El segundo era de Randy Clamm y parecía nervioso: «He intentado localizarle en el móvil, pero parece muerto. Hemos encontrado unas cartas en la casa de Schmitt que nos gustaría que mirara, a ver si le resultan familiares. Parece que Al también estaba recibiendo algunos poemas raros en el correo y que no quería que viera su mujer. Los tenía escondidos en el fondo de su caja de herramientas. Deme un número y se los mandaré por fax. Gracias».
El tercero era de Jack Hardwick, del DIC, y su actitud arrogante estaba desbocada: «Eh, Sherlock, corre la voz de que tu hombre tiene un par de muescas más en su revólver. Seguramente estabas muy ocupado para poner al día a tu viejo compañero. Por un momento estuve tentado de pensar que estaba por debajo de la dignidad del puto señor Sherlock Gurney llamar al humilde Jack Hardwick. Pero, por supuesto, no es la clase de persona que eres. ¡Debería darme vergüenza! Sólo para que veas que no tengo malos sentimientos, te aviso de una reunión programada para mañana: un informe de progreso del DIC en el caso Mellery, que incluirá una discusión de cómo recientes sucesos en el Bronx y en Sotherton deberían afectar a la investigación. El capitán Rod será el anfitrión del cónclave. Van a invitar al fiscal Kline, y él sin duda, a su vez, te invitará a ti. Sólo pensaba que a lo mejor querrías saberlo por adelantado. Al fin y al cabo, ¿para qué están los amigos?».
El cuarto mensaje era la previsible llamada de Kline. No era especialmente «invitadora». La energía de su voz se había convertido en agitación: «Gurney, ¿qué demonios pasa con su teléfono móvil? Hemos tratado de contactarle directamente, luego a través de la Policía de Sotherton. Me han dicho que había salido de allí hace dos horas y media. También me han dicho que ahora estamos tratando con el homicidio número tres del mismo individuo. Es un hecho importante, ¿no le parece? ¿Algo que debería contarme? Hemos de hablar lo antes posible. Hay que tomar decisiones, y hemos de contar con toda la información. Hoy a mediodía hay una reunión en el DIC. Es una prioridad. ¡Llámeme en cuanto reciba esto!».
El mensaje final era de Mike Gowacki: «Sólo quería que supiera que sacamos una bala de ese agujero en la pared de la cocina. Un treinta y ocho, como dijo. Además, hubo otro pequeño hallazgo después de que se marchara. Estábamos buscando en el buzón alguna otra nota de amor en tinta roja y encontramos un pez muerto. En el buzón. No mencionó que un pez muerto formara parte del
modus operandi
. Dígame si significa algo. No soy psicólogo, pero diría que nuestro asesino es un psicótico. Nada más por ahora. Me voy a casa a dormir un poco».
¿Un pez?
Volvió a la cocina, a la mesa del desayuno para echar otro vistazo a la nota de Madeleine.
«He ido a yoga a las nueve. Vuelvo antes de la tormenta. 5 mensajes. ¿El pez era un salmón?»
¿Por qué había preguntado eso? Miró la hora en el viejo reloj de péndulo que había sobre el aparador. Las nueve y media. Parecía más el amanecer, la luz que entraba por la cristalera tenía un tono gris gélido. «Vuelvo antes de la tormenta.» Daba la sensación de que iba a haber precipitaciones, probablemente nieve, ojalá no fuera lluvia congelada. Así que Madeleine volvería a casa a las diez y media, quizá a las diez, si le preocupaba el estado de las carreteras. Entonces le preguntaría por el salmón. Ella no era de las que se preocupaban en exceso, pero tenía fijación con las carreteras resbaladizas.
Estaba volviendo al estudio para devolver las llamadas cuando cayó en la cuenta. El primer crimen se había producido en la localidad de Peony, y el asesino había dejado una peonía en el cadáver de la segunda víctima. El segundo asesinato se había producido en el pequeño enclave del Bronx de Salmón Beach, lo que hacía que la suposición de Madeleine sobre el pez de la escena del crimen de la tercera víctima fuera característicamente perspicaz y, casi seguro, correcta.
Llamó a Sotherton. El sargento de guardia lo pasó al buzón de voz de Gowacki. Dejó dos mensajes: quería confirmar que el pez era un salmón y deseaba pedir fotos balísticas que pudieran confirmar que las balas de la pared de Kartch y las de la pared de Mellery habían salido de la misma arma. No tenía muchas dudas en ninguno de los dos puntos, pero la certeza era una cuestión sagrada.
A continuación llamó a Kline.
Esa mañana, estaba en el tribunal. Ellen Rackoff reiteró las quejas del fiscal y le riñó por lo difícil que era localizarlo y por el hecho de que no los hubiera informado. Le dijo que sería mejor que no se perdiera la gran reunión del día siguiente al mediodía en el DIC. Pero incluso en esa lectura consiguió expresar un matiz erótico. Gurney se preguntó si su falta de sueño no estaría volviéndole loco.
Llamó a Randy Clamm, le dio las gracias por la puesta al día y le proporcionó el número de teléfono de la fiscalía para que enviara por fax las cartas de Schmitt, más un número del DIC para que mandara otra copia a Rodríguez. A continuación, le informó de la situación de Richard Kartch, incluida la conexión del salmón y el hecho de que ahora el elemento del alcohol era obvio en los tres casos.
En cuanto a la llamada a Sonya, podía esperar. Tampoco tenía mucha prisa por llamar a Hardwick. Su mente no paraba de saltar a la reunión del día siguiente en el DIC. No le producía precisamente una gran alegría, nada más lejos. Odiaba las reuniones en general. Su mente trabajaba mejor cuando estaba solo. Pensar en grupo le daba ganas de marcharse de la sala. Y la granada en forma de poema que había lanzado de manera apresurada hacía que se sintiera incómodo respecto a esa reunión en concreto. No le gustaba tener secretos.
Se hundió en el mullido sillón de piel del rincón del estudio para organizar los hechos clave de los tres casos, pensar en qué hipótesis general se sostenía más y cómo ponerla a prueba. Sin embargo, su cerebro privado de sueño se negaba a cooperar. Cerró los ojos, y toda semejanza con un pensamiento lineal se disolvió. No estaba seguro de cuánto tiempo permaneció allí; sin embargo, cuando abrió los ojos, una intensa nevada había empezado a blanquear el paisaje, y en la singular calma alcanzó a oír un coche a lo lejos que se acercaba por el camino. Se levantó de la silla y fue a la cocina. Llegó a la ventana a tiempo de ver el coche de Madeleine, que desapareció detrás del granero en el extremo de la calle, presumiblemente para abrir el buzón. Al cabo de un momento sonó el teléfono. Cogió el supletorio que estaba en la encimera de la cocina.
—Suerte que estás ahí. ¿Sabes si ha llegado ya el cartero?
—¿Madeleine?
—Estoy en el buzón. Tengo correo, pero si ya ha pasado lo echaré en el pueblo.
—De hecho era Rhonda, y ha estado aquí hace un rato.
—Maldita sea. Bueno, no importa. Me ocuparé luego.
Lentamente, su coche emergió de detrás del granero y enfiló el camino de hierba hacia la casa.
Entró por la puerta lateral de la cocina con la expresión tensa que dejaba en su rostro conducir con nieve. Enseguida se fijó en que el gesto de Dave era bien distinto.
—¿Qué pasa?
Cautivado por una idea que se le había ocurrido durante la llamada de Madeleine desde el buzón, no respondió hasta que ella se hubo quitado el abrigo y los zapatos.
—Creo que acabo de descubrir algo.
—¡Bien! —Sonrió y esperó los detalles, sacudiéndose copos de nieve del cabello.
—El misterio del número, el segundo. Sé cómo lo hizo, o cómo podría haberlo hecho.
—El segundo era…
—El del número diecinueve, el que grabó Mellery. Te hice escuchar la grabación.
—Lo recuerdo.
—El asesino le pidió a Mellery que pensara en un número y se lo susurrara.
—¿Por qué le pidió que se lo susurrara? Por cierto, ese reloj va mal —dijo ella mirando el reloj de péndulo.
Dave la miró.
—Lo siento —se disculpó ella con ligereza—. Continúa.
—Creo que le pidió que lo susurrara porque añadía un extraño aditamento a la petición, algo que lo alejaría de un simple: «Dime el número».
—No te sigo.
—El asesino no tenía ni idea de en qué número pensaría Mellery. La única manera de saberlo era preguntárselo. Sólo quería arrojar un poco de humo en esa cuestión.
—Pero ¿no mencionaba ya el número en una carta que el asesino había echado en el buzón de Mellery?
—Sí y no. Sí, el número se mencionaba en la carta que Mellery encontró en el buzón al cabo de un momento, pero no, no estaba ya en el buzón. De hecho, ni la había impreso.
—Me he perdido.
—Supón que el asesino tiene una de esas mini impresoras conectada a su portátil, con el texto de la carta a Mellery completo, salvo el número correcto. Y supón que el asesino estaba sentado en su coche al lado del buzón de Mellery en esa oscura carretera comarcal que pasa junto al instituto. Llama a Mellery desde su móvil (igual que acabas de hacer tú desde nuestro buzón), lo convence de que piense en un número y luego lo «susurre», y en el instante en que Mellery dice el número, el asesino lo escribe en el texto de la carta y pulsa el botón de imprimir. Al cabo de medio minuto, mete la carta en un sobre, la echa en el buzón, y se larga. Con eso puede dar la impresión de que es un diabólico lector de mentes.
—Muy listo —dijo Madeleine.
—¿Él o yo?
—Obviamente los dos.
—Creo que tiene sentido. Y tiene sentido que grabara sonido de tráfico, para dar la impresión de que estaba en un sitio que no era esa tranquila carretera comarcal.
—¿Ruido de tráfico?
—Grabó ruido de tráfico. Una técnica de laboratorio del DIC, muy inteligente, utilizó un programa que analiza el sonido con la cinta que Mellery grabó de la llamada telefónica y descubrió que había dos sonidos de fondo tras la voz del asesino: el motor de un coche y tráfico. El motor era de primera generación, es decir, el sonido estaba produciéndose en el mismo momento que el sonido de la voz, pero el tráfico era de segunda generación, lo que quería decir que una cinta de sonidos de tráfico se estaba reproduciendo detrás de la voz en vivo. Al principio no tenía sentido.
—Ahora sí —dijo Madeleine—, ahora que lo has averiguado. Muy bien.
Gurney la examinó, buscando el sarcasmo que con tanta frecuencia subyacía a sus comentarios cuando se implicaba en un caso, pero no lo encontró. Lo estaba mirando con admiración real.
—Lo digo en serio —aclaró ella, como si detectara su duda—. Estoy impresionada.
Un recuerdo le asaltó con sorprendente patetismo: con cuánta frecuencia lo había mirado así en los primeros años de su matrimonio, qué maravilloso había sido recibir tan a menudo y de formas tan diversas la aprobación amorosa de una mujer tan sumamente inteligente, qué valor incalculable tenía el vínculo que los unía. Y allí estaba otra vez, o al menos un delicioso atisbo de él, vivo en sus ojos. Y entonces ella se volvió un poco de lado hacia la ventana, y la luz gris atenuó su expresión. Madeleine se aclaró la garganta.
—Por cierto, ¿al final compramos un rastrillo nuevo? Están hablando de veinticinco o treinta centímetros de nieve antes de medianoche, y no quiero otra filtración en el armario de arriba.
—¿Veinticinco o treinta centímetros?
Pareció recordar que había un viejo rastrillo en el granero, quizá reparable con suficiente cinta aislante…
Madeleine soltó un pequeño suspiro y se encaminó a la escalera.
—Vaciaré el armario.
A David no se le ocurrió ningún comentario sensato. El teléfono sonó en la encimera y lo salvó de decir alguna estupidez. Lo cogió al tercer tono.
—Gurney.
—Detective Gurney, soy Gregory Dermott. —La voz era educada pero tensa.
—Sí, diga, señor Dermott.
—Ha ocurrido algo. Quiero estar seguro de que alerto a las autoridades adecuadas.
—¿Qué ha ocurrido?
—He recibido una comunicación peculiar. Creo que podría estar relacionada con las cartas que me dijo que habían recibido las víctimas de los crímenes. ¿Puedo leérsela?
—Primero dígame cómo la ha recibido.
—Cómo la he recibido es más inquietante que lo que dice. Dios, me pone la piel de gallina. Estaba pegada en la parte exterior de mi ventana, la ventana de la cocina, al lado de la mesita donde desayuno cada mañana. ¿Se da cuenta de lo que significa?
—¿Qué?
—Significa que ha estado aquí, aquí mismo, tocando la casa, a menos de quince metros de donde estaba durmiendo. Y sabía en qué ventana pegarlo. Eso es lo que me aterra.
—¿Qué quiere decir en qué ventana pegarlo?
—En la ventana donde me siento cada mañana. No es un accidente… Ha de saber que desayuno en esa mesa, lo que implica que me ha estado vigilando.
—¿Ha llamado a la Policía?
—Por eso lo estoy llamando.
—Me refiero a la Policía local.
—Sé lo que quiere decir. Sí, los he llamado, y no se están tomando la situación en serio. Esperaba que una llamada suya ayudara. ¿Puede hacer eso por mí?
—Dígame qué dice la nota.
—Espere un momento. Aquí está. Sólo dos líneas, escritas con tinta roja: «
Cae uno, caen todos, ahora mueren todos los necios»
.
—¿Ha leído esto a la Policía?
—Sí. Les expliqué que podría estar relacionado con dos asesinatos y dijeron que mañana por la mañana vendría a verme un detective, lo cual me sonó a que no lo consideraban urgente.
Gurney sopesó los pros y los contras de decirle que ya no eran dos, sino tres, asesinatos, pero decidió que la noticia no haría nada más que aumentar el miedo, y la voz de Dermott delataba que ya estaba bastante asustado.
—¿Significa ese mensaje algo para usted?
—¿Significar? —La voz de Dermott estaba llena de pánico—. Sólo lo que dice. Dice que alguien va a morir. Ahora. Y el mensaje me lo ha entregado a mí. ¡Eso es lo que significa, por el amor de Dios! ¿Qué pasa con ustedes? ¿Cuántos cadáveres hacen falta para conseguir su atención?
—Trate de mantener la calma, señor. ¿Tiene el nombre del agente de Policía con el que ha hablado?
Boca abajo
Para cuando Gurney terminó una complicada conversación telefónica con el teniente John Nardo, del Departamento de Policía de Wycherly, había recibido una reticente promesa de que esa tarde se enviaría un agente a proporcionar protección a Gregory Dermott, al menos temporalmente; aunque todo estaba sujeto a la decisión final del capitán de turno.
La tormenta de nieve, entre tanto, se había convertido en una ventisca. Gurney llevaba en pie casi treinta horas y sabía que necesitaba dormir, pero decidió aguantar un poco más y prepararse un café. Dio un grito para preguntar si Madeleine quería uno. No pudo descifrar su respuesta monosilábica, aunque debería haberla intuido. Preguntó otra vez. En esta ocasión el «¡No!» fue alto y claro, más alto y más claro de lo necesario, pensó.