—Sí, creo que tenemos un nuevo señor —dijo con amargura mientras ayudaba a Meggie a levantarse—. ¿Puedes llevar a los niños a casa? Yo me quedaré aquí para echar una mano. Seguro que habrá algunos huesos rotos, pero por fortuna en el mercado siempre hay barberos.
Meggie asintió. ¿Que sentía? ¿Miedo? ¿Furia? ¿Desesperación? No parecía existir una palabra que describiera su estado de ánimo. Cogió de la mano a Ivo y Despina y en silencio emprendieron el regreso a casa. Aunque le dolían las rodillas y cojeaba, recorrió las calles tan deprisa que los niños apenas lograban mantener su paso.
* * *
—¡Ahora! —exclamó al irrumpir renqueando en el desván de Fenoglio—. Escribe para mí. Ahora mismo —le temblaba la voz y tuvo que apoyarse en la pared, porque sus doloridas rodillas flaqueaban. Su cuerpo y su alma se estremecían.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió Fenoglio, sentado ante su pupitre.
El pergamino que yacía ante él estaba escrito con su apretada letra. A su lado Cuarzo Rosa, con una pluma goteante en la mano, miraba a Meggie estupefacto.
—¡Tenemos que hacerlo ahora! —gritó ella—. ¡Ahora! Han entrado al galope, atropellando a la gente.
—Ah, ya han llegado los de la Hueste de Hierro. Bueno, ya te advertí que debíamos darnos prisa. ¿Quién iba al mando? ¿Zorro Incendiario?
—No, Pífano —Meggie se acercó a la cama y se sentó. De repente se apoderó de ella el miedo, como si volviera a estar arrodillada entre los puestos destruidos y su furia se hubiera desvanecido en el aire—. ¡Eran tantos! —susurró—. Es demasiado tarde. ¿Qué podría hacer Cósimo contra ellos?
—Deja que yo me encargue de eso —Fenoglio arrebató la pluma al hombrecillo de cristal y reanudó la escritura—. También el Príncipe Orondo cuenta con muchos soldados y éstos seguirán a Cósimo cuando regrese. Como es natural, habría sido mejor que lo hubieras traído hasta aquí con la lectura en vida de su padre. El Príncipe Orondo se apresuró demasiado en morir, pero eso ya no tiene remedio. Otras cosas, sí —frunciendo el ceño leyó lo que había escrito, tachó una palabra, añadió otra… e hizo una seña al hombrecillo de cristal—. ¡Arena, Cuarzo Rosa, apresúrate!
Meggie se alzó el vestido y contempló sus rodillas desolladas. Una ya se estaba hinchando.
—¿Pero estás seguro de que la situación mejorará con Cósimo? —preguntó en voz baja—. Lo que la Fea contó de él no permite suponerlo.
—¡Pues claro que sí, todo mejorará! ¿Qué preguntas son ésas? Cósimo es de los buenos: siempre ha sido de los buenos, diga lo que diga Violante. Además, tú vas a traer con la lectura una nueva versión suya. Una versión corregida, valga la expresión.
—Pero ¿por qué tiene que venir un nuevo príncipe? —Meggie se pasó las mangas por los ojos llorosos. Aún resonaba en sus oídos el chacoloteo de las armaduras, el piafar y relinchar de los caballos y los gritos de las gentes que no llevaban corazas.
—¿Puede haber algo mejor que un príncipe que haga lo que nosotros queramos? —Fenoglio cogió otra hoja de pergamino—. Ya sólo me quedan unas líneas —murmuró—. Ya falta poco. ¡Oh, maldita sea, odio escribir sobre pergamino! Confío en que hayas encargado papel, Cuarzo Rosa.
—Por supuesto, y hace mucho —replicó el hombrecillo de cristal, amostazado—. Pero tiempo ha que no efectúan envíos, al fin y al cabo el molino de papel está al otro lado del bosque.
—Sí, sí, por desgracia —Fenoglio frunció el ceño—. Muy poco práctico en verdad.
—¡Fenoglio, escúchame de una vez! ¿Por qué en lugar de Cósimo no traemos a ese bandolero? —Meggie volvió a estirarse el vestido por encima de las rodillas—. Ya sabes, al bandido de tus canciones. Arrendajo.
Fenoglio se echó a reír.
—¿Arrendajo? ¡Madre mía, me gustaría ver tu cara entonces! Pero, bromas aparte… ¡No, no y no! Un bandolero no es adecuado para gobernar, Meggie. Robin Hood tampoco se convirtió en rey. Son buenos para agitar a las masas, pero nada más. Ni siquiera al Príncipe Negro podría sentarlo en el trono del Príncipe Orondo. Este mundo está regido por monarcas, no por bandidos, titiriteros o campesinos. Así está organizado. Necesitamos un soberano, créeme.
Cuarzo Rosa afiló una pluma nueva, la hundió en la tinta… y Fenoglio reanudó la escritura.
—Sí —le oía musitar Meggie—. Sí, esto será maravilloso cuando lo leas. Cabeza de Víbora se asombrará. Créeme, él podría instalarse en mi mundo, que es lo que a él le gusta, pero se ha equivocado. Interpretará el papel que le tengo asignado, no otro.
Meggie se levantó de la cama y se acercó a la ventana cojeando. Llovía de nuevo, el cielo lloraba en silencio como la gente en el mercado. Y arriba, en el castillo, izaban ya los pendones de Cabeza de Víbora.
«Sí», respondió Abhorsen. «Soy un nigromante, pero muy especial. Mientras que otros despiertan a los muertos, yo los tumbo para el descanso eterno.»
Garth Nix
,
Sabriel
Era de noche cuando Fenoglio dejó la pluma. Abajo, en la calleja, reinaba el silencio. Había permanecido silenciosa todo el día, como si todos se hubieran refugiado en sus casas cual ratones ocultándose del zorro.
—¿Has terminado? —preguntó Meggie cuando Fenoglio, reclinándose en su asiento, se frotó los párpados cansados.
Su voz sonó débil y medrosa, como si fuera incapaz de resucitar a un príncipe, pero al fin y al cabo ya había sacado a un monstruo de las palabras de Fenoglio. Aunque de eso hacía mucho tiempo… y Mo había leído las últimas palabras en su lugar.
Mo. Desde los sucesos del mercado lo añoraba aún más.
—Sí, he terminado —la voz de Fenoglio traslucía tanta satisfacción como en el pueblo de Capricornio, cuando Meggie y él se aliaron para cambiar su historia.
Por aquel entonces el desenlace había sido feliz, pero esta vez… Esta vez ellos mismos estaban inmersos en la historia. Eso, ¿hacía las palabras de Fenoglio más poderosas o más débiles? Meggie le había hablado de la regla de Orfeo, que era preferible utilizar únicamente las palabras que ya aparecían en la historia… Fenoglio, sin embargo, se había limitado a esbozar un gesto de desdén.
—Sandeces. Acuérdate del soldadito de plomo para el que escribimos un final feliz. ¿Acaso me preocupé de utilizar sólo las palabras del cuento? No. A lo mejor esa regla es válida para gente como ese tal Orfeo, que osan entrometerse en las historias ajenas, pero seguro que no para un autor que desea modificar su propia historia.
Ojalá.
Fenoglio había tachado muchas cosas, pero su letra era ciertamente más legible. Los ojos de Meggie recorrieron las letras. Sí, esta vez eran las palabras de Fenoglio, no las había robado a otro poeta…
—¿Es bueno, eh? —mojó un trozo de pan en la sopa que les había subido Minerva horas antes y la miró, esperanzado.
Como es lógico, la sopa se había enfriado. A ninguno de ellos le había pasado por la cabeza comer. Sólo Cuarzo Rosa la había probado. Todo su cuerpo se había teñido, hasta que Fenoglio le arrebató bruscamente la diminuta cuchara de la mano y le preguntó si quería suicidarse.
—¡Cuarzo Rosa! ¡Deja eso! —exclamó con tono severo cuando el hombrecillo de cristal alargó un dedo transparente hacia su plato—. ¡Ya basta! Sabes de sobra que no toleras la comida humana. ¿Quieres que vuelva a llevarte al barbero, que la última vez estuvo a punto de romperte la nariz?
—¡Es tan monótono alimentarse siempre de arena! —gimoteó el hombrecillo de cristal, ofendido, retirando el dedo—. Y la que tú traes, no es demasiado sabrosa.
—¡Botarate ingrato! —exclamó Fenoglio—. La saco ex profeso del fondo del río. La última vez las ondinas se irtieron arrastrándome a mí también. Estuve a punto de ahogarme por tu culpa.
Estas palabras no parecieron conmover mucho al hombrecillo de cristal. Con aire ofendido se sentó junto al cubilete de las plumas, cerró los ojos y simuló dormir.
—¡Ya se me han muerto dos de ese modo! —susurró Fenoglio a Meggie—. No pueden mantener los dedos lejos de nuestra comida. ¡Qué pazguatos!
Pero Meggie sólo lo oía a medias. Tras sentarse en la cama con el pergamino, volvió a leerlo, palabra por palabra. La lluvia entraba, arrastrada por el viento, como si quisiera recordarle otra noche, la noche en que oyó hablar por primera vez del libro de Fenoglio y vio a Dedo Polvoriento plantado en el exterior… En el patio del castillo Dedo Polvoriento parecía feliz. También lo estaba Fenoglio, y Farid y Minerva y sus hijos… Así debía continuar. «¡Leeré por todos ellos!», pensó Meggie. «Por los juglares, para que Cabeza de Víbora no los ahorque por una canción, y por los campesinos del mercado, a quienes los caballos patearon sus hortalizas.» ¿Qué sería de la Fea? ¿Haría feliz a Violante recuperar pronto a su marido? ¿Notaría que se trataba de otro Cósimo? Para el Príncipe Orondo las palabras llegarían demasiado tarde. Él jamás se enteraría del regreso de su hijo.
—¡Bueno, di algo de una vez! —la voz de Fenoglio sonó insegura—. ¿No te gusta?
—Sí, sí. Es precioso.
El alivio se extendió por el rostro del anciano.
—Bueno, ¿entonces a qué esperas?
—Esto de la marca en su cara… no sé… suena a brujería.
—¡Qué va! Yo lo encuentro romántico, y no puede perjudicarla.
—Bien, como quieras. Es tu historia —Meggie se encogió de hombros—. Pero queda algo más. ¿Quién desaparecerá a cambio de él?
Fenoglio palideció.
—¡Cielos! Se me había olvidado por completo. ¡Cuarzo Rosa, escóndete en tu nido! —indicó al hombrecillo de cristal—. Por fortuna, las hadas han desaparecido.
—No servirá de nada —dijo Meggie en voz baja mientras el hombrecillo de cristal se izaba con las manos hasta el nido de hada abandonado en el que se refugiaba en sus enfados y a veces para dormir—. Ocultarse no servirá de nada.
Del callejón les llegó el chacoloteo de las herraduras. Un miembro de la Hueste de Hierro pasó cabalgando. Evidentemente Pífano pretendía que los moradores de Umbra no olvidaran ni siquiera en sueños quién era su nuevo señor.
—¡Vamos, eso es una señal! —susurró Fenoglio a Meggie—. La desaparición de ése no será una gran pérdida. Además… ¿por qué sabes que tiene que desaparecer alguien? Eso sólo sucede si traes leyendo a alguien que deja un vacío en su propia historia, que necesita ser llenado. Pero nuestro Cósimo todavía carece de historia. ¡Él nacerá hoy y aquí, de estas palabras!
Sí. Quizá tuviera razón.
El chacoloteo de los cascos se mezcló con la voz de Meggie:
«La noche era silenciosa en Umbra, muy silenciosa»,
leyó.
«Las heridas que habían causado los soldados de la Hueste de Hierro no habían sanado aún y algunas no lo harían nunca.»
De repente ya no pensó en el miedo que había sentido esa mañana, sino en la ira contra unos hombres que, envueltos en sus armaduras, pateaban las espaldas de mujeres y niños con puntiagudos escarpes de hierro. La ira confirió a su voz vigor, plenitud y capacidad de insuflar vida.
«Puertas y ventanas tenían echados los cerrojos y tras ellas lloraban los niños, en bajo, como si el pavor mantuviera las bocas cerradas, incluso la suya, mientras sus padres acechaban la noche preguntándose, temerosos, cuan sombrío se tornaría el futuro bajo su nuevo señor. De pronto resonaron golpes de herraduras por la calle de los zapateros y los guarnicioneros…»
Con qué facilidad brotaban las palabras, fluían por la lengua de Meggie como si hubieran estado aguardando a ser leídas, a despertar a la vida esa noche.
«Las gentes se apresuraron hacia las ventanas. Miraron fuera aterrorizadas, esperando ver a uno de los integrantes de la Hueste de Hierro o incluso al propio Pífano con su nariz de plata. Pero el que subía cabalgando hacia el castillo era otro, alguien cuya visión les resultaba muy familiar y al mismo tiempo los hizo palidecer. El recién llegado que cabalgaba por las calles de la insomne Umbra tenía la cara de su príncipe muerto, Cósimo el Guapo, que reposaba en su tumba desde hacía mucho tiempo. Su vivo retrato subía por la calle a lomos de un caballo blanco, y era tan bello como decían de Cósimo las canciones. Cruzó cabalgando la puerta del castillo sobre la que ondeaba el pendón de Cabeza de Víbora, y refrenó su caballo en el patio, sumido en el silencio de la noche. Los que lo vieron allí, a la luz de la luna, erguido en su caballo blanco, creyeron que Cósimo no había muerto. El llanto y el miedo llegaron a su fin. El pueblo de Umbra lo celebró, y gentes de los pueblos más lejanos acudieron para ver a aquel que llevaba la cara de un muerto, y susurraban: «Cósimo ha vuelto. Cósimo el Guapo ha vuelto para ocupar el lugar de su padre y proteger a Umbra de Cabeza de Víbora». Y así sucedió. El salvador subió al trono y la marca de la Fea se desvaneció de su rostro. Pero Cósimo el Guapo hizo llamar al poeta de corte de su padre, para escuchar su consejo, pues le habían informado de su prudencia, y se inició una gran época.»
Meggie apartó el pergamino.
Una gran época…
Fenoglio corrió hacia la ventana. También Meggie había oído batir de cascos, pero ella no se levantó.
—¡Tiene que ser él! —susurró Fenoglio—. ¡Ya viene, Meggie, ya viene! ¡Escucha!
Meggie, empero, continuaba sentada contemplando las palabras escritas que reposaban en su regazo. Le parecía que respiraban. Carne de papel, sangre de tinta… Sintió un súbito cansancio y el camino hasta la ventana se le antojó eterno. Se sentía como un niño que ha bajado solo al sótano y tiene miedo. Ojalá hubiera estado allí Mo…
—¡Enseguida! ¡Tiene que pasar a caballo enseguida! —Fenoglio se asomó tanto por la ventana que dio la impresión de que quería tirarse de cabeza a la calle.
Por lo menos
él
seguía allí, y no había desaparecido como entonces, cuando ella llamó a la Sombra. «Aunque ¿adonde habría podido ir?», se preguntó Meggie. Sólo parecía existir una historia, esta historia, la historia de Fenoglio. Y por lo visto no tenía fin.
—¡Vamos, Meggie, ven de una vez! —él la llamó muy excitado con la mano—. ¡Has leído de un modo admirable, deslumbrador! Pero seguramente ya lo sabes. Algunas frases no se contaban entre las mejores, de vez en cuando se atropellaban algo, y no les habría venido mal un poco de color, pero ¿qué importa? ¡Ha funcionado! ¡Seguro que ha funcionado!
Llamaron.
Llamaron a la puerta. Cuarzo Rosa atisbo desde su nido con expresión preocupada y Fenoglio se volvió, asustado y enojado a la vez.
—¿Meggie? —susurró una voz—. Meggie, ¿estás ahí?
Era la voz de Farid.