—Sí, ya lo he oído. Y parece que Cabeza de Víbora sigue sin profesarte mucho cariño. ¿Qué has hecho para que te amenace con la horca? ¿Tu oso se ha llevado a uno de sus ciervos?
Dedo Polvoriento acarició la piel erizada de Furtivo; la marta no quitaba ojo de encima al oso.
—Oh, créeme, la Víbora no se imagina ni la mitad de mis actos, pues de lo contrario hace ya mucho que colgaría de las almenas del Castillo de la Noche.
—¿Ah, sí? —el funámbulo, sentado por encima de ellos en su cuerda, rodeado por sus pájaros, bamboleaba las piernas como si el hervidero de gente le importase un pimiento—. Príncipe, no me gusta la expresión de tus ojos —dijo Dedo Polvoriento alzando la vista hacia el titiritero—. No enojes más a Cabeza de Víbora, o mandará perseguirte, como ha hecho con otros. ¡Entonces ni siquiera a este lado del bosque estarás seguro!
Alguien le tiró de la manga. Dedo Polvoriento se volvió tan impetuosamente que Farid retrocedió, asustado.
—¡Perdona! —balbució inseguro, saludando al príncipe con una inclinación de cabeza—. Meggie está aquí. ¡Con Fenoglio! —agregó excitado como si se hubiera topado con el Príncipe Orondo en persona.
—¿Dónde? —Dedo Polvoriento acechó a su alrededor, pero Farid clavaba los ojos en el oso, que había colocado su hocico sobre la cabeza del príncipe con ternura.
—¿Dónde? —repitió impaciente Dedo Polvoriento. Fenoglio era en verdad la última persona a la que deseaba encontrar.
—¡Ahí al fondo, justo detrás de la tribuna!
Dedo Polvoriento atisbo en la dirección que señalaba el dedo de Farid. En efecto, allí estaba el viejo con dos niños a su lado, igual que cuando lo vio por primera vez. La hija de Lengua de Brujo estaba junto a él. Había crecido, y se parecía aún más a su madre. Dedo Polvoriento masculló una maldición en voz baja. ¿Qué buscaban allí, en su historia? No tenían nada que hacer en ella, y él tampoco en la suya. «¿Eso crees?», se burló una voz interior. «Seguramente el viejo piensa de otra manera. ¿Has olvidado ya que él pretende ser el creador de todo este mundo?»
—No quiero verle —dijo a Farid—. El viejo trae consigo la desgracia y cosas peores, recuérdalo.
—¿Se refiere el chico al Tejedor de Tinta? —el príncipe se acercó tanto al costado de Dedo Polvoriento que la marta le bufó—. ¿Qué tienes contra él? Escribe buenas canciones.
«Y también otras cosas. ¡Quién sabe lo que habrá escrito sobre ti!», añadió Dedo Polvoriento en su mente. «Unas cuantas palabras bien colocadas y eres hombre muerto, príncipe.»
Farid seguía mirando a la muchacha.
—¿Y a Meggie? ¿Tampoco quieres verla? —su voz traslucía decepción—. Ha preguntado por ti.
—Salúdala de mi parte. Ella lo entenderá. ¡Y ahora márchate, camina! Te lo noto, sigues enamorado de ella. ¿Cómo describiste entonces sus ojos? ¿Pequeños trozos de cielo?
Farid se puso rojo escarlata.
—¡Olvídalo! —exclamó malhumorado.
Pero Dedo Polvoriento, agarrándolo por los hombros, le dio la vuelta.
—¡Vete! —exclamó—. Vete y dale recuerdos de mi parte. Pero hazle saber que debe abstenerse de pronunciar mi nombre con su boca de poderosa magia, ¿entendido?
Farid lanzó una última ojeada al oso, asintió… y regresó junto a la joven con desesperante lentitud, como si quisiera demostrar que no tenía excesiva prisa por regresar a su lado. También ella se esforzaba por no mirarlo, mientras se estiraba con timidez las mangas del vestido. Por su aspecto, parecía pertenecer a aquel lugar, una doncella de casa no muy rica, quizá hija de un campesino o un artesano. Bueno, su padre era artesano, ¿no?, aunque de gran talento. A lo mejor miraba con excesiva libertad. Allí las jóvenes no solían hacerlo, mantenían la cabeza baja… y a su edad, a veces ya estaban casadas. ¿Pensaría en algo así su hija? Roxana no le había contado nada.
—El chico es bueno. Ya supera a Pájaro Tiznado —el príncipe alargó la mano hacia la marta… y la retiró cuando Furtivo le enseñó los dientes.
—Eso no es un arte.
La mirada de Dedo Polvoriento se posó en Fenoglio. Tejedor de Tinta, conque así lo llamaban. Qué satisfecho parecía el hombre que había escrito su muerte. Había previsto para él una cuchillada en la espalda, tan honda que le alcanzase el corazón. Dedo Polvoriento, inconscientemente, se llevó la mano entre los omóplatos. Sí, en cierto momento acabó por leer las palabras mortales de Fenoglio. Fue una noche, en el otro mundo, en que se había desvelado e intentaba en vano recordar el rostro de Roxana.
¡No puedes volver!
Una y otra vez había oído pronunciar las palabras a Meggie.
Alguno de los secuaces de Capricornio te está esperando. Ellos desean matar a Gwin, pero tú intentas ayudarla y te matan a ti.
Con dedos temblorosos había sacado el libro de su mochila y lo había abierto para buscar su muerte entre las páginas. Leyó una y otra vez lo que figuraba allí, negro sobre blanco. Después había decidido abandonar a Gwin si alguna vez regresaba… Dedo Polvoriento acarició el espeso rabo de Furtivo. No, seguramente no había sido una medida inteligente capturar a otra marta.
—¿Qué te sucede? De pronto has puesto una cara como si te hubiera señalado el verdugo —el príncipe le pasó el brazo por los hombros, mientras su oso, llevado por la curiosidad, olfateaba la mochila de Dedo Polvoriento—. Seguro que el chico ya te habrá contado que lo recogimos en el bosque, ¿no? Decía, muy alterado, que había venido para prevenirte. Cuando dijo de quién, algunos de mis hombres se llevaron la mano al cuchillo.
Basta. Dedo Polvoriento se pasó el dedo por la mejilla cubierta de cicatrices.
—Sí, seguro que él también ha vuelto.
—¿Con su señor?
—No. Capricornio ha muerto. Yo presencié su muerte.
El Príncipe Negro metió la mano en el hocico de su oso y le acarició la lengua.
—Esa es una buena noticia. Tampoco habría mucho a lo que podría regresar, sólo quedan unos muros derruidos por el fuego. La única que vagabundea por allí es Ortiga. Jura que en ningún sitio crece la milenrama mejor que en la antigua fortaleza de los incendiarios.
Dedo Polvoriento vio a Fenoglio acechando en su dirección. También Meggie miraba hacia allí. Rápidamente les dio la espalda.
—Ahora tenemos un campamento cerca de allí, ya sabes, junto a las viejas cuevas de los duendes —prosiguió el príncipe bajando la voz—. Desde que Cósimo ahumó a los incendiarios, las cuevas nos han vuelto a ofrecer buen cobijo. Sólo los titiriteros conocen su existencia. Viejos, achacosos, tullidos, mujeres cansadas de vivir en la calle con sus hijos… todos ellos descansan allí una temporada. ¿Sabes una cosa? El Campamento Secreto sería un buen lugar para relatar tu historia. Esa que resulta tan increíble. Yo suelo estar allí por el oso, se torna gruñón cuando está demasiado tiempo entre muros firmes. Roxana puede indicarte el camino, pues conoce el bosque casi tan bien como tú.
—Conozco las viejas cuevas de los duendes —reconoció Dedo Polvoriento. Se había ocultado allí de los hombres de Capricornio en alguna ocasión. Pero no estaba seguro de querer contar de verdad al príncipe sus experiencias de los diez últimos años.
—¡Seis antorchas! —Farid, de nuevo a su lado, se restregaba en los pantalones el tizne de los dedos—. He hecho juegos malabares con seis antorchas y no se me ha caído ni una. Creo que le ha gustado.
Dedo Polvoriento reprimió una sonrisa.
—Seguramente.
Dos titiriteros se habían llevado aparte al príncipe. Dedo Polvoriento no estaba seguro de conocerlos, y por precaución les dio la espalda.
—¿Sabes que todos hablan de ti? —Farid, hirviendo de excitación, abría los ojos como platos—. Tu regreso corre de boca en boca. Creo que algunos te han reconocido.
—¿Ah, sí? —Dedo Polvoriento miró incómodo a su alrededor.
Su hija continuaba tras el sillón del principito. Él no le había hablado de ella a Farid. Bastante celoso estaba ya de Roxana.
—¡Dicen que nunca hubo un tragafuego como tú! Ese otro de ahí enfrente, al que llaman Pájaro Tiznado —Farid introdujo un trozo de pan en la boca de Furtivo—, me ha preguntado por ti, pero no sabía si querías verle o no. Dice que te conoce, ¿es cierto?
—Sí, pero no quiero verlo.
Dedo Polvoriento se dio la vuelta. El funámbulo había acabado por bajar de su cuerda. Bailanubes hablaba con él mientras señalaba en su dirección. Iba siendo hora de largarse. Deseaba de buen grado volver a verlos a todos, pero no ese día, ni allí…
—Ya es suficiente —advirtió a Farid—. Quédate aquí y gana unas monedas para nosotros. Si quieres encontrarme, estaré en casa de Roxana.
En la tribuna, la Fea tendía a su hijo una escarcela bordada en oro. El pequeño hundió su mano redonda en el interior y lanzó unas monedas a los titiriteros, que se agacharon a toda prisa para recogerlas del polvo. Dedo Polvoriento lanzó una postrera mirada al Príncipe Negro y se alejó de allí.
¿Qué diría Roxana cuando supiera que no había cruzado una sola palabra con su hija?
Conocía la respuesta. Se reiría. Sabía demasiado bien lo cobarde que era en ciertas ocasiones.
Soy como un orfebre que martillea día y noche.
Sólo así puedo transformar el dolor
En un ornamento de oro, delicado cual las alas de una cigarra.
Xi Murong
,
El valor de la poesía
Ahí estaban de nuevo. Mo las sentía acercarse, las veía incluso con los ojos cerrados… Las Mujeres Blancas, de rostros de extrema palidez y mirada incolora y fría. El mundo se componía de unas sombras blancas en la oscuridad y de su pecho dolorido y rojo. Perdía fuerzas con cada respiración. Respirar. ¿No había sido muy fácil hasta entonces? Ahora le costaba, le costaba tanto como si ya lo hubieran enterrado y la tierra se amontonase sobre su pecho, sobre el dolor que ardía y martilleaba. No se podía mover. Su cuerpo inservible era una cárcel en llamas. Quiso abrir los ojos, pero sus párpados le pesaban como si fueran de piedra. Todo estaba perdido. Sólo quedaban las palabras: dolor, miedo, muerte. Palabras blancas. Incoloras, exánimes. Sólo el dolor era rojo.
«¿Es esto la muerte?», se preguntó Mo. «¿Esta nada repleta de sombras que palidecen?» A veces creía percibir los dedos de las mujeres pálidas tocando su pecho dolorido como si quisieran estrujarle el corazón. Su aliento le acariciaba el rostro caliente susurrándole un nombre, pero no era el que él recordaba. Arrendajo, musitaban ellas.
Sus voces parecían hechas de nostalgia fría, de pura nostalgia. «Es muy fácil», susurraban, «ni siquiera necesitas abrir los ojos. Ya no habrá dolor, ni oscuridad. Levántate», musitaban, «ya es tiempo», y deslizaban sus dedos blancos entre los suyos, de un prodigioso frescor por encima de su piel ardiente.
Sin embargo, la otra voz le impedía ir. Atravesaba los susurros confusa, apenas perceptible, extraña, casi malsonante entre los murmullos de las sombras. «¡Cállate!», intentó decirle con su lengua pétrea. «¡Cállate, por favor, déjame marchar!» Porque sólo esa voz lo retenía en la morada ardiente que era su cuerpo. La voz, sin embargo, seguía hablando.
Y él la conocía, pero ¿de qué? No conseguía recordarlo. Hacía mucho tiempo que la había oído por última vez, demasiado tiempo…
Las estanterías, muy altas, se curvan
Bajo mil almas durmientes.
Silencio, preñado de esperanza…
Cada vez que abro un libro,
Se despierta un alma.
Xi Chuan
,
Libros
«¡Tendría que haber equipado más confortablemente mi sótano!», pensaba Elinor mientras veía a Darius inflar la colchoneta hinchable que había encontrado detrás de uno de los estantes de provisiones. Por otra parte… ¿se le habría ocurrido imaginar que un etoso día tendría que dormir en su sótano, mientras en su maravillosa biblioteca se sentaba un cara de luna con gafas acompañado de su perro baboso jugando a ser el amo de casa? El asqueroso perro casi se había comido al hada que habían traído las palabras de Orfeo. Un hada azul y una alondra, aleteando aterrorizadas contra los cristales, eso había sido todo lo que había conseguido… a cambio de cuatro personas.
—¡Caramba! —anunció Orfeo con tono triunfal—. ¡Dos por cuatro! Cada vez salen menos. Algún día seguro que conseguiré que no se me escape ninguno.
¡Cerdo presuntuoso! Como si le interesase a alguien quién había salido. ¡Resa y Mortimer se habían ido! Y Mortola, y Basta…
¡Rápido, Elinor, piensa en otra cosa!
Ojalá pudiese confiar en que alguien más o menos útil llamase a su puerta próximamente. Pero, por desgracia, un visitante así era harto improbable. Elinor nunca había sido muy sociable, y mucho menos después de que Darius asumiera el cuidado de sus libros y Mo, Resa y Meggie se hubieran mudado a su casa. ¿Qué más compañía necesitaba?
Empezó a picarle la nariz de manera sospechosa. «¡No pienses en eso, Elinor!», se advirtió a sí misma… como si en las últimas horas hubiera pensado en otra cosa. «¡Están bien!», se repetía sin cesar. «Si les hubiera sucedido algo, lo habrías percibido.» Así ocurría en todas las historias, ¿no? ¿No se notaba como un pinchazo en el pecho si le acontecía algo a alguien a quien querías?
Darius le dedicó una tímida sonrisa, mientras su pie accionaba sin descanso el fuelle. La colchoneta hinchable se asemejaba ya a una oruga, una enorme oruga aplastada de un pisotón. ¿Cómo iba a dormir en ese chisme? Se caería rodando y aterrizaría en el frío suelo de cemento.
—¡Darius! —exclamó—. Tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos encerrados aquí sin más, mientras Mortola…
Ay, Dios mío, cómo había mirado a Mortimer la vieja bruja. «¡No lo pienses, Elinor! ¡No lo pienses! Ni tampoco en Basta ni en su escopeta. O en Meggie, que vagará completamente sola por el Bosque Impenetrable. ¡Sí, seguro que está sola! Al chico probablemente ya lo habrá aplastado un gigante…» Menos mal que Darius ignoraba sus ridículos y confusos pensamientos, que la obligaban a contener las lágrimas.
—¡Darius! —susurró Elinor, pues seguro que el hombre armario seguía de guardia al otro lado de la puerta—. ¡Darius, todo depende de ti! ¡Tienes que traerlos de vuelta leyendo!
Darius sacudió la cabeza con tanta energía, que las gafas resbalaron de su nariz.
—¡No! —su voz sonó temblorosa cual hoja sacudida por el viento, y su pie comenzó de nuevo a bombear, como si no hubiera nada más urgente que esa absurda colchoneta—. ¡Tú sabes lo que pasa! —le oyó decir Elinor con voz ahogada—. Sabes lo que les pasará si tengo miedo.