Sangre de tinta (29 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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—¡No! ¡Todos ellos quedaron reducidos a cenizas! A los pocos días. Elinor lloró muchísimo. Viajó al pueblo de Capricornio a pesar de que Mo intentó disuadirla, y allí tampoco quedaba nadie. Todos habían desaparecido. Para siempre.

—Hmmm… —Fenoglio se miró las manos; parecían las de un campesino o un artesano, no las de un escritor—. Entonces, no. De acuerdo —murmuró—. Quizá sea mejor así. ¿Cómo va a funcionar una historia si cualquiera puede regresar en cualquier momento de entre los muertos? Eso produciría una tremenda confusión y echaría a perder la emoción. No. Tienes razón: los muertos han de seguir muertos. Y por eso no traeremos de vuelta a Cósimo, sino sólo a alguien que tenga su mismo aspecto.

—¿Su mismo aspecto? ¡Has perdido el juicio! —susurró Meggie—. ¡Por completo!

Pero esa apreciación no impresionó lo más mínimo a Fenoglio.

—Bueno, ¿y qué? ¡Todos los escritores están locos! Créeme, escogeré con mucho cuidado mis palabras, con tanto cuidado que nuestro Cósimo nuevecito estará firmemente convencido de
ser
el antiguo. ¡Él no debe saberlo! ¿Qué opinas?

Meggie meneó la cabeza. No había ido allí para cambiar ese mundo. Ella sólo deseaba verlo.

—Meggie —Fenoglio le puso la mano sobre el hombro—. Has visto al Príncipe Orondo. Puede morir cualquier día, ¿y qué sucederá entonces? ¡Cabeza de Víbora no se limita a ahorcar a los titiriteros! Hace cegar a sus campesinos si cazan un conejo en el bosque. Obliga a los niños a trabajar en sus minas de plata hasta que se quedan ciegos y encorvados, y ha convertido en su mensajero a Zorro Incendiario, un incendiario y un homicida.

—¿Ah, sí? ¿Y quién lo inventó? ¡Tú! —Meggie apartó furiosa la mano de Fenoglio—. Siempre tuviste predilección por tus malvados.

—Bueno, sí, puede ser —Fenoglio se encogió de hombros como si se sintiera totalmente impotente—. ¿Pero qué iba a hacer yo? ¿Quién querría leer una historia de dos príncipes buenos que reinan sobre un alegre tropel de felices súbditos? ¿Qué historia sería ésa?

Meggie se inclinó sobre el río y pescó una de las flores rojas.

—¡Te gusta inventarlos! —insistió en voz baja—. A todos esos monstruos.

El propio Fenoglio no supo qué responder, de modo que ambos callaron, mientras frente a ellos las mujeres tendían la ropa encima de las piedras. El sol calentaba aún, a pesar de las hojas secas que el río arrastraba, incansable, hasta la orilla.

Fenoglio rompió el silencio.

—Por favor, Meggie. Sólo por una vez. Si me ayudas a retomar las riendas de esta historia te escribiré las palabras más maravillosas para devolverte a casa… ¡en cuanto se te antoje! Y si por casualidad cambias de idea, porque te gusta más mi mundo, traeré aquí a tu padre…, y a tu madre…, incluso a esa devoradora de libros, a pesar de que creo que es una persona terrible, a juzgar por lo que me has contado de ella.

Estas palabras arrancaron a Meggie una sonrisa. «Sí, a Elinor le encantaría estar aquí», pensó, «y seguro que a Resa le gustaría volver. Pero a Mo, no, a Mo, desde luego que no. Nunca».

Se incorporó de golpe, alisándose el vestido. Alzó la vista hacia el castillo y se imaginó reinando allí arriba a Cabeza de Víbora con su mirada de salamandra. Al propio Príncipe Orondo tampoco le había agradado mucho.

—Créeme, Meggie —dijo Fenoglio—. Harías en verdad algo bueno. Devolverías un hijo a su padre, un marido a su esposa, y un padre a un niño. Lo sé, lo sé, no es un niño muy simpático, pero aún así. Y ayudarías a desbaratar los planes de Cabeza de Víbora. ¡Si eso no es honroso…! Por favor, Meggie —la miraba casi suplicante—, ayúdame. Se trata de mi historia. ¡Créeme, sé qué es lo que le conviene! Préstame tu voz, sólo una vez más.

«Préstame tu voz…» Meggie continuaba mirando al castillo, pero ya no veía los torreones, ni los pendones negros, sino a la Sombra y a Capricornio yaciendo muerto en el polvo.

—Bueno, lo pensaré —anunció—. Ahora me está esperando Farid.

Fenoglio la miró tan asombrado como si de repente la hubieran nacido alas.

—No me digas, ¿eso hace? —era imposible soslayar el tono de desaprobación de su voz—. Yo quería acompañarte al castillo para entregar la piedra a la Fea. Deseaba que oyeses lo que nos cuente de Cósimo…

—¡Se lo he prometido!

Se habían citado a la puerta de la ciudad para que Farid no tuviera que pasar ante los centinelas.

—¿Prometido? Bueno, ¿y qué? No serías la primera chica que hace esperar a un admirador.

—No es mi admirador.

—Tanto mejor. ¡Al fin y al cabo, tu padre no está aquí y he de cuidar de ti! —Fenoglio la contempló con el ceño fruncido—. ¡La verdad es que has crecido mucho! Aquí las chicas se casan a tu edad. Sí, no me mires así. La segunda hija de Minerva lleva cinco meses casada y acaba de cumplir catorce años. ¿Qué edad tiene ese chico? ¿Quince? ¿Dieciséis?

Meggie no contestó. Simplemente le dio la espalda.

VIOLANTE

Al día siguiente mi abuela empezó a contarme cuentos. Lo hizo seguramente para arrancarnos de nuestra enorme tristeza.

Roald Dahl
,
Las brujas

Fenoglio convenció a Farid de que los acompañara al castillo.

—¡Nos viene como anillo al dedo! —susurró a Meggie—. El puede entretener a ese zascandil malcriado del hijo del príncipe mientras nosotros conversamos con Violante con absoluta tranquilidad.

Aquella mañana el patio exterior del castillo estaba muerto. Sólo las ramas secas y los dulces pisoteados recordaban la fiesta que allí se había celebrado. Criados, herreros y mozos de cuadra llevaban un buen rato consagrados de nuevo a sus menesteres, pero un silencio opresivo parecía cernerse sobre las murallas. Los guardianes los dejaron pasar sin decir palabra al reconocer a Fenoglio, y entre los árboles del patio interior se toparon con un grupo de hombres vestidos con ropajes grises.

—¡Barberos! —murmuró Fenoglio preocupado, siguiéndolos con la vista—. Y más que suficientes para acabar con una docena de hombres. Esto no puede augurar nada bueno.

El criado que Fenoglio detuvo delante del salón del trono estaba pálido y parecía falto de sueño. El Príncipe Orondo, refirió a Fenoglio en voz baja, se había ido a la cama durante la fiesta en honor de su nieto y desde entonces no había vuelto a levantarse. Ya no comía ni bebía, y había enviado un heraldo al cantero que estaba esculpiendo su sarcófago, ordenándole que se apresurara.

No obstante, les permitieron llegar hasta Violante. El Príncipe Orondo no deseaba ver a su nuera ni a su nieto. Había echado incluso a los barberos. Sólo toleraba cerca a Tullio, su paje de rostro peludo.

—Ella está de nuevo donde no debe estar —el criado habló en susurros, como si el príncipe enfermo pudiera oírle desde sus aposentos mientras los conducía a través del castillo.

Una estatua de Cósimo los contemplaba desde arriba en cada corredor. Desde que Meggie conocía los planes de Fenoglio, sus ojos pétreos la inquietaban más aún si cabe.

—¡Todas las figuras tienen el mismo rostro! —exclamó Farid en voz baja, pero antes de que Meggie pudiera explicarle la razón, el criado les hizo una muda seña para que ascendieran por una escalera de caracol.

—¿Sigue Balbulus cobrando por permitir a Violante la entrada en su biblioteca? —preguntó Fenoglio sin alzar la voz cuando su guía se detuvo ante una puerta guarnecida con letras de latón.

—La pobre ya le ha entregado casi todas sus joyas —susurró el criado—. Mas ¿a quién le asombra? En otros tiempos él vivió en el Castillo de la Noche. La avaricia de todos los que proceden del otro lado del bosque es proverbial. Salvo la señora.

—¡Adelante! —contestó una voz gruñona cuando llamó a la puerta con los nudillos.

Entraron en una estancia tan luminosa que Meggie, tras el recorrido por los oscuros corredores y escaleras, se vio obligada a parpadear. La luz del día caía sobre una colección de pupitres exquisitamente tallados a través de los altos ventanales. El hombre situado ante el más grande era de mediana edad, tenía el pelo negro, y sus ojos pardos los miraron con escasa amabilidad cuando se volvió hacia ellos.

—Ah, el Tejedor de Tinta —dijo dejando a un lado la pata de conejo que sostenía en la mano.

Meggie sabía para qué servía. Mo se lo había explicado en innumerables ocasiones. Al frotarlo con una pata de conejo, el pergamino se tornaba más dúctil. Y allí estaban los colores cuyo nombre Mo siempre tenía que repetirle de nuevo.

—¡Repítelos! —cuántas veces lo había torturado con esa exigencia porque no se hartaba de oírlos: oropimente, lazulita, violeta y verde malaquita—. ¿Por qué brillan de ese modo, Mo? —le preguntaba—. Si son antiquísimos. ¿De qué están hechos?

Y su padre se lo explicaba. Le había contado cómo se fabricaban todos esos colores maravillosos que mantenían su brillo incluso después de cientos de años, como si acabaran de robárselos al arco iris, porque las páginas de los libros los protegían de la luz y el aire. Para obtener el verde malaquita había que triturar las flores del iris silvestre y mezclarlas con óxido de plomo amarillo; el rojo procedía de múrices y larvas… Cuántas veces habían contemplado juntos los dibujos de uno de los valiosos manuscritos que Mo tenía que liberar de la suciedad acumulada durante innumerables años.

—Observa estos delicados arabescos —le había dicho un día—. ¿Imaginas lo finos que debían de ser los pinceles y plumas con que los pintaron, Meggie?

Cuántas veces se había quejado de que ahora ya nadie sabía fabricar tales herramientas… Ahora, sin embargo, las tenía ante sus propios ojos: plumas sutiles como un pelo y pinceles diminutos, manojos enteros en un cubilete esmaltado, pinceles capaces de crear por arte de magia en el pergamino y en el papel flores y rostros del tamaño de una cabeza de alfiler, humedecidos con goma arábiga para que el color se adhiriese mejor. Sus dedos hormigueaban, ansiosos por sacar uno del manojo y esconderlo, para Mo… «¡Sólo por esto habría tenido que acompañarme!» Para contemplar aquella estancia.

El taller de un iluminador de libros, de un miniador. El mundo de Fenoglio parecía doble, triplemente maravilloso. «Elinor habría dado su dedo meñique por estar aquí», se dijo Meggie. Intentó dirigirse a uno de los pupitres para examinar más de cerca los pinceles, los pigmentos y el pergamino, pero Fenoglio la detuvo.

—Balbulus —insinuó una inclinación—. ¿Cómo se siente hoy el maestro? —era imposible soslayar su tono sarcástico.

—El Tejedor de Tinta busca a mi señora Violante —declaró el criado arrastrando la voz.

Balbulus señaló una puerta a su espalda.

—Bueno, ya sabéis dónde se encuentra la biblioteca. Quizá sería mejor cambiar su nombre por el de «cámara de los tesoros olvidados» —ceceaba un poco; su lengua chocaba contra los dientes, como si no cupiera en su boca—. Violante está contemplando mi trabajo más reciente, es decir, lo que puede ver de él. Se trata de mi copia de los poemas que habéis escrito para su hijo. He de reconocer que habría preferido utilizar el pergamino para otros textos, pero Violante insistió.

—Siento de veras que tengáis que dilapidar vuestro arte en tamañas fruslerías —replicó Fenoglio sin dirigir una ojeada al trabajo que Balbulus tenía ante sí.

Tampoco a Farid parecía interesarle el dibujo. Miraba hacia la ventana, ante la que el cielo brillaba más azul que cualquier color adherido a los delgados pinceles. Meggie, sin embargo, quería averiguar los conocimientos de Balbulus sobre su arte, si tenía motivos para mostrarse tan orgulloso. Avanzó con disimulo hacia delante. Vio un dibujo orlado con pan de oro en el que se veía un castillo entre colinas verdes, un bosque, jinetes espléndidamente ataviados entre los árboles, hadas revoloteando a su alrededor, y un ciervo blanco que giraba la cabeza antes de emprender la huida. Nunca jamás había contemplado una imagen igual. Parecía un cristal de colores, una ventana sobre el pergamino. Le habría encantado inclinarse sobre él y contemplar rostros, jaeces, flores y nubes, pero Balbulus le dedicó una mirada tan gélida que retrocedió, ruborizada.

—El poema que trajisteis ayer —dijo Balbulus con voz cansina mientras se inclinaba sobre su trabajo— era bueno. Deberíais escribir con más frecuencia obras de ese tipo, pero ya sé que preferís crear historias infantiles o canciones para el Pueblo Variopinto. ¿Por qué? ¿Para que el viento propague vuestras palabras? ¡La vida de las palabras habladas es más efímera que la de un insecto! Sólo la palabra escrita vive eternamente.

—¿Eternamente? —inquirió Fenoglio como si acabase de decir una estupidez—. Nada es eterno, Balbulus… y a las palabras nada mejor puede ocurrirles que estar en boca de juglares. Sí, sin duda, eso las transforma cada vez que son cantadas de modo diferente, pero ¿no es maravilloso? Una historia vestida siempre con ropajes distintos cuando la escuchas… ¿hay algo mejor? ¡Una historia que crece y florece como si fuera algo vivo! Mirad, por el contrario, las que se comprimen en los libros. De acuerdo, acaso vivan más tiempo, pero sólo respiran cuando una persona abre el libro. ¡Son sonidos prensados entre papel, y sólo una voz puede devolverles la vida! ¡Entonces chisporrotean, Balbulus! Recobran su libertad cual pájaros que salen aleteando al mundo. Sí, acaso tengáis razón, y el papel las haga inmortales. Pero ¿por qué ha de preocuparme eso? ¿Acaso voy a seguir viviendo pulcramente prensado entre las páginas, junto con mis palabras? ¡Es absurdo! No somos inmortales, y ni las palabras más bellas lograrán cambiar nuestro destino. ¿Me equivoco?

Balbulus le había escuchado con rostro inexpresivo.

—¡Unos puntos de vista muy inusitados los tuyos, Tejedor de Tinta! —comentó—. Yo por mi parte tengo en mucho la inmortalidad de mi trabajo y en muy poco a los juglares. Mas, ¿por qué no os reunís ahora con Violante? Seguro que presto tendrá que partir a escuchar las quejas de algún campesino o los lamentos de un mercader sobre los bandidos que acechan en los caminos. En los tiempos que corren es casi imposible conseguir pergamino aceptable. ¡Lo roban y después lo ofertan a precios astronómicos en los mercados! ¿Os imagináis siquiera cuántas cabras hay que sacrificar para escribir una de tus historias?

—Aproximadamente una por cada doble página —contestó Meggie, ganándose otra mirada gélida de Balbulus.

—Una joven lista —dijo éste confiriendo a sus palabras un tono que parecía más ofensivo que laudatorio—. ¿Y por qué? Porque esos necios pastores apacentan sus rebaños entre zarzas y arbustos espinosos sin pensar que su piel es necesaria para escribir.

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