—Así era en el primer asesinato.
Los ojos de Gowacki mostraron interés.
—La posición de la víctima indica que se enfrentó a un agresor que entró por la puerta de atrás. Sin embargo, las pisadas muestran que alguien entró por la puerta delantera y salió por detrás. No tiene sentido.
—¿Le importa que eche un vistazo en la cocina?
—Adelante. Fotógrafo, forense y tipos que buscan huellas están allí. No mueva nada. Todavía están con sus posesiones personales.
—El forense ha dicho algo sobre quemaduras de pólvora.
—¿Quemaduras de pólvora? Eso son heridas de cuchillo.
—Sospecho que hay una bala en medio de esta carnicería.
—¿Ve algo que se me ha pasado?
—Creo que veo un pequeño agujero en la esquina de ese techo, encima de la nevera. ¿Alguno de sus hombres lo ha comentado?
Gowacki siguió la mirada de Gurney hasta el lugar.
—¿Qué me está diciendo?
—Que primero dispararon a Kartch y luego lo acuchillaron.
—¿Y las huellas en realidad van en la otra dirección?
—Exacto.
—Deje que me aclare. ¿Está diciendo que el asesino entró por la puerta de atrás, le disparó a Richie en la garganta, éste cayó, y luego el asesino lo acuchilló una docena de veces en la garganta como si estuviera ablandando un bistec?
—Eso es más o menos lo que ocurrió en Peony.
—Pero las huellas…
—Las pisadas pudo hacerlas pegando una segunda suela en las botas, hacia atrás, para que parezca que entró por delante y se fue por detrás, cuando en realidad entró por detrás y salió por delante.
—Joder, ¡eso es ridículo! ¿A qué coño está jugando?
—Ésa es la palabra.
—¿Qué?
—Jugando. Un juego diabólico, pero es lo que está haciendo, y con ésta van tres veces. «No sólo os equivocáis, sino que vais al revés. Os doy pista tras pista y no podéis pillarme. Así de inútiles sois los polis.» Ése es el mensaje que nos está dejando en cada escena del crimen.
Gowacki evaluó a Gurney con la mirada, lentamente.
—Ve a este tipo con mucha claridad.
Gurney sonrió y rodeó el cadáver para llegar a una pila de papeles que había sobre la encimera.
—¿Quiere decir que le resulta demasiado serio?
—No he de decirlo yo. No tenemos muchos asesinatos en Sotherton. Y aun los que tenemos, uno cada cinco años, son de los que se reducen a homicidio involuntario. Suelen implicar bates de béisbol o llaves para cambiar la rueda en el aparcamiento de un bar. Nada planeado. Y desde luego nada juguetón.
Gurney gruñó como muestra de compasión. Él había visto excesiva violencia ciega.
—Eso es sobre todo basura —dijo Gowacki, haciendo una señal hacia la pila de correo que Gurney estaba hojeando con mucho tiento.
Estaba a punto de asentir cuando debajo de todo de una pila desorganizada de
Pennysavers
, octavillas, revistas de armas, noticias de cobro de morosos y catálogos de excedentes militares, encontró un sobre pequeño y vacío, abierto descuidadamente por la solapa, dirigido a Richard Kartch. La caligrafía era hermosa y precisa. La tinta era roja.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó Gowacki.
—Debería poner esto en una bolsa de pruebas —dijo. Cogió el sobre por una esquina y lo colocó en un espacio libre de la encimera—. A nuestro asesino le gusta comunicarse con sus víctimas.
—Arriba hay más.
Gurney y Gowacki se volvieron hacia donde había surgido la nueva voz: un hombre joven y grande que se hallaba en el umbral del otro lado de la cocina.
—Debajo de un montón de revistas porno, en la mesita de al lado de la cama, hay otros tres sobres con tinta roja.
—Supongo que debería subir a echar un vistazo —dijo Gowacki, con la reticencia de un hombre con los suficientes kilos de más para pensárselo dos veces antes de subir un tramo de escaleras—. Bobby, él es el detective Gurney, del condado de Delaware, en Nueva York.
Bob Muffit se presentó el joven, que extendió la mano con nerviosismo hacia Gurney y evitó con la mirada el cadáver del suelo. El piso de arriba tenía el mismo aspecto a medio construir y medio abandonado que el resto de la casa. El rellano daba acceso a cuatro puertas. Muffit los condujo a la primera de la derecha. Era un caos incluso para la consideración de cutre que ya se había establecido. En aquellas porciones de la moqueta que no estaban cubiertas de ropa sucia o latas vacías de cerveza, Gurney observó lo que parecían manchas secas de vómito. El aire tenía un olor acre, a sudor. Las persianas estaban cerradas. La luz procedía de la única bombilla que funcionaba de un aplique de tres situado en el centro del techo.
Gowacki se acercó a la mesita que se hallaba junto a la cama sin hacer. Al lado de una pila de revistas porno había tres sobres con caligrafía roja y junto a ellos un cheque nominativo. Gowacki no tocó nada directamente, sino que deslizó los cuatro elementos sobre una revista llamada
Hot Buns
, que usó como bandeja.
—Vamos a bajar a ver que tenemos aquí dijo.
Los tres hombres volvieron sobre sus pasos a la cocina, donde Gowacki depositó los sobres y el cheque en la mesa de desayuno. Con una pluma y unas pinzas que sacó del bolsillo de la camisa, levantó la parte rasgada de cada sobre y sacó su contenido. Los tres sobres contenían poemas que parecían idénticos (hasta en su caligrafía de monja) a los poemas recibidos por Mellery.
La primera mirada se posó en los versos:
«Darás lo que has quitado / al recibir lo dado… /Vamos a vernos solos, señor 658».
Lo que captó su atención durante más tiempo, no obstante, fue el cheque. Estaba extendido a nombre de X. Arybdis y firmado por R. Kartch. Era sin lugar a dudas el cheque que Gregory Dermott le había devuelto a Kartch sin ingresarlo. Estaba extendido por el mismo importe que el de Mellery y Schmitt: 289,87 dólares. El nombre y la dirección: «R. Kartch, 349 Quarry Road, Sotherton, Mass., 01055» aparecía en la esquina superior izquierda del cheque.
«R. Kartch.» Había algo en el nombre que inquietaba a Gurney.
Quizás era esa sensación que siempre tenía cuando miraba el nombre impreso de una persona muerta. Era como si el nombre en sí hubiera perdido el aliento de la vida, se hubiera empequeñecido, se hubiera soltado de lo que le había dado estatura. Era extraño, reflexionó, cómo puedes creer que estás en paz con la muerte, incluso creer que su presencia ya no te causa mucho efecto, que sólo es parte de tu profesión. Luego te llega de un modo tan extraño: en el detalle inquietante del nombre de un difunto. No importa lo mucho que uno trate de pasarla por alto, la muerte encuentra una forma de hacerse notar. Se filtra en tus sentimientos como el agua en la pared de un sótano.
Quizás era por eso por lo que algo en el nombre de R. Kartch le chocaba. ¿O había otra razón?
Un disparo a ciegas
Mark Mellery, Albert Schmitt, Richard Kartch. Tres hombres. Los habían elegido como objetivos, los habían torturado mentalmente, les habían disparado y los habían acuchillado tan repetidamente y con tanta fuerza que casi les habían cercenado las cabezas. ¿Qué habían hecho, juntos o por separado, para engendrar una venganza tan macabra?
¿Era una venganza? ¿La sugerencia de la venganza expresada por las notas podría ser como había propuesto Rodríguez una cortina de humo para ocultar un motivo más práctico?
Cualquier cosa era posible.
Casi había amanecido cuando Gurney inició su trayecto de vuelta a Walnut Crossing. El aire era cortante y tenía el aroma de la nieve. Gurney había entrado en ese estado de conciencia tenso en el cual una profunda fatiga pugna con un estado de agitado desvelo. Las ideas y las imágenes caían en cascada por su cerebro sin progreso ni lógica.
Una de esas imágenes era el cheque del hombre muerto, el nombre R. Kartch, algo que acechaba bajo una trampilla inaccesible de su memoria, algo fuera de lugar. Como una estrella apenas visible, eludía una mirada directa y podría aparecer en su visión periférica cuando dejara de buscarla.
Se esforzó en concentrarse en otros aspectos del caso, pero su mente se resistía a funcionar de un modo ordenado. En cambio, vio el charco de sangre medio seca en el suelo de la cocina de Kartch, cuyo borde más alejado se extendía bajo la sombra de la mesa desvencijada. Miró fijamente la carretera que tenía delante, tratando de exorcizar la imagen, pero sólo tuvo éxito en parte, al sustituirla con una mancha de sangre de tamaño similar en el patio de piedra de Mark Mellery, que a su vez dio paso a una imagen de Mellery en un sillón de teca, inclinado hacia delante, pidiendo protección, liberación.
Inclinado hacia delante, pidiendo…
Gurney sintió la presión de las lágrimas que se acumulaban.
Se detuvo en un área de descanso. Sólo había otro coche en la pequeña zona de aparcamiento, y parecía más abandonado que aparcado. Gurney tenía la cara caliente, las manos frías. No ser capaz de pensar con claridad lo asustaba, se sentía impotente.
El agotamiento era una lente a través de la cual tendía a ver su vida como un fracaso: un fracaso que los elogios profesionales que iba acumulando hacían más doloroso. Saber que eso era un truco que le jugaba su mente cansada no hizo que le pareciera menos convincente. Al fin y al cabo, tenía su letanía de pruebas. Como detective, le había fallado a Mark Mellery. Como marido le había fallado a Karen, y ahora le estaba fallando a Madeleine. Como padre le había fallado a Danny, y ahora le estaba fallando a Kyle.
Su cerebro tenía sus límites, así que después de soportar otro cuarto de hora de esta laceración se desconectó. Cayó en un breve y reparador sueño.
No estaba seguro de cuánto tiempo duró, casi con certeza menos de una hora, pero cuando se despertó, la conmoción emocional había pasado y en su lugar había una claridad despejada. También sentía un terrible dolor en el cuello, pero parecía un pequeño precio que pagar.
Quizá porque ahora había espacio para ello, una nueva visión del misterio del apartado postal de Wycherly empezó a cobrar forma en su mente. Las dos hipótesis originales nunca le habían parecido del todo satisfactorias: a saber, que el apartado postal estuviera equivocado (improbable dada la atención por el detalle del asesino), o que fuera el apartado postal correcto, pero que algo hubiera salido mal, lo que había permitido que Dermott recibiera y devolviera, inocentemente, los cheques antes de que el asesino pudiera llevárselos con el ingenioso método que hubiera ideado.
Ahora Gurney tenía una tercera explicación. Supongamos, pensó, que fuera el apartado postal correcto y que nada hubiera salido mal. Supongamos que el propósito de pedir los cheques hubiera sido uno distinto al de cobrarlos. Supongamos que el asesino hubiera logrado acceso al buzón, hubiera abierto los sobres, hubiera mirado los cheques o hecho copias de ellos, y luego los hubiera vuelto a meter en sus sobres y los hubiera colocado otra vez en el buzón antes de que Dermott accediera a ellos.
Si este nuevo escenario se acercaba a la verdad si en realidad el asesino estaba usando el apartado postal de Dermott para sus propios propósitos, se abría una fascinante nueva vía. Gurney podía comunicarse directamente con el asesino. A pesar de que era una mera hipótesis, y a pesar de la confusión y depresión en las que estaba inmerso hasta un momento antes, la idea lo excitó tanto que pasaron varios minutos antes de que se diera cuenta de que había salido del área de descanso y que volaba hacia su casa a ciento treinta por hora.
Madeleine había salido. Dave dejó la billetera y las llaves en la mesa de la cocina y cogió la nota que había allí. Estaba escrita en la caligrafía rápida y limpia de ella y, como de costumbre, era desafiantemente concisa: «He ido a yoga a las nueve. Vuelvo antes de la tormenta. 5 mensajes. ¿El pez era un salmón?».
¿Qué tormenta?
¿Qué pez?
Quería ir al estudio y escuchar los cinco mensajes de teléfono de los que suponía que estaba hablando su mujer, pero había algo que quería hacer antes, algo de mayor urgencia. La idea de que podía escribir al asesino enviarle una nota a través del apartado postal de Dermott le había dado un abrumador deseo de hacerlo.
Veía que todo era bastante precario, con suposiciones basadas en suposiciones, pero le seducía de todos modos. La oportunidad de hacer algo era muy excitante en comparación con lo frustrante de la investigación y la aterradora sensación de que cualquier progreso que estuvieran haciendo podía formar parte del plan del enemigo. Por impulsivo y poco razonable que fuera, la oportunidad de lanzar una granada por encima de la pared tras la cual podía estar acechando el enemigo era irresistible. Lo único que le faltaba era fabricar la granada.
Sin duda tenía que escuchar los mensajes. Podía haber algo urgente, importante. Se encaminó al estudio. Pero se le ocurrió una frase, una frase que no quería olvidar, un pareado, el inicio perfecto para una declaración al asesino. Con excitación, cogió el bloc y un bolígrafo que Madeleine había dejado en la mesa y empezó a escribir. Al cabo de quince minutos dejó el bolígrafo y leyó los ocho versos que había escrito con una caligrafía elaborada y decorativa.
Ya sé cómo lograste hacer tu fechoría,
el andar al revés y el disparo en sordina.
Acabará muy pronto tu miserable juego,
la garganta cortada por amigo del muerto.
Cuidado con el sol, cuidado con la nieve,
con la noche y el día, porque escapar no puedes.
Iré con aflicción a su tumba primero y luego
al asesino enviaré al Infierno.
Satisfecho, borró sus huellas dactilares del papel. Era extraño siniestro, evasivo, pero se sacudió la sensación, cogió un sobre y lo dirigió a X. Arybdis, al apartado postal de Dermott, en Wycherly, Connecticut.
Regreso al mundo real
Gurney llegó al buzón a tiempo para entregar el sobre a Rhonda, que sustituía a Baxter, el cartero habitual, dos veces por semana. Cuando volvió a través del prado a su casa, la excitación ya estaba minada por el remordimiento que de un modo inevitable seguía a todas sus raras acciones instintivas.
Recordó sus cinco mensajes.
El primero era de la galería de Ithaca: «David, soy Sonya. Hemos de hablar de tu proyecto. Nada malo, todo va bien, pero hemos de hablar muy, muy pronto. Estaré en la galería hasta las seis esta tarde, o puedes llamarme a casa después».