—¿Qué? —Gurney la miró, sin comprenderla.
—El oso. —Hizo una señal hacia la ventana lateral.
Entre la ventana y sus jardineras aletargadas, con los bordes incrustados de escarcha, el soporte curvado de acero de un comedero de pájaros estaba caído, y el comedero en sí, partido por la mitad.
—Me ocuparé de eso después —dijo Gurney, enfadado por el comentario irrelevante—. ¿Qué te parece el problema de la pisada?
Madeleine bostezó.
—Creo que es estúpido, y la persona que lo hizo está loca.
—Pero ¿cómo lo hizo?
—Es como el truco de los números.
—¿Qué quieres decir?
—O sea, ¿qué importa cómo lo hiciera?
—Cuéntame más —dijo Gurney, con su curiosidad en un nivel ligeramente más alto al de su irritación.
—El cómo no importa. La cuestión es por qué, y la respuesta es obvia.
—¿Y la respuesta obvia es…?
—Quería demostrar que sois un montón de idiotas.
La respuesta le produjo dos sensaciones contrapuestas: complacido porque ella estuviera de acuerdo con él en que la Policía era un objetivo en el caso, pero no tan contento por el énfasis que puso en la palabra «idiotas».
—Tal vez caminó hacia atrás —sugirió encogiéndose de hombros—. Quizás el lugar al que pensáis que llegan las huellas es el lugar desde el que salen, y el lugar del que creéis que salen es el lugar al que llegan.
Estaba entre las posibilidades que Gurney había considerado y descartado.
—Hay dos problemas. Primero, sólo traslada la cuestión de cómo las huellas se detienen en medio de ninguna parte a cómo pueden empezar en medio de ninguna parte. En segundo lugar, las huellas están espaciadas de un modo muy uniforme. Es difícil imaginar a alguien caminando hacia atrás ochocientos metros por el bosque sin tropezar ni una vez.
Luego se le ocurrió que incluso el más leve signo de interés por parte de Madeleine era algo que quería alentar, así que añadió con afecto:
—Pero en realidad es una idea muy interesante, así que, por favor, no dejes de pensar en ello.
* * *
A las dos de la madrugada, mientras miraba por el rectángulo de la ventana de su habitación, apenas iluminada por un cuarto de luna tras una nube, era Gurney el que todavía estaba pensando; y todavía le daba vueltas a la observación de Madeleine de que la dirección en la cual las pisadas señalaban y la dirección del movimiento eran cuestiones independientes. Eso era cierto, pero ¿cómo ayudaba a la interpretación de los datos? Incluso si alguien pudiera caminar tanto hacia atrás por un terreno irregular sin dar un solo traspié, que nadie podía, esa hipótesis sólo servía para convertir el inexplicable final de una senda en un inexplicable comienzo.
¿O sí ayudaba?
«Supongamos…»
«Pero eso sería poco probable. Aun así, sólo supón por el momento…»
Por citar a Sherlock Holmes: «Cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad».
—¿Madeleine?
—¿Hum?
—Perdona que te despierte. Es importante.
Su respuesta fue un gran suspiro.
—¿Estás despierta?
—Ahora sí.
—Escucha. Supón que el asesino no entra en la propiedad desde la calle principal, sino desde la calle de atrás. Supón que llega varias horas antes del crimen, de hecho, justo antes de que empiece a nevar. Supón que camina hasta la pequeña pineda desde la calle de atrás con su sillita plegable y la otra parafernalia, se pone su mono de Tyvek y sus guantes de látex, y espera.
—¿En el bosque?
—En la pineda, en el lugar donde pensamos que terminan las pisadas. Se sienta allí y aguarda hasta que deja de nevar, poco después de medianoche. Entonces se levanta, coge su silla, su botella de whisky, su pistola y su minigrabadora con los chillidos de animales y camina ochocientos metros hasta la casa. Por el camino, llama a Mellery desde el móvil para asegurarse de que esté lo bastante despierto como para oír los chillidos animales…
—Espera un momento. Pensaba que habías dicho que no podía caminar hacia atrás en el bosque.
—No lo hizo. No tenía que hacerlo. Tenías razón en separar la orientación punta talón de las pisadas de su dirección real, pero hemos de hacer otra separación. Supongamos que las suelas de los zapatos estuvieran separadas de la parte superior.
—¿Cómo?
—Lo único que tenía que hacer el asesino era arrancar las suelas de un par de botas y pegarlas en el otro: al revés. Así pudo caminar fácilmente hacia delante y dejar una limpia senda de huellas tras de sí que parecieran ir en la dirección de la que venía.
—¿Y la silla plegable?
—Se la lleva al patio. Quizá pone los distintos elementos encima mientras envuelve la pistola con la parka, a modo de silenciador parcial. Entonces reproduce la cinta de los chillidos animales para atraer a Mellery a la puerta de atrás. Hay variaciones sobre la forma exacta en que podría hacerlo, pero el resumen es que consigue tener a Mellery en el patio, le apunta y le dispara. Cuando Mellery cae, el asesino coge la botella rota y lo apuñala repetidamente con ella. Luego vuelve a lanzar la botella hacia las huellas de pisadas que hizo en su camino al patio: pisadas que, aparentemente, se alejan de éste.
—¿Por qué no dejarla junto al cadáver, o llevársela?
—No se la llevó porque quería que la encontráramos. La botella de whisky forma parte del juego, es parte del argumento de todo esto. Y apuesto a que la lanzó hacia las huellas de pisadas que parecían alejarse para poner la guinda en el pastel de ese pequeño engaño particular.
—Es un detalle muy sutil.
—Como sutil es el detalle de dejar un par de botas en lo que aparentemente sería el final de la senda, pero, por supuesto, las dejó allí al empezar.
—Entonces, ¿no eran las botas que dejaron las huellas?
—No, pero eso ya lo sabíamos. El laboratorio del DIC encontró una minúscula diferencia entre la suela de una de las botas y las huellas dejadas en la nieve. Al principio no tenía sentido. Pero encaja en esta versión revisada de los hechos, a la perfección.
Madeleine no dijo nada durante unos momentos, pero David casi podía sentir su mente absorbiendo, evaluando, probando el nuevo escenario en busca de puntos débiles.
—¿Y después de lanzar la botella, qué?
—Entonces va desde el patio a la parte de atrás del granero, pone allí la silla plegable y lanza un puñado de colillas en el suelo delante de ella para que parezca que ha estado sentado allí antes del crimen. Se quita el mono de Tyvek y los guantes de látex, se pone la parka, rodea la parte de atrás del granero (dejando esas malditas pisadas al revés), sale a Filchers Brook Road, donde la brigada municipal ha quitado la nieve, de manera que no deja huellas allí, y camina hasta su coche en Thornbush Lane, o baja al pueblo, o lo que sea.
—¿La Policía de Peony vio a alguien cuando subían por la carretera?
—Aparentemente no, pero podría haberse metido fácilmente por el bosque o… Hizo una pausa para considerar las opciones.
—¿O…?
—No es la posibilidad más probable, pero me han dicho que hay un hostal en la montaña que se supone que iba a investigar el DIC. Suena extraño después de casi decapitar a su víctima, pero nuestro maníaco homicida podría simplemente haber vuelto paseando hasta ese acogedor hostal.
Se quedaron tumbados en silencio uno al lado del otro en la oscuridad durante varios minutos, con la mente de Gurney yendo y viniendo con velocidad por su reconstrucción del crimen como un hombre que acaba de botar una canoa casera y está comprobándola con atención en busca de posibles fugas. Cuando estuvo seguro de que no tenía agujeros importantes, le preguntó a Madeleine qué pensaba.
—El adversario perfecto —dijo ella.
—¿Qué?
—El adversario perfecto.
—¿Qué significa?
—Te encantan los enigmas. A él también. Es un matrimonio divino.
—¿O infernal?
—Lo que sea. Por cierto, hay algo raro en esas notas.
—Raro…, ¿en qué?
Madeleine tenía una forma de saltar en su cadena de asociaciones libres que en ocasiones lo dejaba muy rezagado.
—Las notas que me enseñaste, las que el asesino le envió a Mellery, las dos primeras y luego los poemas. Estaba tratando de recordar exactamente qué decía cada una.
—¿Y?
—Y me estaba costando, aunque tengo buena memoria. Hasta que me di cuenta de por qué. No hay nada real en ellas.
¿Qué quieres decir?
—No hay nada específico. Ninguna mención de lo que Mellery hizo en realidad ni de quién resultó herido. ¿Por qué ser tan vago? No hay nombres, ni fechas, ni referencias concretas a nada. Es peculiar, ¿no?
—Los números seiscientos cincuenta y ocho y diecinueve son muy específicos.
—Pero no significaban nada para Mellery, salvo por el hecho de que pensó en ellos. Y eso ha de ser un truco.
—Si lo era, no he logrado descubrirlo.
—Ah, pero lo harás. Eres muy bueno conectando los puntos. —Bostezó—. Nadie es mejor que tú en eso—. No había ironía detectable en su voz.
Gurney se quedó tumbado en la oscuridad al lado de su mujer, relajándose aunque fuera por un instante en la comodidad de su elogio. Entonces su mente empezó a examinar a conciencia las notas del asesino, revisando su lenguaje a la luz de la observación de Madeleine.
—Eran lo bastante específicas para asustar a Mellery —dijo.
Suspiró somnoliento.
—O lo bastante inespecíficas.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Quizá no había ningún suceso específico sobre el cual ser específico.
—Pero si Mellery no hizo nada, ¿por qué lo mató?
Ella emitió un ruidito con la garganta que era el equivalente a encogerse de hombros.
—No lo sé. Sólo sé que hay algo que no cuadra en esas notas. Es hora de dormir.
Cabaña Esmeralda
Cuando se levantó, al alba, pensó que hacía semanas, meses quizá, que no se sentía tan reconfortado. Podría ser una exageración decir que había desentrañado el misterio de la bota y que así había tirado la primera ficha de dominó, pero era eso lo que sentía al conducir por el condado hacia el este, en dirección al sol naciente, de camino al hostal de Filchers Brook Road, en Peony.
Se le ocurrió que interrogar a «los maricas» sin hablar antes con la oficina de Kline o con el DIC podría considerarse una interpretación laxa de las reglas. Pero qué demonios, si alguien quería darle una colleja después, sobreviviría. Además, tenía la sensación de que las cosas empezaban a irle de cara. «Hay una marea en los asuntos de los hombres…»
A un kilómetro del cruce de Filchers Brook, sonó su teléfono. Era Ellen Rackoff.
—El fiscal del distrito tiene una información que quiere que le transmita. Me ha pedido que le diga que la sargento Wigg del laboratorio del DIC ha mejorado la cinta que grabó Mark Mellery de la llamada telefónica que recibió del asesino. ¿Conoce la llamada?
—Sí —dijo Gurney, recordando la voz camuflada y que Mellery pensó en el número diecinueve y luego descubrió que ese número estaba en la carta que el asesino le había dejado en el buzón.
—El informe de la sargento Wigg dice que el análisis de la onda de sonido muestra que los ruidos de fondo del tráfico en la cinta estaban regrabados.
—¿Repítalo?
—Según Wigg, la cinta contiene dos generaciones de sonido. La voz del que llamaba y el sonido de fondo de un motor (que ella dice que sin duda es el motor de un automóvil) eran la primera generación. O sea, eran sonidos en vivo, del momento de la transmisión de la llamada. Pero los otros sonidos de fondo, sobre todo los del tráfico que pasaba, eran de segunda generación. O sea, estaban siendo reproducidos en una grabadora durante la llamada en vivo. ¿Está usted ahí, detective?
—Sí, sí, sólo estaba… tratando de entender algo de eso.
—¿Quiere que se lo repita?
—No, la he oído. Es… muy interesante.
—El fiscal del distrito Kline opinaba que podría pensar eso. Le gustaría que usted lo llamara cuando averigüe qué significa.
—Seguro que lo haré.
Dobló por Filchers Brook Road y al cabo de un kilómetro y medio localizó un letrero a su izquierda que proclamaba que la perfectamente cuidada propiedad de detrás era The Laurels. El cartel era una graciosa placa oval, con letras de caligrafía delicada. Un poco más allá del cartel había un espaldar en forma de arco sobre el que crecía laurel de montaña. Un estrecho sendero pasaba a través del arco. Aunque las flores habían desaparecido meses atrás, cuando Gurney pasó conduciendo por la abertura, una jugarreta mental añadió un aroma floral, y un posterior salto le recordó el comentario del rey Duncan sobre el castillo de Macbeth, donde esa noche sería asesinado: «Este castillo tiene un agradable emplazamiento…».
Detrás del espaldar había una pequeña zona de aparcamiento de gravilla tan bien rastrillada como en un jardín zen. Una senda de la misma gravilla prístina conducía desde la zona de aparcamiento hasta la puerta delantera de una inmaculada casa de tejas de cedro. En lugar de timbre, había una antigua aldaba de hierro. Cuando Gurney fue a cogerla, la puerta se abrió y reveló la presencia de un hombre pequeño de ojos alerta e inquisidores. Todo en él parecía recién lavado, desde el polo de color lima a su piel rosada, pasando por un cabello de tono demasiado rubio para aquel rostro de mediana edad.
—Ah —dijo con la satisfacción nerviosa de un hombre cuyo pedido de pizza llega, por fin, veinte minutos tarde.
—¿Señor Plumstone?
—No, yo no soy el señor Plumstone —dijo el hombrecillo—. Soy Bruce Wellstone. La aparente armonía entre los nombres es pura coincidencia.
—Ya veo —dijo Gurney, desconcertado.
—Y usted, supongo que es policía.
—Investigador especial Gurney, de la oficina del fiscal. ¿Quién le dijo que venía?
—El policía que llamó por teléfono. No tengo buena memoria para los nombres. Pero ¿por qué estamos en el umbral? Pase.
Gurney lo siguió por un corto pasillo hasta una zona de asientos amueblada con recargado estilo Victoriano. Se preguntaba quién podría haber sido el policía del teléfono, y dejó ver en su mirada un atisbo de duda.
—Lo siento —dijo Wellstone, evidentemente malinterpretando la expresión de Gurney—. No estoy familiarizado con el procedimiento en casos como éste. ¿Preferiría ir directamente a la Cabaña Esmeralda?