—Sí, así es… Violante se siente muy preocupada por ello. Y confía en que vos…
¡Demonios!, cómo balbucía. No sabía cómo continuar. Maldita confusión. Esa historia tenía sin duda demasiados personajes. ¿Cómo podía prever él lo que se les iba a ocurrir a cada uno? Era por entero imposible, sobre todo tratándose del corazón de chicas jóvenes. Nadie podía esperar que él entendiera de eso.
Roxana observaba su expresión como si aguardara aún el final de su frase. «¡Maldito viejo idiota, no se te ocurra ponerte colorado!», pensó Fenoglio… y sintió como la sangre acudía a su piel arrugada como si quisiera expulsar de ella la vejez.
—El chico habló de vos —informó Roxana—. Farid. Está enamorado de la chica que vive con vos, ¿se llama Meggie, verdad? Cuando él pronuncia su nombre parece que tuviera perlas en la boca.
—Sí, y temo que Meggie también lo ama.
«¿Qué le habrá contado exactamente de mí el muchacho?», se preguntó Fenoglio, intranquilo. «¿Que la inventé a ella y al hombre al que ama… para enviarlo a la muerte después?»
La niña aferraba aún la mano de Roxana. Con una sonrisa, ésta prendió una flor en sus largos cabellos oscuros. «¿Sabes una cosa, Fenoglio? Todo esto es un disparate. ¿Cómo pretendes haberla inventado? Ella tiene que haber existido siempre, mucho antes que tus palabras. Es imposible que una mujer como ella haya sido creada con la palabra. ¡Te has equivocado todo el tiempo! Todos ellos existían ya: Dedo Polvoriento, Capricornio, Basta, Roxana, Minerva, Violante, Cabeza de Víbora… Tú sólo escribiste su historia, pero ésta no les gustó y ahora ellos la están reescribiendo por su cuenta…»
La niña se palpó la flor con los dedos y sonrió.
—¿Es ésta la hija de Dedo Polvoriento? —preguntó Fenoglio.
Roxana lo miró, sorprendida.
—No —contestó—. Nuestra segunda hija murió hace ya mucho tiempo. ¿Pero de qué conocéis a Dedo Polvoriento? Él nunca me habló de vos.
«¡Fenoglio, cretino, maldito cretino!»
—Oh, sí, sí, claro que conozco a Dedo Polvoriento —balbució—. Muy bien incluso. Sabéis, suelo pasar mucho tiempo con los titiriteros cuando montan sus tiendas delante de las murallas de la ciudad. Allí, ejem, lo conocí…
—¿De veras? —Roxana acarició las hojas plumosas de una planta—. Pues no sabía que se había dejado ver ya por allí —con expresión meditabunda se acercó a otro arriate—. Malvas silvestres. Yo también las tengo en mis campos. ¿No son hermosas? Y tan beneficiosas… —no miraba a Fenoglio mientras seguía hablando—. Dedo Polvoriento se ha marchado. De nuevo. Me han comunicado que sigue a los hombres de Cabeza de Víbora que han apresado a unos titiriteros. Su madre —rodeó a la niña con el brazo— figura entre ellos. Y el Príncipe Negro, un buen amigo suyo.
—¿También han capturado al Príncipe? —Fenoglio intentó ocultar su inquietud. Evidentemente la situación era mucho peor de lo que se figuraba… y lo que escribía seguía siendo inútil.
Roxana acarició las flores de un arbusto de lavanda, que esparció su aroma dulzón.
—Cuentan que estabais presente cuando mataron a Bailanubes. ¿Conocíais a su asesino? He oído que fue Basta, uno de los incendiarios del bosque.
—Por desgracia, habéis oído bien —no transcurría noche sin que Fenoglio viera volar por el aire el cuchillo de Basta, lo perseguía en todos sus sueños.
—El muchacho contó a Dedo Polvoriento que Basta había regresado. Pero yo confiaba en que mintiera. Estoy preocupada —hablaba tan bajo que Fenoglio apenas la entendía—. Tan preocupada que me sorprendo continuamente dirigiendo la vista hacia el bosque, como si al momento siguiente pudiera aparecer entre los árboles, igual que la mañana que regresó —cortó una cápsula de semillas y sacudió en su mano la diminuta simiente—. ¿Puedo llevármelas?
—Todo cuanto os plazca —respondió Fenoglio—. Semillas, vástagos, esquejes, Violante me encargó que os lo dijera… si convencéis a vuestra hija de que en adelante la acompañe a ella en lugar de a su marido.
Roxana contempló las semillas en su mano… y las dejó caer sobre el parterre.
—Imposible. Mi hija lleva años desoyendo mis consejos. Le gusta esta vida, aunque sabe que a mí no me ocurre lo mismo, y ama a Cósimo desde la primera vez que lo vio salir a caballo por la puerta del castillo, el día de su boda. Apenas contaba siete años entonces, y desde ese día sólo anheló venir aquí, al castillo, aunque para ello tuviera que convertirse en una criada. Si Violante no la hubiera oído cantar en la cocina, seguramente seguiría vaciando orinales, echando los desperdicios a los cerdos y deslizándose a veces a escondidas hasta arriba, para contemplar las estatuas de Cósimo. En lugar de eso se convirtió en la hermana pequeña de Violante… vistió sus ropas, cuidó de su hijo, cantó y bailó para ella y se convirtió en una juglaresa como lo fue su madre. Pero no en una con faldas de colores y pies sucios, un lecho junto al camino y un cuchillo contra los vagabundos que intentaban meterse de noche debajo de su manta, sino en una joven vestida de seda y con una cama mullida para dormir. A pesar de ello, lleva el pelo suelto, como hacía yo, y también ama demasiado, igual que yo. No —dijo entregando a Fenoglio una cápsula de semillas—. Decidle a Violante que no puedo ayudarla, aunque me habría gustado hacerlo.
La niña pequeña miró a Fenoglio. ¿Dónde estaría su madre ahora?
—¡Escuchad! —rogó a Roxana; su belleza le embriagaba—. Llevaos cuantas semillas queráis. Germinarán de manera óptima en vuestros campos, mucho mejor que entre estos muros grises. Dedo Polvoriento se ha marchado con Meggie. He enviado un mensajero en pos de ellos. Apenas regrese, conoceréis toda la información que traiga: dónde están ahora, cuánto tiempo permanecerán fuera, ¡todo!
Roxana tomó de su mano la cápsula de semillas, cogió otro puñado más y las guardó con cuidado en la bolsa que colgaba de su cinturón.
—Os lo agradezco —dijo—. Pero como no sepa pronto nada de Dedo Polvoriento, yo misma saldré en su busca. Demasiadas veces me he limitado a esperar su regreso sano y salvo, pero sólo pienso en que Basta ha regresado.
—Pero ¿cómo vais a encontrarlo? Lo último que he oído de Meggie es que pretendían dirigirse a un molino, el Molino de los Ratones. ¡Está situado al otro lado del bosque, en territorio de Cabeza de Víbora! ¡Es un lugar muy peligroso!
Roxana le sonrió como una mujer que explica a un niño el mundo.
—Muy pronto también esto será muy peligroso —replicó—. ¿O suponéis que todavía no ha llegado a oídos de Cabeza de Víbora que Cósimo ha mandado forjar espadas día y noche? Quizá deberíais buscar otro sitio para escribir, antes de que las flechas incendiarias lluevan sobre vuestro pupitre.
La montura de Roxana esperaba en el patio exterior del castillo. Era un viejo caballo negro, flaco, con manchas grises alrededor del hocico.
—Conozco el Molino de los Ratones —informó ella mientras subía a la niña a lomos del caballo—. Cabalgaré, y si no los encuentro allí, lo intentaré con Buho Sanador. Es el mejor barbero que conozco a este y al otro lado del bosque, y siempre se ocupó de Dedo Polvoriento cuando éste aún era un niño. A lo mejor habéis oído hablar de él.
¡Pues claro, Buho Sanador! ¿Cómo había podido olvidarse Fenoglio? Había sido uno de los barberos que vagabundeaban con los titiriteros de pueblo en pueblo, de mercado en mercado. Por desgracia, sabía poco más de él. «¡Maldita sea, Fenoglio!», pensó. «¿Cómo puedes olvidar tu propia historia? Y no me vengas ahora con la excusa de la edad.»
—Si veis a Jehan, mandadlo a casa —dijo Roxana mientras montaba detrás de la niña—. Conoce el camino.
—¿Pensáis atravesar con ese viejo jamelgo el Bosque Impenetrable?
—Este viejo jamelgo todavía me lleva a donde me place —repuso ella. La niña apoyó la cabeza en su pecho cuando tomó las riendas—. Adiós —se despidió, pero Fenoglio sujetó las riendas.
Se le había ocurrido una idea, una idea desesperada, ¿pero qué podía hacer? ¿Esperar al jinete que había enviado hasta que fuera demasiado tarde?
—Roxana —musitó—. Tengo que remitir una carta a Meggie. He enviado a un jinete tras ella para que me informe dónde está y cómo se encuentra, pero todavía no ha vuelto y hasta que vuelva a enviarlo con la carta —«no le digas nada de Basta ni de Rajahombres, Fenoglio, eso la alteraría en exceso»—, bueno, adonde quiero ir a parar —«cielos, Fenoglio, deja de mirarla de ese modo, y no balbucees como un viejo carcamal»: ¿Querríais llevar la carta para Meggie, si de verdad cabalgáis en pos de Dedo Polvoriento? En ese caso seguramente lo encontraréis antes que cualquiera de mis mensajeros. «¿Pero de qué carta hablas?», se burlaba una voz interior. «¿Una carta contándole que no se te ha ocurrido nada?» Pero como siempre, ignoró la voz—. Es una misiva muy importante —si hubiera podido hablar más bajo todavía, lo habría hecho.
Roxana frunció el ceño. Incluso ese gesto la hermoseaba.
—La última carta que recibisteis le costó la vida a Bailanubes. Pero, en fin, traédmela cuando deseéis. Como os he dicho, ya no esperaré mucho tiempo.
Tras su partida, el patio del castillo le pareció a Fenoglio extrañamente vacío. En su habitación le esperaba Cuarzo Rosa con la mirada cargada de reproches junto al pergamino que seguía en blanco.
—¿Sabes una cosa, Cuarzo Rosa? —dijo Fenoglio al hombrecillo de cristal mientras se sentaba en su silla suspirando—. Creo que Dedo Polvoriento retorcería mi viejo pescuezo si supiera cómo miro a su mujer. Pero ¡qué importa! De todos modos le encantaría retorcérmelo, así que un motivo más o menos, no importa. ¡Él no se merece a Roxana, a juzgar por la frecuencia con que la abandona!
—¡Caramba, ya tenemos de nuevo a alguien con un humor realmente principesco! —exclamó Cuarzo Rosa.
—¡Cállate! —gruñó Fenoglio—. Ahora llenaré este pergamino de palabras. Espero que hayas removido bien la tinta.
—Sin duda no se debe a la tinta que este pergamino siga vacío —replicó, amostazado, el hombrecillo de cristal.
Fenoglio no le tiró la pluma, a pesar del cosquilleo que sentía en los dedos. Los pálidos labios de Cuarzo Rosa decían la verdad. ¿Qué culpa tenía el hombrecillo de cristal de que la verdad tuviera tan mal cariz?
Y a veces, en un viejo libro
Se ha dibujado una incomprensible oscuridad.
Allí estuviste una vez. ¿Adónde te has ido?
Rainer Maria Rilke
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Improvisaciones del invierno de Capri (III)
Justo así se había imaginado Mo el Castillo de la Noche: torreones poderosos, macizos y redondos, aspilleras como mellas en la dentadura bajo los tejados de plata. Cuando los exhaustos prisioneros cruzaron la puerta del castillo tambaleándose delante de él, Mo creía ver ante sus ojos las palabras de Fenoglio, negras sobre un papel blanco como la leche:
…el Castillo de la Noche, sombría excrecencia junto al mar, piedras pulidas a fuerza de alaridos, muros resbaladizos por las lágrimas y la sangre…
Sí, Fenoglio era un buen narrador de historias. La plata ribeteaba almenas y puertas, extendiéndose cual baba de caracol sobre los muros. Cabeza de Víbora amaba el metal que sus súbditos denominaban saliva de la luna, quizá porque un alquimista le hizo creer un día que mantenía alejadas a las Mujeres Blancas, porque odiaban que sus pálidos rostros se reflejaran en él.
De todos los lugares del Mundo de Tinta, habría sido el último que Mo hubiera elegido. Pero él no escogía su rumbo por esa historia, eso era indudable. Incluso había recibido un nuevo nombre. A veces creía que era realmente el suyo. Como si hubiera llevado dentro de él el nombre de Arrendajo igual que una simiente que ahora germinaba en ese mundo hecho de palabras.
Se sentía mejor. La fiebre persistía como vidrio opalino delante de sus ojos, pero el dolor era un gatito manso en comparación con la fiera que lo había desgarrado en la cueva del campamento de los titiriteros. Podía incorporarse, apretando los dientes, y girarse hacia Resa. Rara vez la perdía de vista, como si de ese modo pudiera protegerla de las miradas de los soldados, de sus golpes y puntapiés. Le dolía más contemplarla que la herida. Cuando la puerta del Castillo de la Noche se cerró tras ella y los restantes prisioneros, Resa apenas lograba tenerse en pie de agotamiento. Se detuvo y alzó la vista hacia las murallas que la rodeaban, como un ratón que contempla la trampa en la que ha caído. Uno de los soldados la obligó a continuar empujándola con la lanza, y a Mo le habría gustado retorcerle el cuello. Percibió el sabor del odio en la lengua y en su corazón, como un temblor, y maldijo su propia debilidad.
Resa lo miró, intentó sonreírle, pero estaba demasiado exhausta, y él percibió su miedo. Los soldados refrenaban sus caballos, rodeaban a los cautivos como si hubiera alguna posibilidad de fuga entre las altas murallas. Las cabezas de víbora que sostenían los tejados y cornisas no dejaban ninguna duda de quién era el señor de la fortaleza. De todas partes miraban desde arriba al grupo, lenguas bífidas en una boca estrecha, ojos de rubíes, las escamas de plata reluciendo como la piel de los peces a la luz de la luna.
—¡Conducid a Arrendajo a la torre! —la voz de Zorro Incendiario casi se perdió en el vasto patio del castillo—. A los demás, llevadlos a los calabozos.
Pretendían separarlos. Mo vio cómo Resa se dirigía a Zorro Incendiario caminando con esfuerzo sobre sus pies doloridos. Uno de los jinetes la apartó de una patada tan ruda que la derribó al suelo. Mo notó un tirón en el pecho, como si el odio hubiera alumbrado algo. Un nuevo corazón, frío y duro, ansioso por matar.
Un arma. Ojalá hubiera tenido un arma, una de las feas espadas que todos llevaban al cinto, o cualquiera de sus cuchillos. No parecía haber nada más deseable en el mundo que un trozo de metal tan afilado, más deseable que todas las palabras escritas por Fenoglio.
Tiraron de él para sacarlo del carro. Apenas podía mantenerse en pie, pero sin saber cómo se incorporó. Los cuatro soldados que lo rodeaban, lo agarraron, y él se imaginó que los mataba uno a uno, al compás que le marcaba el nuevo corazón gélido que albergaba su pecho.
—¡Eh, tratadlo con algo más de cuidado! ¿Entendido? —increpó Zorro Incendiario a los hombres—. ¿Creéis acaso que hemos recorrido todo ese maldito trayecto hasta aquí para que ahora lo matéis, bestias?
Resa lloraba. Mo la oyó gritar su nombre una y otra vez. Se volvió, pero la había perdido de vista, sólo oía su voz. Gritó su nombre, intentó soltarse, pateando a los soldados que lo arrastraban hacia una de las torres.