—¿Y Albert era un hombre recto?
—¡Jonah! —gritó la mujer aún más fuerte. Se levantó del sofá y se movió con sorprendente rapidez por el pasillo de la izquierda hasta una de las puertas, que empezó a aporrear con la palma de la mano.
—¡Abre la puerta! ¡Ahora! ¡Abre la puerta!
—¿Qué coño…? —dijo Clamm.
—He dicho ahora, Jonah.
Se oyó una cerradura y la puerta se abrió hasta la mitad. Ante ellos apareció un chico obeso casi tan grande como la madre a la que se parecía hasta un extremo inquietante: incluso en la extraña sensación de desprendimiento en la mirada, que hizo que Gurney se preguntara si la causa era genética o si se debía a la medicación, o a ambas cosas. El chico llevaba el pelo corto teñido de blanco.
—Te he dicho que no cierres la puerta cuando estoy en casa. Baja el volumen. Parece como si hubieran asesinado a alguien aquí dentro.
Nadie dejó ver cómo era de llamativo aquel comentario, dadas las circunstancias. El chico miró a Gurney y a Clamm sin interés. Sin duda, reflexionó Gurney, estaba ante una de esas familias tan acostumbradas a la intervención de los servicios sociales que los extraños de aspecto oficial en el salón no merecían ninguna reflexión. El chico volvió a mirar a la madre.
—¿Puedo tomarme mi helado ahora?
—Sabes que no te lo puedes tomar ahora. No subas el volumen o apagaré la consola.
—Vale —dijo con voz plana, y le cerró la puerta en las narices.
La mujer regresó a la sala y volvió a sentarse en el sofá.
—Está desconsolado por la muerte de Albert.
—Señora Schmitt —dijo Clamm a su manera de «vamos a seguir adelante»—, el detective Gurney necesita formularle unas preguntas.
—¿No es una curiosa coincidencia? Yo tengo una tía Bernie. Precisamente he estado pensando en ella esta mañana.
—Gurney, no Bernie —dijo Clamm.
—Se parece bastante, ¿no? —Sus ojos parecían brillar.
—Señora Schmitt —dijo Gurney—, durante el mes pasado, ¿su marido le contó que estuviera preocupado por algo?
—Albert nunca se preocupaba.
—¿Le parecía diferente de algún modo?
—Albert siempre era igual.
Gurney sospechaba que estas percepciones podían deberse tanto al efecto de neblina amortiguadora de la medicación como a una actitud real del difunto.
—¿Alguna vez recibió una carta con una dirección manuscrita o algún escrito en tinta roja?
—En el correo sólo hay facturas y anuncios. Nunca lo miro.
—¿Albert se encargaba del correo?
—Eran todo facturas y anuncios.
—¿Sabe si Albert pagó alguna factura especial últimamente o extendió algún cheque inusual?
La señora Schmitt negó con la cabeza enfáticamente, haciendo que su rostro inmaduro apareciera asombrosamente infantil.
—Una última pregunta. Después de que descubriera el cadáver de su marido, ¿cambió o movió algo de la sala antes de que llegara la Policía?
Una vez más negó con la cabeza. Podría haber sido su imaginación, pero Gurney creyó captar un atisbo de algo nuevo en su semblante. ¿Había vislumbrado un destello de alarma en aquella mirada inexpresiva? Decidió arriesgarse.
—¿El Señor le habla? —preguntó.
Ahora había algo más en su expresión, no tanto alarma como reivindicación.
—Sí.
Reivindicación y orgullo, pensó Gurney.
—¿El Señor le habló cuando encontró a Albert?
—El Señor es mi pastor —empezó, y continuó recitando todo el salmo.
Gurney podía notar los tics de impaciencia y los guiños que salpimentaban el rostro de Clamm.
—¿El Señor le dio instrucciones específicas?
—No oigo voces —dijo. Una vez más el mismo destello de alarma.
—No, no voces. Pero el Señor le habla, para ayudarla.
—Estamos en la Tierra para hacer lo que Él nos pida.
Gurney se inclinó hacia delante desde su posición, al borde de la mesita de café.
—¿E hizo lo que el Señor le dictó?
—Hice lo que el Señor me dictó.
—Cuando encontró a Albert, ¿había algo que necesitara cambiarse, algo que no estuviera como debería, algo que el Señor quería que hiciera?
Los ojos grandes de la mujer se llenaron de lágrimas, y éstas corrieron por sus redondeadas e infantiles mejillas.
—Tenía que guardarla.
—¿Guardarla?
—Los policías se la habrían llevado.
—¿Qué se habrían llevado?
—Se llevaron todo lo demás, la ropa que vestía, su reloj, su billetera, el periódico que estaba leyendo, la silla en la que se sentó, la alfombra, sus gafas, el vaso del que estaba bebiendo… Se lo llevaron todo.
—No todo, verdad, señora Schmitt. No se llevaron lo que usted guardó.
—No podía dejarles. Era un regalo. El último regalo de Albert.
—¿Puedo ver el regalo?
—Ya lo ha visto. Está detrás de usted.
Gurney se volvió y siguió la mirada de la mujer hasta el jarrón de flores rosas que había en medio de la mesa, o lo que, en una inspección más precisa, resultó ser un jarrón con una flor de plástico de pétalos tan grandes y vistosos que daba la impresión inicial de ser un ramo.
—¿Albert le dio esa flor?
—Ésa era su intención —dijo después de una vacilación.
—¿No llegó a dársela?
—No pudo, ¿no?
—Quiere decir porque lo mataron.
—Sabía que era para mí.
—Esto podría ser muy importante, señora Schmitt —dijo Gurney con voz pausada—. Por favor, dígame exactamente lo que encontró y qué hizo.
—Cuando Jonah y yo llegamos del Salón del Apocalipsis, oímos la televisión y no quisimos molestar a Albert. A Albert le gustaba la televisión. No le gustaba que nadie pasara por delante de la tele. Así que Jonah y yo entramos por la puerta trasera, que da a la cocina, para no tener que pasar por delante de él. Nos sentamos en la cocina, y Jonah se tomó su helado de la hora de acostarse.
—¿Cuánto tiempo se quedó sentada en la cocina?
—No lo sé. Nos pusimos a hablar. Jonah es muy profundo.
—¿Hablar de qué?
—Del tema favorito de Jonah, la tribulación del final de los tiempos. Dice en las Escrituras que al final de los tiempos habrá tribulación. Jonah siempre me pregunta si lo creo y cuánta tribulación creo que habrá, y qué clase de tribulación. Hablamos mucho sobre eso.
—¿Así que hablaron de tribulación y Jonah se tomó su helado?
—Como siempre.
—¿Qué más?
—Luego se hizo hora de que se fuera a dormir.
—¿Y?
—Y entró en el salón desde la cocina para ir a su dormitorio, pero no pasaron ni cinco segundos antes de que volviera a la cocina, retrocediendo y señalando al salón. Yo traté de que dijera algo, pero sólo podía señalar. Así que vine yo misma, quiero decir, entré aquí —dijo mirando en torno a la sala.
—¿Qué es lo que vio?
—A Albert.
Gurney esperó que continuara. Cuando no lo hizo, le insistió.
—¿Albert estaba muerto?
—Había mucha sangre.
—¿Y la flor?
—La flor estaba en el suelo, a su lado. Ve, debía de llevarla en la mano. Quería dármela cuando yo llegara a casa.
—¿Qué hizo entonces?
—¿Entonces? Oh. Fui a casa del vecino. No tenemos teléfono. Creo que llamaron a la Policía. Antes de que llegaran, recogí la flor. Era para mí —dijo con la insistencia pura y repentina de un niño—. Era un regalo. La puse en nuestro jarrón más bonito.
A tientas hasta la luz
Y aunque era hora de almorzar cuando por fin salieron de la casa de los Schmitt, Gurney no estaba de humor. No porque no tuviera hambre ni porque Clamm no le propusiera un lugar conveniente para comer. Estaba demasiado frustrado, sobre todo consigo mismo, para decir que sí a nada. Mientras el joven policía lo llevaba al aparcamiento de la iglesia donde había dejado su coche, hicieron un último intento poco entusiasta de cotejar los hechos de los casos para ver si había algo que pudiera relacionarlos. El intento no condujo a ninguna parte.
—Bueno —dijo Clamm, pugnando por darle al ejercicio una interpretación positiva—. Al menos no hay pruebas en este momento de que no estén relacionados. El marido podría haber recibido cartas que la mujer nunca vio, y no parece que existía demasiada comunicación en el matrimonio, así que es posible que no le dijera nada. Y en el infierno en el que está ella, no creo que se fijara en ningún cambio emocional ni en él ni en ella misma. Podría valer la pena volver a hablar con el chico. Sé que está tan tronado como ella, pero es posible que recuerde algo.
—Claro —dijo Gurney, sin la menor convicción—. Y estaría bien que comprobara si Albert tenía talonario de cheques y si hay algún resguardo con el nombre de Charybdis o Arybdis o Scylla. Es una posibilidad remota, pero qué diablos.
Camino de casa, en una especie de compasión morbosa con el estado de ánimo de Gurney, el tiempo empeoró. La llovizna de la mañana se había convertido en una lluvia constante, que reforzaba su evaluación negativa del viaje. No estaba claro que hubiera relación entre los asesinatos de Mark Mellery y Albert Schmitt, más allá del elevado número y la localización de los cortes. Ninguno de los rasgos de la escena del crimen de Peony estaban presentes en la de Salmón Beach: ni extrañas pisadas, ni silla plegable ni botella de whisky ni poemas. No había el menor rastro de juego alguno. Las víctimas no parecían tener nada en común. Que un asesino hubiera elegido como objetivos a Mark Mellery y Albert Schmitt carecía de sentido.
Estas ideas, junto con lo desagradable de conducir bajo una lluvia cada vez más intensa, sin duda contribuyeron a la expresión tensa que mostraba cuando entró por la puerta de la cocina de su casa, goteando.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Madeleine, tras levantar la cabeza de la cebolla que estaba troceando.
—¿Qué quieres decir?
Madeleine se encogió de hombros e hizo otro corte en la cebolla.
La respuesta nerviosa de Gurney quedó flotando en el aire. Al cabo de un momento, susurró en tono de disculpa:
—He tenido un día agotador, un viaje de ida y vuelta de seis horas bajo la lluvia.
—¿Y?
—¿Y? Y todo probablemente para nada.
—¿Y?
—¿Eso no es suficiente?
Ella le dedicó una sonrisita de incredulidad.
—Para colmo, era en el Bronx —añadió malhumorado—. No hay ninguna experiencia que el Bronx no la convierta en un poco más desagradable.
Madeleine empezó a picar la cebolla en trozos más pequeños. Habló como si se estuviera dirigiendo a la tabla de cortar.
—Tienes dos mensajes en el teléfono: tu amiga de Ithaca y tu hijo.
—¿Mensajes detallados o sólo piden que devuelva la llamada?
—No les he prestado tanta atención.
—¿Con
tu amiga
de Ithaca te refieres a Sonya Reynolds?
—¿Tienes más?
—¿Más qué?
—Más amigas en Ithaca.
—No tengo amigos en Ithaca. Mi relación con Sonya Reynolds es de negocios, y apenas. ¿Qué quería, por cierto?
—Ya te he dicho que el mensaje está en el teléfono.
El cuchillo de Madeleine, que se había alzado sobre la pila de trozos de cebolla, cayó con particular fuerza.
—Dios, ¡ten cuidado con los dedos! —Las palabras salieron de la boca de Gurney con más rabia que preocupación.
Con el filo del cuchillo todavía apretado contra la tabla de cortar, Madeleine lo miró con curiosidad.
—Bueno, ¿qué ha pasado hoy? —preguntó, rebobinando la conversación al punto en el que se hallaba antes de irse al garete.
—Frustración, supongo. No lo sé.
Fue a la nevera y sacó una botella de Heineken. La abrió y la dejó en la mesa del rincón del desayuno, junto a la puerta cristalera. Entonces se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de una de las sillas y se sentó.
—¿Quieres saber qué ha pasado? Te lo contaré. A petición de un detective del Departamento de Policía de Nueva York con el ridículo nombre de Randy Clamm, he hecho un trayecto de tres horas hasta una triste casa del Bronx donde habían matado a un desempleado. Lo habían acuchillado en la garganta.
—¿Por qué te llamó?
—Ah. Buena pregunta. Parece que el detective Clamm se enteró del asesinato de Peony. La similitud del método le hizo llamar a la Policía de Peony, que lo pasó a la comisaría central de la Policía regional, que lo pasó al capitán que supervisa el caso, un capullo lameculos llamado Rodríguez, cuyo cerebro es justo lo bastante grande para reconocer una pista de mierda.
—¿Así que te lo pasó a ti?
—Al fiscal, que automáticamente me lo pasó a mí.
Madeleine no dijo nada, aunque la pregunta obvia estaba en su mirada.
—Sí, yo sabía que era una pista dudosa. Acuchillar en esa parte del mundo es sólo otra forma de discutir, pero por alguna razón pensé que podría encontrar algo que relacionara los dos casos.
—¿Nada?
—No. Aunque durante un rato tuve esperanza. La viuda parecía callarse algo. Finalmente reconoció que había intervenido en la escena del crimen. Había una flor en el suelo que aparentemente le había comprado el marido. Ella temía que los agentes que recogían las pruebas se la llevaran y quería conservarla, es comprensible. Así que la recogió y la puso en un jarrón. Fin de la historia.
—¿Esperabas que reconociera haber cubierto algunas huellas en la nieve o haber escondido una silla plegable?
—Algo así. Pero sólo resultó ser una flor de plástico.
—¿De plástico?
—De plástico. —Tomó un largo y lento trago de la Heineken—. No es un regalo de muy buen gusto, supongo.
—No es ningún regalo —dijo Madeleine con cierta convicción.
—¿Qué quieres decir?
—Las flores de verdad pueden ser un regalo, casi siempre lo son. Las flores artificiales son otra cosa.
—¿Qué?
—Elementos de decoración, diría. Las posibilidades de que un hombre le compre flores de plástico a una mujer son las mismas a que le compre un rollo de papel de pared con flores.
—¿Qué me estás diciendo?
—No estoy segura, pero si esa mujer encontró una flor de plástico en la escena del crimen y supuso que su marido se la había llevado, creo que se equivoca.
—¿De dónde crees que salió?
—No tengo ni idea.
—La mujer parecía muy segura de que era un regalo para ella.
—Es lo que quería creer, ¿no?
—Quizá sí. Pero si él no la llevó a la casa, y suponiendo que el hijo estuviera fuera con ella toda la tarde como asegura la mujer, eso dejaría al asesino como única fuente posible.