—Se ha negado a hablar conmigo, pero por suerte Farid suscita más confianza —dijo Dedo Polvoriento mientras depositaba con cuidado a la niña sobre sus propios pies—. Ha comentado que se llama Lianna y que tiene cinco años. Y que fueron muchos hombres, unos hombres de plata con espadas y serpientes en el pecho. No es una gran sorpresa, diría yo. Es obvio que mataron a los guardianes y a los que se resistieron, y después se llevaron al resto, incluyendo a las mujeres y a los niños. Al parecer —echó una rápida ojeada a Meggie— cargaron a los heridos en un carro. No llevaban caballos. La niña sigue aquí porque su madre le ordenó que se ocultase entre los árboles.
Gwin entró rauda en la cueva, seguida de Furtivo. La niña se sobresaltó cuando las martas saltaron encima de Dedo Polvoriento y observó, fascinada, cómo Farid levantaba a Gwin del hombro de Dedo Polvoriento y se la colocaba en el regazo.
—Pregúntale si había más niños —dijo Dedo Polvoriento en voz baja.
Farid levantó cinco dedos y se los mostró a la pequeña.
—¿Cuántos niños había, Lianna?
La niña le miró, y empezó tocando suavemente el primer dedo de Farid, luego el segundo y el tercero.
—Carbonero, Fabio, Tinka —musitó.
—Tres —constató Dedo Polvoriento—. Seguramente no mucho mayores que ella.
Lianna alargó la mano hacia la cola espesa de Gwin con gesto vacilante, pero Dedo Polvoriento le sujetó los dedos.
—Será mejor que no lo hagas —dijo con suavidad—. Muerde. Inténtalo con otra.
—¿Meggie? —Farid se le acercó.
Pero la chica no respondió. Abrazaba con fuerza sus rodillas y apretaba la cara contra su vestido. Ya no quería ver más la cueva, ni el mundo de Fenoglio, ni siquiera a Farid, ni a Dedo Polvoriento, ni a la niña que al igual que ella ignoraba el paradero de sus padres. Deseaba estar en la biblioteca de Elinor, sentada en el sillón grande donde le encantaba leer a Elinor, y presenciar cómo su padre asomaba la cabeza por la puerta para preguntarle qué libro sostenía en el regazo. Pero Mo no estaba allí, a lo mejor había desaparecido para siempre y la historia de Fenoglio la atrapó con sus negros brazos de tinta y le susurró cosas etosas… de hombres armados que se llevaban a los niños, a los ancianos y a los enfermos… a las madres y a los padres.
—Pronto llegará Ortiga con Bailanubes —oyó decir a Dedo Polvoriento—. Ella se ocupará de la niña.
—¿Y nosotros? —preguntó Farid.
—Yo iré tras ellos —contestó Dedo Polvoriento— para averiguar cuántos han sobrevivido y adonde los llevan. Aunque me lo figuro.
Meggie alzó la cabeza.
—Al Castillo de la Noche.
—Lo has ainado.
La niña alargó la mano hacia Furtivo. Todavía era lo bastante pequeña para olvidar su dolor si acariciaba la piel de un animal. Meggie la envidió por ello.
—¿Qué significa eso de que
irás
tras ellos? —Farid etó a Gwin de su regazo y se incorporó.
—Lo que he dicho —el rostro de Dedo Polvoriento se tornó hostil como una puerta cerrada—.
Yo
los seguiré mientras vosotros os quedáis aquí a esperar a Ortiga y a Bailanubes. Decidles que voy a intentar seguir las huellas y que Bailanubes debe llevaros de vuelta a Umbra. De todos modos, con su pierna rígida no será lo bastante rápido para seguirme. Luego, comunicad a Roxana lo sucedido, para que no piense que me he marchado otra vez. Meggie se quedará con Fenoglio —su rostro mostraba la serenidad acostumbrada cuando los miró, pero en sus ojos Meggie descubrió sus propios sentimientos: miedo, preocupación, furia… Furia e impotencia.
—¡Pero tenemos que ayudarles! —la voz de Farid temblaba.
—¿Cómo? Quizá el príncipe hubiera podido salvarlos, pero está claro que también lo han capturado a él, y no conozco a nadie más que arriesgue su cabeza por unos titiriteros.
—¿Y el bandolero del que habla todo el mundo, Arrendajo?
—No existe —susurró Meggie—. Es una invención de Fenoglio.
—¿De veras? —Dedo Polvoriento la miró, pensativo—. Pues dicen otra cosa, pero en fin… en cuanto estéis en Umbra, Bailanubes debe reunirse con los titiriteros y contarles lo ocurrido. Sé que el Príncipe Negro tiene seguidores, hombres que le son fieles y además bien armados, pero no tengo ni idea de dónde están. A lo mejor algún titiritero lo sabe. O el propio Bailanubes. Tiene que avisarles como sea. Al otro lado del bosque hay un molino llamado el Molino de los Ratones, nadie sabe por qué, pero ha sido siempre uno de los escasos lugares al sur del bosque en los que se puede intercambiar noticias sin que Cabeza de Víbora se entere. El molinero es tan rico que no teme ni siquiera a la Hueste de Hierro. Así que quien quiera encontrarse conmigo o se le ocurra alguna idea para ayudar a los cautivos, debe mandar recado allí. Yo me pasaré de vez en cuando a preguntar. ¿Entendido?
Meggie asintió.
—El Molino de los Ratones —repitió en voz baja… mientras contemplaba fijamente la tela ensangrentada.
—Bueno, Meggie se encargará de todo eso. Yo te acompaño —la voz de Farid sonó tan obstinada que la niña sentada al lado de Meggie le cogió la mano, inquieta.
—Te lo advierto: ¡no vuelvas a empezar ahora con eso de que tienes que cuidar de mí! —la voz de Dedo Polvoriento denotaba tal dureza que Farid agachó los ojos—. Iré solo, y no se hable más. Tú cuidarás de Meggie y de la niña hasta que venga Ortiga. Y después Bailanubes os llevará a Umbra.
—¡No!
Meggie vio lágrimas en los ojos de Farid, pero Dedo Polvoriento se dirigió a la entrada de la cueva sin decir palabra. Gwin corría, ligera, por delante de él.
—Cuando anochezca, antes de que lleguen —advirtió por encima del hombro a Farid—, encended fuego. No es por los soldados. Los lobos y los íncubos siempre están hambrientos, unos de vuestra carne, los otros de vuestro miedo.
A continuación se marchó y Farid se quedó allí, con los ojos velados por las lágrimas.
—¡Maldito cabrón! —susurró él—. Tres veces maldito hideputa, pero ya verá. Lo seguiré. ¡Lo vigilaré! Lo he jurado —se arrodilló de repente ante Meggie y le cogió la mano—. ¿Tú irás a Umbra, verdad? Por favor, yo tengo que seguirle. ¿Lo comprendes, verdad?
Meggie no contestó. ¿Qué podía decir? ¿Que ella, al igual que él, tampoco regresaría? Él sólo habría intentado disuadirla. Furtivo, deslizándose alrededor de las piernas de Farid, corrió raudo hacia el exterior. La niña salió tras la marta, pero se detuvo a la entrada de la cueva, una pequeña figura perdida y solitaria. «Como yo», pensó Meggie.
Sin mirar a Farid, extrajo del cinturón el pergamino de Fenoglio. En la penumbra que reinaba en el interior de la cueva las letras apenas se distinguían.
—¿Qué es eso? —Farid se levantó.
—Palabras, sólo palabras, pero es mejor que nada.
—¡Aguarda! Te alumbraré —Farid se frotó las yemas de los dedos y susurró hasta que una llama diminuta apareció en la uña de su pulgar.
Sopló con suavidad hasta que la llama se alargó como la de una vela, y mantuvo el pulgar encima del pergamino. La luz titilante hizo brillar las letras como si Cuarzo Rosa las hubiera repasado con tinta fresca.
«¡Es inútil!», notó Meggie que musitaba una voz en su interior. «¡Serán inútiles! Mo está lejos, muy lejos, seguramente ya ni siquiera vive. ¡Cállate!», ordenó Meggie enfurecida a la voz. «No quiero oír nada. No hay nada más que yo pueda hacer, nada en absoluto.» Cogió la manta manchada de sangre, colocó encima el pergamino… y se pasó los dedos por los labios. La niña continuaba delante de la cueva, esperando el regreso de su madre.
—¡Lee, Meggie! —la animó Farid con una inclinación de cabeza.
Y ella leyó, los dedos engarriados en la manta con la sangre reseca de Mo.
«Mortimer notó el dolor…»
Ella misma creía percibirlo, en cada una de las letras, en cada palabra que brotaba de sus labios.
«La herida escocía. Quemaba como el odio en los ojos de Mortola cuando disparó contra él. A lo mejor era su odio lo que absorbía su vida, lo que lo debilitaba poco apoco. Notó su propia sangre húmeda y caliente sobre la piel. Sintió cómo la muerte intentaba agarrarlo. Pero de pronto captó algo más: palabras. Palabras que mitigaban el dolor, que refrescaban su frente y hablaban de amor, sólo de amor. Unas palabras que facilitaron su respiración y sanaron lo que había dejado entrar la muerte. Sintió su sonido sobre la piel y en lo más hondo de su corazón. Atravesaban la oscuridad que amenazaba con devorarlo, cada vez más altas y claras, y de repente reconoció la voz que las pronunciaba: era su hija… y las Mujeres Blancas apartaron las manos, como si se las hubieran quemado con su amor.»
Meggie se cubrió el rostro con las manos. El pergamino se enrolló en su regazo, como si hubiera cumplido su misión. Notó la paja pinchándola a través del vestido, igual que antaño en el cobertizo donde Capricornio los había encerrado a ella y a Mo. Notó que alguien acariciaba su pelo, y por un instante, un instante de locura, creyó que las palabras de Fenoglio habían traído a su padre de regreso a la cueva, sano y salvo, y que todo iba bien. Sin embargo, al levantar la cabeza comprobó que el que estaba a su lado era Farid.
—Ha sido maravilloso —reconoció—. Seguro que ha servido de ayuda. Ya lo verás.
Meggie, sin embargo, negó con la cabeza.
—No —musitó—. No. Sólo eran bellas palabras, pero mi padre no está hecho de las palabras de Fenoglio, es de carne y hueso.
—¿Y eso qué importa? —Farid le apartó las manos de su rostro lloroso—. A lo mejor todo se compone de palabras. Mírame. Pellízcame. ¿Acaso soy de papel?
No, no lo era. Y Meggie no pudo evitar una sonrisa cuando él la besó, a pesar de su llanto.
* * *
Dedo Polvoriento no llevaba fuera mucho tiempo cuando oyeron pasos entre los árboles. Farid, siguiendo el consejo de Dedo Polvoriento, había encendido una hoguera, y Meggie se sentaba pegada a él, con la cabeza de la niña en su regazo. Ortiga no pronunció palabra cuando surgió de la oscuridad y vio el campamento destruido. Caminó entre los muertos silenciosa, buscando vida donde ya no existía, mientras Bailanubes escuchaba, petrificado, el recado de Dedo Polvoriento. Farid no comprendió que Meggie, al igual que él, no tenía intención de regresar a Umbra hasta que ella le pidió a Bailanubes que llevara recado a Roxana, a los titiriteros y a Fenoglio.
—He escrito el mensaje para Fenoglio. —Meggie se había visto obligada a arrancar, con el corazón contrito, una página del libro de notas que le había regalado Mo. Por otra parte, ¿en qué podía emplearlo mejor que en salvarlo? Si aún había tiempo…— Hallarás a Fenoglio en la calle de los zapateros, en casa de Minerva. Es fundamental que sólo él lea la nota.
—¡Conozco a Tejedor de Tinta! —Bailanubes observó cómo Ortiga estiraba el abrigo andrajoso de otro muerto para cubrir su rostro. Después, frunciendo el ceño, clavó la vista en la hoja de papel escrita—. Ya han ahorcado a mensajeros por culpa de las misivas que portaban. Confío en que éstas no sean de esa índole, ¿verdad? ¡No me lo digas! —rechazó cuando Meggie intentó contestarle—. En realidad siempre me dicen las palabras que he de transmitir, pero creo que éstas será preferible no conocerlas.
—¿Qué habrá escrito? —comentó Ortiga con amargura—. ¡Seguramente le agradecerá al viejo que sus canciones lleven a la horca a su padre! ¿O es que el viejo debe escribir su canto fúnebre, la última canción de Arrendajo? Venteé la desgracia en el mismo momento en que descubrí la cicatriz en su brazo. Siempre pensé que Arrendajo era una quimera, igual que todos los nobles príncipes y princesas de los que suelen tratar las canciones. «¡Te equivocaste, Ortiga!», me dije, «seguro que no eres la primera que se fija en la cicatriz». ¡Maldito sea ese idiota y sus necias canciones! Ya han ahorcado a algunos por confundirlos con Arrendajo, pero ahora Cabeza de Víbora ha capturado al verdadero, y se ha acabado jugar al héroe. Proteger a los pobres, robar a los ricos… sí, suena magnífico, pero los héroes sólo son inmortales en las canciones. Hasta tu padre comprenderá muy pronto que una máscara no protege de la muerte.
Meggie se limitaba a permanecer sentada, mirando a la anciana de hito en hito. ¿De qué estaba hablando?
—¿Por qué me miras como un pasmarote? —la increpó Ortiga—. ¿Crees acaso que Cabeza de Víbora ha enviado a sus hombres hasta aquí por unos juglares viejos y unas mujeres embarazadas, o por el Príncipe Negro? ¡Tonterías! Él nunca se ha ocultado de la Víbora. No. Alguien ha acudido furtivamente al Castillo de la Noche para cuchichear al oído de Cabeza de Víbora que Arrendajo yacía herido en el Campamento Secreto de los titiriteros y que sólo tenía que acudir a recogerlo, junto con los pobres titiriteros que lo habían ocultado. Lo ha hecho alguien que conoce el campamento y a fe mía que por su traición habrá recibido una buena cantidad de plata. Cabeza de Víbora convertirá la ejecución en un gran espectáculo, Tejedor de Tinta escribirá una canción conmovedora sobre el suceso, y quizá muy pronto otro se ponga la máscara de plumas, pues las canciones se seguirán cantando, aunque tu padre lleve mucho tiempo muerto y enterrado detrás del Castillo de la Noche.
Meggie notó el rumor de su sangre corriendo por su cabeza.
—¿De qué cicatriz hablas? —susurró.
—De la que ostenta en el brazo izquierdo, tú debes conocerla mejor. Las canciones dicen que los perros de Cabeza de Víbora mordieron ahí a Arrendajo cuando éste cazaba sus ciervos blancos…
Fenoglio. ¿Pero qué había hecho?
Meggie se tapó la boca con la mano. Recordó la voz de Fenoglio en la escalera de caracol que conducía al taller de Balbulus.
Has de saber que me gusta inspirarme para mis personajes en personas reales. No todos los escritores lo hacen, pero he comprobado que eso sencillamente les confiere más vitalidad. Expresiones del rostro, gestos, un porte determinado, la voz, quizá una marca de nacimiento o una cicatriz… Yo robo aquí y allá, y empiezan a respirar, hasta que todos los que oyen hablar o leen sobre ellos creen que son de carne y hueso. Para Arrendajo no disponía de demasiados candidatos…
Mo. Fenoglio había tomado como modelo a su padre. Meggie clavó los ojos en la niña dormida. Ella también había dormido muchas veces en esa postura, con la cabeza en el regazo de Mo.
—¿Que el padre de Meggie es Arrendajo? —Farid soltó una risita de incredulidad—. Qué disparate. Lengua de Brujo no sería capaz de matar ni a una mosca. Confía, Meggie, Cabeza de Víbora también pronto se dará cuenta y lo dejará en libertad. ¡Ahora, ven! —se puso en pie y le tendió la mano—. Hemos de irnos, o jamás alcanzaremos a Dedo Polvoriento.