A Dedo Polvoriento siempre le había recordado a pasteles demasiado dulces. No había voz que a Capricornio más le agradase escuchar, y lo mismo cabía decir de las canciones que cantaba. Pífano escribía cantos maravillosos sobre incendios y asesinatos, tan maravillosos que casi te inducían a creer que no había ocupación más noble que cortar cabezas. ¿Cantaría esas mismas canciones para Cabeza de Víbora… o eran demasiado groseras para los recintos de plata del Castillo de la Noche?
—Ver para creer. Tengo la impresión de que de un tiempo a esta parte cualquiera regresa de entre los muertos —dijo Pífano mientras los dos miembros de la Hueste que lo acompañaban dirigían una mirada nostálgica a las armas expuestas ante los talleres de los armeros—. Creía que Basta te había enterrado hace años después de cortarte en trocitos. ¿Sabes que él también ha vuelto? Él y la vieja, Mortola, seguro que la recuerdas. Cabeza de Víbora los ha recibido, complacido, en su morada. Ya sabes que él siempre apreció mucho sus mortíferas artes culinarias.
Dedo Polvoriento ocultó tras una sonrisa el pavor que invadía su corazón.
—Mira quién está aquí, Pífano —dijo él—. Te sienta bien la nueva nariz, mucho mejor que la antigua. Pregona a todos quién es tu nuevo señor y demuestra tu condición de juglar al que se puede comprar con plata.
Los ojos de Pífano no habían cambiado. Eran gris claros, como el cielo en un día lluvioso, y le observaban inmóviles como los de un pájaro. Dedo Polvoriento sabía por Roxana cómo había perdido la nariz. Un hombre se la había rebanado por haber seducido a su hija con sus sombrías canciones.
—Sigues teniendo una lengua peligrosa y afilada, Dedo Polvoriento —replicó—. Ya va siendo hora de que alguien te la corte. ¿No lo intentó alguien una vez y te libraste gracias a la protección del Príncipe Negro y de su oso? ¿Siguen cuidando de ti esos dos? No los veo —acechó a su alrededor.
Dedo Polvoriento lanzó una rápida ojeada a los soldados de la Hueste de Hierro. Ambos le sacaban al menos la cabeza. «¿Qué diría Farid si me viera ahora?», pensó. «¿Habría obrado mejor manteniéndolo a mi lado, para cumplir su juramento?» Pífano ceñía espada, claro. Su mano reposaba ya sobre la empuñadura. Era evidente que, al igual que el Príncipe Negro, tampoco respetaba la ley que prohibía a los titiriteros portar armas. «¡Qué bien que martilleen tan fuerte los herreros!», pensó Dedo Polvoriento. «De lo contrario seguramente podrían oír los medrosos latidos de mi corazón.»
—He de proseguir mi camino —dijo con toda la indiferencia de que fue capaz—. Saluda a Basta de mi parte cuando lo veas, y en cuanto a lo de enterrarme, aún puede repararlo —se volvió, valía la pena intentarlo, pero Pífano sujetaba su brazo.
—¡Y esta es tu marta, claro! —dijo, echando chispas.
Dedo Polvoriento notó el hocico húmedo de Furtivo junto a su oreja.
«Es otra marta», se dijo intentando tranquilizar a su corazón desbocado. Otra distinta. ¿Había mencionado Fenoglio el nombre de Gwin cuando escenificó su muerte? Ni con su mejor voluntad acertaba a recordarlo. «Tendré que pedir a Basta que me deje el libro para comprobarlo», pensó con amargura. Con un ademán ahuyentó a Furtivo de nuevo dentro de la mochila. Era preferible no pensarlo.
Pífano seguía agarrándolo por el brazo. Llevaba guantes de piel clara con un fino pespunte, similares a los de una mujer.
—Cabeza de Víbora pronto estará aquí —informó en voz baja a Dedo Polvoriento—. La noticia de la resurrección prodigiosa de su yerno no le ha gustado. Lo considera una deplorable mascarada para arrebatar el trono con engaños a su nieto indefenso.
Cuatro soldados venían calle abajo, con los colores del Príncipe Orondo. Los colores de Cósimo. A Dedo Polvoriento nunca le había alegrado tanto ver a hombres armados.
Pífano soltó su brazo.
—Volveremos a vernos —respondió siseando con su voz sin nariz.
—Seguramente —se limitó a responder Dedo Polvoriento.
Después se escurrió deprisa entre unos niños harapientos plantados ante una espada con los ojos como platos, sorteó a una mujer que le tendía a un calderero una olla agujereada y desapareció por la puerta de los tintoreros.
Nadie lo siguió, ni volvió a agarrarlo y arrastrarlo hacia atrás. «¡Dedo Polvoriento, tienes demasiados enemigos!», se dijo. No aminoró el paso hasta que llegó a las tinas de las que ascendían los vapores de las aguas malolientes de los tintoreros. También estaban suspendidos sobre el arroyo que arrastraba hasta el río el agua hedionda por debajo de la muralla. No era de extrañar que sólo se encontrasen ondinas más arriba de la desembocadura del arroyo en el río.
En la segunda puerta a la que llamó le dijeron dónde encontrar a Ortiga. La mujer a la que le enviaron tenía los ojos llorosos y un niño en brazos. Sin decir palabra le indicó que pasase a la casa, suponiendo que pudiera llamarse casa a eso. Ortiga se inclinaba sobre una niña con las mejillas enrojecidas y los ojos vidriosos. Al isar a Dedo Polvoriento se irguió con gesto hosco.
—Roxana me pidió que te trajera esto.
Ella lanzó una breve ojeada a la raíz, apretó sus finos labios y asintió.
—¿Qué tiene la niña? —preguntó Dedo Polvoriento; la madre había vuelto a sentarse en el lecho.
Ortiga se encogió de hombros. Parecía llevar el mismo ropaje verde musgo que diez años antes… y era evidente que Dedo Polvoriento le resultaba tan insoportable como entonces.
—Unas fiebres malignas, pero sobrevivirá —contestó—. No es ni la mitad de malo que lo que causó la muerte de tu hija… ¡mientras su padre corría mundo! —lo miró a la cara mientras hablaba, como si quisiera asegurarse de que sus palabras le dolían, pero Dedo Polvoriento sabía disimular el dolor. En eso era casi tan experto como en jugar con el fuego.
—La raíz es peligrosa —advirtió.
—¿Crees que necesito que me lo expliques? —la vieja lo contempló tan enfadada como si la hubiera insultado—. También lo es la herida que ha de sanar. Él es muy fuerte, de lo contrario habría muerto hace tiempo.
—¿Lo conozco?
—Conoces a su mujer.
¿De qué hablaba la vieja? Dedo Polvoriento miró a la niña enferma. Su carita estaba enrojecida por la fiebre.
—He oído que Roxana ha vuelto a dejarte entrar en su cama —dijo Ortiga—. Dile que es más tonta de lo que creía. Y ahora ve detrás de la casa. Allí está Bailanubes, él podrá contarte más cosas sobre la mujer. Ella le ha dado un recado para ti.
* * *
Bailanubes estaba junto a una adelfa raquítica que crecía entre las chozas de los tintoreros.
—Pobre niña, ¿la has visto? —preguntó cuando Dedo Polvoriento se dirigía hacia él—. No soporto verlos enfermos. Y las madres… piensas que van a perder los ojos de tanto llorar. Aún me acuerdo de Rosanna… —se interrumpió bruscamente—. Perdona —murmuró introduciendo la mano bajo su sucia camisa—. Se me había olvidado que también era hija tuya. Toma, esto es para ti —sacó una nota de debajo de la camisa, un papel de color lila tan sutil que Dedo Polvoriento jamás había visto en ese mundo—. Me lo dio para ti una mujer. Ortiga la encontró con su marido en el bosque, en la antigua fortaleza de Capricornio, y los condujo al Campamento Secreto. El hombre está herido, muy grave.
Dedo Polvoriento desdobló el papel con gesto vacilante y reconoció en el acto la letra.
—Ella asegura que te conoce. Yo le advertí que no sabes leer, pero…
—Sé —le interrumpió Dedo Polvoriento—. Ella me enseñó.
«¿Cómo habrá llegado hasta aquí?», fue lo único que le vino a la mente mientras las letras de Resa bailaban delante de sus ojos. El papel estaba tan arrugado que le costaba descifrar las palabras, aunque, la verdad, leer nunca le había resultado fácil…
—Sí, eso también lo dijo: «Yo le enseñé» —Bailanubes lo miró con curiosidad—. ¿De qué conoces a esa mujer?
—Es una larga historia —deslizó la nota dentro de su mochila—. He de irme —anunció.
—Ortiga y yo volveremos hoy mismo —gritó Bailanubes mientras se alejaba—. ¿Quieres que le transmita algún recado a la mujer?
—Sí. Dile que le llevaré a su hija.
* * *
Los soldados de Cósimo seguían en la calle de los herreros, opinando sobre una espada imposible de blandir para un soldado corriente. De Pífano no se veía ni rastro. En las ventanas, bandas de tela de colores pendían sobre la calle: Umbra celebraba el regreso de su príncipe muerto. Pero Dedo Polvoriento no estaba de humor para celebraciones. Las palabras contenidas en su mochila le pesaban, aunque tuvo que admitir que le colmaba de amarga satisfacción saber que Lengua de Brujo aún tenía menos suerte en este mundo que la que se le había asignado en el suyo. ¿Sabría ahora qué se siente al estar metido en la historia equivocada? ¿O no había tenido tiempo de darse cuenta antes del disparo de Mortola?
La gente se apiñaba en la calle que subía al castillo como en un día de mercado. Dedo Polvoriento alzó la vista hacia los torreones todavía engalanados con gallardetes negros. ¿Qué pensaría su hija del regreso del marido de su señora? «¡Aunque se lo preguntases, no te respondería!», pensó él mientras se dirigía de nuevo hacia la puerta. Iba siendo hora de marcharse, antes de que Pífano se cruzara en su camino. O incluso su amo…
Meggie aguardaba con Farid bajo las horcas vacías. El chico le musitaba algo al oído y ella reía. «¡Fuego y ceniza!», pensó Dedo Polvoriento. «Fíjate en lo felices que son esos dos, y tú eres de nuevo el portador de malas noticias. ¿Por qué siempre tú? Muy sencillo», se contestó él mismo. «Porque las malas noticias casan mejor con tu rostro que las buenas.»
El recuerdo de mi padre está envuelto
En papel blanco, como un bocadillo que te llevas al tajo.
Igual que un mago saca pañuelos y conejos
De su sombrero, él sacaba amor de su magro cuerpo.
Yehuda Amichai
,
Mi padre
Meggie dejó de reír en cuanto vio venir a Dedo Polvoriento. ¿Por qué venía tan serio? Farid había comentado que era muy feliz. ¿Era su visión lo que provocaba esa expresión malhumorada? ¿Estaría enfadado con ella por haberle seguido hasta su historia, recordándole los años que sin duda deseaba olvidar?
—¿Qué desea tratar conmigo? —había preguntado a Farid.
—Seguramente de Fenoglio —le había contestado— y de Cósimo. ¡Desea saber qué se propone el viejo!
Como si ella pudiera responder a Dedo Polvoriento…
Cuando se paró delante de ella, no se percibía en su rostro ni rastro de la sonrisa cuyo significado ella se había preguntado tantas veces.
—Hola, Meggie —la saludó.
Una marta adormilada asomaba por su mochila parpadeando, pero no era Gwin, que se sentaba sobre los hombros de Farid, y bufó cuando el hocico de su congénere apareció encima del hombro de Dedo Polvoriento.
—Hola —contestó ella con timidez—. ¿Qué tal estás?
Él se sintió extraño al volver a verla. Meggie sintió alegría y desconfianza a la vez.
Detrás de ellos la gente afluía sin cesar hacia la puerta de la ciudad: campesinos, comerciantes, titiriteros, mendigos, todos los que se habían enterado del regreso de Cósimo. En ese mundo las novedades se difundían deprisa, aunque no hubiera teléfono ni periódicos y sólo los ricos escribieran cartas.
—Bien. Sí, muy bien.
Ahora ya no exhibía su enigmática sonrisa de costumbre. Cierto, Farid no había mentido. Dedo Polvoriento era feliz, lo cual parecía infundirle cierta timidez. Su rostro parecía mucho más juvenil, a pesar de las cicatrices, pero de pronto se tornó grave. La otra marta saltó al suelo cuando su amo se descolgó la mochila de los hombros y extrajo un trozo de papel.
—En realidad quería hablarte de Cósimo, nuestro príncipe tan sorprendentemente vuelto de la muerte —dijo mientras desdoblaba el papel arrugado—. Pero antes debo enseñarte esto.
Meggie tomó el papel confundida. Al contemplar la letra, miró a Dedo Polvoriento con incredulidad. ¿Cómo había llegado a su poder una carta de su madre? ¿Allí, en ese mundo?
—Lee —se limitó a decir Dedo Polvoriento.
Y Meggie leyó. Las palabras se ciñeron alrededor de su cuello como un lazo que se iba estrechando hasta impedirle respirar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Farid, intranquilo—. ¿Qué dice ahí? —miró a Dedo Polvoriento, pero éste no contestó.
Meggie miraba fijamente las palabras de Resa.
—¿Mortola… disparó a Mo?
Tras ellos se apiñaba el gentío para ver a Cósimo, el Cósimo nuevecito, ¿pero qué le importaba eso? Ya nada le importaba. Sólo ansiaba saber una cosa.
—¿Cómo —miró a Dedo Polvoriento desesperada—, cómo es que están aquí? ¿Qué tal se encuentra Mo? ¿No será grave, eh?
Dedo Polvoriento esquivó sus ojos.
—Sólo sé lo que pone ahí —contestó—. Que Mortola disparó contra tu padre, que Resa está con él en el Campamento Secreto y que tengo que buscarte. Un amigo me trajo la nota. Regresará hoy mismo al campamento en compañía de Ortiga. Ellos…
—¿Ortiga? ¡Resa me habló de ella! —le interrumpió Meggie—. Es una curandera excelente… ¿Sanará a Mo, verdad?
—Seguro que sí —respondió Dedo Polvoriento, rehuyendo su mirada.
Los ojos de Farid vagaban confundidos entre ambos.
—¿Que Mortola le disparó a Mo? —balbució—. ¡Entonces la raíz es para él! ¡Pero tú dijiste que es muy peligrosa!
Dedo Polvoriento le lanzó una mirada de advertencia… y Farid enmudeció.
—¿Peligrosa? —musitó Meggie—. ¿Por qué es peligrosa?
—Oh, por nada. Te llevaré a su lado. Ahora mismo —Dedo Polvoriento se echó la mochila al hombro—. Ve a ver a Fenoglio, comunícale que te ausentarás unos días y que Farid y yo estamos contigo. Seguramente eso no lo tranquilizará mucho, pero qué le vamos a hacer. ¡No le cuentes adonde vamos, ni tampoco por qué! Las noticias viajan rápidas por estas colinas, y será preferible que Mortola —añadió bajando la voz— no se entere de que tu padre aún vive. El campamento donde se encuentra sólo lo conocen los titiriteros, todos ellos juraron no revelar el lugar a nadie que no sea de los nuestros. Pero aún así…
—¡…los juramentos se rompen! —concluyó Meggie.
—Tú lo has dicho —Dedo Polvoriento miró hacia la puerta de la ciudad—. Ahora, ve. No será fácil abrirse paso entre la multitud, pero procura darte prisa. Dile al viejo que en esa colina de enfrente vive una juglaresa, él…
—Conoce a Roxana —lo interrumpió Meggie.
—¡Claro! —repuso Dedo Polvoriento con una sonrisa amarga—. Nunca me acuerdo de que lo sabe todo sobre mí. Bueno, pues que avise a Roxana de que me ausentaré unos días. Y que cuide de mi hija. ¿Seguramente la conocerá, no?