Roxana le dedicó una mirada perdida, como si antes tuviera que desentrañar el sentido de sus palabras.
—¿Lo hirieron?
—¡Sí, pero han escapado! ¡Eso es lo principal! Roxana, ¿creéis de verdad que seréis capaz de encontrarlos?
Roxana se pasó la mano por la frente.
—Lo intentaré.
—¡No os preocupéis! —la aconsejó Fenoglio—. Ya lo habéis oído: Dedo Polvoriento cuenta ahora con un demonio que lo protege. Además… ¿no se las ha arreglado siempre de maravilla solo?
—Oh, sí. Nada más cierto.
Fenoglio maldecía cada una de las arrugas de su rostro, tan hermosa le parecía. ¿Por qué no tendría el semblante de Cósimo? A pesar de que… ¿le complacería a ella? Le gustaba Dedo Polvoriento, que en realidad hacía mucho que debería estar muerto si los acontecimientos hubieran sucedido según los había escrito en su día. «¡Fenoglio!», se dijo. «Esto está yendo demasiado lejos. ¡Te estás comportando como un amante celoso!»
Roxana, sin fijarse en él, inclinó los ojos hacia el niño que dormía en su regazo.
—Brianna se enfadó muchísimo al conocer que pienso salir en busca de su padre —comentó—. Sólo espero que Cósimo cuide de ella y no inicie la guerra antes de mi regreso.
Fenoglio calló. ¿Qué sentido tenía hablar de los planes de Cósimo? ¿Preocuparla más? No. Sacó de debajo de su manto la carta para Meggie: letras capaces de transformarse en sonidos, en sonidos poderosos… Nunca había hecho que Cuarzo Rosa sellase con tanto cuidado una carta.
—Esta misiva puede salvar a los padres de Meggie —insistió—, puede salvar a su padre, puede salvarnos a todos, de manera que ¡cuídala bien!
Roxana giraba el pergamino sellado, como si le pareciera demasiado pequeño para unas palabras tan importantes.
—Todavía no he oído hablar nunca de una carta que abra las mazmorras del Castillo de la Noche —opinó—. ¿Os parece correcto alentar falsas esperanzas en esa joven?
—No son falsas esperanzas —contestó Fenoglio, ofendido por el escaso crédito que ella concedía a sus palabras.
—Bien. Si encuentro a Dedo Polvoriento y la chica lo acompaña, le entregaré vuestra carta —Roxana acarició el pelo de su hijo con la misma suavidad que se aparta una hoja—. ¿Ella ama a su padre?
—Oh, sí, mucho.
—También mi hija Brianna. Brianna ama tanto a Dedo Polvoriento, que no cruza una sola palabra con él. Antes, cuando se marchaba por las buenas al bosque, al mar, allí donde lo atrajera el fuego o el viento en ese preciso instante, ella intentaba seguirlo con sus piececitos. Creo que él ni siquiera se daba cuenta, tan deprisa desaparecía siempre, veloz como el zorro que ha robado una gallina. Pero a pesar de todo, ella lo amaba. ¿Por qué? A ese chico le pasa lo mismo. Piensa incluso que Dedo Polvoriento le necesita, pero Dedo Polvoriento no necesita a nadie, salvo al fuego.
Fenoglio la miró, meditabundo.
—En eso os equivocáis —precisó—. Se sentía muy desgraciado por pasar tanto tiempo lejos de vos. Tendríais que haberlo visto.
Con cuánta incredulidad lo miraba ella.
—¿Sabéis dónde estuvo?
«¿Y ahora, qué? ¡Viejo idiota! ¡Te has ido de la lengua!»
—Bueno —balbució—. La verdad, yo mismo estuve allí.
¡Venga esas mentiras! ¿Dónde se habían metido? En ese caso, de poco servía la verdad. Necesitaba mentiras bonitas que lo explicasen todo. Para variar, ¿por qué no podía encontrar las palabras adecuadas para Dedo Polvoriento… aunque lo envidiase por su mujer?
—El aduce que no podía volver —Roxana no lo creía, pero denotaba que le habría gustado.
—¡Pues era cierto! ¡Fueron malos tiempos para él! Capricornio ordenó a Basta que lo persiguiera, se lo llevaron lejos, muy lejos… en un intento de arrancarle el secreto de hablar con el fuego —eso era mentira. Mas ¿quién podía decirlo? ¿No se acercaba mucho a la verdad?— Creedme, Basta tomó cumplida venganza porque vos preferisteis a Dedo Polvoriento y no a él. Lo encerraron años y años hasta que al fin logró escapar, pero pronto dieron con él. Casi lo mataron a golpes —Meggie le había contado algo al respecto. Una pizca de verdad no le perjudicaría y Roxana no necesitaba saber que había sido por Resa—. ¡Fue etoso, etoso!
Fenoglio, al observar cómo se agrandaban los ojos de Roxana y permanecían pendientes de sus labios, ansiosa por escuchar sus próximas palabras, se sintió poseído por el puro placer de contar. ¿Y si calumniaba un poco a Dedo Polvoriento? No, ya lo había matado, hoy le haría un favor: que su mujer le perdonase definitivamente su ausencia de diez años. «¡A veces eres una buena persona!», se dijo Fenoglio.
—Él creía que iba a morir. Pensaba que nunca volvería a veros, eso era lo más etoso para él —Fenoglio carraspeó, conmovido por sus propias palabras… y también Roxana lo estaba. Oh, sí, vio desaparecer la desconfianza de sus ojos, y cómo se enternecían de amor—. Después, recorrió países lejanos como un perro al que han echado de casa, buscando un camino al final del cual no estuvieran Basta o Capricornio, sino vos esperándolo —ahora las palabras parecían brotar por sí solas, como si conociera los verdaderos sentimientos de Dedo Polvoriento durante todos esos años—. Estaba perdido, perdido de veras, y su corazón frío como una piedra de tanta soledad. Allí ya sólo tenía cabida la nostalgia, la añoranza de vos. Y de su hija.
—Él tenía dos hijas —replicó en tono casi inaudible la voz de Roxana.
Maldita sea, lo había olvidado. ¡Dos, claro! Pero Roxana estaba tan absorta en sus palabras que no advirtió su error.
—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó ella—. Él nunca me dijo que os conocierais tan bien.
«¡Oh, nadie lo conoce mejor!», pensó Fenoglio. «Os lo aseguro, hermosa mía.»
Roxana se apartó sus negros cabellos de la cara. Fenoglio descubrió vestigios de gris, como si se hubiera peinado con un peine polvoriento.
—Partiré mañana al amanecer —le informó.
—Magnífico —Fenoglio acercó al caballo. ¿Por qué sería tan difícil subirse con mediana dignidad a esas bestias? Roxana lo tomaría por un viejo anquilosado—. ¡Tened mucho cuidado! —le aconsejó cuando al fin montó—. ¡Con vuestra persona y con la carta! Y saludad a Meggie de mi parte. Decidle que todo se arreglará. ¡Os lo prometo!
Mientras se alejaba a caballo, ella se quedó pensativa junto a su hijo dormido, siguiéndolo con la mirada. Fenoglio confiaba de veras en que ella encontrase a Dedo Polvoriento, no sólo para que transmitiera a Meggie sus palabras. No. Un poco de felicidad no le perjudicaría a esa historia, y Roxana no era feliz sin Dedo Polvoriento. El lo había dispuesto así.
«¡A pesar de todo, él no la merece!», volvió a pensar Fenoglio mientras cabalgaba hacia las luces de Umbra, menos brillantes y numerosas que las de su antiguo mundo, aunque igual de acogedoras. Tras las murallas protectoras, las casas pronto se quedarían sin hombres. Sí, todos acompañarían a Cósimo: el marido de Minerva, a pesar de que ella le había rogado que se quedase, y el zapatero que tenía su taller al lado de su casa. Hasta el trapero que recorría la localidad todos los martes anhelaba combatir contra Cabeza de Víbora. «¿Seguirían a Cósimo tan complacientes si lo hubiera creado feo?», se preguntó Fenoglio. Tan feo como Cabeza de Víbora con su rostro de carnicero… No, era más fácil creer las nobles intenciones de alguien bello, y por eso había actuado con inteligencia sentando a un ángel en el trono. Sí, con extremada inteligencia. Fenoglio se sorprendió tarareando entre dientes mientras el caballo lo llevaba frente a los guardianes, que dejaron pasar en silencio al poeta de su príncipe, al hombre que había diseñado su mundo con la palabra, que lo había creado a partir de palabras. ¡Sí, inclinad vuestras cabezas ante Fenoglio!
También los centinelas partirían con Cósimo, y los soldados del castillo, y los criados, casi de la misma edad que el joven que acompañaba a Dedo Polvoriento. Hasta Ivo, el hijo de Minerva, lo habría secundado si ella se lo hubiera permitido. «Todos ellos volverán», pensó Fenoglio mientras se dirigía a las caballerizas. «Al menos la mayoría. La historia tendrá un final feliz, por supuesto. ¡Bah! ¿Qué digo feliz? ¡Felicísimo!»
Todas las palabras están escritas con la misma tinta,
«Fleur» [flor] y «peur» [miedo] son casi iguales,
Y puedo escribir «sang» [sangre] en una página entera,
De arriba abajo, y no la manchará,
Ni tampoco me herirá.
Philippe Jaccottet
,
Parlet
Elinor yacía sobre su colchoneta hinchable, mirando al techo. Había vuelto a discutir con Orfeo, a sabiendas de que el castigo por ello era el sótano. «¡A la cama temprano!», pensó con amargura. «Así te castigaba antaño tu padre cuando te pillaba con un libro, en su opinión inapropiado para tu edad.» Sí, a la cama temprano, a veces incluso a las cinco de la tarde. Eso era terrible, sobre todo en verano, cuando fuera trinaban los pájaros y su hermana jugaba al pie de la ventana. Su hermana, a la que le importaban un bledo los libros, pero a quien nada complacía más que molestar a Elinor cuando ésta, en lugar de jugar con ella, hundía la cabeza en un libro prohibido por su padre.
—¡Elinor, no discutas con Orfeo! —cuántas veces se lo había aconsejado Darius, pero ¡no! ¡Ella no era capaz de controlarse! ¿Cómo, si su asqueroso perro estaba llenando de babas algunos de sus libros más valiosos porque su amo no se molestaba en devolverlos a las estanterías tras haberse ertido un rato con ellos?
Sin embargo, desde hacía poco tiempo ya no sacaba ninguno de las estanterías, lo que al menos constituía un pequeño consuelo.
—¡Ya sólo lee
Corazón de Tinta!
—le había informado Darius en voz baja mientras fregaban los cacharros en la cocina.
Se les había estropeado el lavavajillas. No bastaba con obligarla a trabajar de criada en su propia casa, no, ahora encima se le hinchaban las manos de fregar.
—Parece que está eligiendo las palabras —le susurró Darius—, palabras que él combina de nuevo, anota, escribe y reescribe, ya tiene la papelera atiborrada. Lo intenta una y otra vez, luego lee en voz alta lo escrito, y cuando no ocurre nada…
—¿Qué?
—Nada —le respondió Darius evasivo, restregando afanoso una sartén incrustada de grasa, pero Elinor sabía que «nada» no le habría turbado tanto ni sellado sus labios.
—¿Qué? —insistió Elinor.
Y Darius terminó por contárselo con las orejas coloradas: Orfeo arrojaba sus libros contra la pared, ¡sus maravillosos libros! Los tiraba al suelo de rabia, y, de vez en cuando, alguno incluso salía volando por la ventana por no haber conseguido lo mismo que Meggie:
Corazón de Tinta
seguía vedado para él, por mucho que zurease y suplicase con su voz aterciopelada y leyera mil veces las frases entre las que tan ávidamente ansiaba introducirse.
Como es lógico, ella había echado a correr cuando lo oyó gritar. Para salvar a sus hijos impresos.
—¡No! —gritaba Orfeo, tan alto que se le oía hasta en la cocina—. ¡No, no, no! ¡Déjame entrar de una vez, maldito libro! ¡Yo fui quien envió de vuelta a Dedo Polvoriento! ¡Entérate de una vez! ¿Qué serías sin él? ¡Yo te devolví a Mortola y a Basta! Creo que a cambio mereceré una recompensa, ¿no?
El Armario no montaba guardia delante de la puerta de la biblioteca para detener a Elinor. Seguramente estaría recorriendo la casa con la intención de robar algo (ni en cien años habría caído en la cuenta de que los libros eran, con creces, lo más valioso de la mansión). Después Elinor ya no supo qué insultos había dedicado a Orfeo. Sólo se acordaba del libro que él sostenía en su mano levantada, una edición espléndida de los poemas de William Blake. Y a pesar de sus salvajes insultos lo arrojó por la ventana, mientras el hombre armario la agarraba por la espalda y la arrastraba hacia la escalera del sótano.
«¡Oh, Meggie!», pensaba Elinor mientras yacía en su colchoneta hinchable con la vista clavada en el enfoscado que se desprendía del techo del sótano. «¿Por qué no me llevaste contigo? ¿Por qué al menos no me preguntaste?»
Cualquier médico ha de saber que Dios ha depositado un gran arcano en las hierbas, debido a los espíritus y a las fantasías confusas que inducen a los hombres a la desesperación, pero esa ayuda no es obra del demonio, sino de la naturaleza.
Paracelso
,
Escritos médicos
El mar… Meggie no había vuelto a verlo desde el día en que viajaron desde el pueblo de Capricornio a casa de Elinor, en compañía de hadas y duendes, ahora reducidos a ceniza.
—Aquí vive el barbero de quien os he hablado —informó Dedo Polvoriento cuando apareció la bahía detrás de los árboles.
Qué hermosa era. El sol hacía refulgir el agua como cristal verde, un cristal espumeante en el que el viento dibujaba arrugas siempre nuevas. El fuerte viento arrastraba cendales de nubes por el cielo azul y olía a sal y a islas lejanas. Habría aliviado las penas si a lo lejos no se hubiese dibujado la desnuda colina que se alzaba por encima de las cumbres boscosas, y sobre ella el castillo, grosero como el rostro de su señor, a pesar de los tejados y almenas recubiertos de plata.
—Sí, ése es —confirmó Dedo Polvoriento al reparar en la mirada asustada de Meggie—. El Castillo de la Noche. Y a la colina sobre la que se alza la denominan el Monte de las Víboras, ¿de qué otra forma si no? Calva como la cabeza de un viejo para que nadie pueda aproximarse al abrigo de los árboles. Pero no te preocupes, no está tan cerca como parece.
—¿Es verdad que las torres son de plata pura? —preguntó Farid.
—Oh, sí —contestó Dedo Polvoriento—. Excavada de la montaña, de ésa y de otras. Aves asadas, mujeres jóvenes, tierra fértil… y plata. Cabeza de Víbora tiene hambre de muchas cosas.
Una extensa playa de arena bordeaba la bahía. En el lugar donde la playa ascendía hasta los árboles, se
alzaba,
un muro muy largo y una torre. En la playa no se veía un alma, ni barcas varadas sobre la pálida arena, sólo esos edificios, la torre chata, alargados tejados de teja casi invisibles detrás del muro. Un camino serpenteaba hacia arriba, como el rastro de una víbora, pero Dedo Polvoriento los condujo bajo la protección de los árboles hasta la parte trasera de los edificios. Les hizo señas impacientes antes de desaparecer a la sombra del muro. La madera de la puerta ante la que los aguardaba estaba deteriorada por la intemperie y la campana que colgaba encima, oxidada por el viento salobre. Flores silvestres crecían al lado de la puerta, flores mustias y cápsulas de semillas de color pardo en las que comisqueaba un hada. Su piel era más clara que la de sus hermanas del bosque.