el pequeño—. La falange de un ahorcado que lo protege de las Mujeres Blancas. Dicen que ahora cuelga del cuello del propio Arrendajo.
—¿De veras? —Fenoglio enarcó las cejas, eso siempre quedaba muy efectista, eran tan espesas e hirsutas como las suyas—. Bueno, yo he escuchado algo todavía más audaz, pero primero he de hablar con el Príncipe Negro.
—¡Ay, por favor, Tejedor de Tinta! —se le colgaron de las mangas, le arrancaron casi el caro ribete que había mandado coser sobre la tela basta por unas monedas para parecer menos miserable que los escribanos que redactaban testamentos y cartas en el mercado.
—¡No! —repuso con tono severo, liberando sus mangas—. Quizá más tarde. ¡Y ahora, largaos!
El de la nariz moqueante lo siguió con la mirada. La tristeza de sus ojos le recordó a Fenoglio a sus nietos. Pippo siempre miraba igual cuando traía un libro y lo depositaba con un gesto invitador en su regazo.
«¡Niños!», pensó Fenoglio mientras se dirigía a la hoguera junto a la que había descubierto al Príncipe Negro. «En todas partes son iguales. Pequeñas bestezuelas ávidas, pero unos oyentes inmejorables en cualquiera de los mundos. Los mejores de todos.»
«Así que los osos pueden fabricarse su propia alma…», dijo Lyra.
Había tantas cosas en el mundo que ignoraba.
Philip Pullman
,
Luces del Norte
El Príncipe Negro no estaba solo. Como siempre, su oso le acompañaba, acurrucado como una sombra velluda junto al fuego detrás de su señor. Fenoglio todavía recordaba con precisión la frase con la que había creado al príncipe. Justo al comienzo de
Corazón de tinta,
segundo capítulo. Fenoglio pronunció en voz baja las palabras mientras caminaba hacia él:
«Un chico huérfano, la piel casi tan negra como el pelo crespo, rápido con el cuchillo y con la lengua, siempre dispuesto a proteger a los que amaba… ya fueran sus dos hermanas menores, un oso maltratado o Dedo Polvoriento, su mejor amigo, el mejor de todos…»
—…que, a pesar de todo, de haber sido por mí, hubiera fallecido de muerte dramática —añadió Fenoglio en voz baja, mientras saludaba al príncipe con la mano—. Mas eso, por fortuna, mi negro amigo lo ignora, o de lo contrario no sería bienvenido junto a su hoguera.
El príncipe le devolvió el saludo. Seguramente creía que le llamaban el Príncipe Negro por el color de su piel, pero Fenoglio conocía la verdadera razón. Había robado el nombre de un libro de historia de su viejo mundo. En su día lo había llevado un caballero famoso, hijo de un rey y además un gran bandido. ¿Le habría gustado que llevase su nombre un lanzador de cuchillos, el rey de los titiriteros? «Bueno, a pesar de todo no puede cambiarlo», pensó Fenoglio, «pues su historia terminó hace mucho».
A la izquierda del príncipe se sentaba el barbero miserable y chapucero que había estado a punto de romperle la mandíbula a Fenoglio al sacarle una muela, y a su derecha se acuclillaba Pájaro Tiznado, un penoso escupefuego que conocía tan poco su oficio como el barbero el de sacar muelas. En el caso del barbero, Fenoglio no estaba muy seguro, pero Pájaro Tiznado en modo alguno era invención suya. ¡Sabe Dios de dónde procedería! Otro nombre acudía a la memoria de todo aquel que veía su chapucera forma de escupir fuego, muerto de miedo ante las llamas: Dedo Polvoriento, bailarín del fuego, domador de las llamas…
El oso gruñó cuando Fenoglio se sentó ante la fogata junto a su amo, y lo observó con sus ojillos amarillos, como si quisiera comprobar cuánta carne podría roer de unos huesos tan viejos. «Culpa mía», pensó Fenoglio, «¿por qué tuviste que poner al lado del príncipe a un oso manso?» Un perro habría desempeñado el mismo papel. Los comerciantes del mercado contaban a todo aquel que les prestara oídos que el oso era una persona embrujada, encantada por hadas o duendes (no coincidían en cuanto al autor), pero también eso lo sabía mejor Fenoglio. El oso era un oso, un oso auténtico, que se había hecho acreedor a la gratitud del Príncipe Negro por que éste le había liberado hacía muchos años de su aro en la nariz y de su antiguo señor, pues éste le molía a palos para que bailase en los mercados.
Otros seis hombres se sentaban con el príncipe junto al fuego. Fenoglio sólo conocía a dos de ellos. Uno era un cómico cuyo nombre siempre olvidaba Fenoglio; el otro, un forzudo que se ganaba el sustento rompiendo cadenas en los mercados, lanzando a hombres hechos y derechos por el aire y doblando barras de hierro. Todos callaron cuando Fenoglio apareció entre ellos. Toleraban su presencia, pero no era ni con mucho uno de ellos.