Meggie asintió.
—Bien —prosiguió Dedo Polvoriento—. Ah, dile una cosa más al viejo: si una sola de sus malditas palabras le ocasiona algún daño a Brianna, lamentará amargamente haber creado a alguien capaz de llamar al fuego.
—¡Así lo haré! —susurró Meggie.
Después se marchó corriendo. Tropezó y se abrió paso entre las gentes que, como ella, pretendían entrar en la ciudad. «¡Mo!», pensaba Meggie. «Mortola ha disparado a Mo.» Y su sueño, su sueño rojo, retornó.
* * *
Fenoglio estaba junto a la ventana cuando Meggie entró como una tromba en su habitación.
—¡Dios mío, qué aspecto traes! —exclamó—. ¿No te he dicho que no debes salir de casa cuando todo el pueblo se apiña entre las casas? ¡Pero basta un silbido de ese chico para que saltes como un perro amaestrado!
—¡Olvídalo! —le ordenó Meggie con tal dureza que Fenoglio enmudeció—. Tienes que escribirme algo, ¡deprisa, por favor!
Lo arrastró hasta la mesa sobre la que roncaba suavemente Cuarzo Rosa.
—¿Escribir, qué? —Fenoglio se dejó caer sobre su silla, confundido.
—Mi padre… —balbució Meggie mientras con los dedos temblorosos sacaba del cubilete una de las plumas recién afiladas—, está aquí, pero Mortola le ha disparado. ¡Se encuentra mal! Dedo Polvoriento no ha querido contármelo, pero se lo he notado, así que, por favor, escribe algo, cualquier cosa para que se recupere. Está en el bosque, en un campamento secreto de los titiriteros. ¡Date prisa, por favor!
Fenoglio la miró, estupefacto.
—¿Que disparó contra tu padre? ¿Que él está aquí? ¿Por qué? No entiendo nada.
—¡Ni falta que hace! —gritó Meggie, desesperada—. Sólo tienes que ayudarle. Dedo Polvoriento me llevará junto a él y yo le curaré con la lectura, ¿comprendes? Ahora está dentro de tu historia. Si puedes resucitar a los muertos, ¿por qué no vas a ser capaz de curar una herida? ¡Por favor! —mojó la pluma en la tinta y la acercó a su mano.
—¡Cielos, Meggie! —murmuró Fenoglio—. Eso es grave, pero… pero ni con mi mejor voluntad sé qué debo escribir. Ni siquiera conozco su paradero. Si al menos conociera el lugar…
Meggie lo miró de hito en hito. Y de pronto fluyeron las lágrimas que había contenido todo el rato.
—¡Por favor! —susurró—. ¡Inténtalo! Dedo Polvoriento espera fuera, ante la puerta de la ciudad.
Fenoglio la miró… y le arrebató la pluma de la mano con delicadeza.
—Lo intentaré —repuso con voz ronca—. Tienes razón, ésta es mi historia. En el otro mundo no habría podido ayudarle, pero aquí quizá sí…
—¡Ve a la ventana! —le ordenó cuando Meggie le trajo dos pliegos de pergamino—. Asómate, mira a la gente o a los pájaros del cielo, distráete. Pero no me mires, o no seré capaz de escribir.
Meggie obedeció. Abajo, entre el gentío, descubrió a Minerva con sus hijos y a la mujer que vivía enfrente; los cerdos se abrían paso gruñendo entre la gente, los soldados lucían en el pecho el escudo de armas del Príncipe Orondo… y sin embargo nada de eso veía en realidad. Sólo oía a Fenoglio mojando la pluma en el tintero, rascando el pergamino, deteniéndose… y prosiguiendo la escritura. «¡Por favor!», pensó. «Por favor, que encuentre las palabras adecuadas. Por favor…» La pluma enmudeció durante un rato interminable, mientras abajo, en el callejón, un mendigo apartaba a un niño del camino con la muleta. El tiempo se dilataba poco a poco, como una sombra que crecía. En las calles se apiñaba la gente, un perro ladró a otro y desde el castillo resonaron las trompetas sobre los tejados.
Meggie no habría podido precisar el tiempo que había transcurrido cuando Fenoglio depositó a un lado la pluma con un suspiro. Cuarzo Rosa seguía roncando, estirado como una regla detrás del cuenco de la arena. Fenoglio hundió la mano en su interior y la esparció sobre la tinta fresca.
—¿Se te ha ocurrido algo? —preguntó Meggie vacilante.
—Sí, claro, pero no me preguntes si es lo correcto.
Le entregó el pergamino y los ojos de Meggie sobrevolaron las palabras. No eran muchas, pero sí apropiadas. Bastarían.
—¡Yo no lo inventé a él, Meggie! —exclamó Fenoglio con voz suave—. Tu padre no es uno de mis personajes como Cósimo, Dedo Polvoriento o Capricornio. No pertenece a este mundo. De modo que no abrigues muchas esperanzas, ¿me oyes?
Meggie asintió mientras enrollaba el pergamino.
—Dedo Polvoriento dice que cuides de su hija durante su ausencia.
—¿De su hija? ¿Dedo Polvoriento tiene una hija? ¿Y lo escribí yo? ¡Ah, sí! Creo incluso que eran dos, ¿no?
—A una desde luego que la conoces. Es Brianna, la sirvienta de la Fea.
—¿Brianna? —Fenoglio la miró con incredulidad.
—Sí —Meggie cogió la bolsa de cuero que se había traído del otro mundo y se encaminó hacia la puerta—. Vigílala bien. Me ha encargado decirte que si no lamentarás haber creado a alguien capaz de llamar al fuego.
—¿Eso ha dicho? —Fenoglio echó su silla hacia atrás, riendo—. ¿Sabes una cosa? Me encanta. Creo que escribiré otra historia más sobre él, en la que sea el héroe y no…
—¿…muera? —Meggie abrió la puerta—. Se lo diré, aunque creo que él está harto de ser un personaje de una de tus historias.
—Pero lo es. ¡Incluso regresó a mi historia por su propia voluntad! —le gritó Fenoglio mientras bajaba, presurosa, las escaleras—. ¡Todos estamos dentro, Meggie, metidos en ella hasta el cuello! ¿Cuándo regresarás? ¡Quiero presentarte a Cósimo!
Meggie, sin embargo, no respondió. ¿Cómo iba a saberlo?
* * *
—¿A eso le llamas darte prisa? —preguntó Dedo Polvoriento cuando ella se presentó sin aliento y guardó en la bolsa el pergamino de Fenoglio—. ¿Qué es ese pergamino? ¿Acaso el viejo te ha dado una de sus canciones como vianda para el camino?
—Algo parecido —contestó Meggie.
—Bueno, mientras no aparezca mi nombre —replicó Dedo Polvoriento dirigiéndose a la calzada.
—¿Está lejos? —gritó Meggie mientras los seguía a toda prisa.
—Llegaremos por la noche —dijo Dedo Polvoriento por encima de su hombro.
Quiero ver la sed
En las sílabas,
Rozar el fuego
En el sonido.
Quiero sentir lo oscuro
En el grito. Palabras
Quiero, tan ásperas
Como piedras intactas.
Pablo Neruda
,
La palabra
Las Mujeres Blancas continuaban ahí. Resa parecía no verlas, pero Mo las percibía, como sombras a la luz del sol. No le comentó nada. Parecía tan cansada. Lo único que la mantenía en pie era la esperanza de un pronto regreso de Dedo Polvoriento… con Meggie.
—Ya verás, él la encontrará —Resa se lo repetía en voz baja una y otra vez, cuando se estremecía por la fiebre.
¿Cómo podía estar tan segura? Como si Dedo Polvoriento nunca los hubiera dejado en la estacada, ni hubiera robado el libro, ni los hubiera traicionado… Meggie. El deseo de volver a verla seguía siendo más poderoso que la llamada y los susurros de las Mujeres Blancas, más fuerte que el dolor del pecho… Quién sabe, a lo mejor esa maldita historia daba un giro positivo. A pesar de que Mo aún recordaba muy bien la predilección de Fenoglio por los negativos.
—Cuéntame cómo es el exterior —musitaba a veces a Resa—. Es demasiado absurdo estar en otro mundo y no ver nada de él salvo una cueva.
Y Resa le describía lo que él no podía ver. Los árboles, mucho más altos y viejos que todos los que hubiera contemplado jamás, las hadas posadas en las ramas como enjambres de mosquitos, los hombrecillos de cristal en el alto helecho y los horrores sin nombre de la noche. Una vez capturó un hada para él… Dedo Polvoriento le había enseñado a hacerlo, y se la llevó. Sostuvo a la pequeña criatura en el hueco de sus manos y se la acercó al oído para que él oyera su voz irritada, semejante al canto de un grillo.
Todo parecía real, aunque él se repetía muchas veces que sólo se componía de tinta y de papel. El suelo duro sobre el que yacía, la hojarasca seca que crujía cuando se agitaba por la fiebre, el aliento caliente del oso… y el Príncipe Negro, al que había encontrado por última vez en las páginas de un libro. Ahora se sentaba a veces a su lado, le refrescaba la frente, hablaba en voz baja con Resa. ¿O todo aquello era un simple delirio febril?
También la muerte parecía auténtica en ese Mundo de Tinta. Muy auténtica. Era extraño encontrársela allí, en un mundo procedente de un libro. Pero aunque morir sólo se compusiera de palabras, aunque no fuera de verdad más que un juego de letras… su cuerpo la consideraba auténtica. Su corazón percibía el miedo, su carne el dolor. Y las Mujeres Blancas no se iban, aunque Resa no las viera. Mo las sentía a su lado, cada minuto, cada hora, día y noche. Los ángeles de la muerte de Fenoglio. ¿Harían la muerte más fácil que en el mundo del que él procedía? No. Nada podía hacerla más fácil. Uno perdía lo que amaba. Eso era la muerte. Aquí y allá.
Fuera era de día cuando Mo escuchó el primer grito. Primero pensó que la fiebre lo acometió de nuevo. Pero después vio en el rostro de Resa que ella también oía el estrépito de armas y gritos, gritos de miedo.
Alaridos de muerte. Mo intentó incorporarse, pero el dolor le atacó como un animal hundiendo los dientes en su pecho. Vio al Príncipe erguido delante de la cueva con la espada desenvainada y a Resa levantarse de un salto. La fiebre hizo desvanecerse su rostro, pero a cambio Mo captó otra imagen: vio a Meggie sentada en la cocina de Fenoglio contemplando horrorizada al anciano, mientras éste, rebosante de orgullo, le contaba lo bien que había hecho morir a Dedo Polvoriento. ¡Oh, sí, a Fenoglio le complacían las escenas tristes! Tal vez hubiera vuelto a escribir una.
—¡Resa! —Mo maldijo la pesadez de la lengua debido a la fiebre—. Escóndete, Resa, ocúltate en cualquier lugar del bosque.
Pero ella se quedó a su lado, como había hecho siempre… excepto el día en que su propia voz la transportó.
Los duendes escarbaban en la tierra, los elfos cantaban canciones en los árboles; esas eran las maravillas más obvias de la lectura, pero tras ellas se escondía la auténtica maravilla: que en los cuentos las palabras podían ordenar ser a las cosas.
Francis Spufford
,
El niño hecho por los libros
Meggie había pasado miedo muchas veces en el Bosque Impenetrable con Farid, pero con Dedo Polvoriento ocurría algo diferente. Parecía que los árboles rumoreaban más alto a su paso y los arbustos alargaban sus ramas hacia él. Las hadas se posaban en su mochila igual que las mariposas en una flor, le tiraban del pelo hasta que las etaba, hablaban con él. También otros seres aparecieron y desaparecieron, seres cuyos nombres Meggie no conocía ni por las historias de Resa ni de otra manera, algunos apenas unos ojos entre los árboles.
Dedo Polvoriento los guiaba con tanta seguridad como si viera el camino extendido ante él. Sin detenerse, se limitaba a conducirlos cada vez más lejos, cuesta arriba, cuesta abajo, adentrándose hora tras hora en lo más profundo del bosque. Lejos de los humanos. Cuando por fin se detuvo, a Meggie le temblaban las piernas de fatiga. Debía de ser muy avanzada la tarde. Dedo Polvoriento acarició las ramas rotas de un arbusto, se agachó, observó el suelo húmedo y recogió un puñado de bayas pisoteadas.
—¿Qué es eso? —preguntó Farid, preocupado.
—Demasiados pies. Y, sobre todo, demasiadas botas.
Dedo Polvoriento maldijo en voz baja y redobló el paso. Demasiadas botas… Meggie comprendió a qué se refería cuando el Campamento Secreto surgió entre los árboles. Vio tiendas derribadas, una hoguera apagada a pisotones…
—¡Quedaos aquí! —ordenó Dedo Polvoriento, y en esa ocasión le obedecieron.
Contemplaron, muertos de miedo, cómo él abandonaba la protección de los árboles, escudriñaba a su alrededor, levantaba las telas de las tiendas, hundía los dedos en la ceniza fría… y daba la vuelta a dos cuerpos que yacían inmóviles junto al fuego. Al ver a los muertos, Meggie intentó seguirle, pero Farid la sujetó. Cuando Dedo Polvoriento desapareció dentro de una cueva y volvió a salir pálido, Meggie se soltó y corrió hacia él.
—¿Dónde están mis padres? ¿Ahí dentro? —retrocedió, horrorizada, cuando su pie tropezó con otro cadáver.
—No, aquí no queda nadie. Pero he encontrado esto —Dedo Polvoriento sostenía una tira de tela.
Resa tenía un vestido con el mismo estampado. Estaba manchada de sangre.
—¿La reconoces?
Meggie asintió.
—Entonces tus padres han estado aquí. La sangre debe de ser de tu padre —Dedo Polvoriento se pasó las manos por el semblante—. A lo mejor ha conseguido huir alguien y puede contarnos lo sucedido. Iré a echar un vistazo. ¡Farid!
Farid se colocó de un salto a su lado. Meggie quiso sumarse, pero Dedo Polvoriento la detuvo.
—Escucha, Meggie —advirtió, colocando las manos sobre sus hombros—. Es bueno que tus padres no estén aquí. Seguramente eso significa que aún viven. En la cueva hay un lecho, es probable que tu madre haya cuidado allí a tu padre. Además he descubierto huellas de oso, lo que significa que el Príncipe Negro ha estado aquí. A lo mejor todo esto era por su causa, aunque no sé por qué se han llevado entonces a todos los demás… No lo entiendo.
Indicó a Meggie que esperase en la cueva, antes de partir con Farid en busca de supervivientes. La entrada era tan alta y tan ancha que un hombre podía permanecer erguido en ella. La cueva que se ocultaba detrás se adentraba en lo más hondo de la montaña. El suelo estaba cubierto de hojas, mantas y lechos de paja se alineaban unos junto a otros, algunos del tamaño de un niño. No era difícil percatarse de dónde había yacido Mo: allí la paja estaba manchada de sangre, igual que la manta tirada al lado. Una palangana con agua, un cuenco de madera volcado y un ramo de flores secas… Meggie lo recogió y acarició las flores con los dedos. Arrodillándose, clavó los ojos en la paja sangrienta. Sentía el pergamino de Fenoglio contra su pecho, pero Mo había desaparecido. ¿Cómo iban a ayudarle entonces las palabras de Fenoglio?
«Inténtalo», dijo una voz en su interior. «Desconoces el poder de sus palabras en este mundo. ¡Al fin y al cabo está hecho de ellas!»
Oyó pasos a su espalda. Farid y Dedo Polvoriento regresaban. Dedo Polvoriento sostenía en brazos a una niña pequeña que miraba a Meggie con los ojos desencajados… como si viviera una pesadilla de la que no conseguía despertar.