Metal frío sobre mi frente,
Las arañas buscan mi corazón.
Es una luz que se apaga en mi boca.
Georg Trakl
,
De profundis
Mina lloraba de nuevo. Resa la cogió en brazos como si la embarazada fuera todavía una niña, tarareó una canción y la meció igual que hacía a veces con Meggie a pesar de que ya era casi tan alta como la propia Resa.
Dos veces al día una niña delgada, insegura, más joven que Meggie, les traía pan y agua. En ocasiones una papilla de cereales, pegajosa y fría, pero saciaba, y le recordaba a Resa los tiempos en que Mortola la encerraba, por cualquier cosa que hubiera hecho o dejado de hacer. Cuando preguntaba a la niña por Arrendajo, ésta encogía la cabeza, asustada, y dejaba a Resa con el miedo… el miedo a que Mo hubiera muerto, que lo hubieran colgado ahí arriba en la enorme horca y que lo último que hubiera visto en ese mundo no fuese su cara, sino las cabezas de víbora de plata que bajaban retorciéndose por la muralla. A veces lo percibía con tanta claridad que se tapaba los ojos con las manos, pero las imágenes persistían. Y la oscuridad que la rodeaba la confundía haciéndole creer que lo demás había sido un sueño: el instante en la plaza de la fiesta de Capricornio en el que de pronto vislumbró a Mo al lado de Meggie, el año transcurrido en casa de Elinor, toda la felicidad… tan sólo un sueño.
Al menos no estaba sola. Aunque las miradas de los otros fueran a menudo hostiles, al menos sus voces la arrancaban durante unos instantes de sus sombríos pensamientos…
De vez en cuando alguien contaba una historia para que no escuchasen los llantos procedentes de las otras celdas, el rápido deslizarse de las ratas, los alaridos, los balbuceos incomprensibles. Casi siempre eran las mujeres. Ellas hablaban de amor y muerte, de traición y amistad, pero todas las historias acababan bien, luces en la oscuridad, como las velas en el bolsillo de Resa cuyas mechas se habían humedecido. Resa contaba cuentos que Mo le había leído en voz alta tiempo atrás, cuando los dedos de Meggie todavía eran blandos y diminutos y las letras no les daban miedo. Los juglares, sin embargo, hablaban del mundo que los rodeaba: de Cósimo el Guapo y su lucha contra los incendiarios, del Príncipe Negro, de cómo había encontrado a su oso y a su amigo, el bailarín del fuego, que hacía llover chispas y abrirse flores de fuego en la noche más negra. Benedicta entonó en voz baja una canción sobre el bailarín del fuego, una canción bellísima en la que acabó interviniendo Dosdedos, hasta que el guardián, golpeando las rejas con su palo, les ordenó callar.
—¡Yo le vi una vez! —susurró Benedicta cuando el guardián desapareció—. Hace muchos años, siendo niña. Fue maravilloso. El fuego brillaba tanto que incluso mis ojos podían verlo. Dicen que ha muerto.
—No —replicó Resa en voz baja—. ¿Quién creéis que hizo arder el árbol de la carretera?
¡Con qué incredulidad la miraron todos! Pero estaba demasiado cansada para seguir hablando. Para explicar nada. «Dejadme ir con mi esposo», era cuanto quería decir. «Dejadme ir con mi hija. No me contéis más historias, decidme cómo se encuentran. Por favor…»
Finalmente alguien le habló de Meggie y Mo, pero Resa habría preferido escucharlo de otros labios. Los demás dormían cuando llegó Mortola, acompañada por dos soldados. Resa estaba despierta, pues de nuevo desfilaban por su mente las imágenes de Mo: cómo lo sacaban al patio y colocaban la soga alrededor de su cuello… «¡Está muerto y ella ha venido a comunicármelo!», fue lo primero que pensó cuando la Urraca se detuvo con una sonrisa triunfal.
—¡Mira a quién tenemos aquí, a la criada desleal! —exclamó Mortola mientras Resa se levantaba con dificultad—. Por lo visto eres una bruja igual que tu hija. ¿Cómo lograste mantenerlo con vida? Bueno, quizá disparé demasiado deprisa. ¿Qué más da? Unas semanas más, y se habrá recuperado lo suficiente para ejecutarlo.
Estaba vivo.
Resa giró la cabeza para que Mortola no captara la sonrisa que asomó a sus labios. Urraca, sin embargo, contemplaba llena de satisfacción el vestido desgarrado, los pies desnudos y sangrantes.
—¡Arrendajo! —Mortola bajó la voz—. Como es natural, no he explicado a Cabeza de Víbora que piensa ejecutar al hombre equivocado. ¿Por qué iba a hacerlo? Todo acontecerá a la medida de mis deseos. Y también capturaré a tu hija.
Meggie. El sentimiento de dicha que por unos momentos había reconfortado el corazón de Resa, se desvaneció tan bruscamente como había llegado. Mina se incorporó a su lado, despertada por la ronca voz de Mortola.
—Sí, tengo amigos poderosos en este mundo —prosiguió la Urraca con sonrisa de satisfacción—. Cabeza de Víbora ha capturado a tu marido gracias a mí, y hará lo mismo con tu hija bruja. ¿Sabes cómo le he convencido de que es una bruja? Enseñándole una fotografía suya. Sí, Resa, le dije a Basta que trajera todas las fotos de tu pequeña, todas esas hermosas fotos con marcos de plata repartidas por la casa de la devoradora de libros. Cabeza de Víbora lógicamente las considera mágicas, reflejos llevados al papel con artes nigrománticas. Sus soldados no se atreven a tocarlas, pero las enseñan por doquier. ¡Es una pena que no podamos hacer copias, como en tu mundo! Por fortuna tu hija se ha unido a Dedo Polvoriento, y de ése no necesitamos imágenes mágicas. Cualquier campesino ha oído hablar de él y de sus cicatrices.
—Él la protegerá —replicó Resa. Algo tenía que decir.
—¿De veras? ¿Igual que te protegió a
ti
cuando te mordió la serpiente?
Resa engarrió los dedos en su sucio vestido. No había nadie, ni en éste ni en el otro mundo, a quien odiara más que a la Urraca. Ni siquiera a Basta. Mortola la había enseñado a odiar.
—Aquí todo es distinto —le espetó—. Aquí el fuego le obedece, no está solo como en el otro mundo. Tiene amigos.
—¡Amigos! Debes referirte a los demás titiriteros, al Príncipe Negro como se autodenomina, y a todos esos desarrapados —Mortola observó con desprecio a los demás prisioneros. Casi todos se habían despertado—. ¡Míralos, Resa! —exclamó Mortola con tono maligno—. ¿Cómo van a ayudarte a salir de aquí? ¿Con unas pelotas de colores o un par de canciones conmovedoras? Os traicionó uno de vosotros, ¿lo sabías? Y Dedo Polvoriento… ¿qué hará? ¿Desatar el fuego para salvarte? Te abrasaría a ti también, y no creo que él se arriesgue con lo enamorado que siempre ha estado de ti —se inclinó, sonriendo—. Por cierto, ¿le has contado a tu marido lo buenos amigos que erais vosotros dos?
Resa no respondió. Conocía de sobra los juegos de Mortola.
—Bueno, ¿qué me respondes? ¿Quieres que se lo cuente? —preguntó Mortola en voz baja, acechando como el gato delante de la madriguera de los ratones.
—Claro que sí —susurró Resa—. Cuéntaselo. No podrás decirle nada que él no sepa. Le devolví los años que nos robasteis vosotros, palabra por palabra, día por día. Mo sabe también que tu propio hijo te obligaba a vivir en el sótano de su casa fingiendo ante todo el mundo que eras su ama de llaves.
Mortola intentó pegarle, como había hecho tantas veces y seguía haciendo con todas sus criadas, en pleno rostro, pero Resa detuvo su mano.
—¡Está vivo, Mortola! —susurró a la Urraca—. Esta historia no ha concluido y su muerte aún no está escrita, pero la tuya te la susurrará mi hija al oído por lo que le has hecho a su padre. Ya lo verás. Algún día. Y
yo
presenciaré tu muerte.
Esta vez no pudo sujetar la mano de Mortola, y su mejilla ardió un buen rato tras la partida de Mortola. Cuando volvió a sentarse en el frío suelo sentía los ojos de los demás prisioneros fijos en su cara. Mina fue la primera en hablar.
—¿De qué conoces a esa vieja? Es la envenenadora de Capricornio.
—Lo sé —respondió Resa con voz átona—. Yo le pertenecí. Durante muchos años.
¿Así que hay un mundo,
Cuyo destino determino?
¿Un tiempo que ato con cadenas de signos?
¿Una existencia que perdura gracias a mis órdenes?
Wislawa Szymborska
,
El placer de escribir
Cuando llegó Roxana, Dedo Polvoriento dormía. Había oscurecido. Farid y Meggie se habían marchado a la playa, pero él se había tumbado porque le dolía la pierna. Al isar a Roxana en el umbral, pensó que su fantasía le estaba jugando una mala pasada, como solía hacer durante la noche. Al fin y al cabo, ya había estado allí con ella una vez, tiempo atrás. La habitación de entonces casi tenía el mismo aspecto, y él yacía sobre un saco de paja similar a éste, con la cara cortada y pegajosa por su propia sangre.
Roxana llevaba el pelo suelto. A lo mejor por eso le recordó aquella noche. Su corazón todavía se encabritaba al pensar en ella. Él estaba muerto de dolor y de miedo hasta que Roxana lo encontró y lo condujo hasta allí. Al principio Buho Sanador casi no consiguió reconocerlo. Le administró algo que le hizo dormir, y al despertarse Roxana estaba en el umbral igual que ahora. Ella fue con él al bosque cuando los cortes se negaban a curar pese a las artes del barbero, adentrándose profundamente en él para visitar a las hadas… y permaneció a su lado hasta que su rostro sanó lo suficiente para atreverse de nuevo a frecuentar a la gente. No había muchos hombres que llevasen escrito en la cara el amor por una mujer.
Pero ¿cómo la saludó cuando se presentó de improviso?
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él.
Le habría gustado morderse la lengua. ¿Por qué no le decía que la había echado de menos hasta el punto de que poco le había faltado para dar media vuelta una docena de veces?
—Eso, ¿qué estoy haciendo aquí? —Roxana le devolvió la pregunta.
Antes, por esa pregunta le daba la espalda, pero ahora exhibía una sonrisa burlona que lo avergonzó como si fuera un chiquillo.
—¿Dónde has dejado a Jehan?
—Con una amiga —ella le besó—. ¿Qué le pasa a tu pierna? Fenoglio me ha contado que estabas herido.
—Voy mejorando. ¿Y tú qué haces con Fenoglio?
—No te gusta. ¿Por qué? —Roxana le acarició el rostro con la mano.
Qué guapa estaba. Qué guapa.
—Digamos que tenía planes para mí que me disgustaban. Por casualidad, ¿no te dio el viejo algo para Meggie? ¿Una carta quizá?
Ella la sacó en silencio de debajo de su manto. Allí estaban las palabras… ansiosas por convertirse en realidad. Roxana le tendió el pergamino sellado, pero Dedo Polvoriento negó con la cabeza.
—Será mejor que se lo entregues a Meggie —dijo—. Está en la playa.
Roxana le miró asombrada.
—Da la impresión de que temes a un trozo de pergamino.
—Sí —repuso Dedo Polvoriento cogiéndola de la mano—. Sí, lo temo. Sobre todo si está escrito por Fenoglio. Ven, vamos a buscar a Meggie.
* * *
Meggie dedicó a Roxana una sonrisa tímida cuando ella le entregó la carta, y durante un instante su mirada curiosa pasó de ella a Dedo Polvoriento, pero después la carta de Fenoglio atrajo toda su atención. Rompió el sello tan deprisa que a punto estuvo de rasgar el pergamino. Eran tres pliegos, de apretada escritura. El primero era una carta para ella, que Meggie guardó con indiferencia debajo del cinturón tras haberla leído. Las palabras que había esperado con tanta impaciencia llenaban los otros dos pliegos. Los ojos de Meggie recorrían tan deprisa las líneas que a Dedo Polvoriento le costaba creer que estuviera leyendo. Finalmente levantó la cabeza, miró hacia el Castillo de la Noche… y sonrió.
—Bueno, ¿qué ha escrito ese viejo demonio? —preguntó Dedo Polvoriento.
Meggie le tendió los dos pliegos.
—Es distinto de lo que esperaba. Muy distinto, pero es bueno. Toma, compruébalo por ti mismo.
Él tomó vacilante el pergamino con las puntas de los dedos, como si pudiera quemarle con más facilidad que una llama.
—¿Desde cuándo sabes leer? —la voz de Roxana sonó tan sorprendida que Dedo Polvoriento no pudo reprimir una sonrisa.
—Me enseñó la madre de Meggie.
¡Majadero! ¿Por qué se lo contaba? Roxana lanzó una prolongada mirada a Meggie, mientras él se esforzaba por descifrar las letras de Fenoglio. Resa escribía casi siempre con letras de imprenta para facilitar su tarea.
—Podría funcionar, ¿no crees? —inquirió Meggie mirando por encima de su hombro.
El mar rugió como si estuviera de acuerdo con ellos. Sí, quizá diera resultado… Dedo Polvoriento seguía las letras como si fueran un sendero peligroso. Pero ese sendero conducía justo al centro del corazón de Cabeza de Víbora, aunque a Dedo Polvoriento no le gustó nada el papel que el viejo había asignado a Meggie. Al fin y al cabo, su madre le había rogado que cuidase de ella.
Farid miraba las letras, entristecido. Aún no sabía leer. A veces Dedo Polvoriento intuía que consideraba esos diminutos signos negros sospechosos de brujería. ¿Y qué otra cosa podía pensar después de las experiencias vividas?
—¡Bueno, suéltalo de una vez! —Farid pataleaba, nervioso—. ¿Qué dice?
—Que Meggie tendrá que ir al castillo. Derechita al edificio de la Víbora.
—¿Cómo? —el joven lo miró estupefacto, y luego a la muchacha—. ¡Eso es imposible! —agarró a Meggie por los hombros y la giró con brusquedad—. ¡No puedes ir allí! ¡Es demasiado peligroso!
Pobre hombre. Pues claro que iría.
—Fenoglio así lo ha escrito —repuso ella apartando de sus hombros las manos de Farid.
—Déjala en paz —replicó Dedo Polvoriento devolviendo los pliegos a Meggie—. ¿Cuándo lo leerás?
—Ahora mismo.
Como es lógico, no quería perder tiempo. ¿Para qué? Cuanto antes imprimiera un nuevo rumbo a la historia, mejor. Porque las cosas no podían ir peor. ¿O sí?
—¿Qué significa todo esto? —Roxana los miró desconcertada, a uno detrás de otro.
A quien miró con menos simpatía fue a Farid, seguía sin tenerle aprecio. Seguramente la situación no cambiaría hasta que algo la convenciera de que no era hijo de Dedo Polvoriento.
—¡Explicádmelo de una vez! —insistió—. Fenoglio dijo que esta carta podría salvar a sus padres. ¿Qué puede hacer una carta por alguien que está preso en las mazmorras del Castillo de la Noche?
Dedo Polvoriento le echó el pelo hacia atrás. Le encantaba que volviera a llevarlo suelto.
—¡Atiende! —exclamó—. Sé que es difícil de creer, pero si algo puede abrir las puertas de las mazmorras del Castillo de la Noche, son las palabras de esta carta… y la lengua de Meggie. Ella es capaz de hacer que la tinta respire, Roxana, igual que tú con tus canciones. Su padre posee el mismo don. Si lo supiera Cabeza de Víbora, seguramente lo habría ahorcado hace mucho tiempo. Las palabras con las que el padre de Meggie mató a Capricornio eran tan inofensivas como éstas.