Sangre de tinta (41 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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UN NUEVO EMISARIO

La tinta más pálida supera a la memoria más fuerte.

Proverbio chino

Cuando Fenoglio salió por la puerta del patio interior, Cabeza de Víbora había desaparecido junto a sus secuaces de la Hueste de Hierro. «¡Bien!» pensó Fenoglio. «Echará espumarajos de ira durante todo el largo trayecto hasta su casa.» La idea lo hizo sonreír. En el patio exterior aguardaba un grupo de hombres. Las manos ennegrecidas permitían distinguir con facilidad su oficio, aunque seguramente se las habían restregado a fondo para su príncipe. Toda la calle de los herreros de Umbra parecía encontrarse en el castillo.
Vos forjaréis palabras, yo mandaré forjar espadas, muchas espadas.
¿Habría comenzado ya Cósimo los preparativos para su guerra? «Bueno, en ese caso ya va siendo hora de que yo empiece a trabajar con las palabras», se dijo Fenoglio.

Cuando dobló por la calle de los zapateros, creyó oír pasos a sus espaldas, pero al volverse un mendigo con una sola pierna pasó cojeando a su lado. Cada dos pasos su muleta resbalaba en la basura que yacía entre las casas… excrementos de cerdo, verduras podridas, charcos hediondos de lo que la gente vaciaba por la ventana. «Bueno, pronto habrá tullidos», pensó Fenoglio mientras se dirigía a casa de Minerva. «Una guerra es casi una fábrica de tullidos…» ¿Qué pensamientos lo asaltaban? ¿Acaso dudaba de los planes de Cósimo en su alma exaltada? Bah…

* * *

«¡Por todas las letras del alfabeto! ¡Cuando viva en el castillo no echaré de menos tanta ascensión!», pensó mientras ascendía con esfuerzo la escalera que conducía a su desván. «Sólo tengo que pedirle a Cósimo que no me aloje en una de las torres.» ¡Al fin y al cabo subir al taller de Balbulus también era una infame escalada! «Ay, estos pocos escalones te resultan demasiado empinados, pero te sientes capaz de guerrear en la vejez», se burló una voz queda en su interior, que siempre se manifestaba en los momentos más insospechados, pero Fenoglio había aprendido a no prestarle atención.

Cuarzo Rosa no estaba. Seguramente había vuelto a encaramarse por la ventana para visitar al hombrecillo de cristal del escribano que vivía enfrente, en casa de los panaderos. También todas las hadas parecían haber levantado el vuelo. En el desván de Fenoglio reinaba el silencio, un silencio desacostumbrado. Se sentó en la cama, suspirando. Sin saber por qué recordó a sus nietos, el estruendo y las carcajadas que llenaban su casa. «Bueno, ¿y qué?», se preguntó enfadado consigo mismo. «Los hijos de Minerva alborotan igual, y ¿cuántas veces los has obligado a bajar al patio porque te hartabas?»

Oyó pasos en la escalera. Lo que faltaba. ¡Hablando del rey de Roma…! No le apetecía un pimiento contar cuentos. Tenía que recoger sus pertenencias… y comunicar con delicadeza a Minerva que tendría que buscarse otro inquilino.

—¡Largo de aquí! —gritó hacia la puerta—. ¡Id a dar la lata a los cerdos del patio o a las gallinas, pues Tejedor de Tinta no tiene tiempo, se traslada al castillo!

La puerta se abrió de par en par, pero no fueron dos rostros infantiles los que aparecieron, sino un hombre… con manchas en la cara y ojos ligeramente saltones. Fenoglio nunca lo había visto, aunque le resultaba extrañamente familiar. Sus pantalones de cuero estaban remendados y sucios, pero el color de su manto hizo latir más deprisa el corazón de Fenoglio. Era el gris plata de Cabeza de Víbora.

—¿Qué significa esto? —preguntó con aspereza, levantándose, pero el desconocido ya había traspasado el umbral.

Se quedó plantado con las piernas abiertas, una sonrisa tan horrenda como su cara, pero la visión de su acompañante hizo temblar las viejas rodillas de Fenoglio. Basta le sonreía como a un amigo largo tiempo añorado. Él también vestía el color plateado de la Víbora.

—¡Mala suerte, mala suerte, muy mala suerte! —exclamó mientras acechaba a su alrededor por el desván—. La chica no está aquí. Mira que seguirte con todo sigilo como los gatos del castillo porque pensamos que íbamos a matar dos pájaros de un tiro, y resulta que sólo es el viejo cuervo quien cae en nuestras manos. Bueno, uno es mejor que ninguno. No debemos confiar demasiado en la suerte, al fin y al cabo a ti te envió al castillo justo en el momento adecuado, ¿verdad? Reconocí en el acto tu fea cara de tortuga, pero tú ni siquiera te fijaste en mí, ¿me equivoco?

Pues no, Fenoglio no había reparado en él. ¿Es que habría debido escudriñar a todos los secuaces de Cabeza de Víbora? «¡Si hubieses sido listo, Fenoglio, eso es exactamente lo que habrías hecho! ¿Cómo pudiste olvidar que Basta había regresado? ¿No fue advertencia suficiente lo que le sucedió a Mortimer?»

—¡Caramba, menuda sorpresa, Basta! ¿Cómo te libraste de la Sombra? —dijo en voz alta… mientras retrocedía con disimulo hasta el lecho.

Desde que en la casa contigua le cortaron el cuello a un hombre mientras dormía, guardaba un cuchillo debajo de la almohada, pero no estaba seguro de que siguiera allí.

—Lo siento, seguramente en la jaula donde estaba encerrado me pasó desapercibido —ronroneó Basta con su voz gatuna—. Capricornio tuvo menos suerte, pero Mortola aún vive, y ha hablado a nuestro viejo amigo Cabeza de Víbora de los tres pájaros a los que estamos buscando, unos magos poderosos que matan con las palabras —Basta se dirigió despacio hacia Fenoglio—. ¿Te imaginas quiénes son esos pájaros?

El otro hombre cerró la puerta de una patada.

—¿Mortola? —Fenoglio intentó que su voz sonase sarcástica e indiferente, pero quedó reducida al graznido de un cuervo moribundo—. ¿No fue Mortola la que te encerró en la jaula para alimentar con tu cuerpo a la Sombra?

Basta se limitó a encogerse de hombros y echó hacia atrás su manto gris plata. Ahí estaba su cuchillo. Un ejemplar nuevecito, por lo visto, más lujoso que todos los que había poseído en el otro mundo, y seguro que igual de afilado.

—Sí, no fue muy agradable aquello —reconoció mientras sus dedos acariciaban con cariño el mango del cuchillo—, pero lo lamenta de veras. Bueno, ¿sabes a qué pájaros estamos buscando? Te echaré una mano. A uno ya le hemos retorcido el pescuezo, precisamente al que cantaba más alto.

Fenoglio se dejó caer en la cama, esperaba que con rostro inexpresivo.

—Supongo que te refieres a Mortimer —opinó deslizando despacio una mano debajo de la almohada.

—¡Exacto! —Basta sonrió—. Tenías que haber estado presente cuando Mortola le pegó un tiro en el pecho, como hacía siempre con las cornejas que picoteaban la simiente de sus campos.

El recuerdo aumentó la malignidad de su sonrisa. ¡Oh, qué bien conocía Fenoglio los sentimientos de su negro corazón!

Al fin y al cabo era invención suya, al igual que Cósimo con su sonrisa angelical. A Basta siempre le había gustado describir con todo lujo de detalles sus propias vilezas y las de los demás.

El acompañante de Basta, menos locuaz, miraba aburrido el desván de Fenoglio. Menos mal que no estaba allí el hombrecillo de cristal. Era tan sencillo matarlo.

—No creo que a ti te peguen un tiro —Basta se acercó más a Fenoglio, el rostro acechante como el de un gato cazando—. A ti seguramente te ahorcaremos, hasta que la lengua te cuelgue de tu vieja boca.

—¡Qué ingenioso! —exclamó Fenoglio deslizando los dedos cada vez más hondo por debajo de la almohada—. Pero ya sabes lo que sucederá entonces. Tú también morirás.

La sonrisa de Basta desapareció con la celeridad de un ratón en su agujero.

—¡Ah, sí! —dijo echando chispas de ira mientras su mano asía instintivamente el amuleto que pendía de su cuello—. Casi lo había olvidado. Crees que me has inventado. ¿Y qué hay de él? —señaló al otro hombre—. Este es Rajahombres. ¿También lo inventaste tú? Al fin y al cabo en su día trabajó para Capricornio. Muchos dedos de fuego visten ahora el color plateado de la Víbora, aunque algunos de nosotros opinamos que era más ertido servir a Capricornio. Toda esa gentuza finolis del Castillo de la Noche… —escupió despectivamente ante Fenoglio—. No es una casualidad que Cabeza de Víbora ostente una serpiente en su escudo de armas. Hay que arrastrarse ante él, eso es lo que complace al noble señor. Mas ¿qué le vamos a hacer? Paga bien. Eh, Rajahombres, tú que crees, ¿tiene pinta este viejo de haberte inventado? —preguntó a su mudo acompañante.

Rajahombres torció el gesto de su horrenda cara.

—De ser así, maldita sea, no lo hizo muy bien que digamos.

—Cierto —Basta rió—. La verdad es que sólo por la cara que te asignó merece probar el sabor de nuestros cuchillos, ¿a que sí?

Rajahombres. Sí, también lo había inventado a él. Fenoglio sintió náuseas al pensar por qué lo había bautizado así.

—¡Vamos, habla, viejo! —Basta se inclinó tanto que su aliento mentolado acarició su cara—. ¿Dónde está la chica? Si nos lo revelas, quizá te dejemos con vida un rato y enviemos antes a la pequeña a reunirse con su padre. Seguro que ya lo echa de menos. Estaban locos el uno por el otro. ¡Venga, dónde se esconde, escúpelo! —sacó el cuchillo del cinto con parsimonia.

La larga hoja estaba ligeramente curvada. Fenoglio tragó saliva en un intento de tragarse el miedo. Hundió más la mano debajo de la almohada, pero las puntas de sus dedos tropezaron con un pedazo de pan, a buen seguro escondido allí por Cuarzo Rosa. «Tanto mejor», pensó. ¿De qué le habría servido un cuchillo? Basta lo habría ensartado antes de empuñarlo y Rajahombres no digamos. Notó que el sudor se introducía en sus ojos.

—Eh, Basta, sé que te encanta escucharte, pero llevémonoslo de una vez —la voz de Rajahombres resonó como el croar nocturno de los sapos en las colinas. Claro, así la había descrito Fenoglio. Rajahombres, el de la voz de sapo—. Ya lo interrogaremos más tarde, ahora hemos de seguir a los demás —le apremió—. ¡Cualquiera sabe qué medidas adoptará ese príncipe muerto! ¿Qué ocurrirá si ya no nos permite salir por su maldita puerta? ¿Y si manda perseguirnos a sus soldados? ¡Los otros seguro que ya nos sacan millas!

Con un suspiro de pesar, Basta deslizó de nuevo su cuchillo en el cinto.

—Sí, sí, de acuerdo, tienes razón —replicó malhumorado—. Esas cosas llevan su tiempo. Interrogar es un arte, un verdadero arte —agarró brutalmente a Fenoglio y, tras levantarlo de un tirón, lo empujó hacia la puerta—. ¿Como en los viejos tiempos, verdad? —le susurró al oído—. Ya te saqué una vez de tu casa, ¿lo recuerdas? Pórtate tan bien como entonces y seguirás respirando cierto tiempo. Y cuando pasemos junto a la mujer que está en el patio dando de comer a sus cerdos, dile que hemos venido a buscarte para conducirte junto a una vieja amiga, ¿entendido?

Fenoglio se limitó a asentir. Minerva no creería una palabra, ¿pero pediría ayuda?

La mano de Basta presionaba ya el picaporte cuando volvieron a oírse pasos subiendo por la escalera. La vieja madera crujía y gemía. Los niños. Por todos los santos. Pero no fue una voz infantil la que resonó a través de la puerta.

—¿Tejedor de Tinta?

Basta lanzó a Rajahombres una mirada de preocupación, pero Fenoglio había reconocido la voz: Bailanubes, el viejo funámbulo que a veces le había traído algún recado del Príncipe Negro. ¡No le serviría de gran ayuda con su pierna tiesa, seguro! Pero ¿qué noticias le traería? ¿Habría oído el Príncipe Negro algo sobre Meggie?

Basta indicó con un gesto a Rajahombres que se situara a la izquierda de la puerta, mientras él ocupaba la derecha. Luego hizo una seña a Fenoglio… y volvió a extraer el cuchillo del cinto.

Fenoglio abrió la puerta. Era tan baja, que cada vez que la traspasaba se veía obligado a agachar la cabeza. Bailanubes apareció ante él frotándose la rodilla.

—¡Maldita escalera! —despotricó—. Empinada y podrida. Me alegro de encontrarte aquí y no tener que subirla de nuevo. Toma —miró en torno suyo como si la vieja casa tuviera oídos y hundió la mano en la bolsa de cuero que había transportado tantas cartas de pueblo en pueblo—. La chica que vive contigo te lo envía.

Le tendió un trozo de papel con varios dobleces, similar a una de las páginas de la libreta de apuntes de Meggie. La joven odiaba arrancar páginas a los libros, y sobre todo ésta, pues la libreta la había encuadernado su padre. Así pues, la nota debía de ser muy importante… y Basta se la arrebataría en seguida.

—¡Vamos, cógelo! —Bailanubes, impaciente, sostenía la nota ante sus narices—. ¿Sabes la prisa que me he dado en traértela?

Fenoglio alargó la mano a disgusto… consciente de una cosa: Basta no debía recibir el recado de Meggie. Jamás. Sus dedos se cerraron can fuerza alrededor del papel, ocultándolo por completo.

—¡Escucha! —prosiguió Bailanubes en voz baja—. Cabeza de Víbora ha mandado atacar el Campamento Secreto. Dedo Polvoriento…

Fenoglio meneó la cabeza con un gesto casi imperceptible.

—Muy bien. Muchas gracias, lo siento, pero tengo visita —dijo intentando desesperadamente contar a Bailanubes con los ojos lo que no podía pronunciar su boca. Los giraba a izquierda y derecha, intentando señalar la puerta tras la que le esperaban Basta y Rajahombres.

Bailanubes retrocedió.

—¡Corre! —balbució Fenoglio saltando por la puerta.

Bailanubes casi cayó por las escaleras cuando pasó a su lado como una tromba, pero luego lo siguió cojeando. Fenoglio bajó los escalones a toda velocidad. No se volvió hasta llegar abajo. Oyó maldecir a Basta a sus espaldas, la voz de sapo de Rajahombres y los gritos asustados de los niños que estaban en el patio y viniendo de algún sitio, la voz de Minerva, pero para entonces él ya se deslizaba entre los cobertizos y las cuerdas de las que pendía la ropa recién lavada de la mujer. Un cerdo se introdujo entre sus piernas, lo hizo tropezar y caer en medio de la suciedad. Al levantarse vio que Bailanubes no había sido tan rápido como él. ¿Cómo, con su pierna rígida? Basta lo había agarrado por el pescuezo, mientras Rajahombres apartaba de un empujón a Minerva que se había interpuesto con un rastrillo en su camino. Fenoglio se agachó, primero tras un tonel vacío, luego detrás de la pocilga de los cerdos; a cuatro patas se dirigió hacia uno de los cobertizos.

Despina.

La niña lo miraba, boquiabierta. Él se puso un dedo sobre los labios, siguió arrastrándose, pasó con esfuerzo entre unos tablones para dirigirse al escondrijo de los hijos de Minerva. A duras penas cabía dentro, el escondite no estaba pensado para hombres viejos cuyas caderas engordaban poco a poco. Los dos hermanos se metían allí cuando no querían irse a la cama o intentaban escaquearse del trabajo. Habían enseñado su escondite únicamente a Fenoglio, en prueba de su amistad… y a cambio de un buen cuento de fantasmas.

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