—Seguro que éstos son los visitantes de los que me habló Ortiga, ¿verdad? —el oso agachó la cabeza gruñendo mientras seguía a su amo dentro de la cueva—. Dice que conocen a un viejo y muy buen amigo mío: Dedo Polvoriento. Supongo que todos habréis oído hablar de él, ¿no? Y sin duda sabréis que sus amigos siempre fueron los míos. Lógicamente, lo mismo cabe decir de sus enemigos.
Los seis se apartaron a trompicones, casi precipitadamente, como si quisieran permitir al extraño ver a Resa. Y el tragafuego soltó una risita nerviosa.
—¡Qué casualidad, príncipe! ¿Qué te trae por aquí?
—Oh, variados menesteres. ¿Por qué no hay guardianes fuera? ¿Pensáis que a los duendes ya no les gustan nuestras provisiones? —caminó despacio hacia ellos mientras su oso, dejándose caer sobre las cuatro patas, lo siguió con paso torpe, resoplando, como si la angosta cueva le disgustase.
Lo llamaban Príncipe. ¡Claro! ¡El Príncipe Negro! Resa había oído nombrarlo en el mercado de Umbra, a las criadas en la fortaleza de Capricornio, incluso a los propios hombres de Capricornio. Sin embargo, antaño, cuando la historia de Fenoglio se la tragó por primera vez, nunca lo había visto. Era un lanzador de cuchillos, domador de osos… y amigo de Dedo Polvoriento desde que ambos contaban casi la mitad de la edad de Meggie.
Los demás se apartaron a un lado cuando el príncipe pasó con su oso, pero éste no se fijó en ellos. Miraba a Resa. Llevaba tres cuchillos al cinto recamado, a pesar de que a ningún juglar le estaba permitido portar armas.
—Para poder ensartarlos sin complicaciones —solía burlarse Dedo Polvoriento.
—Bienvenidos al Campamento Secreto —saludó el Príncipe Negro mientras su mirada se dirigía al vendaje sangriento de Mo—. Los amigos de Dedo Polvoriento siempre son bienvenidos… aunque ahora no dé esa impresión —contempló, burlón, a los circunstantes. Sólo Dosdedos, obstinado, sostuvo su mirada, aunque acabó agachando la cabeza.
El Príncipe volvió a bajar los ojos hacia Resa.
—¿De qué conoces a Dedo Polvoriento?
¿Qué debía contestar? ¿Que de otro mundo? El oso olfateó el pan que Resa tenía a su lado. El aliento caliente de la fiera le provocó escalofríos. «Di la verdad, Resa», se dijo. «Además no es necesario que cuentes en qué mundo sucedió.»
—Yo fui criada de los incendiarios durante unos años —comenzó—. Me escapé, pero me mordió una serpiente. Dedo Polvoriento me encontró y me ayudó. Sin él, habría muerto.
«Me escondió», añadió ella en su mente, «pero Basta y los otros dieron pronto conmigo, y a él casi lo mataron a golpes».
—¿Qué le ocurre a tu marido? He oído que no es uno de los nuestros —los ojos negros escudriñaron su rostro. Parecían ejercitados en descubrir mentiras.
—¡Ella dice que es encuadernador, pero nosotros estamos mejor enterados! —escupió, despectivo, Dosdedos.
—¿Qué habéis averiguado? —el Príncipe los miró y ellos callaron.
—¡Es encuadernador! Traedle papel, cola y cuero, y os lo demostrará en cuanto mejore —«no llores, Resa», pensó. «Bastantes lágrimas has derramado en los últimos días.»
El delgado volvió a toser.
—Bien, ya la habéis oído —el Príncipe se sentó en el suelo junto a Resa—. Los dos se quedarán aquí hasta que llegue Dedo Polvoriento para confirmar su historia. Él nos dirá si este hombre es un inofensivo encuadernador o el bandolero que os trae de cabeza. Porque Dedo Polvoriento conoce a tu marido, ¿no?
—Sí —respondió Resa en voz baja—. Desde hace más tiempo que a mí.
Mo volvió la cabeza y musitó el nombre de su hija.
—¿Meggie? ¿Así te llamas? —el Príncipe apartó de un empujón el hocico del oso cuando éste volvió a olfatear el pan.
—Así se llama nuestra hija.
—¿Tenéis una hija? ¿Qué edad tiene? —el oso rodó sobre su espalda y se dejó rascar la tripa como un perro.
—Trece años.
—¿Trece? Casi la misma edad que la de Dedo Polvoriento.
¿Dedo Polvoriento tenía una hija? Él jamás había hablado de ella.
—¿Qué hacéis aquí todavía? —dijo el Príncipe en tono imperioso a los demás—. ¡Traed agua fresca! ¿No veis que lo abrasa la fiebre?
Las dos mujeres se alejaron a toda prisa, aliviadas de tener un motivo para abandonar la cueva, juzgó Resa. Los hombres, sin embargo, seguían indecisos.
—¿Y si lo es, Príncipe? —preguntó el flaco—. ¿Qué pasará si Cabeza de Víbora averigua su paradero antes de que llegue Dedo Polvoriento? —tosió tan fuerte, que se apretó la mano contra el pecho.
—¿Si es qué? ¿Arrendajo? ¡Qué disparate! Seguramente, ese tipo ni existe. ¡Y aunque así fuera! ¿Desde cuándo entregamos a los que están de nuestro lado? ¿Qué pasaría si las canciones dicen la verdad, si ha protegido a vuestras mujeres, a vuestros hijos…?
—Las canciones nunca son verdad —las cejas de Dosdedos eran tan oscuras que parecían ennegrecidas con hollín—. Seguramente será un salteador de caminos, un asesino ávido de oro, nada más…
—Puede que sí, puede que no —replicó el Príncipe Negro—. Yo sólo veo a un herido y a una mujer que pide ayuda.
Los hombres callaron. Pero miraban a Mo con mayor hostilidad aún.
—¡Ahora, largaos! ¡Vamos, deprisa! —ordenó el Príncipe con tono rudo—. ¿Cómo va a mejorar si lo miráis así? ¿Creéis acaso que a su mujer le interesa vuestra fea compañía? Haced algo útil, bastante trabajo hay ahí fuera.
Se alejaron despacio, malhumorados, como hombres que no habían terminado su trabajo.
—¡Él no es! —susurró Resa cuando se marcharon.
—Seguramente no —el Príncipe acarició las redondas orejas del oso—. Pero me temo que los de ahí fuera están convencidos de lo contrario. Y la Víbora ha fijado una elevada recompensa por la cabeza de Arrendajo.
—¿Una recompensa? —Resa miró hacia la entrada de la cueva; dos de los hombres aún permanecían inmóviles en el umbral—. Volverán —musitó ella—. E intentarán llevárselo.
El Príncipe Negro negó con la cabeza.
—No, mientras yo esté aquí. Y me quedaré hasta la llegada de Dedo Polvoriento. Ortiga dijo que le mandaste recado, así que seguramente no tardará mucho en llegar y confirmará que no mientes. ¿Verdad?
Las mujeres regresaron con una jofaina de agua. Resa sumergió un jirón de tela y refrescó la frente de Mo. La embarazada se inclinó sobre ella y depositó unas flores secas en su regazo.
—Toma —le dijo a Resa—. Pónselas encima del corazón. Trae suerte.
Resa acarició las cabezas pajizas de las flores.
—Te obedecen —dijo cuando volvieron a marcharse las mujeres—. ¿Por qué?
—Porque me han elegido su soberano —respondió el Príncipe Negro—. Y porque soy un excelente lanzador de cuchillos.
Y mirar desde lejos todo:
hombres y mujeres, hombres, hombres, mujeres
y niños, que son diferentes y variopintos.
Rainer Maria Rilke
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Infancia
Al principio, Dedo Polvoriento se negó a creer a Farid cuando éste le contó lo que había visto y oído en el desván de Fenoglio. No, el viejo no podía estar tan loco como para osar entrometerse en el oficio de la muerte. Pero luego, ese mismo día, unas mujeres que compraban hierbas a Roxana, corroboraron la versión del chico: Cósimo el Guapo había regresado, había vuelto de entre los muertos.
—Las mujeres afirman que las Mujeres Blancas se enamoraron tanto de él, que finalmente lo dejaron partir —dijo Roxana—. Y los hombres cuentan que él se escondió durante un tiempo de su fea mujer.
«Historias delirantes, pero ni la mitad de delirantes que la verdad», pensó Dedo Polvoriento.
Las mujeres no habían informado de Brianna. No le gustaba que estuviera en el castillo. Nadie sabía qué ocurriría allí a continuación. Al parecer, Pífano continuaba en Umbra con media docena de integrantes de la Hueste de Hierro. Cósimo había expulsado a los demás fuera de las murallas. Ellos aguardaban la llegada de su señor. Porque se decía por todas partes que el propio Cabeza de Víbora vendría a contemplar al príncipe resucitado de entre los muertos. No aceptaría tan fácilmente que Cósimo volviera a arrebatarle el trono a su nieto.
—Yo misma cabalgaré hasta allí para comprobar cómo se encuentra —dijo Roxana—. A ti seguramente no te dejarán pasar de la puerta exterior. Pero puedes hacer otra cosa por mí.
Las mujeres no habían acudido solamente por hierbas y a contar chismes de Cósimo. Habían traído a Roxana un recado de Ortiga, que estaba en Umbra para tratar a dos niños enfermos de los tintoreros. Necesitaba una raíz de muerte de hada, una medicina peligrosa porque mataba tanto como sanaba. La vieja no había dicho para qué pobre diablo la necesitaba.
—Será para algún herido del Campamento Secreto, Ortiga quiere regresar esta misma noche. ¡Ah! y otra cosa más… Bailanubes la acompaña, por lo visto trae un recado para ti.
—¿Un recado? ¿Para mí?
—Sí. De una mujer —Roxana se le quedó mirando un rato, luego se encaminó a la casa a por la raíz.
—¿Irás a Umbra? —Farid apareció tan de improviso detrás de Dedo Polvoriento, que éste se asustó.
—Sí, y Roxana cabalgará hasta el castillo —dijo él—. Así que tú te quedarás aquí, cuidando a Jehan.
—¿Y quién cuidará de ti?
—¿De mí?
—Sí —cómo le miraba. A la marta… y a él—. Para que no suceda… —Farid habló tan bajo que Dedo Polvoriento apenas le entendió— lo que pone en el libro.
—Ah, ya. —Con qué preocupación le miraba el chico. Como si en el instante siguiente pudiera caer muerto. Dedo Polvoriento reprimió una sonrisa, a pesar de que hablaba de su propia muerte—. ¿Te lo contó Meggie?
Farid asintió.
—Bien. Olvídalo, ¿me oyes? Lo escrito, escrito está. Quizá se haga realidad, o quizá no.
Pero Farid sacudió la cabeza con tanta energía que sus negros cabellos cayeron sobre su frente.
—¡No! —replicó—. ¡No, no se harán realidad! ¡Lo juro! ¡Lo juro por los djins que aullan de noche en el desierto, y por los espíritus que se comen a los muertos, lo juro por todo lo que temo!
Dedo Polvoriento lo contempló, meditabundo.
—¡Estás loco! —exclamó—. Pero el juramento me gusta. Así que será mejor que dejemos a Gwin aquí, para que puedas controlarla.
A Gwin no le gustó. Cuando Dedo Polvoriento la ató a la cadena, le mordió la mano, lanzó bocados a sus dedos… y chilló con más furia aún cuando Furtivo se acomodó en su mochila.
—¿Te llevas a la marta nueva y dejas encadenada a la vieja? —inquirió Roxana cuando les trajo la raíz para Ortiga.
—Sí. Porque alguien ha dicho que augura desgracia.
—¿Desde cuándo crees en esas cosas?
¿Sí, desde cuándo?
«Desde que encontré a un viejo que afirma que te inventó a ti y a mí», pensó Dedo Polvoriento. Gwin seguía rugiendo, pocas veces había visto a la marta tan furiosa. Volvió a soltar la cadena de su collar sin decir palabra, ignorando la mirada asustada de Farid.
* * *
Durante todo el recorrido hacia Umbra, Gwin fue sobre los hombros de Farid, tal vez intentando demostrar a Dedo Polvoriento que aún no le había perdonado. Y en cuanto Furtivo asomaba el hocico por la mochila, Gwin le enseñaba los dientes y soltaba unos gruñidos tan amenazadores que Farid tuvo que cerrarle el hocico en un par de ocasiones.
Las horcas situadas ante la puerta de la ciudad estaban vacías. Sólo unos cuervos se posaban en los maderos. A pesar del regreso de Cósimo, la Fea continuaba administrando justicia en Umbra, como ya había hecho en vida del Príncipe Orondo. Los ahorcamientos le desagradaban, acaso porque de niña había visto a demasiados hombres balanceándose de una cuerda con las lenguas azules y los rostros hinchados.
—Atiende —advirtió Dedo Polvoriento a Farid cuando se detuvieron entre las horcas—, mientras le llevo a Ortiga la raíz y le pregunto a Bailanubes por el recado que al parecer tiene que transmitirme, tú buscarás a Meggie. Necesito hablar con ella.
Farid se puso colorado, pero asintió. Dedo Polvoriento contempló con sorna su rostro.
—¿Qué es eso? ¿Es que la noche que estuviste con ella sucedió algo más que el regreso de Cósimo de entre los muertos?
—¡Eso no te importa! —murmuró Farid ruborizándose todavía más.
Un campesino conducía un carro cargado con toneles hacia la puerta de la ciudad mascullando juramentos. Los bueyes se resistían y los centinelas los tomaron de las riendas, impacientes.
Dedo Polvoriento, aprovechando la oportunidad, se deslizó junto a ellos con Farid.
—Trae a Meggie a pesar de todo —dijo cuando se separaron al otro lado de la puerta—. Pero no te pierdas de tanto amor.
Siguió al chico con la vista hasta que desapareció entre las casas. No era de extrañar que Roxana lo considerara hijo suyo. A veces, sospechaba en lo más hondo de su corazón, a él le pasaba lo mismo.
Sí, amadísima,
Nuestro mundo sangra
Por otros males que el mal de amores.
Faiz Ahmed Faiz
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El amor que una vez te di
No había olor más hediondo en el mundo que el que ascendía de las cubas de los tintoreros. El hedor acre hirió la nariz de Dedo Polvoriento mientras caminaba por el callejón donde ejercían su oficio los herreros. Caldereros, herradores y, al otro lado de la calle, los armeros, más respetados que sus colegas y engreídos en consonancia. El estruendo de los martillos golpeando el hierro al rojo era casi tan desagradable como el hedor procedente de la calle de los tintoreros. Sus casas miserables se levantaban en el lugar más apartado de Umbra. Ningún lugar toleraba sus tinas apestosas cerca de los barrios elegantes. Pero justo cuando Dedo Polvoriento se dirigía a la puerta que separaba su calle del resto de la ciudad, un hombre que salía del taller de un armero lo arrolló.
Pífano era fácil de conocer por su nariz de plata, aunque Dedo Polvoriento recordaba los días en que aún ostentaba una nariz de carne y hueso. «¡Qué suerte la mía!», pensó Dedo Polvoriento mientras giraba la cabeza e intentaba sortear rápidamente al juglar de Capricornio. «De todos los hombres de este mundo, tenía que cruzarse en tu camino precisamente este perro sanguinario.» Casi confiaba en que Pífano no hubiera reparado con quién había chocado, pero cuando creía haber pasado de largo, Nariz de Plata, agarrándolo del brazo, lo obligó a volverse con un tirón.
—¡Dedo Polvoriento! —exclamó con voz ahogada, tan distinta a la de antes.