Sangre de tinta (27 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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Elinor suspiró.

Sí. Lo sabía. Rostros machacados, piernas rígidas, pérdida de voz… y él tenía miedo, por descontado. Seguramente aún más que ella, porque Darius conocía mucho mejor a Mortola y a Basta…

—Sí, sí, de acuerdo. Tienes razón —murmuró Elinor y empezó a colocar, distraída, las latas de conservas… Salsa de tomate, raviolis (no demasiado suculentos), alubias rojas… A Mortimer le gustaban las alubias rojas. Ahí estaba de nuevo el cosquilleo en su nariz.

—¡Bien! —exclamó ella dando media vuelta, muy decidida—. Entonces tendrá que hacerlo el tal Orfeo.

Qué serena y sensata sonó su voz. Sí, era una actriz consumada. Elinor ya lo había reconocido una vez, estando en la iglesia de Capricornio, cuando todo parecía perdido… Y pensándolo bien, entonces todo tenía incluso una pinta más sombría.

Darius la miró sin comprender.

—¡No me mires así, por Dios! —le espetó Elinor—. Yo tampoco sé aún cómo lo convenceremos. Todavía no.

Comenzó a pasear arriba y abajo, entre las estanterías, entre las latas y frascos.

—Él es vanidoso, Darius —susurró—. Muy vanidoso. ¿Te fijaste en cómo se demudó su rostro cuando comprendió que Meggie había logrado lo que él intenta en vano desde hace años? Seguro que le gustaría interrogarla —se detuvo bruscamente y miró a Darius—, saber cómo lo consiguió.

Darius dejó de bombear.

—Sí. Pero para eso Meggie tendría que estar aquí.

Se miraron.

—Lo haremos de la siguiente forma, Darius —cuchicheó Elinor—. ¡Conseguiremos que Orfeo traiga de vuelta a Meggie, y entonces ella volverá a leer para traer hasta aquí a Mortimer y Resa, con las mismas palabras que él utilizó para ellos! ¡Debería dar resultado! ¡Sí!

Reanudó su vagabundeo como la pantera del poema que tanto le gustaba… Su mirada, sin embargo, ya no era desesperada. Tenía que actuar con habilidad. El tal Orfeo era listo. «Tú también lo eres, Elinor», se dijo a sí misma. «¡Sencillamente, inténtalo!»

Sin poder evitarlo, recordó la mirada que Mortola había dirigido a Mortimer. ¿Qué ocurriría si era ya demasiado tarde, si…? ¡Bah!

Elinor adelantó el mentón, echó los hombros atrás, marchó con paso decidido hacia la puerta del sótano y golpeó el metal lacado en blanco con la palma de la mano.

—¡Eh! —gritó—. ¡Eh, Armario! ¡Abre! ¡Tengo que hablar con Orfeo! ¡Sin tardanza!

Pero nada se movió detrás de la puerta… Elinor dejó caer la mano. Por un momento acudió a su mente el horrible pensamiento de que esos dos se habían largado dejándolos allí solos, encerrados. «¡Y aquí abajo no hay ni un miserable abrelatas!», pensó súbitamente. Qué final tan ridículo. Muertos de hambre entre montones de latas de conserva. Estaba levantando ambas manos para volver a aporrear la puerta, cuando oyó pasos en el exterior, unos pasos que se alejaban y subían por la escalera que conducía desde el sótano al vestíbulo de su casa.

—¡Eh! —gritó tan alto que Darius dio un respingo a sus espaldas—. ¡Eh, espera, Armario! ¡Abre! ¡Tengo que hablar con Orfeo!

Pero fuera reinaba el silencio. Elinor cayó de rodillas delante de la puerta. Notó cómo Darius aparecía a su lado y apoyaba tímidamente la mano sobre su hombro.

—Ya volverá —advirtió él en voz baja—. Al menos todavía siguen ahí, ¿no es cierto? —y a continuación se acercó a la colchoneta hinchable.

Elinor, sin embargo, se quedó sentada, con la espalda apoyada en la fría puerta del sótano, escuchando el silencio. Allí abajo no se oían ni siquiera los pájaros, ni el canto tenue de un grillo. «Meggie los traerá de regreso», pensaba. «¡Meggie los traerá de regreso!» ¿Pero qué pasaría si sus padres llevaban ya mucho tiempo…?

«No lo pienses, Elinor. No lo pienses.»

Cerró los ojos y oyó a Darius bombeando de nuevo.

«¡Lo habría notado!», pensaba ella. «Sí, lo habría percibido. Si les hubiera sucedido algo, me habría dado cuenta. ¡Todas las historias lo dicen, y es imposible que
todas
mientan!»

EL CAMPAMENTO DEL BOSQUE

Pensé que decía con cada tic:

Estoy tan enfermo, tan enfermo, tan enfermo;

Oh Muerte, ven corriendo, ven corriendo, ven corriendo.

Francis Cornford
,
El reloj

Resa no sabía cuánto tiempo llevaba sentada en la penumbra de la oscura cueva que servía de dormitorio a los titiriteros sosteniendo la mano de Mo. Una de las mujeres le trajo algo de comer y de vez en cuando entraba, veloz, uno de los niños, se apoyaba contra la pared de la cueva y escuchaba, atento, lo que ella contaba en voz baja a Mo… de Meggie y Elinor, de Darius, de la biblioteca, de los libros y de su taller en los que él los curaba de enfermedades y heridas tan graves como la suya… Qué extrañas debían parecerles a los titiriteros sus historias de otro mundo, inédito. Y sobre todo qué extraño debía antojárseles que ella hablase con alguien que yacía inmóvil con los ojos cerrados, como si jamás pudiera volver a abrirlos.

La vieja había regresado a la fortaleza de Capricornio con tres hombres justo cuando la quinta Mujer Blanca apareció en la escalera. El trayecto no había sido demasiado largo. Resa había visto guardianes entre los árboles cuando entraron en el campamento. Los vigilantes eran tullidos y ancianos, mujeres con niños pequeños… pero al parecer también personas que se limitaban a descansar allí de la ajetreada vida por los caminos.

—Del príncipe —había respondido uno de los titiriteros que habían traído a Mo cuando Resa le preguntó de dónde procedían la comida y la ropa de toda esa gente. Y cuando ella había preguntado a qué príncipe se refería, se limitó a entregarle una piedra negra como respuesta.

A la vieja que había aparecido tan de repente a la puerta de la fortaleza de Capricornio la llamaban Ortiga. Todos la trataban con respeto y seguramente también con un cierto temor. Resa había tenido que ayudarla cuando ella quemó la herida de Mo. Aún se sentía mal siempre que lo recordaba. Después había ayudado a la anciana a vendar la herida, y atendido todas sus indicaciones.

—Si dentro de tres días todavía respira, quizá sobreviva —había dicho antes de dejarla sola en la cueva que los protegía de los animales salvajes, del sol y la lluvia, pero no del miedo y ni de los negros pensamientos desesperados.

Tres días. Fuera oscureció y volvió a clarear, luz y de nuevo oscuridad, y cada vez que volvía Ortiga y se inclinaba sobre Mo, Resa buscaba desesperadamente en su rostro un rayo de esperanza, pero el rostro de la anciana permanecía inexpresivo. Transcurrieron tres días y Mo seguía respirando, pero simplemente se negaba a abrir los ojos.

En la cueva olía a setas, la comida favorita de los duendes, seguramente antaño habría vivido allí una horda de ellos. Ahora el olor a setas se mezclaba con el de las ramas secas. Los titiriteros habían esparcido sobre el frío suelo de la cueva ramas y hierbas aromáticas. Tomillo, reina de los prados, asperilla… Resa frotó las hojas secas entre sus dedos mientras estaba sentada y refrescaba la frente de Mo, que desde hacía mucho ardía. El aroma del tomillo le recordó un cuento de hadas que él le había leído, hacía una eternidad, cuando él todavía ignoraba que su voz podía hacer salir de las letras a alguien como Capricornio.
No traigas a casa tomillo silvestre,
se decía en él,
pues augura desgracia.
Resa arrojó lejos los duros tallos y se limpió en el vestido el aroma de los dedos.

Una de las mujeres volvió a traerle algo de comer y se sentó un momento a su lado, silenciosa, como si quisiera brindarle algún consuelo con su presencia. Poco después entraron también tres hombres, pero se quedaron a la entrada de la cueva limitándose a observar desde lejos a Mo, cuchicheando entre sí, mientras los miraban.

—¿Es grata nuestra presencia aquí? —preguntó Resa a Ortiga en una de sus silenciosas visitas—. Creo que hablan de nosotros.

—¡Déjalos que hablen! —se limitó a contestar la anciana—. Les he contado que fuisteis atacados por salteadores de caminos, pero naturalmente eso no les basta. Una mujer hermosa, un hombre con una extraña herida, ¿de dónde vendrán? ¿Qué les habrá sucedido? Sienten curiosidad. Y si eres lista, no dejarás que contemplen la cicatriz de su brazo.

—¿Por qué? —le preguntó Resa sin comprender.

La anciana la observó como si quisiera escudriñar el interior de su corazón.

—Bueno, si de verdad no lo sabes, entonces será mejor que sigas ignorándolo —replicó—. Y déjalos que hablen. ¿Qué otra cosa iban a hacer si no? Algunos vienen aquí a esperar la muerte, otros a que la vida comience al fin, y algunos sólo viven de las historias que les cuentan. Funámbulos, tragafuegos, campesinos, príncipes… todos son iguales, de carne y hueso, y disponen de un corazón que sabe que tarde o temprano dejará de latir.

Tragafuegos. El corazón de Resa dio un brinco cuando Ortiga pronunció esa palabra. Claro. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

—¡Perdona! —exclamó cuando la vieja había alcanzado la entrada de la cueva—. Seguramente conoces a muchos titiriteros. ¿No hay uno entre ellos que se llame Dedo Polvoriento?

Ortiga se volvió tan despacio como si primero tuviera que decidir si quería responder.

—¿Dedo Polvoriento? —contestó, enfurruñada—. No hallarás a un solo titiritero que no lo conozca, pero nadie lo ha visto desde hace años. A pesar de que corren rumores sobre su regreso.

«Sí, ha vuelto», pensó Resa, «y me ayudará igual que le ayudé yo, en el otro mundo».

—¡Tengo que mandarle recado! —ella misma notó lo desesperada que sonaba su voz—. Por favor.

Ortiga la contempló hierática.

—Bailanubes está aquí —dijo al fin—. Vuelve a dolerle la pierna, pero en cuanto mejore, seguirá su camino. Pregúntale si quiere hacer averiguaciones para ti y llevar tu recado.

A continuación se fue.

Bailanubes.

Fuera oscurecía y con la negrura llegaron hombres, niños y mujeres a la cueva y se echaron a dormir sobre el follaje, apartados de ella, como si la inmovilidad de Mo fuese contagiosa. Una de las mujeres le trajo una antorcha que dibujaba sombras convulsas en las paredes de la cueva, sombras que hacían muecas y acariciaban con sus dedos negros la cara pálida de Mo. El fuego no mantenía lejos a las Mujeres Blancas, aunque se decía que lo codiciaban y lo temían al mismo tiempo. Una y otra vez aparecían en la cueva, como pálidos reflejos, los rostros formados de niebla. Tras aproximarse, desaparecían, seguramente ahuyentadas por el aroma acre de las hojas con las que Ortiga había rodeado el lecho de Mo.

—Las mantiene lejos —había dicho la anciana—, pero a pesar de todo, debes vigilar.

Uno de los niños lloraba en sueños. Su madre lo consoló acariciándole el pelo, y Resa no pudo evitar pensar en Meggie. ¿Estaría sola o seguiría el chico con ella? ¿Estaba alegre, triste, enferma, sana? Cuántas veces se había planteado esas preguntas, como si confiase en recibir respuesta de alguna parte.

Una mujer le trajo agua fresca. Resa le sonrió agradecida… y le preguntó por Bailanubes.

—A ése siempre le gusta dormir al raso —contestó ella señalando hacia fuera.

Hacía rato que Resa no había vuelto a ver a ninguna Mujer Blanca, pero a pesar de todo despertó a una de las mujeres que se habían ofrecido a relevarla durante la noche. Después sorteó a los durmientes y salió al exterior.

La luna brillaba más clara que cualquier antorcha a través del espeso techo de hojas. Unos hombres se sentaban alrededor de una hoguera. Resa se les acercó vacilante, con el vestido que no pegaba nada allí; pues incluso para una juglaresa terminaba demasiado alto por encima de los tobillos y encima estaba roto.

Los hombres la miraron, desconfiados y curiosos a la vez.

—¿Es Bailanubes uno de vosotros?

Un hombre menudo y flaco, desdentado y seguramente ni la mitad de viejo que parecía, le propinó un codazo en el costado al titiritero que se sentaba a su lado.

—¿Por qué lo preguntas? —la expresión era amistosa, pero la mirada vigilante.

—Ortiga dice que a lo mejor llevaría un recado para mí.

—¿Un recado? ¿A quién? —el hombre, estirando su pierna izquierda, se frotó la rodilla como si le doliese.

—A un tragafuego. Dedo Polvoriento es su nombre. Su cara…

Bailanubes se pasó el dedo por la mejilla.

—Tres cicatrices, sí, ya lo sé. ¿Qué deseas de él?

—Querría que le llevases esto —Resa se arrodilló junto al fuego y rebuscó en el bolsillo de su vestido.

Siempre llevaba consigo papel y lápiz, durante años habían sustituido a su lengua. Ahora había recuperado la voz, pero para la noticia dirigida a Dedo Polvoriento era más útil una lengua de madera. Comenzó a escribir con dedos temblorosos, sin fijarse en los ojos desconfiados que seguían los movimientos de su mano como si hiciera algo prohibido.

—Sabe escribir —constató el desdentado.

La desaprobación de su voz era imposible de pasar por alto. Hacía una eternidad que Resa se había sentado en los mercados de los pueblos al otro lado del bosque, vistiendo ropas de hombre, el pelo muy corto, porque no había sabido otra forma de ganarse la vida salvo escribiendo… un oficio que en ese mundo estaba prohibido a las mujeres. El castigo era la esclavitud, y una esclava había hecho de ella, la esclava de Mortola. Porque fue ella la que descubrió su disfraz y se la llevó como recompensa a la fortaleza de Capricornio.

—Dedo Polvoriento no podrá leerlo —afirmó Bailanubes con voz serena.

—Sí, sí que podrá. Yo le enseñé.

Con qué incredulidad la miraban. Letras. Objetos enigmáticos, instrumentos de los ricos, no pensados para titiriteros y menos aún para mujeres…

Sólo Bailanubes sonrió.

—Menuda noticia. Dedo Polvoriento sabe leer —murmuró en voz baja—. Bien, pero yo no. Así que será mejor que me digas lo que has escrito, para que también pueda transmitirle tus palabras si perdiera tu nota. Con las palabras escritas eso es muy fácil, mucho más que con las que uno guarda en su cabeza.

Resa miró a Bailanubes a la cara.
Confías con demasiada rapidez en la gente…
¡Cuántas veces se lo había repetido Dedo Polvoriento!, mas ¿qué otra opción tenía? Repitió en voz baja lo que había escrito:
«Querido Dedo Polvoriento, estoy con Mo en el campamento de los titiriteros, en el corazón del Bosque Impenetrable. Mortola y Basta nos trajeron hasta aquí y Mortola»,
se le quebró la voz al pronunciar el nombre,
«Mortola disparó contra Mo. Meggie también está aquí. No sé dónde, pero por favor, búscala y tráela a mi lado. Protégela igual que intentaste hacer conmigo. ¡Pero guárdate de Basta! Resa».

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