Sé lo que estás pensando (41 page)

Read Sé lo que estás pensando Online

Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Sé lo que estás pensando
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué lista? —La voz de Jack Hardwick tenía la aspereza intrusiva de una verja oxidada.

—Es una buen pregunta, quizá la pregunta más importante de todas. Volveré sobre eso dentro de un minuto. Por el momento supongamos que la carta original (la misma carta idéntica) se envió a once mil personas pidiéndoles que pensaran en un número entre uno y mil. La teoría de la probabilidad predeciría que aproximadamente once personas elegirían correctamente. En otras palabras, hay una posibilidad estadística de que once de esas once mil personas que pensaran en un número al azar eligieran el número seiscientos cincuenta y ocho.

La mueca de Blatt estaba adquiriendo proporciones cómicas.

Rodríguez negó con la cabeza con incredulidad.

—¿No estamos cruzando la línea desde la hipótesis a la fantasía?

—¿A qué fantasía se está refiriendo? —Gurney sonó más desconcertado que ofendido.

—Bueno, estos números que está lanzando, no tiene ninguna base real. Son todos imaginarios.

Gurney sonrió con paciencia, aunque por dentro sentía una cosa bien distinta. Por un momento lo distrajo pensar en cómo él mismo era capaz de ocultar sus emociones. Era un hábito de toda la vida: ocultar la irritación, la frustración, la rabia, el miedo, la duda. Le había servido en miles de interrogatorios, tan bien que había llegado a creer que se trataba de un talento, de una técnica profesional, pero por supuesto en la raíz no había nada de eso. Era una forma de enfrentarse a la vida que había formado parte de él desde siempre, al menos desde que tenía memoria. «Entonces tu padre no te prestaba atención, David. ¿Te hizo sentir mal?» «¿Mal? No, mal no. En realidad no sentía nada al respecto.»

Y aun así, en un sueño, uno podía ahogarse en tristeza.

Cielo santo, ahora no hay tiempo para la introspección.

Gurney volvió a concentrarse a tiempo para oír a Rebecca Holdenfield diciendo en esa voz seria de Sigourney Weaver.

—Personalmente, no creo que la hipótesis del detective Gurney sea fantasiosa. De hecho, me resulta convincente y pediría otra vez que le permitieran completar su explicación.

Dirigió su solicitud a Kline, quien levantó las palmas de las manos como para decir que ésa era la intención obvia de todos.

—No estoy diciendo —dijo Gurney— que exactamente once personas de once mil eligieran el número seiscientos cincuenta y ocho, sólo digo que once es el número más probable. No sé suficiente de estadística para recurrir a las fórmulas de probabilidad, pero quizás alguien pueda ayudarme con eso.

Wigg se aclaró la garganta.

—La probabilidad relacionada con un rango sería mucho más alta que la de un número específico en el rango. Por ejemplo, no apostaría la casa a que once personas entre once mil elegirían un número concreto, pero si añadiéramos un rango de más o menos, pongamos, siete en cada dirección, estaría muy tentada de apostar a que el número de personas que lo elegirían caería en ese rango. En este caso, que seiscientos cincuenta y ocho sería el número elegido por, al menos, cuatro personas, y por no más de dieciocho.

Blatt miró a Gurney con ojos entrecerrados.

—¿Está diciendo que ese tipo envió cartas a once mil personas y que el mismo número secreto estaba escondido dentro de esos sobrecitos cerrados?

—Ésa es la idea general.

Los ojos de Holdenfield se ensancharon de asombro al expresar en voz alta sus pensamientos.

—Y fueran los que fueran, cada persona que eligiera el seiscientos cincuenta y ocho por cualquier razón, y luego abriera ese sobrecito interior y encontrara la nota en la que decía que el autor lo conocía lo bastante bien para saber que elegiría el seiscientos cincuenta y ocho… Dios mío, ¡qué impacto tendría!

—Porque —añadió Wigg— nunca se le ocurriría que no era el único que había recibido esa carta. Nunca se le ocurriría que era la persona de entre cada mil que elegía ese número. La escritura manuscrita era la guinda del pastel. Hizo que todo pareciera totalmente personal.

—Dios —gruñó Hardwick—, lo que nos está diciendo es que tenemos un asesino en serie que usa una campaña de
marketing
directo para elegir víctimas.

—Es una manera de verlo —dijo Gurney.

—Esto podría ser lo más loco que haya oído nunca —dijo Kline, más desconcertado que incrédulo.

—Nadie escribe once mil cartas a mano— declaró finalmente Rodríguez.

—Nadie escribe once mil cartas a mano —repitió Gurney—. Ésa es exactamente la reacción en la que confiaba. Y si no hubiera sido por la historia de la sargento Wigg, no creo que se me hubiera ocurrido nunca esa posibilidad.

—Y si no hubiera descrito el truco de cartas de su padre —dijo Wigg, no habría pensado en la historia.

—Pueden felicitarse mutuamente después —dijo Kline—. Todavía tengo preguntas. Por ejemplo, ¿por qué el asesino pidió 289,87 dólares? ¿Por qué pidió que lo enviaran al apartado postal de otra persona?

—Pidió dinero por la misma razón que el estafador de la sargento pedía el dinero, para conseguir que los objetivos correctos se identificaran. El estafador quería saber qué personas de esa lista estaban seriamente preocupadas por cómo podrían haberles fotografiado. Nuestro asesino quería saber qué personas de esa lista habían elegido el seiscientos cincuenta y ocho y estaban lo suficientemente turbados por la experiencia como para pagar dinero con tal de averiguar quién los conocía tan bien para predecirlo. Creo que la cantidad era lo bastante grande para distinguir a los aterrorizados (y Mellery era uno de ellos) de los curiosos.

Kline se estaba recostando tanto en la silla que apenas estaba en ella.

—Pero ¿por qué esa cantidad exacta de dólares y céntimos?

—Eso me inquietó desde el principio, y todavía no estoy seguro, pero al menos hay una posible razón: para asegurarse de que la víctima enviaría un cheque y no el dinero en efectivo.

—Eso no era lo que decía la primera carta —señaló Rodríguez—. Decía que el dinero se enviara en cheque o en efectivo.

—Lo sé, y esto suena tremendamente sutil —dijo Gurney—, pero creo que la aparente elección pretendía distraer la atención de la necesidad vital de que fuera un cheque. Y la cantidad compleja estaba pensada para desalentar el pago en efectivo.

Rodríguez puso los ojos en blanco.

—Mire, sé que la palabra fantasía no es muy popular aquí hoy, pero no sé cómo más llamar a eso.

—¿Por qué era vital que el pago se enviara en forma de cheque? —preguntó Kline.

—El dinero en sí no le importaba al asesino. Recuerde que los cheques no se cobraron. Creo que tuvo acceso a ellos en algún momento del proceso de entrega al buzón de Gregory Dermott, y eso era lo único que quería.

—Lo único que quería, ¿a qué se refiere?

—¿Qué hay en el cheque, además de la cantidad y el número de cuenta?

Kline pensó un momento.

—¿El nombre del titular de la cuenta y la dirección?

—Exacto —dijo Gurney—. Nombre y dirección.

—Pero ¿por qué…?

—Tenía que lograr que la víctima se identificara. Al fin y al cabo, había enviado miles de cartas. Pero cada víctima potencial estaría convencida de que la carta que había recibido era únicamente para él, y que procedía de alguien que lo conocía muy bien. ¿Y si se limitaba a enviar un sobre con el efectivo solicitado? No habría tenido ningún motivo para incluir su nombre y dirección, y el asesino no podía pedirle de un modo específico que lo incluyera, porque eso destruiría por completo la premisa «conozco tus secretos más íntimos». Conseguir esos cheques era una forma sutil de obtener los nombres y las direcciones de los que respondían. Y quizá, si averiguaba lo que deseaba en la oficina postal, la forma más fácil de desembarazarse de los cheques después era simplemente pasarlos en sus sobres originales al buzón de Dermott.

—Pero el asesino tendría que abrirlos con vapor y volver a cerrar los sobres —dijo Kline.

Gurney se encogió de hombros.

—Una alternativa sería tener algún tipo de acceso después de que Dermott abriera él mismo los sobres, pero antes de que tuviera ocasión de devolver los cheques a sus remitentes. Eso no requeriría vapor ni volver a cerrarlos, pero plantea otros problemas y preguntas, cosas que hemos de investigar en relación con la rutina de Dermott, individuos con posible acceso a su casa y demás.

—Lo cual —gruñó Hardwick en voz alta— nos devuelve a mi pregunta, que Sherlock Gurney aquí presente ha calificado como la pregunta más importante de todas. A saber, ¿quién coño está en esa lista de once mil candidatos a víctimas de homicidio?

Gurney levantó la mano en el gesto habitual del policía de tráfico.

—Antes de que intentemos responder a eso, dejen que recuerde a todos que once mil es sólo una estimación. Es una cifra posible y apoya estadísticamente nuestra tesis respecto del seiscientos cincuenta y ocho. En otras palabras, es un número que funciona. Pero como ha señalado la sargento Wigg, el número real podría estar en cualquier lugar entre cinco mil y quince mil. Cualquier cantidad entre ésas sería lo bastante pequeña para que fuera factible y lo bastante grande para producir un puñado de personas que eligieran al azar el seiscientos cincuenta y ocho.

—A no ser, por supuesto, que se esté equivocando por completo —señaló Rodríguez—, y que toda esta especulación sea una colosal pérdida de tiempo.

Kline se volvió hacia Holdenfield.

—¿Qué te parece, Becca? ¿Vamos bien? ¿Nos estamos equivocando?

—Hay aspectos de la teoría que me resultan absolutamente fascinantes, pero me gustaría reservarme mi opinión final hasta que oiga la respuesta a la pregunta del sargento Hardwick.

Gurney sonrió, esta vez de un modo genuino.

—Rara vez plantea una pregunta sin tener antes una buena idea de la respuesta. ¿Te importa compartirla, Jack?

Hardwick se masajeó el rostro con las manos durante varios segundos, otro de los incomprensibles tics que tanto habían irritado a Gurney cuando trabajaban juntos en el caso de matricidio parricidio de Piggert.

—Si nos detenemos en la característica más significativa que todas las víctimas tienen en común (a la que se refieren los poemas amenazadores), podríamos concluir que sus nombres formaban parte de una lista de personas con problemas graves con la bebida. —Hizo una pausa—. La pregunta es: ¿qué lista es ésa?

—¿La lista de miembros de Alcohólicos Anónimos? —propuso Blatt.

Hardwick negó con la cabeza.

—No existe semejante lista. Se toman la chorrada del anonimato muy en serio.

—¿Y una lista compilada de datos públicos? —dijo Kline—. Arrestos relacionados con el alcohol, condenas.

—Podría elaborarse una lista así, pero dos de las víctimas no figurarían en ella. Mellery no tiene historial de detenciones. El cura pederasta sí, pero el cargo era poner en peligro la moral de un menor, nada sobre alcohol en el registro público, aunque el detective de Boston con el que hablé me dijo que el buen padre después logró que desestimaran los cargos a cambio de declararse culpable de un delito menor, pues achacó su conducta a su alcoholismo y accedió a someterse a una larga rehabilitación.

Kline entrecerró los ojos en ademán reflexivo.

—Bueno, entonces, ¿podría ser una lista de pacientes en esa rehabilitación?

—Es concebible —dijo Hardwick, que retorció el gesto de un modo que venía a decir que no lo era.

—Quizá deberíamos investigarlo.

—Claro. —El tono casi insultante de Hardwick creó un silencio incómodo que rompió Gurney.

—En un intento por ver si podía establecer una conexión entre las víctimas, empecé a pensar en su rehabilitación. Por desgracia, no lleva a ninguna parte. Albert Schmitt pasó veintiocho días en un centro del Bronx hace cinco años, y Mellery pasó veintiocho días en un centro de Queens hace quince años. Ninguno de los centros ofrece terapias de larga duración, lo cual significa que el cura tuvo que ir a otro distinto. Así que aunque nuestro asesino trabajara en uno de esos centros y su trabajo le diera acceso a miles de registros de pacientes, cualquier lista elaborada de esa manera incluiría el nombre de sólo una de las víctimas.

Rodríguez se volvió en su silla y se dirigió directamente a Gurney.

—Su teoría depende de la existencia de una lista gigante, quizá cinco mil nombres, tal vez once mil. He oído que Wigg dice que quizá quince mil, da igual, parece que no para de cambiar. Pero no hay ninguna fuente para esa lista. Así pues, ¿ahora qué?

—Paciencia, capitán —dijo Gurney con voz tranquila—. Yo no diría que no existe esa lista, simplemente no la hemos encontrado. Parece que yo tengo más fe en sus capacidades que usted mismo.

A Rodríguez le subió la sangre a la cara.

—¿Fe en mis capacidades? ¿Qué se supone que significa eso?

—¿En un momento u otro todas las víctimas fueron a rehabilitación? —preguntó Wigg sin hacer caso del exabrupto del capitán.

—No lo sé a ciencia cierta en el caso de Kartch —dijo Gurney, contento de volver al tema—, pero no me sorprendería.

Hardwick intervino.

—El Departamento de Policía de Sotherton nos envió sus antecedentes por fax. El retrato de un auténtico capullo. Agresiones, acoso, borrachera en público, alcohol y desorden, amenazas, amenazas con arma de fuego, conducta obscena, tres detenciones por conducir con exceso de alcohol, dos condenas estatales, por no mencionar una docena de visitas a los calabozos del condado. El material relacionado con el alcohol, sobre todo las detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol, hacen que sea prácticamente seguro que lo mandaran a rehabilitación al menos una vez. Puedo pedir a Sotherton que lo averigüe.

Rodríguez se alejó de la mesa.

—Si las víctimas no se conocieron en rehabilitación o ni siquiera fueron al mismo centro en momentos diferentes, ¿qué diferencia habría en que estuvieran en rehabilitación o no? La mitad de los desempleados y de los artistas del mundo van ahora a rehabilitación. Es una estafa subvencionada por Medicaid, un timo para los contribuyentes. ¿Qué demonios significa que todos estos tipos fueran a rehabilitación? ¿Que era probable que los asesinaran? No creo. ¿Que eran borrachos? ¿Y qué? Eso ya lo sabíamos.

La rabia se había convertido en la emoción continua de Rodríguez, y pasaba de una cuestión a otra como si tal cosa.

Wigg, objeto de la andanada, no parecía afectada.

—El investigador Gurney dijo en cierta ocasión que creía que era probable que todas las víctimas estuvieran relacionadas por algún factor común además de la bebida. Pensaba que la asistencia a rehabilitación podía ser ese factor, o al menos parte de él.

Other books

AZU-1: Lifehack by Joseph Picard
Dislocated by Max Andrew Dubinsky
Sidney Sheldon's Angel of the Dark by Sidney Sheldon, Tilly Bagshawe
Betrothed by Lori Snow
An Accidental Mother by Katherine Anne Kindred
Out of Left Field by Liza Ketchum
Things as They Are by Guy Vanderhaeghe
Blue Labyrinth by Douglas Preston, Lincoln Child
Southern Beauty by Lucia, Julie