El príncipe movía los labios en silencio. Mientras sus ojos empañados seguían las palabras de Fenoglio, Meggie le oía susurrar:
«Ay, él nunca, nunca más despertará».
La joven miró a Fenoglio por el rabillo del ojo. Este, consciente de su culpabilidad, se ruborizó al reparar en su mirada. Sí, había robado las palabras. Y seguro que no a un poeta de ese mundo.
El Príncipe Orondo alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas que empañaban sus ojos.
—Hermosas palabras, Fenoglio —dijo con voz amarga—, en verdad eres un maestro, lo reconozco. Pero ¿cuándo encontrará al fin uno de vosotros, los poetas, las palabras que abren la puerta por la que nos arrastra la muerte?
Fenoglio contempló las estatuas absorto, como si las viera por primera vez.
—Lo siento, mi señor, pero esas palabras no existen —se lamentó—. La muerte es el gran silencio. En la puerta que cierra a nuestras espaldas, incluso a los poetas se les terminan las palabras. Y si ahora tuvierais a bien disculpar a vuestro humilde servidor… Los hijos de mi casera aguardan fuera, y si no los atrapo pronto, seguramente se irán con los titiriteros, pues, al igual que todos los niños, sueñan con domar osos y bailar sobre una cuerda entre el cielo y el infierno.
—Sí, ve. ¡Ve ya! —accedió el Príncipe Orondo con un ademán cansino de su mano cuajada de anillos—. Te avisaré cuando anhele de nuevo palabras. Son un veneno delicioso, pero con ellas por unos instantes incluso la pena tiene un sabor agridulce.
Ay, él jamás despertará…
«Elinor seguramente habría sabido quién es el autor de los versos», pensó Meggie mientras retrocedía con Fenoglio por la oscura sala. Las hierbas esparcidas por el suelo de la estancia crujían bajo sus botas. Su aroma, suspendido en el aire fresco, parecía querer recordar al triste monarca el mundo que le aguardaba fuera. Pero quizá sólo evocaba las flores que adornaban la tumba de Cósimo.
Llegados a la puerta, Tullio acudió hacia ellos en compañía del juglar. El niño brincaba y saltaba delante de él como un desgreñado animal amaestrado. El juglar llevaba cascabeles en el cinturón y un laúd a la espalda. Era un tipo alto, enjuto, de boca malhumorada y ataviado con tantos colores que la cola de un pavo real habría parecido descolorida a su lado.
—¿Y ese iniduo sabe leer? —cuchicheó Fenoglio a Meggie mientras la hacía traspasar el umbral—. ¡Creo que es un rumor! Además, su canto es tan melodioso como el graznido de una urraca. ¡Anda, vámonos de aquí antes de que triture mis pobres versos entre sus dientes caballunos!
El tiempo es un caballo que galopa en el corazón,
un caballo sin jinete en una carretera de noche.
La razón, sentada, escucha su paso.
Wallace Stevens
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Todos los preludios de la felicidad
Dedo Polvoriento se apoyaba en el muro del castillo, detrás de los puestos entre los que se aglomeraba la gente. Un aroma a miel y castañas calientes llegó a su nariz. Por encima de él, a gran altura, se balanceaba el funámbulo cuya figura azul, vista de lejos, tanto le recordaba a Bailanubes. Sostenía una larga vara con pájaros diminutos posados encima, rojos cual gotas de sangre, y cada vez que el equilibrista cambiaba de dirección —con pies ágiles, como si no hubiera nada más natural en el mundo que pender sobre una cuerda oscilante—, los pájaros alzaban el vuelo y revoloteaban con trinos ruidosos a su alrededor. La marta situada sobre el hombro de Dedo Polvoriento alzaba la vista hacia ellos mientras lamía su hocico redondo. Era todavía muy joven, más pequeña y delicada que Gwin, mucho menos agresiva y, lo más importante, no temía al fuego. Dedo Polvoriento acarició distraído su cabeza con cuernos. La había capturado detrás del establo poco después de su llegada a la granja de Roxana, al intentar acercarse furtivamente a las gallinas. La había bautizado Furtivo porque el animalito gustaba de aproximarse con sigilo y abalanzarse luego sobre él con tanta fuerza que casi lo tiraba al suelo. «¿Estás loco?», se había dicho a sí mismo cuando la atrajo hacia él con un huevo fresco. «Es una marta. ¿Cómo sabes que no equivale a la muerte, lleve el nombre que lleve?» Pero, a pesar de todo, se la había quedado. A lo mejor había dejado todos sus miedos en el otro mundo; el miedo, la soledad, la desdicha…
Furtivo aprendía bien, saltaba a través de las llamas como si nunca hubiera hecho otra cosa. Con la marta y con el chico sería fácil ganar unas monedas en los mercados.
La marta empujó con el hocico la mejilla de Dedo Polvoriento. Ante la tribuna vacía, que aguardaba aún al niño del cumpleaños, unos titiriteros construían una torre humana con sus cuerpos. Farid había intentado convencer a Dedo Polvoriento para que ofreciera también alguna muestra de su arte, pero aquel día a éste no le apetecía que lo mirasen. Quería ser un espectador, saciarse de contemplar todo aquello que había añorado durante tanto tiempo. Por eso vestía únicamente las ropas del marido muerto de Roxana, que ésta le había regalado. Por lo visto tenía casi la misma estatura. ¡Pobre hombre! Ni Orfeo ni Lengua de Brujo podían hacerlo regresar de donde estaba.
—Oye, para variar, ¿por qué no ganas
tú
el dinero hoy? —le había propuesto a Farid.
El chico primero enrojeció de orgullo, después se quedó blanco como la tiza… y se lanzó al barullo. Aprendía deprisa. Con unas migajas de miel caliente Farid hablaba con las llamas como si hubiera nacido con las palabras en la lengua. Como es natural, cuando el joven chasqueaba los dedos, éstas no brotaban del suelo obedeciéndole igual que a él, pero cuando llamaba al fuego en voz baja, éste ya le hablaba, desdeñoso y burlón, pero le respondía.
—¡Es hijo tuyo! —le había soltado Roxana cuando muy de mañana Farid, maldiciendo, sacó un cubo de agua del pozo para refrescar sus dedos quemados.
—¡No lo es! —repuso Dedo Polvoriento… viendo en sus ojos que no le creía.
Antes de partir hacia el castillo, había ensayado unos trucos con Farid mientras Jehan los observaba. Pero cuando Dedo Polvoriento le hizo una seña para que se acercase, huyó a la carrera. Farid se había burlado de él por eso, pero Dedo Polvoriento le había tapado la boca.
—¿Has olvidado que el fuego devoró a su padre? —le reprochó en voz baja, y Farid agachó la cabeza, avergonzado.
Qué orgulloso se sentía entre los titiriteros. Dedo Polvoriento se deslizó entre los puestos para verle mejor. Se había quitado la camisa, como hacía a veces Dedo Polvoriento… La tela ardiendo era más peligrosa que una quemadura en la piel, y el cuerpo desnudo se protegía fácilmente con grasa contra los lametones del fuego. El chico ejecutaba bien su cometido, tan bien que hasta los vendedores lo miraban tan fascinados que Dedo Polvoriento logró liberar a algunas hadas de las jaulas en que las habían encerrado para vendérselas a cualquier majadero como amuletos de la suerte. «¡No es de extrañar que Roxana sospeche que eres su padre!», pensó. «Cuando lo miras te rebosa el orgullo del pecho.» Justo al lado de Farid, unos bufones contaban sus burdas bromas, a su derecha el Príncipe Negro luchaba con su oso, y a pesar de todo cada vez más gente se detenía junto al muchacho, ensimismado en sus juegos con el fuego. Dedo Polvoriento observó cómo Pájaro Tiznado bajaba las antorchas y lo miraba, lleno de envidia. Él nunca aprendería. Seguía siendo tan malo como diez años antes.
Farid hizo una reverencia y una lluvia de monedas cayó en el cuenco de madera que Roxana le había entregado. Miró, henchido de orgullo, a Dedo Polvoriento. Ansiaba las alabanzas como un perro un hueso, y cuando Dedo Polvoriento aplaudió, se ruborizó de felicidad. ¡Qué niño era todavía, a pesar de que hacía unos meses le había enseñado con orgullo los primeros cañones de barba en su barbilla!
Dedo Polvoriento se abría paso junto a dos campesinos que regateaban por unos lechones, cuando volvió a abrirse la puerta que conducía al castillo interior, en esta ocasión no para franquear el paso a Cabeza de Víbora como la vez anterior, cuando logró ocultarse por los pelos detrás de un puesto de dulces de las miradas inquisitivas de Pífano. No. Por lo visto el propio niño homenajeado aparecía por fin en su fiesta, acompañado por su madre y su sirvienta. Cuánto se aceleraron de repente los latidos de su corazón.
—Tiene el cabello del mismo color que tú —había dicho Roxana— y mis ojos.
Los trompeteros del príncipe se esforzaron al máximo en su aparición. Soberbios como gallos alzaron al aire sus clarines. Todos los titiriteros libres fruncían el ceño ante quienes vendían su arte a un solo señor. A cambio, iban mejor vestidos: no con harapos de colores como sus compañeros de la calle, sino con los colores de su príncipe. En el caso de los trompeteros del Príncipe Orondo, eran verde y oro.
Su nuera vestía de negro. Cósimo el Guapo había muerto apenas hacía un año, pero seguro que ya existían pretendientes a la mano de la joven viuda, a pesar de la marca, oscura como una quemadura, que desfiguraba su rostro. En cuanto Violante hubo tomado asiento con su hijo, la multitud se apiñó en torno a la tribuna. Dedo Polvoriento tuvo que subirse a un tonel vacío para lanzar una mirada a la sirvienta de éstos, detrás de todas las cabezas y cuerpos.
Brianna estaba de pie detrás del niño. A pesar de sus cabellos claros se parecía a su madre. El vestido que llevaba la hacía mayor, y sin embargo Dedo Polvoriento descubrió en su rostro huellas de la niña pequeña que intentaba arrebatarle de las manos las antorchas ardiendo o pateaba furiosa cuando él no le permitía tocar las chispas que hacía llover del cielo.
Diez años. Diez años que él había pasado en la historia equivocada. Diez años en los que la muerte se había llevado a una hija, dejando atrás recuerdos pálidos y borrosos como si ella nunca hubiera existido. La otra había crecido, todos esos años, entre risas y llantos, sin que él lo hubiera presenciado. «¡Hipócrita!», se dijo mientras seguía sin poder apartar los ojos del rostro de Brianna. «¿Acaso pretendes ahora dártelas de padre abnegado y solícito antes de que Lengua de Brujo te atrajese a su historia?»
El hijo de Cósimo reía a carcajadas. Con su corto dedo señalaba a distintos titiriteros y atrapaba las flores que le lanzaban las juglaresas. ¿Qué edad tendría? ¿Cinco años? ¿Seis?
Esa era la edad de Brianna cuando la voz de Lengua de Brujo lo arrancó de allí. Le llegaba hasta el codo, y era tan liviana que él apenas notaba su peso cuando trepaba por su espalda. Cada vez que él se olvidaba del tiempo y permanecía ausente semanas enteras, en lugares cuyos nombres ella nunca había oído, le pegaba con sus diminutos puños y tiraba al suelo los regalos que él le traía. Después, la noche siguiente, se deslizaba fuera de la cama para recogerlos: cintas de colores, suaves como piel de conejo, flores de tela para adornarse el pelo, pequeños silbatos con los que se podía imitar el canto de una alondra o de un buho.
Ella jamás se lo había dicho, por supuesto, era orgullosa, más orgullosa que su madre, pero él siempre había sabido dónde ocultaba sus regalos… en una escarcela entre sus ropas. ¿La guardaría aún?
Sí, ella conservaba sus regalos, pero éstos no le habían arrancado una sonrisa cuando él pasaba una temporada fuera. Eso solamente lo había logrado el fuego, y durante un instante cautivador, estuvo tentado de salir de la boquiabierta multitud, sumarse a los demás titiriteros que daban muestras de sus habilidades ante el nieto del príncipe, e invocar al fuego sólo para su hija. Pero se quedó quieto, invisible detrás del gentío, observando cómo se pasaba la palma de la mano por el pelo, con el mismo gesto de su madre, se frotaba con disimulo la nariz y descargaba el peso alternativamente en cada pie como si prefiriera bailar allí abajo con los demás, a permanecer tan tiesa.
—¡Devóralo, oso! ¡Zámpatelo ahora mismo! En efecto, ha regresado, ¿pero crees que se presenta ante un viejo amigo?
Dedo Polvoriento se dio la vuelta tan de sopetón que a punto estuvo de caer del barril sobre el que se encontraba. El Príncipe Negro alzaba la vista hacia él, con el oso detrás. Dedo Polvoriento esperaba hallarlo allí, rodeado de extraños, y no en el campamento de los titiriteros, donde había demasiados que preguntarían dónde se había metido… Se conocían desde que ambos tenían la edad del principito, que destacaba ahí arriba sentado en su sillón. Hijos de titiriteros, huérfanos, de crecimiento precoz, y Dedo Polvoriento había añorado ese rostro negro casi tanto como a Roxana.
—¿Me devorará de verdad si me bajo del tonel?
El príncipe rió. Su risa denotaba la misma despreocupación que antes.
—Quizá. A lo mejor se da cuenta de que me ha sentado mal que todavía no te hayas dejado ver. Además… ¿no le quemaste la piel en vuestro último encuentro?
Furtivo se encogió sobre el hombro de Dedo Polvoriento al saltar su amo del tonel y le chilló muy nervioso al oído.
—¡No te preocupes, el oso no se alimenta de gente como tú! —le susurró Dedo Polvoriento… y abrazó tan fuerte al Príncipe como si su abrazo pudiera resarcir los diez años de ausencia.
—Sigues oliendo más a oso que a hombre.
—Y tú hueles a fuego. Ea, dime, ¿dónde has estado? —el príncipe alejó medio metro a Dedo Polvoriento y lo observó intentando vislumbrar en su rostro todo lo sucedido durante su ausencia—. Los incendiarios no te ahorcaron, como afirman algunos, tienes un aspecto demasiado saludable. ¿Qué me dices de la otra historia… que Cabeza de Víbora te encerró en la más húmeda de sus mazmorras? ¿O acaso, como dicen algunas canciones, te transformaste en árbol durante cierto tiempo, en un árbol de hojas ardientes en lo más profundo del Bosque Impenetrable?
Dedo Polvoriento sonrió.
—Me habría gustado. Pero, créeme, la verdadera historia no te la creerías ni tú.
Un murmullo recorrió la multitud. Dedo Polvoriento atisbo por encima de las cabezas y vio cómo Farid recibía los aplausos con la cara colorada como un tomate. El hijo de la Fea aplaudía con tanta fuerza que casi se cae del sillón. Farid, sin embargo, buscó entre la multitud el rostro de Dedo Polvoriento. Este sonrió al muchacho… y notó cómo el príncipe lo observaba, meditabundo.
—De modo que el joven te pertenece —dijo—. No, no te inquietes, no te haré más preguntas. Sé que te complace guardar tus secretos. Eso apenas habrá cambiado. No obstante, deseo oír alguna vez la historia de la que has hablado. Y también nos debes una representación. Todos nosotros necesitamos una pequeña ersión. Corren malos tiempos, incluso a este lado del bosque, aunque hoy no lo parezca…