—Tres o cuatro semanas —contestó Resa en voz baja—. Eso es lo que necesitaría Mo, dependiendo del grosor del libro.
—Bien, entonces la cosa no es tan grave —Dedo Polvoriento introdujo la mano por la reja y acarició su pelo—. Un par de semanas no son nada comparadas con los años pasados en casa de Capricornio, Resa. Piensa en ello. Recuérdalo cada vez que te sientas impelida a golpearte la cabeza contra la reja. Prométemelo.
Ella asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Comunica a Meggie que estoy bien —susurró—. Y también a Mo, ¿vale? ¿Porque también hablarás con él, no?
—Seguro —mintió Dedo Polvoriento.
¿Qué mal hacía prometiéndoselo? ¿De qué otra manera podía ayudarla? La otra mujer prorrumpió en sollozos. Su llanto resonaba en las paredes mohosas, más alto cada vez.
—¡Maldita sea! ¡Silencio!
Dedo Polvoriento se apretó contra la pared cuando el vigilante se aproximó a la puerta. Era un tipo gordo, un tarugo de hombre, y Dedo Polvoriento contuvo el aliento cuando se detuvo justo a su lado. Durante un instante atroz, Dosdedos miró hacia él como si pudiera verlo, pero después sus ojos continuaron su vagabundeo, inspeccionando la oscuridad en busca quizá de una letra de fuego en la pared.
—¡Deja de llorar! —Resa intentaba calmar a la mujer cuando el vigilante golpeó las rejas con el palo.
Dedo Polvoriento se apretó contra una esquina. La mujer llorosa hundió el rostro en la falda de Resa, y el vigilante, gruñendo, se alejó con torpeza. Dedo Polvoriento aguardó a que se extinguiera el ruido de sus pasos antes de acercarse a la reja. Resa, arrodillada junto a la mujer que seguía apretando el rostro contra su falda, le hablaba en voz baja.
—Resa —musitó él—. He de irme. ¿Han bajado esta noche aquí a un anciano? Un barbero llamado Buho Sanador.
Ella se acercó de nuevo a la reja.
—No —contestó—. Pero los guardianes han hablado de un barbero detenido, que tiene que tratar a todos los enfermos del castillo antes de que lo encierren con nosotros.
—Debe ser él. Salúdalo de mi parte.
Le costaba mucho dejarla tan sola en la oscuridad. Le habría gustado liberarla de la jaula, como hacía con las hadas en los mercados, pero Resa no podía salir volando de allí.
Al pie de la escalera dos vigilantes se burlaban del verdugo, al que Zorro Incendiario solía aligerar, complacido, del trabajo. Dedo Polvoriento se deslizó a su lado con la celeridad de una lagartija, pero a pesar de todo uno se giró hacia él desconcertado. A lo mejor había llegado a su nariz el olor a fuego que envolvía a Dedo Polvoriento como una segunda piel.
Nunca podrás salir igual que entraste.
Francis Spufford
,
El niño hecho por los libros
Mo dormía cuando trajeron a Meggie a su lado. La fiebre lo adormecía, anestesiando los pensamientos que lo mantenían en vela, hora tras hora, día tras día, mientras escuchaba los latidos de su corazón en la celda expuesta a las corrientes de aire donde lo habían encerrado, en lo alto de una de las torres de plata. Por las ventanas enrejadas todavía alumbraba la luna cuando le sobresaltaron unos pasos que se aproximaban.
—¡Despierta, Arrendajo! —el resplandor de una antorcha iluminó la celda y Zorro Incendiario metió de un empujón por la puerta a una figura delgada.
¿Resa? ¿Qué tipo de sueño era ése? ¿Bueno, para variar?
Pero no traían a su mujer, sino a su hija. Mo se incorporó con esfuerzo. Saboreó las lágrimas en el rostro de Meggie cuando ella lo abrazó tan fuerte, que el dolor lo dejó sin aliento. Meggie. Así que también la habían capturado a ella.
—¡Mo! ¡Di algo! —ella cogió su mano, contempló su rostro, preocupada—. ¿Cómo estás? —musitó.
—¡Vivir para ver! —se burló Zorro Incendiario—. Resulta que Arrendajo tiene una hija. Seguro que te contará enseguida que ha venido por su propia voluntad, como ha hecho creer a Cabeza de Víbora. Ha cerrado un trato con él, con la intención de salvarte el cuello. Habrías tenido que oír los cuentos que ha contado. Con esa lengua de ángel que tiene, bien podrías vendérsela a los titiriteros.
Mo ni siquiera le preguntó de qué hablaba. Abrazó a Meggie en cuanto los escoltas que seguían a Zorro Incendiario echaron el cerrojo a la puerta, besó su cara, su frente, cogió su rostro entre las manos, ese rostro que estaba tan seguro de haber visto por última vez en el establo del bosque.
—¡Dios mío, Meggie! —dijo apoyando la espalda contra el frío muro, porque aún no se tenía en pie. Qué alegría de que estuviese allí. Alegría y desesperación a la vez—. ¿Cómo te han capturado?
—Eso no importa. ¡Todo se arreglará, créeme! —acarició su camisa con sangre seca adherida—. Parecías tan enfermo en el establo… Creí que nunca volvería a verte.
—Yo pensé lo mismo cuando encontré la carta encima de tu almohada —él enjugó las lágrimas de sus mejillas, como tantas veces había hecho a lo largo de los años. Qué mayor estaba, casi había dejado de ser una niña, aunque a él se lo seguía pareciendo—. ¡Cielos, cuánto me alegra verte, Meggie! Sé que no debería decirlo. Un buen padre diría: Queridísima hija, ¿por qué te dejas capturar cada vez que me encierran a mí?
Meggie no pudo contener la risa. Pero él veía la preocupación en sus ojos. Ella le pasó los dedos por la cara, como si hubiera descubierto sombras que antes no existían. A lo mejor las Mujeres Blancas habían dejado impresas las huellas de sus dedos, aunque no se lo hubieran llevado con ellas.
—¡No te preocupes! Me encuentro mejor, mucho mejor, y tú sabes por qué —le apartó el pelo de la frente, que tanto se parecía al de su madre. Le dolía pensar en Resa, era como una espina clavada—. Fueron palabras poderosas. ¿Te las escribió Fenoglio?
Meggie asintió.
—¡Y me ha escrito más! —le susurró al oído—. Palabras que te salvarán a ti, a Resa, y a todos los demás.
Palabras. La vida entera de Mo parecía tejida de palabras, su vida igual que su muerte.
—Han encerrado en las mazmorras situadas debajo del castillo a tu madre y a los demás —él recordaba demasiado bien la descripción de Fenoglio:
Las mazmorras del Castillo de la Noche, donde el miedo se pegaba a las paredes como moho y jamás calentaba las negras piedras un rayo de sol…
¿Qué palabras sacarían a Resa de allí y a él de esa torre de plata?
—¿Mo? —Meggie apoyó la mano en su hombro—. ¿Eres capaz de trabajar?
—¿De trabajar? ¿Por qué? —no pudo evitar una sonrisa. Por primera vez desde hacía mucho, mucho tiempo—. ¿Crees que Cabeza de Víbora va a olvidar su propósito de ahorcarme si restauro sus libros?
Él no la interrumpió mientras le contaba con voz ronca la idea que se le había ocurrido a Fenoglio para salvarlo. Se incorporó en el saco de paja donde había yacido los últimos días y noches, contando las muescas que otros desgraciados habían grabado en los muros. Escuchó a su hija, atento. Y cuanto más contaba ella, más disparatado le parecía el plan de Fenoglio, pero cuando terminó, Mo sacudió la cabeza… y sonrió.
—¡No está nada mal! —exclamó en voz baja—. No, ese viejo zorro no es tonto y conoce su historia.
«Lástima que Mortola también conozca ahora la versión modificada», añadió para sí. Meggie, como tantas veces, pareció ainar sus pensamientos. Lo vio en sus ojos. Le acarició con el índice el lomo de la nariz como solía hacer cuando era pequeña, tan pequeña que su mano apenas abarcaba su dedo. Pequeña Meggie, adulta Meggie, valerosa Meggie…
—Madre mía, eres mucho más valiente que yo —se admiró—. Has negociado con Cabeza de Víbora. En serio, me habría gustado presenciarlo.
Meggie le echó los brazos al cuello y acarició su rostro fatigado.
—Ya lo verás, Mo —musitó—. Las palabras de Fenoglio siempre se hacen realidad, en este mundo aún más que en el otro. Al fin y al cabo te curaron, ¿no?
Su padre asintió. Si hubiera dicho algo, ella habría notado en su voz que le costaba trabajo creer en un final feliz. Incluso cuando era más pequeña, Meggie siempre notaba en el acto cuando algo le agobiaba, pero entonces resultaba sencillo distraerla con un chiste, un juego de palabras, un cuento. Ahora, sin embargo, no era tan fácil. Nadie podía vislumbrar el corazón de Mo con tanta facilidad como Meggie, salvo su madre. Resa lo miraba igual.
—Seguro que habrás oído comentar por qué me han traído hasta aquí, ¿verdad? —preguntó—. Dicen que soy un bandolero famoso. ¿Recuerdas cómo jugábamos siempre a Robin Hood?
Meggie asintió.
—Tú siempre querías ser Robin.
—Y tú, el sheriff de Nottingham. «Los malos son más fuertes, Mo», decías siempre. Niña lista. ¿Sabes cómo me llaman? El nombre te gustará.
—Arrendajo —susurró Meggie.
—Exacto. ¿Qué te parece? Creo que hay pocas esperanzas de que el auténtico Arrendajo reclame su nombre antes de mi ejecución.
Con qué seriedad le miraba. Como si supiera algo que él desconocía.
—No hay ningún otro, Mo —dijo en voz baja—.
Tú
eres Arrendajo —le subió la manga en silencio y acarició con el dedo la cicatriz que habían dejado los perros de Basta—. La herida sanó justo cuando estábamos en casa de Fenoglio. Él te dio una pomada para que cicatrizase mejor, ¿lo recuerdas?
Su padre no entendía una palabra.
—Bueno, ¿y qué?
—Tú eres Arrendajo —repitió Meggie—, nadie más. Fenoglio escribió las canciones sobre él. Son todas inventadas, porque opinaba que en su mundo faltaba un bandolero… ¡y te utilizó como modelo!
En mi imaginación tu padre era un bandolero magnífico,
así me lo escribió.
A Mo le costó un buen rato comprender el verdadero sentido de estas palabras. De repente, no pudo contener la risa, tan ruidosa que el centinela abrió la mirilla enrejada de la puerta y espió dentro, desconfiado. Mo contuvo la risa y le devolvió la mirada hasta que el hombre desapareció mascullando un juramento. Luego apoyó la cabeza en la pared situada a su espalda y cerró los ojos.
—Lo siento, Mo —musitó Meggie—. Lo siento muchísimo. A veces Fenoglio es un viejo etoso.
—Qué le vamos a hacer.
A lo mejor por eso le resultó tan fácil a Orfeo traerlo hasta allí. Porque de todos modos ya estaba dentro de la historia.
—¿Tú qué crees? —inquirió—. ¿Debo sentirme honrado o retorcer el pescuezo al viejo Fenoglio?
Meggie apoyó la mano en su frente.
—Estás ardiendo. Túmbate, vamos. Tienes que descansar.
Cuántas veces le había dicho él lo mismo, cuántas noches había pasado al borde de su cama… Sarampión, varicela, escarlatina…
—Cielo santo, Meggie —gimió cuando ella contrajo la tosferina—. ¿Te has propuesto coger todas las enfermedades infantiles?
La fiebre vertía plomo ardiente en sus venas, y cuando Meggie se inclinó sobre él, creyó por un momento que era Resa la que se sentaba a su lado. Pero los cabellos de Meggie eran más claros.
—¿Dónde se han metido Dedo Polvoriento y Farid? ¿No estaban contigo? ¿También los han capturado a ellos? —la fiebre lastraba su lengua.
—No. Creo que no. ¿Sabías que Dedo Polvoriento tiene mujer?
—Sí. Basta le rajó la cara por su causa. ¿La has visto?
Meggie asintió.
—Es bellísima. Farid está celoso de ella.
—¿De veras? Creía que estaba enamorado de ti.
Su hija se puso colorada como un tomate.
—¿Meggie? —Mo se incorporó. ¡Demonios, cuándo desaparecería por fin esa fiebre que lo dejaba exhausto como un viejo!—. ¡Oh, no! —comentó en voz baja—. Me he perdido algo. Mi hija se enamora y yo me lo pierdo. Otra razón más para maldecir este condenado libro. ¡Deberías haberte quedado con Farid! Ya me las habría arreglado solo.
—No lo habrías conseguido. ¡Te habrían ahorcado!
—Aún cabe esa posibilidad. Ahora el chico seguro que está preocupadísimo por ti. Pobre hombre. ¿Te ha besado?
—¡Mo! —ella apartó la cara avergonzada, pero sonrió.
—Necesito saberlo. Creo que tengo incluso que autorizarlo, ¿no crees?
—¡Mo, déjalo ya! —le propinó un codazo en el costado, como siempre que la hacía rabiar… y se asustó cuando él esbozó una mueca de dolor—. Perdona —musitó.
—Bueno, mientras me duela significa que estoy vivo.
El viento trajo hasta sus oídos ruido de cascos y tintineo de armas. Unas voces resonaron en medio de la noche.
—¿Sabes una cosa? —dijo Meggie en voz baja—. Jugaremos a nuestro viejo juego. Nos imaginaremos que estamos dentro de otra historia. En Hobbiton, quizá, que es bastante tranquilo, o con los gansos salvajes con Wart. ¿Qué te parece?
Ella calló un buen rato. Luego le cogió la mano y musitó:
—Me encantaría imaginar que estamos juntos en el Bosque Impenetrable. Tú, yo y Resa. Entonces os enseñaría las hadas, los elfos de fuego, los Árboles Susurrantes y… no, espera, ¡el taller de Balbulus! Sí. Allí me gustaría estar contigo. Es un iluminador de libros, Mo. En el castillo de Umbra. ¡El mejor de todos! Podrías examinar los pinceles y los colores…
Qué repentina excitación denotaba su voz. Aún era capaz de olvidarse de todo como una niña, de la puerta cerrada y de la horca en el patio. Le bastaba con pensar en unos pinceles sutiles.
—De acuerdo —contestó Mo volviendo a acariciar sus claros cabellos—. Como quieras. Imaginemos que estamos en el castillo de Umbra. Me encantaría ver esos pinceles.
Soñé un libro sin límites,
Un libro descosido,
Las hojas dispersas en fantástica abundancia,
En cada línea trazado un nuevo horizonte,
Nuevos cielos presuntos,
Nuevos estados, nuevas almas.
Clive Barker
,
Abarat
Farid aguardaba junto a la estatua, según habían convenido. Escondido detrás. Obviamente se resistía a creer que era invisible… y aún no había isado a Meggie. Dedo Polvoriento lo percibió en su voz. Sonaba ronca de decepción.
—Entré en la torre. Hasta vi la celda, pero está demasiado bien custodiada. Y en la cocina decían que es una bruja ¡y que la matarán junto con su padre!
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué te figurabas? ¿Algo más?
—Sí, algo sobre Zorro Incendiario. Que va a devolver a Cósimo al reino de los muertos.
—Aja. ¿Y del Príncipe Negro?
—Lo buscan, pero no dan con él. Dicen que el oso y él pueden cambiar de figura, de manera que a veces el oso se convierte en el Príncipe, y el Príncipe en el oso. ¡Y que es capaz de volar, de hacerse invisible y que salvará a Arrendajo!