Sin embargo, con todo, Mizuki nunca había envidiado a Yôko.
—Ahora me vuelvo a casa —dijo Yôko contemplándose las manos sobre las rodillas—. Un pariente mío ha muerto y debo asistir al funeral. Hace un rato, la profesora me ha dado permiso. No podré volver hasta el lunes por la mañana. ¿Podrías guardarme, mientras tanto, la chapa de identificación?
Tras pronunciar estas palabras, se sacó la chapa del bolsillo y se la entregó a Mizuki. Ésta no lograba entenderlo.
—No me importa lo más mínimo guardártela —dijo Mizuki—. Pero ¿por qué me pides que te la guarde? Bastaría con que la metieras en algún cajón.
Yôko Matsunaka se quedó mirando a Mizuki con más intensidad que antes a la cara. Mizuki se sintió incómoda al ser observada de aquel modo.
—Esta vez me gustaría que me la guardases tú —dijo Yôko Matsunaka con tono resuelto—. Hay algo que me preocupa y no quiero dejarla dentro en la habitación.
—De acuerdo —dijo Mizuki.
—No quiero que me la robe un mono mientras yo no estoy —aclaró Yôko Matsunaka.
—Me parece que en los dormitorios no hay ningún mono —comentó Mizuki alegremente. Hacer bromas tampoco era muy propio de Yôko Matsunaka. Luego, Yôko salió de la habitación. Atrás dejaba la chapa, una taza de té sin tocar y un extraño vacío.
—El lunes, Yôko Matsunaka no volvió al internado —le contó Mizuki a la psicóloga—. Cuando la tutora, preocupada, llamó a su familia, se enteró de que no había vuelto a su casa. No había muerto ningún pariente ni tampoco, por supuesto, se había celebrado un funeral. Ella había mentido, se había marchado a alguna parte. Encontraron su cadáver durante el fin de semana siguiente, yo me enteré al llegar a la residencia a la vuelta de Nagoya. Se había suicidado. Se había cortado las venas de la muñeca con una navaja de afeitar en las profundidades del bosque. La encontraron muerta, cubierta de sangre. Nadie comprendía las razones que podían haberla impelido al suicidio. No había dejado atrás ninguna nota, no había ningún motivo plausible. Su compañera de habitación dijo que no había apreciado ninguna diferencia en su comportamiento. Que no parecía atormentarla nada. Que estaba exactamente igual que siempre. Ella se había matado, simplemente, sin decir nada a nadie.
—Pero a ti, como mínimo, quizá sí intentara comunicarte algo, ¿no crees? —preguntó la psicóloga—. Por eso fue a tu habitación y te pidió que le guardaras la chapa. Y te habló de la envidia.
—Sí, es cierto. Yôko Matsunaka me habló de la envidia que sentía. Más adelante, se me ocurrió que quizá deseaba decírselo a alguien antes de morir. Claro que, en aquel momento, no le presté mucha atención.
—¿Le contaste a alguien que Yôko Matsunaka había ido a tu habitación antes de morir?
—No. No se lo dije a nadie.
—¿Y por qué?
Mizuki inclinó, dubitativa, la cabeza.
—Pensé que contarlo sólo hubiera servido para confundir más a todo el mundo. Nadie lo hubiera comprendido y no hubiera representado ninguna ayuda.
—¿Decir que quizá la profunda envidia que sentía había sido la causa del suicidio?
—Sí. Seguro que sólo hubiera servido para que pensaran mal de mí. ¿A quién iba a envidiar una chica como Yôko Matsunaka? En aquellos momentos, todo el mundo estaba muy conmocionado, reinaba una gran excitación, pensé que lo mejor era callarme. ¿Puede usted imaginarse cómo es la atmósfera en una residencia de estudiantes? Hablar hubiera sido como encender una cerilla en una habitación llena de gas.
—¿Qué hiciste con la chapa?
—Aún la guardo. Debe de estar metida en una caja, al fondo del armario. Junto con la mía.
—¿Y por qué continúas guardándola?
—En aquellos momentos, las cosas estaban muy revueltas en la residencia y perdí la oportunidad de devolverla. Luego, con el paso del tiempo, se me hizo cada vez más difícil devolverla, así, como si nada. Y tampoco era cuestión de tirarla, claro. Además, pensé que tal vez lo que Yôko Matsunaka quería era que yo me la quedara para siempre. Que por eso había venido a mi habitación antes de morir y me había pedido que se la guardara. Claro que no logro comprender por qué fue precisamente a mí a quien se lo pidió.
—Sí, es muy extraño. Porque tú y ella no erais tan amigas, ¿verdad?
—Vivíamos juntas en una residencia pequeña y nos conocíamos de vista. Nos saludábamos, habíamos intercambiado algunas palabras. Pero íbamos a cursos diferentes y jamás habíamos hablado de nada personal. Sólo que yo era la delegada de los dormitorios. Quizá fuera por eso por lo que vino a verme a mí —dijo Mizuki—. No se me ocurre otra razón.
—O quizá fuese porque Yôko Matsunaka, por alguna razón, sintiera interés por ti. Tal vez se sintiera atraída por ti. Quizás encontrara en ti algo especial.
—Eso, yo no lo sé —dijo Mizuki.
Tetsuko Sakaki permanecía en silencio, con los ojos clavados en el rostro de Mizuki como si estuviera considerando algo.
—Por cierto, ¿es verdad que no has sentido nunca envidia? ¿Nunca en toda tu vida? ¿Ni siquiera una vez?
Mizuki dejó que se hiciera una pausa. Luego respondió.
—Creo que no. Nunca.
—Es decir, que tú no comprendes lo que son los celos o la envidia.
—Lo entiendo más o menos. O sea, que puedo comprender cómo surgen. Pero la sensación real, ésa la desconozco. No sé lo fuertes que pueden llegar a ser, cuánto pueden llegar a durar, de qué manera sufre una persona poseída por ellos. Todas esas cosas.
—Pues sí —dijo la psicóloga—. Hay varias categorías. Como sucede, por otra parte, con todas las emociones humanas. Están los celos de baja intensidad, los que se conocen como celos o envidia. Éstos, en mayor o menor medida, los experimenta la mayoría de la gente de manera cotidiana. Es lo que sientes cuando promocionan a un compañero de trabajo por encima de ti, cuando el profesor prefiere a otro alumno de tu clase, cuando a un vecino le toca una gran cantidad de dinero en la lotería. Esto sólo es envidia. Piensas que es injusto y te enfadas un poco. En la psicología humana, ésta es una reacción natural. ¿Ni siquiera de ésos has sentido nunca? ¿Nunca has sentido envidia de nadie?
Mizuki reflexionó.
—Yo diría que nunca. Ya sé que hay muchas personas mucho más favorecidas por la fortuna que yo. Pero, sin embargo, no las envidio. Es que a mí me parece que cada persona es diferente.
—Y como cada persona es diferente, una no puede compararse con otra, ¿es eso lo que quieres decir?
—Sí, de eso se trata.
—Ya veo. Un punto de vista muy interesante —dijo la psicóloga con su voz calmada, entrecruzando, divertida, los dedos sobre el escritorio—. De todos modos, ésa no es más que la leve, la de baja intensidad. Pero cuando se intensifica, la cosa no es tan sencilla. La envidia es como un parásito que anida en el corazón de las personas. Y en algunos casos, tal como dijo tu amiga, se convierte en un cáncer que va carcomiendo su alma. Hay algunos casos en que llega a conducir a la persona a la muerte. Y como no hay manera de frenarla, supone una tortura para la persona que la sufre.
Al volver a casa, Mizuki sacó del armario la caja de cartón sellada con cinta adhesiva. La chapa de identificación de Yôko Matsunaka debía de estar guardada en un sobre, junto con la suya. Dentro de la caja había, sin orden ni concierto, viejas cartas de cuando iba a primaria, diarios, álbumes de fotografías, cartillas de notas y otros recuerdos. Mizuki llevaba tiempo pensando que tenía que ordenar todo aquello, pero, como estaba muy ocupada, la caja había quedado tal cual, intacta, de un traslado a otro. Sin embargo, por más que rebuscó en su interior, no logró encontrar el sobre con las chapas. Sacó todo el contenido de la caja y lo estudió minuciosamente, pero el sobre siguió sin aparecer. Mizuki se sintió desconcertada. Cuando se había mudado a aquella casa, había echado una ojeada al contenido de la caja y había visto el sobre con las chapas. Y había pensado, embargada por una profunda emoción: «¡Oh! Todavía están aquí». Luego, para que nadie las viera, había sellado la caja. Y aquélla era la primera vez que la abría después. Por lo tanto, el sobre debía estar dentro. No le cabía la menor duda. ¿Dónde diablos habría ido a parar?
Desde que había empezado a ir, una vez por semana, a ver a la psicóloga Sakaki al gabinete de consulta del ayuntamiento, Mizuki había dejado de conceder tanta importancia al hecho de olvidarse del nombre. Continuaba sucediéndole, y con la misma frecuencia, pero al menos los síntomas se habían estabilizado y las pérdidas de memoria no se habían extendido a otras áreas aparte del nombre. Además, el brazalete la salvaba de las situaciones embarazosas. A veces llegaba incluso a considerarlo natural, como un aspecto más de su vida cotidiana.
Mizuki no le había dicho a su marido que iba a la consulta. En realidad, no es que pretendiera escondérselo, pero le parecía muy pesado tener que explicárselo todo. Su marido le pediría, sin duda, una explicación pormenorizada. Además, olvidando su nombre y yendo a la consulta una vez por semana, a él no le hacía ningún daño. Y la tarifa era irrisoria. Tampoco le contó a la psicóloga que, por más que la había buscado, no había conseguido encontrar la chapa del internado de Yôko Matsunaka. Porque no le pareció que aquello tuviera algo que ver con la entrevista.
Pasaron dos meses. Todos los miércoles, Mizuki se dirigía a la consulta del segundo piso del ayuntamiento del distrito. El número de personas que acudía al gabinete, al parecer, había aumentado y el tiempo de la sesión se redujo de la hora que al principio le habían concedido como trato preferente, a los treinta minutos establecidos; pero por entonces la conversación entre ambas ya estaba muy bien encauzada y habían aprendido a hacer un uso más provechoso del tiempo de que disponían. Había ocasiones en que a Mizuki le hubiera gustado continuar hablando, pero, después de todo, eran sesiones a bajo precio. No podía pedir más.
—Ésta es la novena vez que vienes —le dijo un día la psicóloga cinco minutos antes de acabar la consulta—. La frecuencia con la que olvidas tu nombre no ha disminuido, pero tampoco ha aumentado, ¿verdad?
—No, no ha aumentado —respondió Mizuki—. Creo que me encuentro en una fase estacionaria.
—¡Fantástico! ¡Fantástico! —dijo la psicóloga. Luego introdujo su bolígrafo negro en el bolsillo de su chaqueta y cruzó estrechamente los dedos de ambas manos sobre el escritorio. Después, tras dejar que se produjera una pequeña pausa, dijo—: Es posible que la semana que viene, cuando vengas, quizá se produzca un gran avance respecto al problema que hemos estado tratando.
—¿Respecto a lo de olvidarme del nombre?
—Sí. Es posible que, si todo va bien, pueda especificarte la causa de una forma materializada y que te la pueda mostrar.
—¿De por qué olvido mi nombre? ¿La causa de por qué no lo recuerdo?
—Exacto.
Mizuki no acababa de entender lo que le estaba diciendo.
—La causa materializada… ¿Es decir, que es algo que puede verse?
—Pues claro que puede verse. Por supuesto —dijo la psicóloga y se frotó las manos con aire satisfecho—. Quizá te la pueda poner en una bandeja y decirte: «¡Aquí la tienes!». Pero, por desgracia, hasta la semana que viene no podré darte más detalles. Porque en la fase en la que nos encontramos ahora, todavía no estoy segura. Pero confío en que todo vaya bien. Y, si es así, entonces te lo explicaré todo con pelos y señales.
Mizuki asintió.
—En todo caso —prosiguió la psicóloga Tetsuko Sakaki—, lo que quiero decirte es que vamos hacia delante y hacia atrás, pero que, con todo, el asunto se está encaminando, de una manera segura, hacia una solución. Porque ya lo dicen, ¿no?, que en la vida se avanzan tres pasos y se retroceden dos. No te preocupes. Todo va bien. Confía en mí. Así que hasta la semana que viene. Y no te olvides de pedir hora en recepción.
Y, tras decir eso, la psicóloga le guiñó el ojo.
La semana siguiente, a la una de la tarde, cuando Mizuki fue al gabinete psicológico, Tetsuko Sakaki la estaba esperando sentada ante el escritorio y lucía en su rostro una sonrisa más amplia que de costumbre.
—Me parece que he descubierto la causa de que te olvides de tu nombre —dijo con orgullo—. Creo que he encontrado la solución.
—¿Quieres decir con eso que ya no lo olvidaré nunca más? —preguntó Mizuki.
—Exacto. Ya no volverás a olvidarlo. La causa está clara, y el problema está resuelto.
—¿Cuál era, entonces, la causa? —preguntó, medio incrédula, Mizuki.
Tetsuko Sakaki sacó algo de un bolso de charol de color negro que había a su lado y lo depositó sobre la mesa.
—Me parece que esto es tuyo.
Mizuki se levantó del sofá y se acercó a la mesa. Encima, había dos chapas de identificación. En una ponía:
MIZUKI ÔSAWA
, en la otra:
YÔKO MATSUNAKA
. El rostro de Mizuki se quedó sin sangre. Retrocedió y se hundió en el sofá. Durante unos instantes, fue incapaz de pronunciar palabra. Se presionaba las palmas de ambas manos fuertemente contra la boca. Como si quisiera evitar que se le escapasen las palabras.
—No es extraño que te sorprendas —dijo Tetsuko Sakaki—. Tranquila, voy a explicártelo con calma. Tranquilízate. No tienes por qué sentir miedo.
—¿Cómo es posible que…? —dijo Mizuki.
—¿Cómo es posible que hayan ido a parar a mis manos tus dos chapas de identificación?
—Sí. Yo…
—No lo entiendes, ¿verdad?
Mizuki asintió.
—Las he recuperado para ti —dijo Tetsuko Sakaki—. Estas chapas te fueron robadas y por eso tú no podías recordar tu nombre. Y, para que pudieras recuperarlo, era preciso que las poseyeras de nuevo.
—¿Pero quién…?
—¿Pero quién robó de tu casa estas dos chapas? ¿Y con qué objetivo? —dijo Tetsuko Sakaki—. Esto, más que explicártelo yo, me da la impresión de que es mejor que se lo preguntes directamente a quien te las sustrajo.
—¿Pero es que el ladrón está aquí? —preguntó, atónita, Mizuki.
—Sí, por supuesto. Lo hemos atrapado y le hemos incautado las chapas. Bueno, no he sido yo quien lo ha hecho, claro. Han sido mi marido y unos subordinados suyos del departamento. Ya te lo dije, ¿no?, que mi marido era jefe del Departamento de Obras Públicas del distrito de Shinagawa.
Mizuki asintió sin entender nada.
—¡Adelante! Vayamos a ver al malhechor. Y cuando lo tengas delante, dile cuatro verdades.
Guiada por Tetsuko Sakaki, Mizuki salió de la habitación donde tenía lugar la consulta, recorrió el pasillo, subió al ascensor. Las dos bajaron al sótano. Avanzaron por un largo pasillo desierto, se detuvieron ante una puerta que había al fondo y Tetsuko Sakaki llamó con los nudillos. «Adelante», le contestó desde dentro una voz masculina y Tetsuko Sakaki abrió la puerta.