Sangre de tinta (20 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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—¡Qué estupidez! —murmuró Elinor, lo que le valió un golpe propinado con el cañón de la escopeta de Basta.

Mortola dirigió su mirada de pájaro a Mortimer. Sólo tenía ojos para él. No le interesaban Resa, ni Darius, ni Elinor, sino únicamente Mortimer.

—Lengua de Brujo —pronunció su nombre con absoluto desprecio—. ¿A cuántos has matado con tu voz aterciopelada? ¿A una docena? Cockerell, Nariz Chata y, finalmente, como culminación de tu arte, a mi hijo —la amargura en la voz de Mortola era tan obvia que daba la impresión de que Capricornio no había muerto hacía más de un año, sino la noche anterior—. Morirás por haberlo matado. Morirás, tan cierto como que estoy sentada aquí, y yo presenciaré tu agonía, igual que tuve que presenciar la de mi hijo. Pero, como sé por experiencia propia que nada duele más, ni en este mundo ni en el otro, que la muerte de un hijo, quiero que asistas a la muerte de tu hija antes de fenecer tú.

Mortimer se mantuvo hierático. Habitualmente llevaba los sentimientos escritos en la frente, pero en ese momento ni la propia Elinor habría podido intuir lo que se cocía en su interior.

—Ella se ha ido, Mortola —repuso con voz ronca—. Meggie se ha ido, y creo que no puedes traerla de vuelta, porque de lo contrario lo habrías hecho hace mucho tiempo, ¿me equivoco?

—¿Quién habla de traerla de vuelta? —los finos labios de Mortola se curvaron en una displicente sonrisa—. ¿Crees que me propongo permanecer más tiempo en tu ridículo mundo, ahora que tengo el libro? ¿Para qué? No, seguiremos a tu hija hasta el mío. Basta la atrapará allí como a un pajarillo. Y entonces os convertiré a vosotros dos en un regalo para mi hijo. Volveremos a celebrar una fiesta, Lengua de Brujo, pero esta vez no morirá Capricornio. Oh, no. Él se sentará a mi lado y me sostendrá la mano mientras la muerte se lleva primero a tu hija y luego a ti. ¡Sí, así será!

Elinor miró a Darius y descubrió en su rostro el mismo asombro e incredulidad que sentía ella.

Mortola, sin embargo, esbozó una sonrisa de superioridad.

—¿Por qué me miráis así? ¿Creéis que Capricornio ha muerto? —Mortola casi soltó un gallo—. Qué estupidez. Sí, murió aquí, ¿pero qué importa eso? Este mundo es un chiste, una mascarada como las que representan los cómicos en los mercados. En nuestro mundo, el auténtico, Capricornio todavía vive. Por ese motivo he recuperado el libro del comefuego. La pequeña bruja lo dijo la noche en que lo asesinasteis: Mientras exista el libro siempre estará ahí. Sé que se refería al comefuego, pero lo que vale para él, también vale para mi hijo. ¡Todos ellos continúan allí: Capricornio, Nariz Chata, Cockerell y la Sombra!

Los miró con aire triunfal, pero todos callaron. Excepto Mortimer.

—¡Eso es un disparate, Mortola! —exclamó—. Y nadie lo sabe mejor que tú. Tú misma habitabas en el Mundo de Tinta cuando Capricornio desapareció con Basta y Dedo Polvoriento.

—Se fue de viaje, ¿y qué? —la voz de Mortola se tornó estridente—. Y después no regresó, pero eso no significa nada. Mi hijo se veía obligado a emprender incesantes viajes debido a sus negocios. Cabeza de Víbora enviaba a veces a sus emisarios en plena noche, cuando necesitaba sus servicios, y partía a la mañana siguiente. Pero ahora ha vuelto. Y aguarda a que le entregue a su asesino en su fortaleza del Bosque Impenetrable.

Elinor sintió la desquiciada necesidad de reír, pero el miedo obstruyó su garganta. «¡No hay duda!», pensó. «¡La vieja Urraca ha enloquecido!» Por desgracia eso no la hacía menos peligrosa.

—Orfeo —Mortola, con una seña impaciente, indicó a Cara de Pan que se aproximara.

Con inusitada lentitud, como si quisiera demostrar que en modo alguno seguía sus indicaciones con la docilidad de Basta, caminó despacio hasta ella, sacando entretanto una hoja de papel del bolsillo interior de su chaqueta. Dándose importancia, la desplegó colocándola sobre la vitrina de cristal en la que se apoyaba el bastón de Mortola. El perro, jadeando, observaba todos sus movimientos.

—¡No será fácil! —precisó Orfeo mientras se inclinaba hacia el perro y palmeaba con ternura su fea cabeza—. Jamás he intentado trasladar a tantos a la vez hasta el otro lado con la lectura. Quizá sería mejor que intentásemos hacerlo uno por uno…

—¡No! —le interrumpió Mortola con rudeza—. No. Nos llevarás juntos al otro lado, según hemos convenido.

Orfeo se encogió de hombros.

—De acuerdo, como desees. Ya te he advertido que es arriesgado, pues…

—¡Cállate! No quiero escucharlo —Mortola hundió sus dedos huesudos en los brazos del sillón. («Jamás podré volver a sentarme en ese chisme sin pensar en ella», pensó Elinor.)—. ¿Puedo recordarte la celda cuya puerta sólo se abrió porque yo pagué por ello? Una palabra mía y volverás a encontrarte allí mismo, sin libros y sin una sola hoja de papel. Créeme, me encargaré de ello si fracasas. De todos modos, por lo que contó Basta, trasladaste al comefuego al otro lado sin gran esfuerzo.

—Sí, pero era una tarea fácil, muy fácil devolver algo a su lugar —Orfeo miró ensimismado por la ventana de Elinor, como si estuviera presenciando de nuevo la desaparición de Dedo Polvoriento en el césped.

Se volvió hacia Mortola frunciendo el ceño.

—Su caso es distinto —precisó señalando a Mortimer—. Esa no es su historia. No forma parte de ella.

—Tampoco su hija. ¿Quieres decir que ella lee mejor que tú?

—¡Claro que no! —Orfeo se irguió recto como una vela—. Nadie me supera. ¿Acaso no lo he demostrado? ¿No dijiste tú misma que Dedo Polvoriento llevaba diez años buscando a alguien que lo devolviera a su mundo con la lectura?

—Sí, sí, está bien. Vamos, déjate de charlas —Mortola agarró su bastón y se levantó con esfuerzo—. ¿No sería ertido que se nos escapara de las letras un felino tan agresivo como el del escupefuego? La mano de Basta aún no se ha curado, y él disponía de un cuchillo y del perro como ayudante —dedicó a Elinor y a Darius una mirada aviesa.

Elinor dio un paso al frente a pesar del cañón de la escopeta de Basta.

—¿Qué significa eso? ¡Yo voy con vosotros, faltaría más!

Mortola enarcó las cejas con fingido asombro.

—En serio, ¿y quién crees que decide eso? ¿Qué iba a hacer contigo? ¿O con Darius, ese estúpido chapucero? Seguramente mi hijo no se opondría a que sirvieseis de comida a la Sombra, pero no quiero ponérselo muy difícil a Orfeo ¡Nos llevaremos a éste! —exclamó señalando a Mortimer con su bastón—. A nadie más.

Resa aferró el brazo de Mortimer. Mortola se acercó a ella, sonriendo.

—Sí, palomita, a ti también te dejaré aquí —dijo propinándole un brutal pellizco en la mejilla—. ¿Duele que te lo arrebate de nuevo, eh? Justo cuando acabas de recuperarlo al cabo de tantos años.

Mortola hizo una seña a Basta y éste agarró con aspereza el brazo de Resa. Ésta se resistió, se agarró con más fuerza aún a Mortimer, con tal desesperación que a Elinor le partió el corazón. Sin embargo, al intentar acudir en su ayuda, el hombre armario se interpuso en su camino. Mortimer apartó con suavidad la mano de Resa de su brazo.

—De acuerdo —anunció—. A fin de cuentas soy el único de la familia que todavía no ha estado en el Mundo de Tinta. Te prometo que no volveré sin Meggie.

—Muy cierto, sobre todo teniendo en cuenta que en modo alguno regresarás —se mofó Basta mientras, con gesto zafio, empujaba a Resa hacia Elinor.

Mortola seguía sonriendo. A Elinor le habría encantado soltarle un sopapo. «¡Haz algo, Elinor!», pensó. Pero ¿qué podía hacer? ¿Sujetar a Mortimer? ¿Romper la hoja que Cara de Pan alisaba con tanto cuidado encima de su vitrina?

—Bueno, ¿podemos empezar de una vez? —preguntó Orfeo chupándose los labios, como si ardiera de impaciencia por demostrar de nuevo su arte.

—Claro —Mortola se apoyó pesadamente en su bastón e hizo una seña a Basta para que se situara a su lado.

Orfeo le lanzó una ojeada de desconfianza.

—¿Te encargarás de que deje en paz a Dedo Polvoriento, verdad? —preguntó a Mortola—. ¡Lo prometiste!

Basta se pasó un dedo por la garganta y le guiñó el ojo.

—¿Has oído eso? —a Orfeo se le quebró su bonita voz—. ¡Lo prometisteis! Fue mi única condición. O dejáis en paz a Dedo Polvoriento o no leeré una palabra.

—Bien, bien, de acuerdo, deja de gritar de ese modo o acabarás arruinando tu voz —replicó Mortola, impaciente—. Tenemos a Lengua de Brujo. ¿Qué demonios me importa ya el miserable comefuego? ¡Y ahora, lee de una vez!

—¡Eh, esperad! —era la primera vez que Elinor oía la voz del hombre armario. Era extrañamente aguda para un hombre de su corpulencia; parecía un elefante hablando como un grillo—. ¿Qué pasará con los demás cuando os hayáis ido?

—¿Y yo qué sé? —Mortola se encogió de hombros—. Haz que se coman lo que nos sustituya. Convierte a la gorda en tu criada y a Darius en limpiabotas. Lo que se te ocurra… Me trae sin cuidado. ¡Empieza a leer de una vez!

Orfeo obedeció.

Se dirigió a la vitrina donde esperaba la hoja con sus palabras, carraspeó y se enderezó las gafas.

La fortaleza de Capricornio se alzaba en el bosque donde se encontraban las primeras huellas de gigantes
—las palabras fluían como música de sus labios—.
Hacía mucho tiempo que no se había vuelto a ver por allí a ninguno de ellos, pero otros seres, más pavorosos aún, merodeaban de noche alrededor de las murallas… íncubos y Gorros Rojos, tan crueles como los hombres que habían erigido la fortaleza. Estaba construida de piedras grises, del color de la ladera rocosa en la que se sustentaba…

«¡Haz algo!», se dijo Elinor. «Haz algo, ahora o nunca, arráncale el papel de las manos a Cara de Pan, quítale a la Urraca el bastón de una patada…» Pero era incapaz de mover ninguno de sus miembros.

¡Qué voz! Y la magia de las palabras… cómo adormecían su cerebro, cómo la embelesaban… Cuando Orfeo leyó algo sobre zarzaparrillas y flores de tamarindo, Elinor creyó olerías. «¡La verdad es que lee tan bien como Mortimer!» Ese fue el único pensamiento autónomo que le rondó por la cabeza. A los demás no les iba mejor, todos estaban pendientes de los labios de Orfeo, ardiendo de impaciencia por escuchar la palabra siguiente: Darius, Basta, el hombre armario, incluso Mortimer, es más, hasta la Urraca, escuchaban inmóviles, atrapados por el sonido de las palabras. Sólo uno de ellos se movió: Resa. Elinor vio cómo luchaba contra el embrujo igual que contra la resaca, situándose detrás de Mortimer y rodeándolo con sus brazos.

Y de repente desaparecieron todos: Basta, la Urraca, Mortimer y Resa.

LA VENGANZA DE MORTOLA

No me atrevo,

No me atrevo a escribirlo,

Si te mueres.

Pablo Neruda
,
La muerta

Fue como si un cuadro, transparente cual cristal pintado, se depositase sobre lo que Resa estaba viendo momentos antes; la biblioteca de Elinor, los lomos de los libros, uno al lado del otro, tan cuidadosamente ordenados por Darius… todo eso se esfumó y otra imagen se tornó más diáfana. Las piedras devoraron los libros, y unos muros ennegrecidos por el hollín sustituyeron a las estanterías. La hierba brotó del entarimado de madera de Elinor, y el techo, pintado de blanco, desapareció bajo un cielo cubierto de nubarrones oscuros.

Resa aún ceñía los brazos alrededor de Mo. Él era el único que no había desaparecido, y ella no lo soltó, por miedo a perderlo como la otra vez. Hacía mucho tiempo.

—¿Resa?

Ella vio el susto en sus ojos cuando se volvió y comprendió que le había acompañado. Resa le tapó deprisa la boca con la mano. A su izquierda, la madreselva trepaba por los muros ennegrecidos. Mo alargó la mano hacia las hojas, como si sus dedos tuvieran que dar fe de lo que sus ojos captaban hace rato. Resa recordó que ella había hecho lo mismo entonces, palpándolo todo, atónita de que el mundo de detrás de las letras fuera tan real.

Si no hubiera escuchado las palabras de labios de Orfeo, Resa no habría reconocido adonde los había trasladado Mortola. La última vez que ella estuvo en el patio la fortaleza de Capricornio ofrecía un aspecto muy distinto. Por todas partes se veían hombres armados, en las escaleras, ante la puerta y encima de la muralla. Donde ahora sólo yacían vigas carbonizadas se alzaba el horno de pan, y enfrente, junto a la escalera ella y las demás criadas sacudían los tapices con los que Mortola mandaba engalanar las desnudas estancias en las ocasiones especiales.

Esas estancias ya no existían. Los muros de la fortaleza se habían desplomado y estaban ennegrecidos por el fuego. El hollín cubría las piedras como si alguien las hubiera pintado con pincel negro, y en el patio, antaño tan desnudo, proliferaba ahora la milenrama. Esa planta apreciaba la tierra quemada, crecía por todas partes, y en el lugar donde antaño una estrecha escalera ascendía hasta la atalaya, ahora el bosque penetraba en la guarida de Capricornio. Los árboles jóvenes enraizaban entre las ruinas, como si sólo hubieran esperado a reconquistar el lugar que el edificio de los humanos les había robado para su construcción. Los cardos crecían en los huecos vacíos de las ventanas, el musgo cubría las escaleras destruidas y la hiedra crecía exuberante hasta los tocones de madera quemada que fueron un día la horca de Capricornio. Resa había visto a muchos hombres colgados ahí arriba.

—¿Qué significa esto? —la voz de Mortola retumbó entre los muertos muros—. ¿Qué significan estas ruinas lamentables? ¡Esta no es la fortaleza de mi hijo!

Resa se acercó más al costado de Mo. Él continuaba aturdido, tal vez esperando el momento de despertar y ver de nuevo los libros de Elinor en lugar de las piedras. Resa sabía muy bien cómo se sentía. Para ella la segunda vez ya no había sido tan terrible. Al fin y al cabo en esta ocasión no estaba sola y sabía lo que había sucedido. Mo, sin embargo, parecía haberse olvidado de todo, de Mortola, de Basta y de por qué lo habían llevado hasta allí.

Pero Resa no lo había olvidado y con el corazón palpitante observó cómo Mortola caminaba a trompicones entre la milenrama, acercándose a los muros carbonizados, y palpaba las piedras, como si recorriese con los dedos el rostro de su hijo muerto.

—¡Le cortaré la lengua con mis propias manos al tal Orfeo y le obligaré a comérsela espolvoreada con dedalera! —masculló—. ¿Esto es la fortaleza de mi hijo? ¡De ninguna manera! —agitaba su cabeza de un lado a otro como un pájaro mientras miraba en torno suyo.

Basta se limitaba a apuntar a Resa y a Mo con la escopeta en silencio.

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